viernes, 1 de octubre de 2010

SEXTO CAPÍTULO

VI
La vuelta de la democracia también significó que muchos empezaran a rasgarse las vestiduras por hechos de los que, o habían estado en la luna o habían negado abiertamente. Renata jugó a la payana  con una muchacha que luego fue muerta por el ejército represor, y desde sus más tiernos años tuvo conciencia de vivir en un país del Tercer Mundo, que jamás se liberaría sin luchar. También su hermana pudo haber sido una desaparecida, tal vez la misma Renata, si hubieran elegido otro camino para la lucha. Toda su adolescencia transcurrió en ese ambiente disociado de miedo y rebeldía. 

En todo el mundo recién comenzaban a romperse las estructuras autoritarias que marcaron una larga época de la humanidad. Su propia familia estaba conformada según un modelo autoritario, y si hubiera podido analizar esa circunstancia con una objetividad que le estaba vedada por ser parte de ella, habría comprendido y hasta habría perdonado a su padre. Fernando, quien quedó huérfano a los dos años de edad fue enviado a un colegio religioso de sacerdotes salesianos en González Catán, lejos de su joven madre que de la noche a la mañana se convirtió en una empleada del Correo, con seis hijos para mantener. Arrancado del hogar, desprovisto del amor fundamental y sometido al rigor de los claustros, aprendió el autoritarismo de la mejor fuente, pero también su descontento alentó una rebeldía, que, aunque reprimida, supo transmitir a sus hijas, a quienes educó, aun declarándose ateo, llenas de los prejuicios cristianos en lo privado, pero con aspiraciones de liberación en lo social.  

En una de esas mañanas de radio Pedro entrevistó a un escritor a quien, durante el Proceso, jamás se le había dado cabida en los medios. Al hablar sobre los asuntos que elegía para sus cuentos dijo que consideraba falto de ética aprovechar ciertos temas de la realidad que están sin resolver para elaborar obras de arte. Según su opinión, utilizar a los desaparecidos para escribir un cuento o producir un  programa de televisión, lo único que daba como resultado era un panfleto. No se trataba de ignorar la realidad, sino de saber tomar cierta distancia, no para ser objetivo, que la objetividad es un cuento chino, sino para no enceguecerse con ella. Y Renata disfrutaba escuchando, y pensaba cuánta verdad encerraban aquellas palabras, qué sencilla suele ser la verdad dicha por quienes la practican sin hacer ruido…
 Así, en silencio, desde  una pared en la esquina de Sarmiento y Pellegrini, Renata sintió la mirada escrutadora que el Che le dirigía desde un afiche político. Otro tema ese, del cual antes nadie hablaba, y ahora resultaba ser bandera de todos. Como Eva, la loca ambiciosa y trepadora, la que le ponía los cuernos a un Perón impotente, la que hizo a algunos celebrar el cáncer. Supo ser propiedad exclusiva de aquellos grasitas que la veneraron en sus santuarios cursis al lado de Gardel y la Madre María, pero rayando el fin del siglo cantaba en inglés “Dont cray for mi, Aryentina” desde cualquier disquería.

