domingo, 10 de diciembre de 2023

A 40 AÑOS DE RECUPERADA LA DEMOCRACIA: DE PERROS Y MACHIRULOS

DE PERROS Y MACHIRULOS A los veinticinco años tenía una bebita, militaba en política en la última época de la dictadura, atendía su casa y tenía un perro atorrante que vivía yéndose a la calle, era la mascota de toda la cuadra y alrededores. El Negro; en varias ocasiones desapareció por varios días, pero luego volvía, bastante estropeado, flaco y muerto de hambre. Su gracia más destacada era saltar por la medianera y desplumarle los pollos al vecino, un militar retirado, sordo e impertinente, que solía atronar con sus estornudos. Ella le gritaba desde la cocina “¡Salud!”, pero el viejo ni se enteraba. El Negro hacía toda clase de fechorías, rompía las sábanas y toallas colgadas al sol, volcaba el tacho de basura y hasta mordisqueaba pañales descartables sucios. Cuando la nena empezó a comer en su sillita alta, el perro limpiaba el piso de todo lo que a ella se le caía. Pero era verdaderamente un demonio ese animal, tanto, que la mujer quería deshacerse de él de cualquier manera. Averiguó que podía envenenarlo con extracto de nicotina, muy fácil de elaborar con los puchos de los ceniceros, pero no tuvo corazón. Recordó los perros que tuvo en su infancia y que murieron envenenados con estricnina, los intentos desesperados de su padre por salvarles la vida, los estertores espantosos que sufrían y la muerte horrible en la que terminaban. Un día, durante una reunión política, con el perro yendo y viniendo entre los compañeros que lo saludaban y mimaban (hay que reconocer que era simpático y comprador el muy atorrante) la mujer tuvo la mala idea de mencionar lo cansada que la tenía el sinvergüenza, y lo que había pensado hacer para mandarlo al otro mundo. ¡Para qué! Saltó Norberto, también apodado el Negro, y se despachó diciéndole que era una mala mujer, que se merecía lo peor, en fin, un poco en tono de broma, pero visiblemente indignado. No hubo forma de hacerle entender que sólo fue un pensamiento en un momento de enojo porque el perro había hecho tiras una sábana colgada en la soga, pero desde ese momento quedó un resquemor, una desconfianza entre ambos.
Norberto era un hombre rudo, cincuentón. De su época de preso durante alguna de las dictaduras posteriores al derrocamiento de Perón decía que había estado “en la universidad” y contaba anécdotas tremendas, tanto de los malos tratos recibidos en la cárcel como de la camaradería y solidaridad experimentada con sus compañeros de encierro. Estaba casado, tenía dos hijos adolescentes, y era lo que para entonces se consideraba un macho peronista. Bien macho, como que no permitía que su mujer trabajara y se ponía furioso si alguien mencionaba que su hija en cualquier momento tendría un novio. Entonces circulaba el típico “chiste” de la escopeta del padre para ahuyentar a los pretendientes. Otro compañero de ese tiempo previo a la vuelta de la democracia era Juan José, tenía un apellido alemán que bien podría traducirse como “Plata suave”, o algo por el estilo. Otro modelo de peronista de la primera hora, de los que habían vivido el 17 de octubre del ’45 en la Plaza de Mayo cuando eran adolescentes. En los actos de campaña siempre hablaba en una tarima o escenario, y repetía como un latiguillo que el peronismo es un movimiento, porque lo que no se mueve se estanca y lo que se estanca se pudre.
Ya todo el mundo sabía que en algún momento del discurso iba a pronunciar esas palabras y lo tomaban para la chacota. Juan José bautizó a la beba como Isabelita, lo que no le causaba mucha gracia a su mamá. Se reunían con otras compañeras y compañeros en una Unidad básica del barrio, que no duró abierta mucho después de las elecciones de octubre de 1983, en las que perdió el peronismo. No obstante, el 10 de diciembre, día en que asumió Alfonsín, hubo empanadas, vino, música, un borracho del conventillo cantando milongas reas como “Amablemente”, aquella en la que el tipo encontró a la mina con otro, la mandó a cebarle unos mates y luego, amablemente, le encajó treinta y cuatro puñaladas, lo que todo el mundo festejaba con risas y aplausos. Cuarenta años después resulta increíble, en el ambiente se respiraba machismo, el mundo era notoriamente masculino, las mujeres sólo acompañaban, en las reuniones participaban y opinaban, pero las decisiones las tomaban los hombres. Ellas se encargaban de las tareas domésticas también en el local político, limpiar, preparar el mate o café, hacer empanadas para las fiestas, en fin, todas esas tareas por siempre consideradas femeninas. De aquel grupo salieron dos concejales mujeres, pero siempre estuvieron rodeadas y custodiadas por Norberto, Juan José y otros hombres. Les hacían de choferes, guardaespaldas, no las dejaban ni a sol ni a sombra. Una, soltera eterna, la otra viuda sin haber tenido jamás el cadáver del marido, porque lo desaparecieron los milicos. Eran mujeres bravas, esas se salían del canon femenino aun para la época, pero en algunos aspectos conservaban ese pensamiento tradicional acerca de los roles según el género, bastante homofobia, lo que era moneda corriente para entonces.
Una vez cerrada la Unidad básica el grupo se fue disolviendo, los que habían accedido a cargos políticos se dedicaron a sus tareas, y fueron dispersándose, dejaron de verse con la asiduidad que lo hicieron antes. El local central estaba ubicado en Morón, así que a veces se reencontraban allí. Las vidas personales de cada uno fueron tomando distintos rumbos también, más hijos, trabajo, estudios, enfermedades, muertes. Unos años después, tal vez en los ’90, Norberto fue protagonista (aunque nunca se enteró) de un hecho que pudo ser un escándalo, pero por obra de la solidaridad de género no pasó de ser un chisme murmurado por lo bajo. Como buen macho que se precie, tenía una amante. Tal vez su santa mujer lo sabía y callaba, se aguantaba, porque total, era con ella que dormía todas las noches. A ella y a los chicos nunca les había faltado nada. Ahora tenía a los nietos, y ellos llenaban su vida. El Negro, ahora con más de sesenta años y todo tendría sus necesidades y ella ya no tenía ganas… él se buscaba por ahí lo que ella no le daba. Toda la vida el marido volvió tarde a la casa, por las reuniones políticas, por sus actividades, ella ni preguntaba. Pero una noche no volvió. Eran las ocho cuando ella se levantó y notó la ausencia de Norberto, se preocupó algo, pero pensó que tal vez en cualquier momento aparecería. Salió a hacer compras para el almuerzo, como cualquier día, la carnicería, la verdulería, la panadería, la rutina de siempre, conversó con algún vecino o vecina y regresó a su casa. El Negro no había vuelto. Ya eran cerca de las once. Empezó a cocinar, y a eso de las doce decidió llamar a su hijo. -Mamá, estoy en el laburo, ¿qué pasa? – Ella le explicó la situación. -Bueno, no te preocupes, ya va a aparecer. Pero no apareció. Ahora llamó a su hija, y esta sí se preocupó. -Voy para allá- Al rato llegó la hija con su bebé. Ya era más de la una. Almorzaron juntas, pero nerviosas. No habían decidido aún qué hacer, a quién llamar para preguntar cuando sonó el timbre. Era la policía; venían a avisar que habían encontrado a Norberto en su auto, fallecido: un infarto, un ACV, algo que debería confirmar la autopsia. Por protocolo tendría que ir algún familiar a reconocer el cadáver, aunque lo habían identificado porque tenía todos los documentos encima.
Cumplidas todas las formalidades ocurrió el velatorio, cochería céntrica de Morón, se llenó de compañeros peronistas, algún diputado, algún senador provincial, algún eterno candidato a intendente que no fue… la familia llorosa, digna, luto, coronas con letreros “TUS COMPAÑEROS DE LA AGRUPACIÓN TAL”, “CONCEJO DELIBERANTE”. El entierro, con discursos largos y discursos breves, en fin, los habituales y repetidos ritos de la muerte. Por supuesto, entre los dolientes estaba su amigo Juan José “Plata Suave”. Muy callado y con cara circunspecta, por momentos se lo notaba incómodo, evasivo. Tenía sus motivos. Esa madrugada recibió un llamado telefónico desesperado. Era la amante de Norberto, supongamos que se llamara Mirtha. El hombre se le había muerto en la cama y ella no sabía qué hacer: si llamaba a la policía se iba a ver involucrada como sospechosa de un crimen, todo el mundo se iba a enterar de su relación clandestina, habría sido un escándalo gigantesco para el mundillo de la política local. Y la única persona de confianza que podía ayudarla era Juan José, el gran amigo y compañero del Negro. Él se levantó y salió disparado hacia la casa de Mirtha. Rápidamente, y antes de que actuara el rigor mortis, vistieron al muerto, lo peinaron y lo sacaron a la calle. Con la ayuda de un linyera joven y morrudo a quien Juan José tiró unos mangos, lo depositaron sentadito al volante de su auto, y lo dejaron ahí, esperando lo que efectivamente ocurrió unas horas después, que lo encontrara alguien y diera parte a la policía. El chisme llegó un tiempo después a oídos de la compañerita (ya una mujer madura), aquella que fue juzgada por Norberto por desear matar a un perro atorrante. Comparado con las tropelías y complicidades de estos machos de pelo en pecho, aquello realmente resultaba una nimiedad. Sintió lástima por esa muerte tan poco digna, pero ningún respeto. Casi como un perro, muerto en la calle.

