lunes, 23 de marzo de 2020

MATARSE PARA NO MORIR

Matarse para no morir

Yo tendría unos dieciséis años cuando mi padre me contó una historia sucedida a un amigo suyo, en La Rioja. Para quien no conoce los llanos riojanos, aquellos en los que imperaba el Tigre Facundo Quiroga, se trata de una planicie poblada de algarrobos, quebrachos y algunos arbustos espinosos, además de la aromática jarilla y el “pájaro bobo”. Si no se tiene la referencia de la ruta, o de un camino de tierra que conduzca a algún bañado con su rancho cercano, andar por entre esa vegetación implica el peligro de caminar en círculo y perderse, porque un algarrobo es idéntico a otro, un quebracho igual a otro, y el panorama se vuelve inquietante. Si el sol y el sentido de orientación ayudan es posible salir de allí, pero si está nublado u oscurece, la cosa se pone peliaguda. Precisamente caminando por esos llanos con mi papá, en busca de alguna perdiz, chuña o liebre para cazar y que, con suerte, después mi madre convertiría en exquisito escabeche, supe de la experiencia de aquel hombre. Había ido también a cazar, y no por deporte sino para buscarse el alimento; de esto hace más de cuarenta años y en ese entonces no había tantas conciencias proteccionistas ni tanto denostador de carnívoros. 


A pesar de conocer el monte se extravió y caminó durante horas, desorientado y sin saber cómo salir. Pensó que si caía el sol y lo sorprendía la noche no tendría dónde guarecerse, especialmente de los pumas que son cazadores nocturnos. Al atardecer entró en desesperación, pero tuvo la suerte de divisar a lo lejos un humito que le daba señales de vida humana y se dirigió hasta el lugar de donde provenía, el ranchito de un criador de cabras que no sólo le dio cena y hospedaje, sino que le indicó cómo volver a la ruta a la mañana siguiente. Descubrió que había estado muy cerca de la salida, pero no lo advirtió las veces que pasó por el mismo lugar creyendo que iba hacia otro punto. Lo que nunca me olvidaré es la frase que, según el relato de mi papá, le dijo aquel hombre:

-          - Aliaga, si me agarraba la noche en el monte, me pegaba un tiro. 

El tipo se iba a matar para no morir, suponiendo que realmente no sobreviviera hasta el día siguiente. Podía hacer un fuego que ahuyentara a las fieras, podía subirse a un árbol (igual que Facundo Quiroga en la famosa anécdota que cuenta Sarmiento), afrontar el peligro de ser mordido por una víbora, o cualquier otra calamidad. Sin embargo, él pensó en ahorrarse todo eso con un balazo en la garganta. Para mí fue una idea sorprendente, absurda, y fue la primera vez que pensé en ella, nunca se me habría ocurrido. 
Años después, durante el terremoto del 23 de noviembre de 1977 en San Juan, sucedió que algunas personas que vivían en pisos altos (segundo, tercer piso) del centro de la ciudad, en la desesperación por salir se arrojaron por las ventanas, alguna de ellas murió. Lo mismo pasó en 2001 durante el atentado contra las torres gemelas de Nueva York, pero en esos casos ninguno se salvó porque saltaban desde pisos muy altos. Ante el peligro de muerte por derrumbe, o por asfixia en medio de un incendio, saltar al vacío, qué decisión terrible. Siempre me pareció una estupidez, una falta de aplomo y presencia de ánimo, incapacidad de resolver una situación límite con cierta cordura y apego a la vida. 


Escribo esto porque hoy escuché que, en Mar del Plata, un hombre al que se le incendiaba el departamento hizo lo mismo que aquellos sanjuaninos y neoyorquinos, y murió.
Ahora el mundo atraviesa una pandemia que siembra temor, las noticias que llegan desde Europa, especialmente de Italia y España son apocalípticas, los gobiernos no tomaron las medidas preventivas a tiempo, los sistemas sanitarios son deficientes, hay centenares de muertos por día, no alcanzan cementerios ni crematorios y todo está desbordado. En Argentina se actuó con bastante celeridad, pero el futuro, que por naturaleza es incierto, hoy lo es mucho más. En estos días vuelvo a pensar en aquellos casos de gente que preferiría “matarse para no morir”; cuando era joven me parecía muy estúpido y absurdo, pero ahora lo considero un ejercicio de libertad: la de elegir cuándo y de qué manera dejar este mundo. Aquel que temió ser presa de un puma en medio de la noche en el llano riojano, los que no pudieron escapar de su departamento porque la puerta se trabó con el movimiento sísmico, quienes se vieron en un piso cien, en un edificio a punto de derrumbarse entre el humo y el fuego, en un último acto de discernimiento eligieron morir por sus propios medios. Lo que no termino de resolver es la duda sobre si el suicida es un valiente o un cobarde.

viernes, 13 de marzo de 2020

CUENTO DE ESTRENO


¡Quién hubiera dicho!