Pudo haber sido mi padre, pero hoy lo siento como si fuera el hermano mayor que no tuve. Tal vez nunca pude asimilar su imagen a la de un padre porque el mío, el carnal, era un hombre severo y adusto hasta el autoritarismo, en cambio él simbolizaba liberación, ruptura con el sistema, juventud.
Es posible que treinta años después idealice la comprensión que tenía en aquel momento sobre quién era ese hombre. Yo tenía diez años. Sin embargo, la inmensa congoja que sentí al conocer la noticia de su muerte es un recuerdo vívido, no idealizado ni agigantado por el paso del tiempo.
Era una noticia esperada; en los días previos, la onda corta superaba  miles de kilómetros y en medio de chirridos y ecos siderales, unas voces familiares y graves llegaban desde el “Territorio libre en América” a la intimidad de mi casa adonde los inquisidores de turno (secuaces de Onganía) no podían entrar para impedirlo. Las novedades eran sombrías: se había cerrado el cerco militar sobre el diezmado grupo de idealistas y de su paradero, el de él, nada se sabía… En mi cabeza de nena de diez años aparecían desmesurados por el desprecio y el miedo unos hombres morochos con uniformes verdes y gorras, amenazantes, y otros, altos, rubios como mormones y con sonrisa estúpida, que eran los yanquis complacidos por las acciones de los primeros. Y en medio de todo surgía la voz firme de Fidel Castro lanzando sapos y culebras con gracia caribeña, contra los enemigos de la Revolución. La misma voz que al fin se tuvo que quebrar para anunciar que el amigo entrañable, el hermano, el cubano por amorosa adopción, el Che, había muerto, fusilado, tal vez traicionado, en algún punto de la selva boliviana, en la tercermundista y subdesarrollada Bolivia que paradojalmente le daba la espalda a quien soñó su liberación.
Después, la lectura de algún ejemplar del diario cubano Granma, venido por correo y milagrosamente escapado de las requisas censoras. Mi hermana y su grupo de amigos (mayores que yo) cantaban con la música de “Guantanamera”: “al Che Guevara/ le canto yo esta canción/ al Che Guevara/ con pena en el corazón”. “América está que arde/ y todo un fuego será…”  


Y yo, con mis diez años, creía en eso, creía que debía ser así, y que aquel hombre a quien nunca podría haber conocido me marcaba un camino que no era posible eludir. Después crecí y descubrí los atajos, pero esa es harina de otro costal.
De cualquier manera, tengo motivos para negarme a ir al cine a ver películas basadas en su vida, hechas “para los que lo amaron y para los que lo odiaron”, es decir, historias híbridas y anodinas, que hacen quedar a sus realizadores como revolucionarios pero no tanto, supuestamente imparciales y humanos. Tengo motivos para que me disguste ver su imagen impresa en remeras, vendidas al mismo precio que las que llevan la lengua de los Rolling Stones. Cuanto más para sentir asco por la anunciada estampilla que cierto cucarachesco gobernante dijo que se lanzaría al mercado filatélico. En fin, no puedo tolerar que con la muerte de mi hermano fusilado cuando yo era una nena se esté haciendo un negocio gigantesco, ni demagogia preelectoral, ni confusión permanente.