lunes, 16 de octubre de 2023

MAR DE LAS PAMPAS

Tengo sentimientos contradictorios hacia este lugar. Supe de su existencia hace más de treinta años, cuando participaba del taller literario de Vicente Zito Lema y también de la redacción del frustrado segundo ciclo de la revista Fin de Siglo (el primero terminó en 1987) En noviembre de 1991 sacamos un “número cero”, en pleno gobierno menemista, con hiperinflación y miseria, cuando en Rosario la gente mataba gatos para alimentarse. La tapa de ese ejemplar era una composición fotográfica: un plato en una mesa servida con cubiertos lujosos y dentro del plato, rodeado de una guarnición de verduras, un busto de San Martín. El título general era: “LA SOCIEDAD ARGENTINA ESTÁ LOCA”.
Después vinieron días de mucho trabajo, reuniones de redacción, buscar notas, entrevistas, avisos publicitarios. El número uno debía salir antes de fin de año, pero, inexplicablemente, el director, Vicente Zito Lema, desapareció: no estaba en su casa de Flores donde solíamos reunirnos, no había manera de establecer contacto con él ni con su mujer holandesa. En el grupo cundió la desazón. Luego supimos que Vicente sufría depresión y se había refugiado en su casa (aún en construcción) de Mar de las Pampas. Se comentaba que aquella había sido proyectada como una casa de muñecas, con muchas ventanas de cristal. Nunca la conocí; en ocasiones en que estuve por poco tiempo –muchos años después- me habría encantado verla, pero no tuve a nadie que me indicara su ubicación.
Me enojé mucho con aquella defección de Vicente; el grupo quedó resentido y terminó disolviéndose. No volvimos a juntarnos para levantar el proyecto de la revista Fin de Siglo que quedó trunco para siempre, tampoco continuó el taller literario, al menos con aquellos compañeros. Por eso para mí Mar de las Pampas tiene una connotación negativa, más la contradicción (hija de la incomprensión): ¿cómo, un militante, un hombre de izquierda, podía darse esos dos lujos: deprimirse y tener recursos para construir una casa lujosa en un lugar exclusivo de difícil acceso y muy poco conocido, reservado a cierta clase social. En esa época no toleraba esas ambiciones pequeño burguesas, la austeridad y la pobreza eran valores que cultivaba a rajatabla en mi vida personal. En 2008 participé de un congreso de paisajismo acompañando a mi hija, con quien trabajábamos en jardinería. El viaje fue muy divertido, la estancia agradable, conocí gente de un ambiente ajeno a mí, en general personas interesadas por el cuidado del medio ambiente, pero había desde el gran paisajista que vivía en Punta del Este y proyectaba jardines carísimos para ricachones, hasta el funcionario con preocupaciones sociales que defendía (y ejecutaba) políticas de espacios verdes públicos y participativos. En aquella ocasión fuimos en excursión al Faro Querandí, donde hay una reserva natural. Nos trasladamos en un camión Unimog de la Segunda Guerra. La guía, Rocío Salas, era una luchadora, guardaparque muy joven y con mucho conocimiento, que por desgracia falleció no hace mucho tiempo, a causa de un cáncer. De nuevo lo contradictorio en derredor de Mar de las Pampas: lo superfluo, el lujo, el dinero, pero también lo social y lo ambiental, la vida y la muerte.
En dos ocasiones más estuve de paseo, recorriendo el centro comercial con amigas. Tan lujoso y artificial, tan caro. Aun así compré alguna prenda, y el último ejemplar de un libro que busqué antes en Buenos Aires pero estaba agotado. Ahora disfruto unas breves vacaciones y estoy alojada en un bonito “apart hotel” con todas las comodidades, tal vez excesivas. Vine con la idea de descansar, tomar sol y absorber vitamina D (de la que ando careciendo, como cuando era una bebita); leer, escribir, comer algo rico, caminar, adorar al mar con su atractivo misterioso.
Pero mi cabeza nunca deja de analizar (mi abuela materna decía: “Si querís vivir feliz, no analicís, niña, no analicís”) Mar de las Pampas es un pueblo prefabricado: no hay producción alguna, su economía se restringe exclusivamente al negocio inmobiliario, al turismo y al comercio. Sus bosques son implantados, llenos de especies introducidas. El agradable aroma de los pinos inunda todo, pero no hay árboles nativos. Hay pocas aves, algunos horneros, tordos, calandrias, unos pocos zorzales y benteveos. En cambio está lleno de chimangos oportunistas, que viven a costa de la basura generada por los humanos. Hay casas de un lujo inaudito, millones de dólares en piedras, ladrillos y ventanales de cristal, la mayoría deshabitados la mayor parte del año. Entonces yo camino, disfruto y padezco al mismo tiempo, por momentos me pregunto, ¿por qué vine a este lugar? Y me prometo que no volveré jamás. Y por otro lado, haciendo honor al mote de “peroncheta” que me endilga mi hija, me doy una vida burguesa, almuerzo cazuela de mariscos con un Chardonay helado y me parezco a cualquier señora llena de guita que, seguramente, vota a Patricia Bullrich (sólo que yo vine gracias al Previaje). 8/10/2023

lunes, 1 de mayo de 2023

CUALQUIER SIMILITUD CON LA REALIDAD, NO ES MERA COINCIDENCIA.

