viernes, 9 de noviembre de 2012

LA GENTE


Asomada a la ventana del departamento alquilado (increíblemente barato) en un piso 16, a una cuadra de Acoyte y Rivadavia, esta mañana recuerdo los chaparrones de verano en mi niñez sanjuanina, y por esas delicias que la memoria guarda, revivo el aire fresco que me estremecía la piel, y el sabor de la uva con pan que yo comía, parada en el umbral de la cocina,  mirando hacia la huerta y jardín que mi padre cultivaba en el fondo de la casa. 
Pero también esta mañana me pregunto por qué no llovió anoche tan intensamente como ahora. Si se hubiera desatado este pequeño diluvio ayer a las 8 de la noche, se habría dispersado “la gente” que estuvo caceroleando durante más de tres horas.
Cuando volvíamos de trabajar con mi marido, a pesar de que acordamos pasar en subte hasta Primera Junta y desandar unas cuadras hasta nuestra casa, pudo más su curiosidad por ver desde dentro la manifestación y, aunque de mala gana, lo seguí. El primer disgusto fue que casi tuvimos un accidente en cadena en la escalera mecánica que sube hasta la esquina de Rivadavia y José María Moreno, porque “la gente” estaba agolpada justamente en la salida de la boca del subte, y tuvimos que empujar para no caer y provocar la caída de todos los que venían detrás. Después nos resultó una proeza cruzar José María Moreno por lo abigarrado de la multitud, y decidimos no avanzar sobre Rivadavia sino caminar hasta Rosario, porque hacia ese punto se raleaba la concurrencia. Había mucho ruido de latas, muchas personas bonitas, delgadas, blancas, bien vestidas. Muchos bebés vestidos con Cheeky o Mimo en sus cochecitos, mucha pilcha de shopping sobre los adultos, y no se trata de un mero prejuicio. No vi ningún morocho al que le faltara un par de dientes, ninguna mujer quasi obesa, mal vestida y de tez oscura. Había carteles caseros, impresos o manuscritos, que gritaban “BASTA DE HIPOKRECÍA” (textual), “BASTA DE INSEGURIDAD”, “POR UNA JUSTICIA INDEPENDIENTE” (sin aclarar independiente de quién o de qué poder), “ABAJO LA DICTADURA K”, y otros por el estilo. Algunos, a pesar del calor agobiante, tenían puesta sobre los hombros una bandera argentina.

Estuve en muchísimas manifestaciones y marchas populares desde mis primeros pasos en la militancia de Juventud Peronista, a finales de la dictadura de Lanusse, el regreso de Perón, la campaña del FREJULI, en San Juan, y después, en otras tantas, muchísimas, desde antes de la vuelta de la democracia, desde 1982  en adelante. Siempre fui organizadamente, es decir, con algún grupo de pertenencia, compañeros de militancia del mismo movimiento, por eso mi entrenamiento tiene que ver con ir a una marcha en grupo, respondiendo a determinada convocatoria, con un punto de concentración, luego estar todos juntos, llevar banderas, repartir volantes, cantar consignas y desconcentrar. También he concurrido a marchas de manera espontánea y solitaria, pero siempre se dio el fenómeno de encontrar otras personas con quienes agruparse, como en algunos 24 de Marzo, cuando asumió Cristina, cuando murió Néstor, cuando ganó las elecciones primarias y luego las presidenciales Cristina (así, Cristina, a secas, porque es la única, la mejor) Por eso me llamó la atención ayer ver a personas solitarias o a lo sumo en grupos familiares o de amigos, haciendo sonar sus tachitos, sartenes o tapas de ollas, todos mirando hacia la esquina, pero con una expresión vacía. Como vacío resultó el discurso de los entrevistados por Cynthia García, que le puso heroicamente el cuerpo a la cobertura de la TV Pública en medio de la concentración (muy numerosa, hay que decirlo) sobre la avenida 9 de Julio. Vacío y derechoso. El reclamo por falta de seguridad fue el denominador común, pero lo asombroso para mí (o más bien confirmatorio de lo ya sabido) fue que absolutamente todos los que tuvieron oportunidad de expresarse en vivo ante el micrófono de Canal 7, dijeron que ningún dirigente político los representa, que no creen en la política, y ante la pregunta de que, entonces, cómo imaginan que sus reclamos se canalicen y se concreten, tartamudeaban y  se quedaban sin argumentos.