Vivir sano en un país de esquizofrénicos raya lo heroico. Según la interpretación de muchos, el detonante para la recuperación de la democracia fue la guerra de Malvinas. La plaza de Mayo desbordaba (¿cien mil, ciento cincuenta mil personas?) aquella jornada en que Alexander Haigh – el representante de los hijos tontos de Inglaterra- vino a negociar con el general que pasó a la historia como un borracho con delirios de soberanía. La gente colmaba la plaza porque se hizo eco de una causa justa, pero la guerra se había perdido antes en lo político que en el campo de batalla. Pudo haber sido una formidable oportunidad de cambiar el orden mundial. Si Argentina se hubiera aliado con quienes debía, si juntos hubieran planteado no pagar más la deuda externa… Allí estaban Venezuela, Perú, Cuba, Nicaragua y México, Libia, dispuestos a ayudar. Pero, claro, los gobernantes no pudieron dejar de ser gorilas. Era una quimera creer que serían capaces de oponer al poderío escalofriante de las armas de la OTAN una herramienta política que estaban muy lejos de sostener.
Meses después hubo elecciones, se votó a representantes legítimos. Sin embargo, la misma gente que había vivado con entusiasmo el arranque de patriotismo del gobierno militar, como si se tratara de miles de doctores Jeckyll y señores Hyde, ahora sólo hablaba de “los pobres soldaditos” a los que los milicos mandaron a la guerra. Y sin embargo, qué fieros hombres fueron, los que dejaron su sangre en el páramo de Malvinas, los que fueron a dar con sus huesos al fondo del mar, los que ahora venden calcomanías en los trenes porque nadie los reconoce como héroes…Es ese dejo de ezquizofrenia colectiva que todo lo confunde, porque convocados por la televisión todos los argentinos eran capaces de donar sus joyas por los héroes del irredento suelo patrio, pero pasada la euforia aquellos se volvieron los loquitos de la guerra, o los vagos que no quieren trabajar y entonces piden limosna.
Mucho antes de conocer a Renata, Raúl había tenido los primeros indicios de su desequilibrio. Su padre, terriblemente autoritario y confeso admirador de Mussolini, deseaba para él un destino de militar o clérigo. Proviniendo de una familia de inmigrantes pobres, sin el menor contacto con la aristocracia criolla ligada a las vacas, era imposible soñar con el ingreso al Colegio Militar, a pesar de las dotes intelectuales brillantes del muchacho. Y como una burla del destino, era clase 1957: se eximió de hacer la conscripción por pertenecer a esa camada de jóvenes que cedieron paso a quienes empezaron a “servir a la patria” a los dieciocho años, en lugar de hacerlo a los veinte. Entonces tuvo que soportar las recriminaciones del progenitor, como si él hubiera tenido la culpa de que se reformara la ley del servicio militar. Así es que tampoco pudo tocar la gloria de participar ni siquiera como reserva en esa guerra fugaz. En su fuero íntimo, hubiera deseado que su nombre figurara en una de las lápidas de mármol en la Plaza San Martín; una muerte heroica en el helado suelo malvinense era en sus fantasías, algo mucho más digno de sí que el tener que resistir diariamente una realidad crítica, para la que estaba escasamente pertrechado. Desde que tenía tres años sufría por otra culpa ajena, que ese padre tosco y soberbio, de una religiosidad rudimentaria que lo inhibía de rebelarse contra Dios por la muerte de su jovencísima mujer, cargaba contra el más débil: un mediodía, al regreso del trabajo la encontró tirada en el piso, descoyuntada y fría. A su lado el pequeño Raúl, ya sin lágrimas, con los ojos salidos de sus órbitas, en estado de shock. Renata nunca logró saber cuál había sido la enfermedad que lo dejó huérfano, o si se trató de una caída accidental por una escalera, o de un suicidio. Él hablaba sobre el tema muy de soslayo y con una sonrisa que dejaba traslucir un dolor nunca cicatrizado, de modo que ella jamás quiso escarbar en esa herida.