Una editorial virtual me invitó a participar de una antología de cuentos, a propósito del Día del Escritor que se celebra en junio. La propuesta parecía interesante, pero el asunto es que cada participante debería pagar unos 50 dólares para la publicación, y luego comprar los ejemplares impresos que desee. Todo negocio para la editorial (RUBIN es el nombre) Les agradecí la invitación, pero les dije que prefiero seguir siendo una escritora desconocida a la que no leen más de veinte personas, con suerte. Va el cuento que podría haber enviado:
Llegó por fin el día de la presentación. Él, con su experiencia de escritor consagrado había leído los cuentos, sugerido correcciones con sus opiniones tajantes pero acertadas, las mismas que desplegaba en los talleres literarios que dictaba para aumentar los magros ingresos de un matrimonio de escritores. Ella era profesora universitaria, él en cambio no terminó el secundario, pero era un erudito autodidacta. Poseía una biblioteca de más de dos mil volúmenes en una habitación del departamento en el que vivían. No tenían hijos, sólo un gato blanco con manchas negras al que atribuían el poder de bendecir a los escritores que concurrían a visitarlos: si el gato se sentaba junto a uno de ellos y se dejaba acariciar era signo de que tendría éxito: a más ronroneo, mejores augurios.
Algún cuento del marido dejaba entrever que era estéril, pero bueno, en el taller él recomendaba no confundir la voz del narrador con el autor, se trataba de ficción. Llevaban algunos años casados, eso sí, él dejaba bien en claro que había accedido al matrimonio para complacerla a ella, que no dejaba de ser una muchacha de provincia. A la mujer se la veía aún enamorada; en algunas sesiones de taller en las que participaba para aportar algún elemento académico se notaba su mirada de admiración hacia su marido, bastante mayor que ella. En cambio él era un tipo recio que no dejaba asomar sus sentimientos, lo que no significa que no los tuviera. Un rato antes de las siete de la tarde empezaron a llegar los invitados al subsuelo de la galería de la calle Florida: escritores amigos, asistentes al taller, periodistas del suplemento Cultura de los principales diarios, lectores, estudiantes de la facultad, algún curioso atraído por las prometedoras copas de vino dispuestas en una mesa al costado del salón. La escritora apareció acompañada por las dos personas que luego compartirían el estrado para la presentación del libro, quienes llegado el momento se sentaron una a cada lado de ella. Se la veía exultante: era una bella mujer, de sonrisa franca y ojos luminosos. Era su día, estaba a punto de exponer al público su primer volumen de cuentos, y aunque ya tenía la experiencia de escribir en revistas literarias importantes, para ella era un gran paso en su carrera. Se hicieron las siete y el marido aun no llegaba, por lo que se decidió esperar unos minutos. El salón estaba colmado, había personas de pie, algunos jóvenes sentados en el piso, mucho bullicio. Eran tiempos en que el teléfono celular casi no se conocía, por lo tanto, no había forma de constatar a qué hora llegaría el hombre para iniciar el evento, se suponía que estaba en tránsito desde las cercanías de Once hasta pleno centro. A las siete y cuarto la expresión de la mujer ya se había ensombrecido un tanto, se la notaba un poco fastidiosa. A las siete y media, el bullicio del público era ensordecedor, y la cara de la escritora era de franca contrariedad. El salón se había alquilado por un par de horas y el tiempo se estaba yendo, por lo que los organizadores resolvieron dar comienzo al programa. La autora y sus dos acompañantes ocuparon sus lugares sentados a la mesa que se había dispuesto sobre una tarima, mantel blanco, arreglo floral muy colorido, tres botellas de agua y sus respectivas copas. Cada uno tenía sus anotadores garabateados, una guía para lo que iban a desarrollar frente al público, y a un costado había una pila de los libros que luego la gente podría comprar, uno de ellos puesto en forma vertical para que se viera la tapa con el título y un bonito diseño artístico.
Habrán pasado diez minutos; uno de los presentadores hablaba de las cualidades narrativas, de la poesía contenida en esas menos de doscientas páginas, de la impronta profundamente bonaerense puesta de manifiesto en algunos paisajes y personajes descriptos, en los diálogos certeros… cuando de pronto se abrió la puerta que daba a la calle, arriba, y a grandes zancadas bajó por la escalera el marido impuntual, el más famoso y con más prestigio ganado de los integrantes de la pareja. Se hizo un silencio y todas las miradas se posaron en él, quien atravesó el salón con expresión sonriente, expulsando el humo del cigarrillo que acababa de tirar. Algún admirador inició un aplauso que no tuvo demasiado eco, volvió a generarse un murmullo, y aunque la mujer trataba de mantener su compostura, no pudo evitar fulminar al tipo con la mirada. Él se sentó a un costado y el orador que había interrumpido su discurso lo retomó, todo volvió a una aparente normalidad, aunque se notaba una tirantez, una incomodidad casi tangible. Todo siguió según lo programado y al final se sirvió el vino con algún bocadillo, lo habitual en las reuniones de este género. En un grupo de asistentes alguien comentó por lo bajo que Freud se habría hecho un festín con ese afán de robar protagonismo del escritor famoso. Los vecinos del departamento de la pareja escucharon esa noche gritos y golpes, alguna silla que voló, algún libro que se estrelló contra un vidrio y los maullidos de un gato en fuga. Esos detalles que sirven para que alguien escriba a su vez, un cuento.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