Me resulta muy triste contemplar este panorama de analfabetismo político, comprobar que la derecha, a través de los medios monopólicos de comunicación, ha logrado uniformar las mentes y las palabras, aprendidas de memoria y repetidas sin modificaciones, sin originalidad, por los manifestantes. Son de derecha pero lo niegan, se creen apolíticos. Creen que son libres, y que si el gobierno les limita la compra de dólares, entonces su libertad se termina. Siento mucha preocupación porque esa masa bien vestida, que goza de buen poder adquisitivo, que tiene trabajo y se toma vacaciones todos los años, aunque ahora tenga que ir a destinos nacionales y ya no tanto a Punta del Este o el Caribe, sea tan ignorante. No porque no sea peronista y kirchnerista como yo, sino porque no tiene cultura política ni un referente político en ningún partido, el que sea. Siento mucha pena porque hay algunos jóvenes huérfanos políticos, por la defección de sus dirigentes, como es el caso de los socialistas de Binner, o los que en algún momento apoyaron a Pino Solanas. Siento mucha pena por alguna chica joven, nacida en un hogar peronista, que al llegar a la Facultad de Derecho se alineó con el Socialismo de Cortina, que participó en el Centro de Estudiantes y hasta fue su presidenta, y que ahora se ha aliado con la derecha más rancia y gorila. Mucha pena. Quisiera tener esperanza de que algún día toda “la gente” comprenda el maravilloso momento político que vivimos en Argentina, en el que hay un gobierno con la firme voluntad de ejercer el poder, que impulsa políticas de inclusión social que, precisamente, apuntan a disminuir la inseguridad, promover la industria, cuidar las reservas del tesoro nacional, gobernar para todas las provincias, dignificar a los humildes y postergados de la historia.

Termino de escribir esto mientras veo y escucho nuevamente a nuestra gran Presidenta, en una reunión con los intendentes de la Provincia de Buenos Aires, diciendo que las tragedias están representadas a su derecha y las victorias, a su izquierda, en el bello Salón de las Mujeres Argentinas de la Casa de Gobierno. Y al terminar, yo misma me respondo, está bien que no haya llovido anoche como ahora, es bueno que haya quedado en evidencia esta masa amorfa que, sin saberlo, apoya a la derecha comandada por los medios monopólicos, llamada “la gente”.