Más tarde, y para no llevar una vida disipada ni brindar un mal ejemplo a sus hijos, el viudo se casó con una mujer que era el polo opuesto de la anterior: fea, en edad de ser considerada solterona y autoritaria como un sargento. Ese matrimonio no duró diez años. Y si bien Raúl tuvo un sustituto de su madre, esta madrastra típica de cuento romántico le brindó un amor escaso, raquítico. Su prioridad no eran los niños, sino su carrera de bioquímica y docente universitaria, y en todo caso las dotes maternales conque cualquier mujer viene al mundo  las volcó sobre el hijo que concibió más tarde, cuando Raúl ya era un muchachito que terminaba la escuela primaria. Por eso, después de una tortuosa relación con una chica epiléptica buscó la protección de otra madre sustituta: la Iglesia. Ingresó al seminario intentando en forma inconsciente cumplir con el segundo mandato paterno.
Allí conoció a Monseñor Raymundo O’Neill, cuyo ascetismo contrastaba con la imagen que tenía Raúl de los sacerdotes que llegan a las altas dignidades de la Iglesia. A más de uno había visto exhibiéndose asiduamente en los canales de televisión, paseando en autos último modelo, o haciendo compras en negocios exclusivos, en una ostentación de riqueza que ya fue objeto de polémicas y cismas en remotos siglos El único pecado del Irlandés, como lo apodaban todos los seminaristas, parecía ser la jactancia vanidosa de portar el apellido más antiguo de la Europa céltica, y una carga etílica en el torrente sanguíneo, heredada de sus ancestros, que lo hacía abstemio hasta del vino de misa. Raúl lo tuvo como confesor, pero no para arrodillarse y contarle sus pecados, sino en charlas mano a mano (a veces encendidas discusiones) y con el mate amargo que iba y venía incansablemente.
- Esto no es fácil, muchacho. Acá venimos a intentar domar el potro que llevamos dentro. Pero hay que ser honesto; no intentes engañarte a vos mismo. – decía el viejo cruzando y descruzando sus dedos largos. Tenía el dorso de las manos pintado de incontables pecas, y la piel áspera.
- Tarde o temprano uno se da cuenta si lo podrá domar o no. Es mejor que sea temprano.-
Miraba a su interlocutor con unos ojos tan azules y profundos a los que era imposible ocultar nada.
-          Yo casi no tuve oportunidad de ponerme a prueba. Mi madre me mandó al seminario a los nueve años, una crueldad. Hoy, que existen los derechos del niño, iría presa, pobre vieja.
Raúl imaginaba a ese niño de nueve años llorando en silencio y sin consuelo, con la mirada concentrada en un hipotético sur, donde tal vez se encontraría Rosario, tratando de comunicar a una madre obcecadamente irlandesa su deseo de escapar de aquella cárcel monacal, en un gesto de temprana y mansa rebeldía, sin otro deseo que romper con el mandato familiar que lo obligaba a ser, de los tres hijos, el sacerdote. Y luego, descubriendo el recurso poderoso conque contaba, mucho más eficaz que las lágrimas: su lengua materna, en que pudo escribir el llamado de auxilio sin ser descubierto por los curas carceleros.
-          Los curas estaban encantados conmigo por los progresos que hacía en el estudio del inglés, pero no se les ocurrió revisar lo que les escribía a mis padres.
Pese a todo, el Irlandés se tuvo que quedar nomás en el claustro. Era su destino; en sus tiempos no se estilaba que los niños cuestionaran las decisiones de sus mayores,  ni que opinaran sobre ningún tema.
Raúl en cambio no alcanzó a completar un año dentro del seminario. Era un tipo de una rica vida interior, pero la falta de afecto le había vuelto la existencia como una embarcación con el timón dislocado por las tormentas. Por suerte los consejos de su director espiritual no cayeron en saco roto. El plan de estudios se esbozaba a grandes rasgos en dos años de Filosofía y cuatro de Teología, con una práctica pastoral que podía iniciarse antes o después, de acuerdo con las dotes e intereses de cada aspirante a religioso. Algunos llegaban al diaconato antes de terminar los estudios, otros recién recibirían el Orden Sagrado como sacerdotes al finalizar los seis años. Pero no era esa perspectiva la que lo asustaba. El potro que debía domar no era solamente asumir el celibato cuando ya tenía una larga experiencia erótica y desde sus inicios no había pasado jamás temporadas de abstinencia. Otro obstáculo para asumir una profesión religiosa fue el ser un consecuente militante de las causas perdidas. Era de los que creen que para modificar las instituciones hay que hacerlo desde dentro. Su generación había visto inmolarse a curas como Mugica o Angelelli, entre tantos, sin que la Iglesia, a la que Raúl comparaba con un elefante que avanza lento e indiferente, valido de su tamaño y aplastando todo lo que se interpusiera a su paso, hubiera pestañeado. No, no era el martirio la forma de transformarla. Había que provocar la revolución