continuación del capítulo 7

Eran tiempos del desgobierno militar autotitulado Proceso de Reorganización Nacional. El gobernador provincial era una marioneta civil, que tal vez tenía buenas intenciones, pero no contaba ni con presupuesto, ni con decisión política autónoma para hacer frente a la situación. La radio (¡cuándo no!) organizó en forma inmediata un sistema de voluntariado, fuera para donación de ropas, enseres y alimentos o para la remoción de escombros, salvataje y primeros auxilios en los lugares en que la situación era grave. Renata no dudó un instante y se alistó, como tantos otros militantes clandestinos de los desarticulados partidos políticos. Era una forma de agruparse cuando el poder lo prohibía, para ponerle el cuerpo y el alma a una causa noble.
En tres días cursó un catecismo de emergencia con el cura de una capilla que se mantuvo en pie, cerca de Caucete, mientras  pelaba verduras para los guisos que en el salón contiguo a la iglesia servían a las familias refugiadas. Era un presbítero joven con tonada salteña, marcado por el sello de aquella iglesia progresista de los setenta. Apenas un repaso de los rezos principales, de los diez mandamientos y otras cuestiones teológicas. Porque la práctica consistía en limpiarle los mocos a los niñitos cuyas madres tenían que amamantar a otro más pequeño, o curar las heridas de un anciano golpeado al caer sobre sus piernas un pedazo de viga de quebracho. Nunca la convenció aquello de que en la hostia estaba el cuerpo de Cristo, y en el cáliz su sangre. En cambio la persuadían aquellos pobres cristos vivos y mortales con los que convivió una temporada. A ellos los movía la fe: los terremotos los mandaba Dios, y ¿qué podían hacer sino quedarse allí, y empezar de nuevo? Al menos estaba la posibilidad de volver a sembrar la tierra y criar sus animalitos –gallinas, cabras, algún cerdo -; la tierra, a veces se sacudía enojada, pero era generosa en sus entrañas fértiles. Y ellos no tenían ni dinero ni instrucción para buscarse un destino mejor en otro lado.
A años luz de aquellos días del terremoto, en el corazón de la ciudad desalmada, casi no le quedaban elementos para comprender la fe y la resignación de aquella gente sencilla y desposeída que conoció trabajando entre los damnificados. Gente que de haber tenido siempre poco, pasó en dos minutos a no tener nada, pero que todavía  llevaba el ánimo en alto para empezar de nuevo, en el mismo lugar. Muy diferente a los desposeídos, marginales y desarraigados que a fines de los noventa pueblan Buenos Aires y que no tienen ni siquiera voluntad de intentar un proyecto, porque el futuro se perfila como un boquete negro, como la flor sanguinolenta de un balazo dado o recibido, lo mismo da cuando lo único que presta fuerzas para retardar la muerte (o acelerarla sin sufrir) es un poco de polvo de cocaína. Allá en Caucete, en Marayes, en Bermejo y en Vallecito, todavía primaba la idiosincrasia heredada de los españoles: la gente resumía una fe tenaz con la resignación por la muerte de un familiar “porque Dios lo quiso” “porque ahora está con el Señor y ya no sufrirá más”.
Rodeada por esa gente sencilla tomó la primera comunión el 13 de diciembre, día de Santa Lucía. Por la noche hubo festejo con empanadas bien jugosas y vino, y los más animosos se quedaron hasta entrada la madrugada alrededor de un fogón a cielo abierto. Un cielo negro como el que Renata no había vuelto a ver desde que llegó a Buenos Aires, en el que se dibujaba como una ancha cinta de raso blanco la Vía Láctea, sin una nube que estorbara ese panorama cósmico. El curita salteño cantó unas zambas tristonas con su guitarra. Salvador, el dueño de la camioneta que tanto hacía de ambulancia como de transporte de alimentos, contó cómo por aquellos parajes había que encomendarse a la Difuntita Correa, porque ésta, si bien era milagrosa, también era muy cobradora. A él le constaba, porque en cierta oportunidad en que viajaba a San Luis transportando mercadería, como iba retrasado siguió por la ruta sin detenerse en el santuario de Vallecitos. “A la vuelta paso y le prendo una vela”, se dijo el hombre aquella vez. Apenas un par de kilómetros más adelante la camioneta se detuvo y no quiso arrancar más. Revisó el carburador, las bujías, estaba todo funcionando perfectamente. La batería tenía carga nueva, y llevaba nafta suficiente como para ir y volver. Pero el arranque no quería saber nada. La opción era quedarse al costado de la ruta y esperar que se hiciera de día, porque a esa hora no andaba nadie, y si pasaba algún automovilista difícilmente se detendría a ayudarlo, porque muchas veces los asaltantes de caminos usaban la táctica de aparentar haber sufrido un desperfecto mecánico para robar y asesinar a los incautos. Pero algo le dijo que si se llegaba hasta el santuario de la Difunta, aunque más no fuera a rezarle una oración o dejarle una botellita de agua, todo se solucionaría. Cerró bien la camioneta y la dejó con sus balizas, cruzó la ruta y esperó a que alguien quisiera recogerlo para desandar el camino hasta la capillita. Unos quince minutos después avistó un auto y se puso a hacer dedo: era un matrimonio joven y accedieron a llevarlo.
-  Así que cumplí con la Difuntita, le recé un poco y le prendí una vela, porque agua no tenía de dónde sacar, y le pedí por favor que me dejara continuar el viaje. Y así fue, pues. Unos gendarmes me acercaron después hasta donde dejé la camioneta, me subí y enseguida arrancó la muy desgraciada. Desde entonces, nunca dejo de entrar a ver a la Difunta, si no se ofende y se las cobra...
A los más jovencitos hubo que contarles quién era la Deolinda Correa, la famosa Difunta, porque desde que nacieron habían escuchado hablar de ella y habían concurrido con sus mayores a cumplir promesas de subir las escaleras de rodillas, habían contemplado las ofrendas que la gente dejaba, desde trajes de novia hasta autos de carrera como el Torino del campeón Eduardo Copello, o habían presenciado las peregrinaciones a pie que desde la ciudad de San Juan, a casi ochenta kilómetros, hacían sus devotos. Pero desconocían que aquella santa aun no reconocida oficialmente por la Iglesia Católica, fue una sencilla mujer que vivió en el siglo XIX y que en tiempos del gobernador Nazario Benavídez, su esposo fue reclutado por la montonera de Facundo Quiroga. Ella no se resignó a quedarse sola con su pequeño hijo de meses, y confiada en el conocimiento que tenía del camino hacia La Rioja, que era a donde había sido trasladado su hombre, seguramente no de muy buen grado, decidió seguirlo a pie y encontrarlo días más tarde. Ella sabía de unas vertientes de agua cristalina donde podría descansar y abastecerse para el viaje. Salió desde San Juan cargando al hijo en brazos y con una alforja donde llevaba algunos alimentos y una cantimplora. Pero nunca encontró el manantial, porque la naturaleza es caprichosa y lo había secado. Igualmente, terca en su empeño por reencontrarse con el hombre amado, quiso seguir, y siguió hasta donde sus fuerzas se lo permitieron. En el lugar donde ahora se guarda su cuerpo enterrado y sus fieles levantaron el santuario, la encontraron muerta unos arrieros. Su hijo había sobrevivido gracias a la leche materna, mamando aun después de que a ella la venció la sed y el agotamiento, y eso la tornó milagrosa.
Después intervino en la conversación a la luz del fogón Don Ignacio, un profesor de historia y literatura jubilado, quien también trabajaba como voluntario, una de esas personas que nunca envejece porque siempre le encuentra un nuevo objetivo a su vida. Era oriundo de un pueblito riojano y relató algo que le ocurrió muchos años atrás, cuando tuvo que hacer la conscripción en el Regimiento de Granaderos a Caballo, en Buenos Aires. Hablaba parsimoniosamente y atrapaba a todos con sus cuentos, y tal vez a pequeños hechos les agregaba tanto detalle sabroso, que no importaba si eran verdades o fabulaciones.