viernes, 12 de octubre de 2012

DE OTRO CIELO


- En Lima el cielo es gris, negro, lleno de humo. De los automóviles, de las fábricas, de las cocinas. Pero cuando llueve, después de llover, azuliiito...
Quién sabe cómo será el cielo de Ecuador. Sé que jamás volveré a verlo para que me lo cuente. Tal vez la felicidad sean sólo ciertos fogonazos de eternidad, raros momentos plenos e irrepetibles. Eso fue Ernesto. Un recuerdo, pero no sólo ahora que no está. Empezó a ser un recuerdo apenas entró en mi vida.
No sé de dónde me viene la afición  por el tipo andino.
-  Es tu forma de reivindicarlos- me dijo mi hermana del otro lado de la línea, creyendo que lo mío es puro indigenismo. Pero esa es su manía de intelectualizar  todo. Yo nunca fui indigenista. Además, en cuestión de amores pesan otras cosas, más bien me inclino a creer en razones misteriosas imposibles de analizar con rigor científico. Lo único que me gustaría saber es cómo se hace para poner alegremente el cuerpo y nada más, dejar el corazón intacto y la cabeza tranquila. A esta altura creo que en la angustia de esta pregunta se me irá la vida. El asunto fue que me metí hasta los huesos con un hermoso descendiente de aimaraes del Alto Perú.
¿Cómo podía saber esa tarde que buscando las tragedias de Esquilo y Eurípides lo iba a encontrar, tan de improviso?
El primer misterio  es por qué entré justamente en esa librería, si en la misma cuadra hay por lo menos otras tres. Apenas lo vi supe que lo conocía de otro lado. Una peña. La búsqueda de las tragedias pasó a segundo plano. Ahora no recuerdo si dejé plantado al vendedor que me estaba atendiendo, o aproveché una distracción suya para deslizarme entre las mesas hasta donde se encontraba Ernesto.
-¿Vos trabajás aquí?
- Sí.
- Me parece que te conozco de algún lado. De alguna peña, ¿puede ser?
- Puede ser- me contestó, y para entonces ya me había cautivado con ese gesto afable de las personas sencillas, con un interés y una simpatía por mí que no tenía nada de artificial, ni una pizca de la fanfarronería del tipo que va sopesando las posibilidades de un levante. No, en este caso era yo la que estaba, en esos breves momentos, calculando que tarde o temprano íbamos a tratarnos con menos ropa y en situaciones y posturas más cómodas y distendidas.
-¿Piedra Libre? - le pregunté casi simultáneamente con el trabajo de mi memoria ubicando esa cara que ahora tenía enfrente.
- Sí, cuando estaba en Independencia
Claro, ahora sí. Lo que no podía recordar era con quién lo había visto; con qué mujer, eso me preocupaba. Pero era evidente que por alguna razón yo había fijado esa imagen. Poco a poco él también fue recordando. Hablamos de amigos comunes, de mi trabajo en la radio. Mientras revolvíamos libros buscando las tragedias me contó que había producido un programa de su colectividad. Yo debía estar radiante. Es que eran demasiados detalles como perlas: los libros, la radio, el ambiente más bien intelectual e izquierdoso, aunque al fin folklórico de las peñas, su identidad cultural. Por ahí creo que viene mi inclinación, nacida tal vez de cierta envidia. Los hombres y las mujeres del Norte llevan en sus rasgos paisaje, música, costumbres, comidas, ropas, danzas y dolores. Yo me veo en cambio como una desteñida muestra del no ser nada, pura duda, pura angustia, pura náusea... Esa tarde en la librería me hallé frente a todas mis pasiones resumidas en esa belleza morena, de ojos inteligentes, con un chispazo diabólico y una expresión algo dura en el entrecejo pero distendida  hacia la comisura de los labios, siempre a punto de sonreír, y al sonreír, unos dientes blancos, parejitos. Un único defecto podía achacársele para su raza, y era su estatura, un atractivo más para mi gusto.
- Boliviano trucho- me dijo mi hermana -¿dónde se ha visto un colla alto?
Ollantay debía ser alto, pensaba yo. El oleaje de la memoria me traía el drama de Ricardo Rojas. Lo leí por primera vez cuando tenía ocho años, y fantaseaba con ser  la Estrella robada por el Cóndor en el sueño del Inca padre castigador. Los juegos vagamente eróticos después de la lectura nocturna me ayudaban a disipar el miedo y a dormirme plácidamente.
No sé cuando se fue. Nunca nos despedimos. Empezó a ser un recuerdo cuando me anunció su proyecto de irse a Ecuador. Habíamos ido a una exposición de arte precolombino en conmemoración del Quinto Centenario. Fue un guía de lujo, porque además de hablar quichua y aimará, y bailar la cueca con gracia gozosa, además de haber sido obrero y sindicalista en las minas de estaño de Oruro, de haber visto en su casa paterna al legendario Che Guevara poco antes de morir,  de haber organizado un motín cuando hacía el servicio mlitar en la frontera con Chile para reclamar los alimentos y ropa de abrigo que nunca llegaban a los soldados porque eran vendidos por el camino, había participado también en expediciones arqueológicas y conocía cada vasija, cada urna funeraria, cada tapiz, su edad, su lugar de origen, los materiales conque fueron hechos, como la palma de su mano. 
¿Cómo no iba a enamorarme desaforadamente de un hombre así, si, además, de cada encuentro amoroso hizo una fiesta, un continuo ejercicio de la dulzura y el júbilo, en la cama, en la ducha, cenando cerca del río o caminando bajo los tilos de alguna plaza?
Me dolió su advertencia; me estaba diciendo: “no te enamores porque me voy”. A partir de ese instante tuve la dolorosa conciencia de que con ese hombre nada podía proyectar, ni soñar. Comenzó a ser más real que una presencia cotidiana: un recuerdo. Está más vivo ahora que si lo tuviera conmigo, y lo llevaré prendido hasta el último de mis desvaríos seniles. Cuando mis hijos ya no sepan qué hacer con la vieja loca que seré, yo recordaré con ternura la delgada trenza negra que le caía por la espalda, bajo la camisa, y que tantas veces mordí en los momentos de locura, que deshice y volví a trenzar otras veces en silencio.
No me propuse hacer nada por torcer su voluntad, ni ser tan maravillosa que lo abandonara todo por 
mí. Nunca supe por qué se fue, por qué en los últimos años había vivido en Perú, en Chile, en las
provincias del norte, antes de pasar a Buenos Aires, ni por qué salió de Bolivia, donde decía tener muchos enemigos.
- Ojo, nena, ¿no será de Sendero Luminoso? - me alentaba mi hermana.
- ¿No andará en el tráfico de drogas?
Una mañana salíamos de un hotel en San 
Cristóbal. Mientras caminábamos por la avenida 
Entre Ríos me habló del cielo de Lima. Fue la última vez que nos vimos. Unos días después llamé a la librería y me dijeron que Ernesto ya no trabajaba allí, y que creían que había viajado. No tenía otra manera de buscarlo, y tal vez fue mejor así. Sin hablarlo nunca habíamos acordado que así sería el final. Tal vez precisamente ahora que yo lo recuerdo, él esté saliendo de un hotel en Quito, y por una calle cualquiera de la ciudad le vaya contando a una mujer cómo es el cielo de Buenos Aires.
  

martes, 9 de octubre de 2012

HERMANO

En 1997 se cumplieron treinta años de la muerte del Che Guevara en Bolivia, y ese mismo año se encontraron sus restos y fueron trasladados a Cuba. Gobernaba Menem, era un tiempo de retracción de ideales políticos, era el tiempo del neoliberalismo, del individualismo, del "sálvese quien pueda". Con la hipocresía que lo caracterizaba, el riojano invocó la "concordia" que permitía reconocer a Evita y a Juan Manuel de Rosas, a Sarmiento y al Che... (http://old.clarin.com.ar/diario/1997/10/08/e-05301d.htm)
En esos días escribí lo que sigue, probablemente en la computadora de la empresa neoliberal en la que trabajaba para ganar el sustento de mi familia, en la misma en que teníamos un "Taller literario clandestino" con una amiga y compañera, Vanina:


