miércoles, 13 de octubre de 2010

BREVE CAPÍTULO 8


Todos celebraron el final de la historia de don Ignacio, y algunos se trenzaron en discusiones sobre la existencia del demonio. Para Salvador no había dudas de que el Diablo existía y que era capaz de presentársele a uno en cualquier momento en la forma de un animal o un ser humano, según el caso; en cambio el viejo profesor afirmaba que el demonio reside en cada uno de los hombres, y que aflora en sus malas acciones. El cura se mantenía al margen y escuchaba a todos con la mirada curiosa y sonriente, como quien sabe algo más que los otros pero no quiere decirlo.  
 
El trabajo de Renata como voluntaria duró hasta que el Ejército se hizo cargo de todo, es decir, dispersó a todo el mundo. Fue un antecedente de lo que ocurrió más tarde con el episodio bélico de las Islas Malvinas: el mismo ejército represor que allanaba casas en busca de literatura marxista (en muchas de las cuales ni se sabía de la pretérita existencia de Marx), el mismo que apresaba, mataba o desaparecía personas inocentes, acudió con sus tanques a “proteger y querer” a la pobre gente, a remover escombros y a proveer carpas. Los conscriptos no tenían más alternativa que obedecer, pero la consigna era no dejar que los grupos civiles manejaran la situación. Era peligroso que se conociera información desfavorable al gobierno. Por eso, uno de los datos que nunca se supo con exactitud fue la cantidad de muertos. La cifra oficial hablaba de quinientos. Vox populi decía miles. Y más de uno que no murió por el terremoto fue “chupado” por los milicos y desapareció. 
El “auxilio” prestado por las Fuerzas Armadas fue como un adoquín atado al cuello de quien se está por caer al mar. A las personas que recibían una carpa en préstamo, las autoridades le hacían firmar un documento por un valor que jamás podrían pagar, pero era el único modo de no pasar las noches a la intemperie. Es decir, una versión doméstica y microscópica de lo que ocurría con el país y con toda Latinoamérica: menos tienes, más necesitas, mayor será tu deuda y mayor el castigo si no la pagas.
Renata era también una desarraigada, aunque no marginal en el sentido antes dicho, y sin embargo al margen de toda decisión, de todo poder. Llegó a Buenos Aires veinte años atrás buscando escapar de la chatura pueblerina de su provincia, en pos de un futuro que pudo ser brillante porque creía tener una vocación artística que finalmente abandonó para repetir el modelo de su madre: casarse  y tener hijos al estilo familia Ingalls. Claro que no podía saber cuán fugaz resultaría aquello, porque la enfermedad y la muerte agazapadas  le derrumbarían todo como un terremoto de grado nueve.
Esta tarde de septiembre los recuerdos giran como una espiral cuyo vórtice fuera la esquina de Sarmiento y Carlos Pellegrini, giran alrededor de Renata sin un orden lógico, los recientes y los antiguos, en un remolino que la va hundiendo en la melancolía por momentos, y por momentos la levanta con eufórica fuerza centrífuga. Envuelta en la espiral, desde ese punto de la ciudad se va alejando progresivamente hacia los lugares y los momentos más distantes, y cada recuerdo tiene una repercusión recíproca sobre otros, de manera que aunque parezcan incoherentes, siempre está ella como eje. Su vida, la persona que ha llegado a ser hoy, es la resultante de las vivencias que afloran como recuerdos, y de aquellas que la memoria sepulta cuidadosamente, pero que esperan agazapadas para presentarse un día inesperadamente al conjuro de un perfume o de un acorde musical, asociado con algún hecho trascendente o aparentemente nimio. El fluir caprichoso de los recuerdos no es algo buscado voluntariamente: uno recuerda no lo que quiere, sino lo que puede. Una ráfaga de aire frío vuelve a Renata a su ciudad natal, a la época de estudiante. Y su infancia fue sísmica desde todo punto de vista: sacudido el suelo que pisaba y sacudida su sensible persona. Una sensibilidad cuya única defensa consistía en replegarse sobre sí misma, mirar hacia adentro y callar, soportar, aguantar, porque la virtud ancestral más preciada era la fortaleza.