-“ Puesto que el premio otorgado por la Asociación Sanmartiniana era sólo la mitad del pasaje, me vi en la necesidad de conseguir el resto por mi cuenta. A pesar de haber nacido en Sañogasta y de gozar (como cualquier provinciano en Buenos Aires) de la fama poco halagüeña de lento, entre mis compañeros de conscripción pasaba por “vivo”. Modestia aparte, no fui nada tonto cuando me instalé en plena Plaza Constitución a pedir colaboración a todo el que pasara por allí. Entusiasmado con mi papel, una vez obtenida la cantidad necesaria continué la representación. No quedó cuento del tío a qué recurrir: ¡Oh, el taxista se fue con todo mi equipaje! ¡Ah, la dueña de la pensión, ladrona fina! ¡Maldita mi suerte! Pero…gracias, señor. Todavía queda gente buena en Buenos Aires. “Pobre muchacho”, me decían mis engañados. Y yo prometía: “cuando usted vaya a La Rioja, yo sabré retribuir su gesto”, o “Señora, usted es como la pobre madre que dejé tan lejos”. “Hijo, cuídese, que no le vuelva a pasar”.
A veces el teatro llegaba a conmoverme a mí mismo. ¿Quién no juega con los sentimientos, ajenos y propios, a los veinte años? Logré reunir el valor de dos pasajes, y no más porque a las nueve de la noche debía estar de regreso en el Regimiento. El tren partió la noche siguiente. Mi equipaje era una pequeña valija con ropa necesaria para una semana y, por supuesto, mi uniforme de granadero. En la cartera llevaba una copia de mi trabajo sobre San Martín y el dinero que había recaudado.
Frente a mí viajaba un matrimonio mayor con un niño de tres o cuatro años, quien me bombardeó con sus “por qué”.
-¿Por qué tenés el pelo tan cortito?
- Porque soy soldado.
-¿Y andás en jeep?
- No, ando a caballo.
- ¿Por qué?
- Porque soy un granadero; el cuerpo de Granaderos fue creado hace muchos años por San Martín, para pelear contra los españoles en San Lorenzo...
Así, tuve que contar la historia a los abuelos.
-¿Pero nunca antes había escrito usted?- preguntaba ella. –Mire que para ganar un concurso así, habrá que tener experiencia, digo yo…
A la hora de comer no tuve dudas de la simpatía que había despertado en esa buena gente: me invitaron a compartir su mesa. Más tarde pude retribuir la atención, y en una parada del tren bajé a comprar cigarrillos para el señor y caramelos para el changuito, con lo cual terminé de perfilar mis virtudes ante mis compañeros de viaje. Ellos descendieron en La Rioja. Nos despedimos como si hubiéramos sido conocidos de toda la vida.
El tren volvió a partir; aun me quedaban varios kilómetros. Después de veinte horas y algo más, llegué ¡por fin! a Nonogasta. Eran las siete de la tarde y estaba anocheciendo. Como en casa no sabían de mi llegada, nadie fue a esperarme.
Bajé del tren y fui directamente a cambiarme de ropa: quería lucir mi uniforme por el pueblo, y sobre todo, llegar a casa con él encima. Mi madre se sentiría orgullosa.
Con la última luz  del día, en el estrecho cuarto de baño de la estación y ante un ruinoso espejo, acomodé lo mejor que pude mi chaqueta azul y mi birrete; con el pañuelo sacudí las botas y por último alisé prolijamente el penacho rojo. Al salir hacia la calle, los empleados de la estación me miraron con asombro. Desde mis ciento noventa centímetros de altura les dirigí una mirada indiferente y salí, muy ufano. Aun fui objeto de admiración al cruzar la plaza. Pero, a tranco largo, obviando miradas curiosas y ladridos de perros, salí del poblado. Me esperaba la ruta abierta entre los cerros. Y yo, que no era un soldado de infantería, debía caminar quince kilómetros, a menos que algún automovilista comedido se apiadara de mí, lo cual parecía poco probable, sobre todo, porque no pasaba ninguno. De modo que avancé sin detenerme en cavilaciones inútiles, con paso marcial. Mis pulmones se llenaron del aire puro de las sierras, que por ser ya noche cerrada se había puesto frío.
Después de andar un buen rato comenzó a decaer mi entusiasmo. Por suerte entonces un camionero me recogió. Él iba a un bañado distante sólo dos kilómetros. Escuetamente le conté mi historia con la que se divirtió no poco. Al bajarme, el buen hombre me gritó desde el camión:
-¡Rece un Padrenuestro al llegar al Arroyo!
El Arroyo de la Trinidad es un río seco que atraviesa la ruta, poco antes de llegar a Sañogasta. Recordé las historias que contaban los viejos de mi pueblo: decían que por las noches Mandinga salía a asustar a los cristianos. Hasta mi padre aseguraba haberlo visto…la única noche que llegó a casa con no sé qué tufillo a bodega…
Siendo chiquito el sitio me aterraba, aun de día. Pero mi madre logró que perdiera el miedo, pues por cada travesura me amenazaba con dejarme solo en el Arroyo “la próxima vez”. Como nunca llegó el castigo, concluí con lógica infantil en que yo debía ser el propio Mandinga.
Con la luna alta proseguí mi camino. Las botas, que brillaban al salir de la estación, ya estaban cubiertas de polvo, pero yo me empeñaba en mantenerlas limpias, para desgracia de mi pañuelo. El terreno iba poniéndose arenoso, y esto retardaba mi andar. De trecho en trecho, la huida de algún zorro entre el jarillal quebraba el silencio rotundo. Al fin mis botas, cubiertas de arena, terminaron venciéndome; decidí no ocuparme más de ellas por el momento. En cambio, desvié mi atención hacia la noche que me rodeaba. El cielo estaba inundado de luna. A mi paso, el monte repetía una, cien, mil veces la imagen del algarrobo, con sus ramas prolíficas y nudosas. ¡Cuántos mensajes llevaría la brisa desde ellas al jarillal, desde el jarillal a la hierba…! Gozaba imaginando que quizá un susurro decía: “¡Han nacido veinte suris!”, y que la noticia correría hasta el último confín donde quisiera llevarla el viento. Podía ser también que una vieja liebre anunciara horrorizada: “¡Hermanas, huyamos! ¡El puma baja de la montaña!”
Me detuve a escuchar el ruido del silencio: musical maravilla que casi había olvidado en Buenos Aires. Pero ese silencio, propio de la quietud del campo, en lugar de brindarme paz excitaba mis nervios. Me di cuenta de que necesitaba del seco chirriar de la arena bajo mis botas para sentir menos la soledad infinita que envolvía aquel rincón del planeta. Emprendí nuevamente la marcha, ahora más dificultosa por lo blando del terreno. Sin duda estaba acercándome al Arroyo de la Trinidad. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Sonreí por dentro recordando el consejo del camionero.
Según pude ver, el río había crecido recientemente. Mis ojos, acostumbrados a la luz nocturna percibían las manchas de humedad, y en el aire había un perfume a tierra mojada. A la derecha del camino se abría una hondonada, y por un instante pude ver, abajo, entre el follaje y los cactus, las luces de mi pueblo. Retrocedí unos pasos para volver a verlas, con el corazón rebosante de contento. A lo lejos, un zorro soltó su carcajada.
Retorné a la marcha, y al punto brilló algo frente a mí, en la orilla opuesta del río. Suspiré y proseguí, lentamente. ¿Había brillado algo realmente? Antes de responder a mi propia pregunta escuché un tintineo, un choque metálico. Volvió a refulgir algo a la luz de la luna, en la misma dirección. Entonces me detuve, conteniendo la respiración, e inmediatamente cesó el tintineo y se apagó el brillo. Dentro de mi pecho el corazón se dilataba. Un repentino acceso de amor propio hizo que me avergonzara de mis temores. ¡Un granadero, un hombre de veinte años…! Volví a caminar, tratando de tranquilizarme, pero, maldita mi suerte, ya no podía dudarlo: el bulto brillante, ¡el Diablo!, venía hacia mí nuevamente, meneando su capa y golpeando su tridente contra las piedras. Quise avanzar, pero las piernas no me respondieron, y entonces también Mandinga se detuvo. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Solito fue escapándose un Padrenuestro de mis labios. Pero ¿qué hacer? Debía continuar, ¿o había llegado la hora del castigo por cada arruga de mi madre? Ya iba por el medio del Arroyo creyendo que nunca acabaría de cruzarlo, mientras, cada vez más cerca, brillaba y crujía mi enemigo.
Estaba a punto de desvanecerme, cuando escuché una voz temblona.
-          ¿Quién and’ahi?
¡Santo Dios! Mi cabeza reventaba. Estático, como un bloque de mármol quedé sobre mis piernas, sin fuerzas ya para avanzar. En tanto, el dueño de la voz venía resueltamente a mi encuentro:
- ¡Con esta cruz te v’iá matar, Satanás!- gritaba desaforadamente.
Agucé la vista y me encontré cara a cara con el viejo Félix Bazán, un vecino de toda la vida. Traía colgados al hombro el pico y la pala, y en la mano una crucecita de plata.
- ¡Soy yo, Don Félix, el Ignacio!- tartamudeé por fin. Estaba a salvo, pero el corazón me daba brutales golpes, y esperaba desplomarme en cualquier momento. El pobre viejo arrojó las herramientas y santiguándose me dijo:
-          ¡Vay’ hombre! ¿Y qui’hacís con esa facha? ¡Si te hi confundío con el mesmito Mandinga!”