HERMANO

Pudo haber sido mi padre, pero hoy lo siento como si fuera el hermano mayor que no tuve. Tal vez nunca pude asimilar su imagen a la de un padre porque el mío, el carnal, era un hombre severo y adusto hasta el autoritarismo, en cambio él simbolizaba liberación, ruptura con el sistema, juventud.
Es posible que treinta años después idealice la comprensión que tenía en aquel momento sobre quién era ese hombre. Yo tenía diez años. Sin embargo, la inmensa congoja que sentí al conocer la noticia de su muerte es un recuerdo vívido, no idealizado ni agigantado por el paso del tiempo.
Era una noticia esperada; en los días previos, la onda corta superaba miles de kilómetros y en medio de chirridos y ecos siderales, unas voces familiares y graves llegaban desde el “Territorio libre en América” a la intimidad de mi casa adonde los inquisidores de turno (secuaces de Onganía) no podían entrar para impedirlo. Las novedades eran sombrías: se había cerrado el cerco militar sobre el diezmado grupo de idealistas y de su paradero, el de él, nada se sabía… En mi cabeza de nena de diez años aparecían desmesurados por el desprecio y el miedo unos hombres morochos con uniformes verdes y gorras, amenazantes, y otros, altos, rubios como mormones y con sonrisa estúpida, que eran los yanquis complacidos por las acciones de los primeros. Y en medio de todo surgía la voz firme de Fidel Castro lanzando sapos y culebras con gracia caribeña, contra los enemigos de la Revolución. La misma voz que al fin se tuvo que quebrar para anunciar que el amigo entrañable, el hermano, el cubano por amorosa adopción, el Che, había muerto, fusilado, tal vez traicionado, en algún punto de la selva boliviana, en la tercermundista y subdesarrollada Bolivia que paradojalmente le daba la espalda a quien soñó su liberación.
Después, la lectura de algún ejemplar del diario cubano Granma, venido por correo y milagrosamente escapado de las requisas censoras. Mi hermana y su grupo de amigos (mayores que yo) cantaban con la música de “Guantanamera”: “al Che Guevara/ le canto yo esta canción/ al Che Guevara/ con pena en el corazón”. “América está que arde/ y todo un fuego será…”
Y yo, con mis diez años, creía en eso, creía que debía ser así, y que aquel hombre a quien nunca podría haber conocido me marcaba un camino que no era posible eludir. Después crecí y descubrí los atajos, pero esa es harina de otro costal.
De cualquier manera, tengo motivos para negarme a ir al cine a ver películas basadas en su vida, hechas “para los que lo amaron y para los que lo odiaron”, es decir, historias híbridas y anodinas, que hacen quedar a sus realizadores como revolucionarios pero no tanto, supuestamente imparciales y humanos. Tengo motivos para que me disguste ver su imagen impresa en remeras, vendidas al mismo precio que las que llevan la lengua de los Rolling Stones. Cuanto más para sentir asco por la anunciada estampilla que cierto cucarachesco gobernante dijo que se lanzaría al mercado filatélico. En fin, no puedo tolerar que con la muerte de mi hermano fusilado cuando yo era una nena se esté haciendo un negocio gigantesco, ni demagogia preelectoral, ni confusión permanente.
Octubre de 1997



martes, 11 de septiembre de 2012

CHILE, GARCÍA MÁRQUEZ Y NOSOTROS


Esto escribí hace algunos años, a propósito de un artículo escrito por Gabriel García Márquez, que luego fue ampliado y publicado en 2003 bajo el título de "Chile, el golpe y los gringos", y para el que quiera leerlo, adjunto aquí el link:

http://www.elortiba.org/neruda2.html

CHILE, GARCÍA MÁRQUEZ Y NOSOTROS


Dispongo de media hora - lo que dura mi viaje en tren de regreso a casa - para leer una crónica histórica de Gabriel García Márquez sobre Chile, desde 1969, hasta la dictadura de Pinochet. Por esas misteriosas combinaciones del inconsciente me da por recordar el puerto de San Pedro, donde el barco “Presidente Allende” de bandera cubana cargaba veinticinco mil toneladas de maíz, y el fervor conque hablaban sus tripulantes sobre Fidel Castro y su Revolución. Era mayo de 1984. Pero voy aun más atrás en el tiempo: septiembre de 1973: ambos teníamos dieciséis años. Yo vivía en La Rioja, vos ya en Buenos Aires. Me pregunto qué recordarás de aquel 11 de septiembre de 1973. Yo me veo pegada al aparato de radio, escuchando por onda corta las emisoras de Santiago, con un nudo en la garganta, pero al menos el primer día, con la esperanza de que el pueblo chileno se levantara y venciera a los gorilas que pretendían truncar su revolución. Con el correr de las horas me di cuenta de que otro  sueño se esfumaba. Claro,  ignoraba estos detalles de los que ahora me entero leyendo a García Márquez. Ignoraba que el propio Allende había reconocido que la Unidad Popular tenía el gobierno, pero no el poder. Y que, como Chile, también Argentina estaba en la mira del Imperialismo, y toda Latinoamérica por entrar en una etapa de trágico retroceso político. Con dieciséis años y escuchando “Yo tengo fe” por el oportunista Palito Ortega, y creyendo que Perón era eterno y que la “revolución en paz” era posible, difícilmente podía oír las balas que silbaban ahí, apenas detrás de la cordillera.
En 1973 aun no había leído a García Márquez. Sí tenía, entre otros sueños, el de escribir, que estuvo ligado a muchas frustraciones.
Subrayo algunos párrafos que luego te mostraré. Este colombiano es un monstruo: da al diablo con las teorías literarias, y toda esa sarta de esquemas que se aprenden por ahí. Él escribe historia pero puede darse el lujo de hacer literatura, y contar que siete militares chilenos cenaron en Washington a fines de 1969 y “bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del sur donde había pájaros luminosos en las playas…” O que Allende estaba “envejecido, tenso y lleno de premoniciones lúgubres, en el diván de cretona amarilla…”
Nada le importa la objetividad que supuestamente debe regir al historiador, y permite que asomen sus sentimientos cuando dice que Salvador Allende murió “defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro”. Pensar que tuvieron el descaro de querer hacernos creer que Allende se había suicidado… (*)
Y nos toca, a vos y a mí, que en aquellos años no nos conocíamos, ni lo conocíamos a él, con las palabras finales: “El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, y que se quedó en nuestras vidas para siempre”.
Tal vez García Márquez nunca sospeche que lo suyo me mueve a creer que fue necesario ese sufrimiento, como tantos otros en tu vida personal y en la mía, para llegar a ser lo que somos hoy, y compartir ahora estas cosas. Y desear que para Chile, para Argentina, para Latinoamérica toda, y para nosotros se abran caminos de esperanza.
Laura Aliaga - 1991



(*) Muchos años después se confirmó que, efectivamente, Salvador Allende se había suicidado.