Nadie podía imaginarlo en ese entonces. Era un niño flaco, muy blanco y de pelo amarillo como barbas de choclo tierno. Llamaba la atención su marcado acento porteño. Ahora saco cuentas: él debía tener nueve años, yo once, y por supuesto, los varones más chicos que yo me resultaban muy estúpidos y molestos. De hecho, con éste no crucé palabra en ningún momento durante ese fin de semana que coincidimos en la casa de sus tíos, en Cieneguita (sí, es Cienaguita, pero en San Juan lo decíamos así). El pibe se la pasaba jugando al fútbol con otros chicos, gritando goles y penales, y no se diferenciaba del resto salvo, como ya dije, por su blancura y su pelo rubio entre los otros que tenían la tez oscura y rasgos huarpes. Según Wikipedia, en ese tiempo el rubio debía estar en Chaco, Córdoba o Buenos Aires, pero yo puedo asegurar que, al menos por ese fin de semana de agosto o septiembre de 1968, estuvo en San Juan. 

Cieneguita era un pueblo minero, al sur de la provincia, un caserío en medio del páramo, al pie de la pre cordillera, y no parece haber cambiado mucho en cincuenta años. Por entonces, mi papá se ganaba la vida viajando de pueblo en pueblo en su Fíat 600. Vendía ropa, relojes, enseres varios, pequeños electrodomésticos. Su natural afable le valió algunas amistades, como la de esta familia que aquel fin de semana celebraba algún cumpleaños u otro acontecimiento importante, no recuerdo bien, pero nos habían invitado a mis padres y hermanos, con alojamiento incluido en su casa. La memoria me retacea algunos datos, pero tengo presente un edificio tipo chorizo, algo tétrico por la falta de luz eléctrica, y por el aspecto de la señora, Doña Ceferina, quien conformaba con su marido una pareja bastante llamativa: él era un gringo de ojos verdes, descendiente de vikingos, enorme, altísimo; tenía la piel oscurecida por el sol, lo que resaltaba sus ojos claros. En cambio, ella era una india huarpe de fisonomía tosca, piel morena surcada por marcadas arrugas (aunque no debía tener más de cincuenta años), ojos negros de mirada torva, siempre callada, sigilosa, inquietante. Tenían indeterminada cantidad de hijos e hijas de todas las edades, desde adultos ya padres o madres hasta preadolescentes, y en muchos predominaban las facciones y los ojos del padre. ¡Y eran primos del rubio con acento porteño! Pero en esos momentos yo no tenía idea de eso, sí recuerdo que me incomodaba por momentos sentirme observada por alguno de los muchachones de la casa. 


Hubo mucha gente en la fiesta, buena parte del pueblo que no debía tener más de trescientos habitantes, y los forasteros, entre los que nos encontrábamos mi familia y yo, y
el rubio aporteñado y la suya (francamente, no recuerdo con quién estaba el chico). Abundaban el cordero y el chivito asados, empanadas sanjuaninas bien jugosas, y vino, por supuesto. Los jóvenes y adultos bailaron en el patio de tierra apisonada y regada: tango, pasodoble, cumbia por los Wawancó, Palito Ortega, Leo Dan, Los iracundos… Yo me aguanté el sueño hasta muy tarde porque no quería irme a dormir sola en esa casa desconocida, esperé a que mi mamá se decidiera a acostarse y me llevara con ella. Por la mañana todo se veía diferente a la luz del sol; los miedos nocturnos se habían disipado, pero el aspecto de Doña Ceferina era todavía peor, se la veía demacrada, ojerosa y siniestra. Por muchos años, el apellido de aquella familia estuvo ligado al episodio que vivió mi papá un tiempo después de la fiesta, pero más precisamente el nombre recordado por siempre sería el de ella, Doña Ceferina que vaya a saber qué apellido tendría. 