jueves, 10 de noviembre de 2022

DE FRANCO LUCIANI AL ALLEGRO DI FIOCCO

De Franco Luciani al Allegro di Fiocco Hace una semana reservé una entrada para ver a Franco Luciani en su recital de festejo por sus veinte años con la música, invité a algunas personas por si querían ir conmigo pero no podían, así que me decidí a ir sola. En el Centro cultural Kirchner sólo hay que mostrar un código QR para acceder al espectáculo. Sabía que debía estar con una hora de anticipación, pero me confundí y exageré un poco, así que aproveché para buscar y comprar unas cosas que necesitaba. Llegué a la estación Alem del subte B y me dispuse a tomar un café para hacer tiempo, una media hora. Recordé que cuando hacía el trayecto desde el laburo por Paseo Colón, la plaza detrás de la Casa Rosada y luego Alem, había una cantidad de cafés y restaurantes por la recova. Esta vez, nada: todos locales cerrados. Caminé hasta Lavalle, nada. Un poco antes de la pandemia de Covid fui con mi nieta a un cine de Puerto Madero y luego tomamos la merienda por las inmediaciones de Corrientes y Alem, pero prácticamente nos echaron a las seis de la tarde. Me volví hasta Sarmiento y casi me descompuse por el olor a baño público en todo el trayecto, y además se empezaba a poner oscuro. Parece que a Larreta no le interesa mantener limpia esa zona, porque si no ya habría ido una cuadrilla con una hidrolavadora. Lo que sí parece que limpiaron fue a las personas que solían vivir ahí, con sus colchones y demás enseres, no vi a ninguno. Estuve un rato sentada frente al monumento a Juana Azurduy, tomé algunas fotos, dos mujeres que estaban allí me preguntaron cómo llegar a la catedral y se los indiqué. Eran de General Pirán, cerca de Mar del Plata. A la más joven le pedí que me sacara una foto con Juana detrás. No entiendo por qué siguen haciendo monumentos de bronce que se pone verde y negro, horrible.
Entré al CCK para ir al baño. Hace unos meses estuve, era impecable, pero ahora se notan los recortes en los gastos del Estado: no había jabón ni papel, y no estaba muy limpio. Luego consulté dónde sería el evento y me lo indicaron (hay muchos chicos jóvenes que trabajan allí y son muy amables), pero me dijeron que el show comenzaría a las 21. - En la página de Internet dice a las 20. - No, señora, es a las 21. Calculé que si empezaba a las 21 no duraría menos de dos horas, por lo tanto iba a tener que volver a Hurlingham en el tren de la 1 de la mañana, y realmente no tenía ganas de hacerlo. Así que cancelé la entrada para que la pudiera aprovechar otra persona (se habían agotado rápidamente) Me dio bronca, volví a mirar la página del CCK y sí, efectivamente, el espectáculo estaba programado para las 21, pero el diseño tiene algo confuso: entre el número veinte por los veinte años del festejo, y el horario de un evento anterior, más que en la entrada dice claramente que a las 20 hay que estar allí, en fin, nadie está obligado a aducir su propia estupidez, pero en mi defensa puedo decir que no estaba muy clara la cosa.
Lo bueno es que no me enojé conmigo misma como solía hacerlo en situaciones parecidas. Y emprendí el regreso, sentada en el tren de 19.40. Un muchacho con su violín tocó muy bien un par de piezas, primero música barroca y luego algo popular que no identifiqué. Saqué un billete para darle, además de los aplausos, entonces le pregunté qué era lo primero que sonó y me dijo “Allegro di Fiocco”. No le entendí, me lo tuvo que repetir. Yo creí que sería algo de Bach, o de Vivaldi, pero no, era de un músico barroco que yo no conocía: Joseph Héctor Fiocco, un belga que apenas vivió 38 años. Así que le agradezco al violinista del Urquiza por habérmelo presentado. Ahora estoy viendo el show por Youtube, tomándome un Campari y en chancletas. Pero estaba confuso nomás, se nota en la foto.