domingo, 26 de agosto de 2012

LA PRIMERA MUERTE


Cementerio de la Ciudad de San Juan
Acaba de terminar el 25 de agosto, una fecha que cada año recuerdo sin que se me pase, jamás. Cuando tenía 8 años, ese día, sucedió la muerte de mi abuela paterna, María Elena. Ella tenía 83 años, así que yo había nacido a sus 75, era la penúltima de todos sus nietos y nietas, algunos de los mayores ya estaban casados y tenían hijos cuando yo apenas iba a segundo grado (el tercero de hoy, porque antes pasé por Primero Inferior y Primero Superior, qué ridícula antigüedad) Se me mezclan las imágenes, he olvidado cómo me dieron la noticia, tal vez fuera mi papá, tal vez mi hermana mayor en quien mi madre delegaba constantemente responsabilidades que le hubieran correspondido, no sé si por comodidad o por cansancio. Yo quería mucho a mi abuela María Elena, era mi preferida, diferente de la otra, mandona, fría y distante. Sin embargo, como una niña de 8 años no debía asistir a un velorio, mucho menos a un entierro, me quedé con mi abuela Celia, la materna, en casa de una tía. 
Desde el balcón del primer piso vimos acercarse y pasar el cortejo fúnebre, seguramente la tarde del 26 de agosto. Y la Mamy, que así le decíamos a Celia, estaba compungida y me acompañó en mi primer duelo. Al día siguiente no fui a clases, y cuando volví a la escuela, confieso que sentí un poco de vanidad al contarles a mis compañeras que había muerto mi abuelita, sin que por eso estuviera menos triste.
Con ocho años tenía cierta noción de la muerte, ya había visto morir perros envenenados con estricnina, lo que era bastante corriente en los barrios de las afueras de San Juan. Crecí escuchando relatos acerca del terremoto de 1944, aquel que causó miles de muertos en la ciudad, transformada en gigantesco hospital de campaña. Mi abuela María Elena había recorrido plaza por plaza al grito de "¡Aliaga, Aliaga!", recién llegada desde Mendoza (tal vez estuvo paseando y se volvió, no lo sé), en búsqueda desesperada de sus hijos y nietos. Desde muy pequeña tengo esa imagen desgarradora en mi mente, cómo habrá sido su angustia de madre.  
Después del terremoto del 15 de enero de 1944 en San Juan
Al igual que de mis abuelos Ramón y William, fallecidos cuando mis padres eran niños, de María Elena sé muy poco. Se quedó viuda a los 35 años, con cinco hijos pequeños (el menor, mi padre) y uno por nacer. Su marido, de 37, murió por una gripe, algo inconcebible, al menos hasta que en el siglo XXI aparecieron la gripe aviar, y la porcina. Sé que se volvió a San Juan, desde Córdoba, y crió como pudo a sus hijos. Sé que cuando mi papá tenía 7 u 8 años, lo envió a casa de unos parientes en Buenos Aires, junto con mi tío Negro (Gustavo Adolfo), de 9 o 10, y que los mandaron como pupilos a un colegio salesiano en González Catan, una experiencia tenebrosa de la que, valientemente, se escaparon. Como castigo por haber querido ser libres, los mandaron de regreso a San Juan, pero nunca supe cómo siguió la historia. Mi tío Negro fue un alcohólico empedernido, y murió a los 51 años, de una cirrosis, o cáncer, o vaya a saber qué, pero recuerdo que su vida era desastrosa y que mi papá, cuando podía, lo asistía, le prestaba dinero, lo cuidaba de alguna manera.  
Alguna vez escuché una anécdota en la que, mucho antes de nadie imaginar que serían consuegros, mi abuelo William Finnemore fue al Correo Central de la ciudad de San Juan, donde María Elena trabajaba, y al ser atendido por ella le dijo una galantería, algo así como que era la empleada con los ojos más lindos que había visto por allí. ¿Cómo habrá sido su viudez? Desde luego, nunca volvió a casarse, como correspondía a una dama de sociedad de aquella época (décadas del 20 y del 30 del siglo XX) ¿Habrá tenido amantes? Imposible saberlo, porque si los tuvo se cuidó muy bien de que mi papá y mis tíos lo sospecharan. Mi madre me ha contado asuntos escabrosos ocurridos en la rama materna de nuestra familia, y le encantan los chismes familiares, así que si hubiera sabido algo relativo a su suegra, lo habría mencionado alguna vez. 
La visita de mi abuela María Elena a casa me llenaba de alegría. Ella llegaba, y abría su cartera que era un cofre lleno de tesoros: higos secos, rellenos con nuez, caramelos, algún chocolate. En contadas ocasiones tenía alguna moneda para regalarme, porque era pobre, la recuerdo siempre pobre. Tuvo una casa en un barrio cercano a la parroquia de Desamparados, era una casa de dos plantas, aunque ahora dudo si no era la casa de mi tío "Queto" (Luis María), quien también fue alcohólico aunque vivió unos años más que su hermano, pero también fue un desgraciado, además llevaba el estigma de ser cornudo porque la mujer lo dejó y se fue con otro. El linaje Aliaga venido a menos, destinos diferentes a los linajudos Aliaga de la provincia de Córdoba que fueron siempre grandes señores de doble apellido ligados al poder (quiero decir, al dinero, y desde luego, a la derecha). Mi padre, librepensador, ateo, de izquierda, despreció toda su vida el dinero, renegó del Capitalismo, idealizó a la URSS y a la Cuba Revolucionaria con un romanticismo casi adolescente. 
María Elena era la abuela compinche y buena, cariñosa. Tengo un recuerdo, yo debía tener cuatro o cinco años. Era la tarde, ella estaba conmigo en la vereda de mi casa en el Barrio Huazihul, y mis padres se ocupaban del jardín, o de la huerta, a unos metros. La vereda era de tierra nomás, con algún pastito por ahí. Mi abuela tomó una varilla de algún árbol, de esas que se usaban para ahuyentar a los perros, e inclusive para pegar varillazos en las canillas a los niños díscolos, y dibujó una figura humana; me guiñó un ojo y me recomendó que me mantuviera seria y no dijera nada, entonces empezó a los gritos: "¡Mono, Ñata, vengan a ver lo que dibujó la Laurita! ¡Miren qué bien dibuja!" Mis padres dejaron sus tareas, y aunque enseguida se dieron cuenta de la broma, estuvieron un momento en suspenso. Después, por supuesto, las risas y las protestas, pero aquello me quedó grabado para siempre. Yo tenía condiciones para el dibujo, y le dediqué mucho tiempo de mi vida a aquel talento, hasta comencé la carrera de Artes Plásticas en la Facultad. Bonita, mi abuela, si hubiera vivido más tal vez me habría ayudado, desde el amor, y no desde la obligación de "ser algo", a definir mi vocación. 
También recuerdo escenas horribles, en las que mi papá la maltrataba. Es que sus últimos tiempos fueron duros, habrá tenido demencia senil seguramente, porque se hacía sus necesidades encima, o se negaba a ir al baño y se iba al fondo de la casa, entre los yuyos. Fingía que se bañaba, y abría el agua y la dejaba correr, pero luego salía tan sucia como había entrado. Me dolía que mi papá la retara y la sentía tan cercana, como si fuera una nena igual que yo. 