Fue a la entrada de la escuela. Esa escuela que ocupa una manzana entera. Tal vez ni siquiera era consciente de que me habían crecido los pechos. Empecé a tener conciencia a partir de ese momento. Se hacía tarde, y la entrada posterior estaba abierta. Si daba toda la vuelta hasta la entrada principal, Vedia, el portero negro y malo, picado de viruela y que se divierte metiendo miedo, me va a hostigar. Me dirigí a la puerta estrecha de rejas. Había un chico apoyado en ella, uno que no era de la escuela. Tuve que aminorar el paso para entrar sin chocarme con él. Al pasar el canalla me puso la mano abierta en un pecho y me lo oprimió.
-¡Qué lindas tetas, bebé! 
Sentí que me ahogaba, sentí la cara y las orejas ardiendo de rabia. Llegué corriendo al grado, al tiempo que sonaba el timbre. Tenía ganas de llorar, pero si cedía tendría que contar por qué, y sentía tanta vergüenza, tanta culpa…

A su alrededor no sólo estaba vedado llorar a los hombres. También las mujeres para ser virtuosas debían ser capaces de no llorar. Llorando no se reconstruye la casa que derrumbó el terremoto; llorando no se vuelve a levantar una ciudad arrasada. Un pueblo de llorones se deja ganar por la naturaleza adversa y sucumbe de abatimiento. En cambio, cada uno guarda su dolor en lo más profundo, mastica sus maldiciones y se las traga como un palo de quassia, se queda en ese suelo amado y traicionero y levanta de nuevo la casa, el huerto, ayuda al vecino, vuelve a trazar las calles, tapa las grietas y canta nuevamente glorias al Dios que ayer maldijo.
Guardarse el dolor en lo más profundo y permanecer entera cuando todo se le derrumbaba alrededor fue lo que no le entendieron a Renata sus parientes políticos de Buenos Aires, hechos a las blanduras de la pampa fértil. Al verla serena y sin quebrarse al lado del féretro del esposo muerto, por momentos hasta consolando a los demás, creyeron que era porque no lo había amado. Y la despreciaron. Sólo ella supo el dolor intenso que llevó adentro por muchos años, cómo se murió con él, cómo el enorme peso de la tierra que lo cubría también a ella la sepultó. Sin embargo se tuvo que levantar, y buscar resignación ante la absurda muerte de su esposo. ¿Por qué tiene que morir la gente joven? ¿Por qué el cáncer, la leucemia, los accidentes de tránsito? Hasta esa etapa de su vida creyó en Dios, y la fe la sostuvo en los días amargos. Pero pasado un tiempo de viudez empezó a creer, o bien que había un Dios completamente loco, o dos dioses, uno rector del Bien y otro del Mal. Es decir, no Dios y el Diablo, porque según las Escrituras éste es una criatura de Dios sujeta a su voluntad. No, la creencia de Renata consistía en dos dioses igualmente poderosos en permanente antagonismo. Finalmente se abandonó al ateísmo y a pensar que el mundo es un azar y la vida humana un sinsentido, pero que no queda más remedio que vivir.
Me pregunto si mi vida hoy sería distinta si aquella noche de septiembre del ‘80, en la habitación 203 del Hotel Don Pedro Primero de Foz do Iguazú, durante nuestra luna de miel, no hubiera soñado lo que soñé. Tal vez aquello fue realidad, y lo que creo haber vivido en estos años no es más que un sueño en el purgatorio. Tal vez sea verdad que vos y yo intentábamos cruzar el río Iguazú en una noche de luna, y no pudimos alcanzar la ribera bordeada de altísimos y oscuros árboles, porque perdimos el control de la canoa, y la corriente nos arrastró inexorablemente hacia la Garganta del Diablo. Tal vez la canoa y nuestros cuerpos se perdieron en esa estruendosa caída y fuimos a chocar, abajo, con algún canto rodado, como aquella pobre mujer que se suicidó en esos días.
Quizá, mi despertar entre lágrimas, tu asombro y mi congoja, tu tierno empeño en consolarme, fueron sólo el comienzo de otro sueño, este mucho más cruel en el que yo me quedo sola, al garete en medio del Río, con estos niños a los que una pesadilla dejó sin papá.
¿Y si despertara ahora y me viera nuevamente cruzando el Iguazú, pero remando los dos a la par hasta llegar a la orilla? ¿Qué importaría la oscura soledad de la selva si estuviéramos en tierra firme, contemplando, hacia el sur, la inmensa nube que levanta la catarata mayor?
Me voy a dormir. Pongo el reloj a las siete menos cuarto para mandar a los chicos al colegio. O tal vez no.









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