domingo, 30 de octubre de 2022

JÁLOGÜIN 1983

Ahora resulta que todo el mundo es radical alfonsinista. En los medios se celebra hoy, 30 de octubre, los 39 años de la elección que ganó la UCR, y la consecuente vuelta a la democracia. Yo no festejé que ganara Alfonsín aquel día, en cambio lloré porque el peronismo perdió. Era la primera vez que votaba, porque durante siete años gobernaron los milicos del proceso cívico-militar-eclesiástico que empezó el 24 de marzo de 1976. Desde octubre del ’82 militando para la Renovación peronista con Antonio Cafiero, y aunque perdimos en la interna, había que ser orgánicos y votar a los candidatos del PJ, Ítalo Luder y Deolindo Bittel. A pesar del fallido de Bittel en Vélez en el que dijo que, ante la alternativa de “Liberación o dependencia” (palabras de Perón) optamos por la dependencia… ¡imposible arreglar eso!, a pesar de la quema del féretro por parte de Herminio Iglesias, candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, en fin, con eso y con todo, la disciplina militante y partidaria mandaba a votar la lista 2. El acto de cierre de campaña fue con dos millones de personas en la avenida 9 de Julio, y cuando nos dispersamos, por entre las calles angostas del centro de la ciudad retumbaban los cánticos: “Yo te daré, te daré Patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P: ¡PERÓN!”, y también: “Salta, salta, salta, pequeña langosta, milico’ y radicales son la misma bosta”. Porque nadie ignora aquello de que muchas veces los radicales fueron “a golpear la puerta de los cuarteles” para voltear gobiernos peronistas, vamos… En 1983 los resultados de las elecciones no se conocían tan inmediatamente como ahora, pero a eso de las 9 de la noche ya se sabía que era irreversible el triunfo radical. Mi marido, Tito Loperena fue fiscal de mesa, mi cuñada Marta fiscal general, ambos candidatos, a consejero escolar y concejal respectivamente, por el partido de Morón al que entonces pertenecía Hurlingham. Yo estaba en mi casa con mis dos nenas mayores, la más pequeña de tres meses, y no me aguanté más así que las cargué en el Citroën 3CV 79, una en su sillita y la otra en el moisés, y me fui a buscar a Tito para compartir la tristeza por la derrota, con tal mala suerte que se me quedó el auto en plena avenida Vergara, frente al local de la UCR que había por entonces, donde todo era algarabía y festejo, me pasaban los coches en caravana arrojando papelitos, boletas radicales, el piso estaba blanco de papeles. Y yo con las dos nenas, luchando por hacer arrancar el Citroën, y ni se me ocurrió pedirle a algún “correligionario” ayuda de ningún tipo. Así que me volví caminando con las chicas, a esperar que Tito volviera y dejé el cachivache a un costado de la avenida.
No podíamos entender por qué el partido político con mayor cantidad de afiliados en toda la región, después de una dictadura sangrienta, de un neoliberalismo atroz que destruyó la industria nacional, en fin, todo lo que fue materia de análisis y autocríticas posteriores, esa noche era pura bronca y tristeza. A la mañana siguiente, muy temprano, Tito se fue a trabajar como siempre. Todavía nos esperaba un golpe más: ese día lo echaron del laburo, una empresa textil donde trabajaba como jefe de la tintorería. Así que derrotados políticamente, desocupado mi marido, con dos nenas chiquitas: un panorama negro. Y, por supuesto, aunque mi cuñada entró como concejal y en elecciones posteriores fue reelegida, vinieron tiempos muy difíciles. Desde luego que para el 10 de diciembre, día de la asunción de autoridades ya habíamos digerido un poco la derrota, y en la unidad básica que teníamos en el barrio hubo fiesta, empanadas, vino, discursos, los borrachines de siempre que terminaban cantando y llorando, en fin, peronismo explícito. A partir de entonces el lema siempre fue “mejor el peor gobierno democrático que cualquier dictadura”. Y el gobierno del “padre de la Democracia” (que nos dio un hermanito como Ricardo Alfonsín) no fue un lecho de rosas. Hubo personajes nefastos como Antonio Tróccoli, ministro del interior y cultor de la teoría de los dos demonios, o como Juan Carlos Pugliese, presidente de la cámara de diputados, con fama de regentear prostíbulos y manejar el juego en la provincia de Buenos Aires, arreglado con la policía. Durante el gobierno de Alfonsín hubo muchas huelgas lideradas por la CGT de Saúl Ubaldini, hubo represión policial. Hubo leyes de obediencia debida y punto final… Estaban las jóvenes promesas como Federico Storani, Jesús Rodríguez, el Coty Nosiglia, Suáres Lastra, Marcelo Stubrin: la mayoría hoy cooptados por la derecha más rancia. Recién con Néstor y Cristina se pudo conjugar peronismo con algunos radicales, más gente que venía del PC, del Partido Intransigente y de otras extracciones políticas que confluyeron en el Kirchnerismo, pero que si los rascás un poquito les asoman los pelos de gorilas antiperonistas. Así que no pretendan que hoy celebre nada. Conmigo la corrección política y la diplomacia no van.

jueves, 30 de junio de 2022

DEMOLICIÓN

 

DEMOLICIÓN

¿Serán tiempo y espacio la misma cosa? Cuando decimos, por ejemplo, “estábamos en 1978”, ¿1978 era un lugar? Un lugar que ya no existe, desde luego, pero el tiempo resulta como esos paisajes cambiantes de dunas que se mueven por acción del viento, por eso es tan fácil perderse en un desierto de arena, todo igual y sin embargo, en movimiento constante, como el fluir del tiempo. Lo que se narra aquí sucedió no hace mucho; sin embargo, aunque fue un fenómeno en el que tiempo y espacio se confundieron, ningún medio de prensa, ni la radio, la televisión o las redes sociales hablaron una palabra del hecho. Por eso me veo obligada a contarlo.

Aquella mañana de invierno de 2018, del cráter que quedó en la esquina de Güemes y Oro salieron, como lava de una erupción volcánica, voces y figuras que estuvieron aprisionadas allí por más de cuarenta años. La primera arremetida de la topadora provocó un estruendo sordo. Cuando este se disipó y se levantó una nube de polvo empezaron a escucharse unos gritos ahogados, subterráneos. El operario de la máquina no los percibió, pero otros obreros y algún transeúnte curioso que se detuvo a mirar sí, y dieron la voz de alarma, porque creyeron que había personas atrapadas en ese edificio desocupado hacía meses. Se detuvo el trabajo, se dio cuenta a la policía y llegaron los bomberos con sus perros adiestrados para rescatar sobrevivientes entre los escombros. El operativo duró un par de horas, y aunque se repitieron las quejas y lamentos, no fue posible encontrar nada. Entre tareas de búsqueda y trámites burocráticos, se fue una jornada entera y la demolición quedó interrumpida hasta el día siguiente. Todo el mundo dejó la esquina, precintada con la usual cinta plástica de franjas oblicuas en el obligado amarillo con negro típico de la ciudad. El barrio volvió a su movimiento habitual, no demasiado agitado, especialmente después de las seis de la tarde en pleno invierno. El ruido y la acción están sobre la avenida Santa Fe, pero a una cuadra el tiempo retrocede a otras épocas. Un rato más  tarde cerraron los negocios de las inmediaciones, las familias se recogieron en sus departamentos. El tránsito sobre Fray Justo Santa María de Oro y Güemes era discreto, de manera que más de un desprevenido peatón que circulaba por la vereda escuchó lo que más temprano provocara la interrupción de la obra destructiva: quejidos de una mujer, sollozos vagos, gritos sofocados, alguna voz de auxilio tan débil que podía confundirse con una ráfaga de viento sobre las ramas de los plátanos. A más de uno se le erizó la espalda con aquellos sonidos, pero nadie tuvo el coraje de detenerse a investigar, ni siquiera una mujer que recordó otro momento espeluznante vivido a pocas cuadras de allí, en la esquina de Vidt y Paraguay, en el invierno de 1979: estaba cortada la luz en toda la zona cuando ella volvió de trabajar. En la oscuridad absoluta tanteaba el fondo de su bolso en busca de la llave para entrar al edificio donde vivía, y de pronto, unos alaridos desgarradores de mujer la dejaron atónita. Sin embargo, con el alivio de tener el llavero entre las manos, rápidamente abrió su puerta y a torpes zancadas subió por las escaleras, casi sin ver, hasta el quinto piso, sin querer entrometerse ni averiguar quién era aquella que gritaba, por qué, qué le estaban haciendo, tal vez algo habría hecho esa desgraciada, ¿a qué involucrarse en un asunto ajeno y desconocido? Ya dentro de su departamento aguzó la oreja pero no volvió a sentir gritos; aun así levantó la persiana y trató de ver hacia la calle: había un patrullero y uniformados con armas largas, se produjo un tumulto, luego el vehículo partió a toda velocidad y no vio ni escuchó nada más. Un rato después volvió la luz, de otros departamentos llegaba el sonido de la televisión, y todo fue nuevamente normal.