También estuvo un tiempo viviendo con mi tía Coca (María Georgina) en Neuquén. Desde allí nos enviaba encomiendas con grandes cantidades de piñones, el fruto de la araucaria. Mi mamá los cocinaba y los comíamos en esas noches del invierno sanjuanino, no hay sabor más delicioso ligado a mi infancia. 
En las calurosas de verano nos llevaba al cine al aire libre, una curiosidad sanjuanina de entonces, gracias a las escasas lluvias del clima semidesértico. De su cartera nutricia surgían sándwiches de mortadela y queso, recuerdo que mi mamá sufría por las condiciones anti higiénicas en que mi abuela guardaba los alimentos y golosinas, pero a sus nietas nos sabían a manjares deliciosos. A cielo abierto, bajo la Vía Láctea, cenábamos a oscuras en el cine, mientras alguna película en blanco y negro sucedía en la pantalla gigantesca. Vaya a saber con qué apagábamos la sed, pero seguramente ella llevaría algún jugo de frutas, eso no lo recuerdo bien.
Después de su muerte estuve en la casa de la tía Coca, en Alto de Sierra, donde falleció. Me tocó dormir en la misma habitación. No había corriente eléctrica en ese tiempo, era en la finca de los Pulenta que administraba mi tío. Se usaban unos faroles a gas, o a kerosene, pero en los dormitorios, sólo unos candiles caseros, fabricados con frascos de dulces en los que se depositaba una mecha; luego se llenaba el frasco con kerosene, y se encendía la mecha para alumbrar apenas el cuarto antes de dormir. Iluminaban menos que una vela. Las sombras alargadas sobre las paredes ya me despertaban terror, pero lo peor venía al apagar el candil. Aun mi abuela de recuerdo tierno y amado podía presentarse como fantasma allí y provocarme algo terrible. Pensando en eso tardaba en dormirme, pero me habían educado en el orgullo y demostrar semejante debilidad era una deshonra: yo tenía ocho años. Si llamaba a mi tía para pedirle que se quedara conmigo hubiera sido blanco de las burlas familiares. 

Mi papá vio caer una estrella la noche en que murió su madre. Yo no sé si será verdad, pero él era un poeta, así que esa imagen suya, viajando en la caja de la camioneta de mi tío, en una fría noche de San Juan, también forma parte de los recuerdos ligados a esta fecha y a mi querida abuela que se me fue tan temprano.