Tengo grabadas algunas imágenes del regreso a la ciudad de San Juan en el Fíat 600: el camino de ripio bordeado por viñedos, entre el pueblo de Cieneguita y la ruta 40, y luego el atardecer, rumbo al norte. Nunca volví a aquel lugar, que quedó signado por la experiencia que relató mi padre y que motivó que tampoco él volviera a pisar ese pueblo. Y de aquel niño flaco y rubio con acento porteño casi me olvidé para siempre, ¡quién hubiera dicho que se volvería famoso y que yo lo conocí! Es probable que él tampoco haya vuelto por allá. Según Wikipedia, dos años después se radicó con su madre en Estados Unidos, justo cuando yo empezaba a desarrollar mi conciencia política y reafirmaba mi aversión por el imperialismo yanqui, vehementemente cultivada en mi familia, al punto de no aceptar ninguna virtud posible vinculada con ese país y sus habitantes. Tuvieron que pasar muchos años y ejercitar por mi parte un pensamiento analítico para discernir que pueden existir yanquis buenos, críticos del sistema, contraculturales y hasta de izquierda. Pero, volviendo al pibe rubio, primo de los que llevaban su apellido en Cieneguita, modesto caserío en el departamento Sarmiento del sur de San Juan, supongo que a sus padres también habrán llegado noticias de las extrañas actividades nocturnas de su tía Ceferina, y no habrán querido saber más nada, digo yo. 
El caso es que, en cierta ocasión, al finalizar una jornada comercial en Cieneguita, mi padre puso rumbo hacia la ruta 40 en su Fíat 600, vehículo que, como todo el mundo sabe (hasta yo, que soy una ignorante en materia de mecánica) tiene el baúl adelante y el motor atrás. Esto último daba origen a un cuadro muy común en los caminos de la patria: infinidad de “fititos” detenidos en la banquina con el motor recalentado, a veces humeante. Era la última hora de la tarde, aun en invierno, por lo que a mi padre lo sorprendió la noche en medio de aquel camino de ripio bordeado de viñedos, sin tránsito alguno. Era un hombre muy racional, ateo desde su juventud, después de haber sufrido una recia formación católica como pupilo en colegio de curas salesianos, donde “alguna vez creyó”, según sus propias palabras. Sin embargo, no dejaba de sentir respeto por algunas manifestaciones extrasensoriales que su racionalidad no podía explicar. Es oportuno decir también que, sin ser abstemio, bebía muy mesuradamente y siempre en ocasiones sociales.
Pero, volviendo al Fíat 600 y su mecánica, sobre la que mi padre era gran conocedor –autodidacta, como en tantas otras materias-, el motor de aquel modelo ’62 tenía cuatro válvulas, dos de admisión y dos de escape. Si las válvulas se desconectan, el motor deja de funcionar, pero el detalle es que la única manera de desconectarlas es por la acción de una mano humana. Ya era noche completamente cerrada sobre el camino que une Cieneguita con la ruta 40 cuando el auto se detuvo. Se bajó mi papá con una linterna en la mano, abrió la tapa del motor para detectar el problema, y escuchó un aleteo detrás de sí, seguido de una carcajada aguda. Apuntó con la linterna hacia el sitio donde creyó que estaría “aquello”, pero en ese momento se produjo el mismo fenómeno a sus espaldas. Se sobrepuso a la impresión porque supo que si se dejaba ganar por el miedo la pasaría muy mal y se concentró en el motor. Las cuatro válvulas estaban desconectadas. Las puso en su lugar, cerró la tapa del motor y rápidamente arrancó y continuó andando. Uno o dos kilómetros más adelante nuevamente el vehículo se paró, y otra vez los aleteos, las carcajadas a sus espaldas, las válvulas desconectadas, el esfuerzo de mi papá por no paralizarse y seguir andando. Esto se repitió un par de veces más, hasta que por fin llegó a la ruta. A poco andar había una estación de servicio con un bar, allí paró para relajarse. Pidió un café, y mientras esperaba en el mostrador comentó con el dueño y con otros parroquianos que como él hicieron un alto en el camino lo que le había pasado. “¡Doña Ceferina!” dijeron varios al unísono. Le hicieron saber que era habitual que la mujer saliera por las noches, transformada en un pájaro negro que en lugar de graznar lanzaba una carcajada aguda, a asustar especialmente a los forasteros. 

Años después, otras dos personas que conocimos en la familia refirieron experiencias similares, atribuyéndolas a una bruja del lugar, llamada Ceferina. Uno era un joven sanjuanino que había pasado alguna vez por Cieneguita, el otro un abogado cordobés que llevó adelante algún litigio relacionado con la explotación minera.
Ha transcurrido más de medio siglo desde aquello, los tíos del rubio famoso son finados hace mucho tiempo, y estarán, seguramente, sepultados en aquel modesto cementerio en medio del campo, enmarcado en montañas precordilleranas, con su suelo árido sin una brizna de pasto, con sus tumbas dispuestas desordenadamente, algunas cruces torcidas, improvisadas cercas de hierro forjado y mucha flor artificial desteñida por el sol inclemente. Un escenario ideal para una película de género fantástico, en la que se podría introducir la historia de la mujer convertida en ave nocturna que tiene un graznido risa. 

Del guion me encargaría yo; sólo faltaría 
conseguir quien la produzca y quien la dirija. Ya pensé en uno de los protagonistas: el famoso rubio de apellido danés que vuelve cada tanto a la Argentina, filma alguna película, va a ver los partidos del club de fútbol de sus amores, come choripan y toma vino de caja en la cancha. Después asiste a la ceremonia de entrega de los Óscar con la camiseta de dos colores debajo de su smoking. Graba -en perfecto idioma argentino- mensajes de repudio a los gobernantes neoliberales que trataron de destruir la industria cinematográfica nacional. Sí, sí, el de la famosa trilogía de Tolkien, ese mismo, resulta que era sobrino de Doña Ceferina y su marido nórdico. ¡Y yo lo conocí! ¿Quién hubiera dicho? Estaré atenta a su próximo viaje a Buenos Aires para hacerle la propuesta, ¿por qué no intentarlo?
Diciembre 2019.