nacional también en el seno de la Iglesia: promover la lucha de clases entre laicos: neutralizar a la Acción Católica, ese antro de mediopelos divorciados de los humildes y los trabajadores y que sin embargo predican de los dientes para afuera la opción por los pobres. Nenes de mamá que misionan entre los tobas y se llenan la boca divulgando que trabajan en la villa, pero cuando vuelven a su casa de San Isidro se bañan con desinfectante y comen comida ligth; exterminar al Opus Dei, una organización clasista y aliada a los poderes políticos y económico-financieros mundiales. Aliarse con sectores de las Fuerzas Armadas afines, para que también la Iglesia contara con su “brazo armado”, eran algunas de las explosivas ideas que el aspirante a cura disparaba a quien tuviera la paciencia de escucharlo.
- No, Raulito. En todo caso, lo tuyo será la política – le decía Monseñor O’Neill.- Somos ministros de Dios, y la misión de la Iglesia no es dar soluciones para este mundo, sino preparar a nuestros hermanos para el mundo que vendrá. Por eso, si tengo que darle la comunión a Martínez de Hoz, como representante de Dios estoy obligado a hacerlo, aunque yo hombre desearía pegarle una patada en el culo.
-  Pero Jesús sí fue capaz de echar a los mercaderes del templo- refutaba él.
-  Jesús era Dios, no un triste curita argentino.
A pesar de su discernimiento revulsivo, Raúl aceptaba mansamente los dogmas religiosos. Jamás puso en tela de juicio la virginidad de María, el celibato de Jesús y sus apóstoles, la existencia de ese complicado ente llamado Santísima Trinidad, ni todo aquello que para Renata resultaba, si no mentiras retorcidas de “los curas”, reverendas e ingenuas huevadas propias de una época infantil de la humanidad, cuando era posible que un hombre caminara sobre las aguas del mar sin hundirse, o que el mismísimo Dios charlara como cualquier hijo de vecino con sus elegidos. Si en algún momento comulgaron juntos fue porque sus creencias tenían un punto de contacto más en lo que el cristianismo tiene de fenómeno cultural que en lo referido a lo litúrgico. Ella provenía de una familia de padre ateo, de-formado en sus más tiernos años en un Colegio Católico e inmune para siempre a todo lo que tuviera que ver con la Iglesia, y de una madre indiferente, hija a su vez de un sajón protestante. La religiosidad de Renata fue débil y ciclotímica. Tomó la primera comunión a los veinte años por la crisis existencial que le provocó ver la muerte de cerca durante el último año en que vivió en San Juan. Experimentó en carne propia lo que es literalmente que a uno se le mueva el piso y se le caiga la estantería: sufrió el terremoto del 23 de Noviembre de 1977. Toda su vida hasta los veinte años transcurrió en ese suelo movedizo y traicionero, pero los temblores de tierra a los que estaba acostumbrada no fueron nada comparados con ese fenómeno cuya onda expansiva llegó hasta Buenos Aires. Su cultura sísmica se venía desarrollando desde que nació, y tenía recuerdos de muy pequeña en reuniones familiares en que los mayores contaban anécdotas de otros terremotos: el del 44 y el del 52. Fernando y Lucy, sus padres, eran de los que enseñan a los hijos no los peligros de la vida, sino que la vida es peligrosa. De manera que Renata tenía un caudal de conocimientos sobre previsión de situaciones catastróficas, prevención de enfermedades, higiene, primeros auxilios, salvataje y otras linduras. Todo eso había aprendido en el hogar familiar, y algunos disfrutes relacionados con el intelecto, la naturaleza y el arte. En cuanto a los placeres del cuerpo, nada. En ese aspecto fue una autodidacta desde chiquitita. Haciendo gimnasia por su cuenta descubrió una vez una sensación deliciosa en el centro de su vientre, viniéndole desde algo que tenía entre las piernas y que ella no sabía aún nombrar. Luego descubrió que podía provocarse esa sensación inicialmente casual, y se dedicó a la práctica excitante de sus posibilidades de placer. Pero no se le escapaba que todo lo debía realizar a escondidas, porque sentía terror de que la descubrieran sus padres. Ellos debían comportarse de la misma manera, sólo que a veces se descuidaban un poquito.

La oscuridad es atroz. Perros monstruosos ladran de miedo. No puedo conciliar el sueño, y cuando recuerdo que al día siguiente deberé ir a la escuela, la angustia me asfixia.
¿Qué le hace mi papá a mi mamá? ¿Por qué se mueven tanto? Ella se ríe como debajo de la almohada, pero también se queja. Y yo, al borde del llanto, me revuelvo en la cama.
Ellos no me dejan dormir; en lugar de venir a tranquilizarme, no me dejan dormir. ¿Qué están haciendo? Es algo horrible. Mi mamá gime, mi papá gruñe. Me caigo de la cama. No me caigo, me tiro para llamarles la atención. Y lloro.
-  Mocosa de porquería, ¿a qué hora te vas a dormir?



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