martes, 12 de junio de 2012

SUEÑO PENDIENTE

Esperando para cobrar en el Banco del Mal Olor de Avenida Independencia casi Entre Ríos; el aire es  casi irrespirable, me puse cerca de la única ventana apenas abierta.
No hace tres años que soy abuela, pero llevo casi veinticinco compartiendo horas, una vez por mes, con viejos de todas clases, cada vez que cobro la pensión. Los hay discretos y callados, otros tienen tremenda necesidad de hablar; los hay inteligentes y con buena conversación, otros limitados e ignorantes, desinformados y que adhieren al discurso de los medios masivos de comunicación. Un denominador común es esa especie de soberbia de creer que las saben todas y no tienen nada que aprender. Espero no llegar a ser una vieja así de insoportable. 
En realidad, espero no llegar a ser vieja, aunque ya pasé el medio siglo en este mundo. La vejez me asusta más que la muerte. Si se pudiera, sin infringir sufrimiento a otros, decidir hasta cuándo... sin embargo, sé que uno termina aferrándose a la vida hasta lo irracional...
Sin mucha fe sueño con, antes de los 60, cumplir el deseo que me asaltó hace unos años: ascender al Cerro Mercedario, de más de 6700 metros, en San Juan, mi provincia. Intenté acercarme a ese sueño en el año 2004, pero cambió el curso de los acontecimientos, y aunque me hubiera empeñado en hacerlo no habría podido, de todas maneras. Resulta, Lucio, Matilda, para ustedes escribo, que a principios de 2004, buscando la manera de llegar a mi Cerro Mercedario, me puse en contacto con un guía, experto andinista, con varios ascensos al Aconcagua y a otros picos importantes de América, un muchacho sanjuanino de 26 años entonces, llamado Marcos Ceballos. 
Él estaba organizando una expedición al Mercedario integrada por mujeres, me entusiasmó la propuesta, entonces me anoté. Seríamos cuatro o cinco aventureras, guiadas por Marcos, y, supongo, algún otro asistente. El plan consistía en tres semanas en total para el ascenso y descenso a pie, llamado "Trekking", (no escalada, porque para eso el entrenamiento es mucho más riguroso e intensivo), acampando a distintas alturas para lograr la aclimatación paulatina y evitar el MAM (Mal Agudo de Montaña), que puede provocar serias consecuencias, como el edema pulmonar, e incluso la muerte.
Todas éramos mujeres mayores de 40 años; yo por entonces tenía 47, Patricia, la única a quien conocí personalmente, 44, y era porteña. Con las otras integrantes de la posible expedición sólo intercambié correspondencia electrónica: María Celeste y Celia. Como parte del entrenamiento debíamos hacer una excursión al Tontal, en la Pre-cordillera sanjuanina, con cerros de más de 4.000 metros de altura. Cuando nos encontramos con Patricia en el café El Gato Negro de la Avenida Corrientes al 1600, ella estaba por irse a Iruya, por su cuenta, y también en plan de entrenamiento.
La expedición implicaba mucho dinero, no sólo el costo de los honorarios para la empresa organizadora, y para pagar al guía, Marcos, sino también por toda la ropa y equipo especial con que había que pertrecharse. Yo estaba llena de deudas, durante el menemato me endeudé hasta el cuello para mantener mi casa y mis hijos adolescentes, estudiantes, y mi sueldo era de mediocre para abajo. Sin embargo, el deseo me azuzaba y estaba dispuesta a priorizar mi sueño, después vería cómo pagar las deudas. Confieso que siempre tuve un espíritu rebelde y anarquista y pensaba que no pagar a los bancos era justo en cierta forma, porque los bancos, los banqueros, han existido siempre para asfixiar y robar a los simples mortales como yo. Después tuve que aflojar y pagar, porque ellos cuentan con poder suficiente para acosar a sus deudores y no dejarles escaptoria. El precio, además, es pasar a la marginalidad...
Siempre pobre, siempre pobre, estoy cansada de ser pobre. Mientras escribo esto miro a mi alrededor, inmersa en el mal olor que caracteriza a este banco lleno de viejos incontinentes, la mayoría pobres, y cansados...
El caso fue que el costo total de la expedición, más los gastos personales, ascendía a unos 2.000 dólares (yo apenas ganaba el equivalente a 500 por mes). Debía abonar un porcentaje importante antes de junio de 2004. Ocurrió que por esos días, y de manera fortuita,  conocí, vía Internet, a un cubano que vivía en Matanzas. Empezamos a escribirnos y en tres semanas él me declaró su novia; para julio soñábamos con encontrarnos y vivir juntos. Fue tal la conmoción que me produjo este encuentro que cambié de planes y de destino. Renuncié al andinismo, postergué mi cerro Mercedario y lo troqué por otro sueño, la amada y admirada Cuba de la romántica revolución y el amor de un dulce cubano.
La expedición andinista se concretaría sin mí, pero seguí en contacto con sus integrantes, especialmente con Marcos, en San Juan, y con Patricia, en Buenos Aires.
Terminó el 2004; el 30 de diciembre ocurrió un hecho luctuoso en la Ciudad de Buenos Aires, el incendio de una discoteca, "Cromañon", que se cobró la vida de casi 200 personas, por irresponsabilidades compartidas entre funcionarios del gobierno municipal y algunos particulares. Pasamos un fin de año un poco triste, aunque esa tragedia no tocó de cerca a la familia. Personalmente, estaba muy enamorada y con el proyecto de viajar a Cuba a principios de 2005.
Cuando volví a  trabajar, luego de los feriados de las fiestas, recibí una llamada telefónica de Patricia la andinista que me dejó anonadada. La expedición que debía comenzar el 8 de enero se frustró definitivamente porque Marcos Ceballos, quien decidió pasar el fin de año haciendo cumbre en el Mercedario, escalándolo por la peligrosa pared sur, junto con un amigo de 19 años, se desbarrancó al intentar subir por una capa de hielo que cedió, y murió trágicamente. Con toda su pericia y su experiencia, fue más allá de los límites y la montaña se lo cobró.
http://www.diariodecuyo.com.ar/home/new_noticia.php?noticia_id=75939

Patricia estaba afligida y decepcionada por ver truncado un proyecto a punto de concretarse. Ella había conocido a Marcos en un viaje a San Juan, a su novia, a las otras mujeres que integrarían la salida. Me puso muy triste esa noticia, la muerte de tantas personas jóvenes por esos días. Causa horror que muera un joven, es antinatural. Resultó escalofriante saber que la persona con más responsabilidad en ese plan abortado, quien iba a conducir la excursión, había muerto una semana antes, en ese lugar.
En el fondo de mi corazón egoísta sentí cierto alivio por no haberme embarcado en la aventura, porque hubiera perdido todo, ilusiones y dinero. En cambio aposté a la vida, al amor, a encontrarme en Cuba con quien resultó después el abuelo de Lucio y Matilda, el abuelo que los ama, les canta cancioncitas desde que nacieron, los carga en sus brazos, en sus hombros y juega, un abuelo de lujo. No pudieron conocer al abuelo materno de sangre, pero la vida, tal vez ayudada por el principio del caos, les regaló a Orlando.