Hay espíritus errantes, pero no todos son de personas muertas; algunos pertenecen a muertos en vida, gente que quedó atrapada en un lugar o una situación que nunca pudo superar. Otros, aunque sus cuerpos siguen cumpliendo sus funciones orgánicas, aunque trabajan, estudian, crían hijos, van a conciertos, cambian de parejas, se mudan de casa, en fin, lo que hace cualquier persona común y corriente, una parte de su alma queda aprisionada en un punto especial del mundo, como puede ser la esquina de Güemes y Oro, en el barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires. En los últimos años funcionó allí un hostal, (peor llamado “jóstel”) de esos que albergan a turistas de cualquier lugar de Europa o Latinoamérica, los típicos viajeros que gastan poco dinero en alojamiento en su recorrida por el país. Casas señoriales en antiguos barrios como San Telmo, o como esta de la esquina de Güemes y Oro, a una cuadra de Santa Fe y de lo que ahora se conoce como el Polo científico, sobre Godoy Cruz. Desde su construcción, a principios del siglo XX, fue propiedad de una familia aristocrática de la que poco se sabe. Lo que sí es seguro que sus primeros habitantes, en la decadencia de sus privilegios y su consiguiente empobrecimiento, debieron malvenderla, o tal vez fuera a remate. Pero en la década del ’70 cumplía otra función esa casa señorial: cobijaba a un grupo un tanto esotérico, mezcla de secta y organización política que llevaba el nombre de uno de sus integrantes más destacados, cuya inicial era la D. Ya en 2018, un intendente más interesado en los negocios inmobiliarios de sus amigos que en gobernar para el pueblo, la mandó a demoler.

Un chico cartonero, Braian, pasó por la demolición mucho más tarde y también escuchó unas quejas y sollozos de mujer, acomodó los cartones en su carrito y se acercó sin ver nada. Un remolino de viento le trajo hasta sus pies un papel, y bajo la luminaria callejera vio que era un pasaje de ómnibus: San Juan – Buenos Aires, 16 de julio de 1978. Ni siquiera su papá había nacido para esa fecha, pero recordó que su abuelo le había hablado del Mundial de fútbol ’78, y por supuesto, él había visto imágenes de los partidos de Argentina. Siguió su recorrido juntando cartones; caminó hasta Godoy Cruz y al llegar a Santa Fe, como otras veces, le regalaron unas porciones de pizza que guardó para compartir con su mamá y sus hermanos que andaban cerca haciendo su trabajo. Dio la vuelta a la manzana y volvió a la esquina de Güemes y Oro, y se sentó a descansar en la escalera de mármol a la entrada de la casa semiderruida. Ahora la voz susurrante de mujer provenía del sótano de la casa. Se acostó boca abajo sobre la vereda y trató de ver por unos ventiluces, pero estaba tan oscuro que nada podía distinguir. La voz, ahora más nítida, comenzó hablarle:

-¡Necesito salir de aquí! ¡Yo viví en esta casa unos meses, vine a Buenos Aires por unos días pero me quedé para siempre!

El muchacho, al principio asustado, carraspeó un poco como para demostrar que estaba ahí, dispuesto a escuchar.

-Hice un viaje de diecinueve horas en ómnibus. Recuerdo el paso por Campo de Mayo en plena oscuridad, daba miedo. Más tarde, en la ciudad, pasé por una avenida en medio de un operativo militar y al costado del cordón había un cuerpo tirado. Tuve miedo, pero quería conocer Buenos Aires, visitar a mi hermana y mis sobrinos que vivían aquí hacía unos meses. Mi idea era estar unos días y ver la posibilidad de radicarme también acá, pero no estaba decidida.

-¿Cómo te puedo ayudar a salir de ahí? – preguntó el pibe. -¿Llamo a la policía?

-No. Ya vinieron más  temprano, y también los bomberos, pero es que no es mi cuerpo el que está aquí: soy un espíritu, un fantasma, nunca pude salir de esta casa.

Entonces Braian sintió miedo, pero se animó a preguntar:

-¿Estás… muerta?

-No… no lo sé. Cuando llegué a Buenos Aires las calles estaban alfombradas de papelitos del Mundial. Yo vine con mi resto de libertad, pero me la robaron en esta casa.

La conversación se interrumpió cuando llegaron los hermanitos cartoneros con la madre y le pidieron al mayor que les diera de la pizza que había guardado. Se reunieron todos y luego de comer, se fueron con sus carros cargados de cartones y una variedad de objetos que habían recogido por las calles y veredas. Entonces la voz se transformó en sollozos nuevamente. Un gato que cruzaba raudamente detrás de una rata se espantó al oírlos y huyó. Desde un balcón vecino un perro ladraba con el lomo erizado.

La mañana siguiente continuaron los trabajos de demolición; todos los obreros tenían puestos tapones en los oídos, no sólo para protegerse del estruendo, sino para no volver a escuchar gritos ni llantos de fantasmas, sin saberlo eran como los hombres de Odiseo que atravesaban los dominios de las sirenas… Pero las voces salían de entre los ladrillos y baldosas blancas y negras. Cuando cayeron las paredes de la casa quedó el hueco desnudo de la esquina. Sobre la medianera, a la altura del primer piso, sus últimos ocupantes habían pintado una tosca imagen de Buda que ahora quedaba expuesta. Al día siguiente una pala mecánica juntó los escombros y se llenaron varios contenedores; algunos vecinos se llevaron fragmentos de balaustrada o baldosas sanas, materiales costosos de otra época. Se trabajó febrilmente hasta pasadas las cuatro de la tarde, y luego quedó todo en silencio, pero ahora la ausencia de la casa era tan ostensible, monstruosa, que a más de un vecino le rodó una lágrima por la mejilla. En cuanto el sol se ocultó empezó a correr un viento que se arremolinaba en la esquina levantando polvo de la demolición, pero también una lluvia de papelitos, como aquellos del Mundial ’78. La calle quedó cubierta de ellos y se empezaron a escuchar nuevos ruidos: además de los quejidos humanos y llantos de mujer, un rugido de muchedumbre futbolera, gritos, alguna carcajada.

Por la noche volvió Braian; el fantasma lo reconoció, llamándolo con un grito ahogado. Ya no había ventiluces que conectaran con el sótano, todo era un hueco profundo, pero la voz surgía indistintamente desde varios rincones del nuevo baldío.

-¡Necesito hablar, por favor!

El pibe se detuvo.

-Estábamos en dictadura cuando yo vine a vivir aquí. Secuestraban y mataban compañeros. Los milicos. Y nosotros corríamos peligro, por eso aquí nos reuníamos como si fuera un centro cultural, o algo así. En realidad militábamos, pero había jerarquías. Y yo estaba en el último rango de una organización verticalista y rígida. Por eso mi propia hermana, que estaba un poco por encima, me presionó y me obligó a quedarme aquí: ella necesitaba que le cuidara los nenes. Y también necesitaba dinero, por eso me convenció de retirar de la Caja de Ahorros lo único que tenía: diez mil pesos, con los que pensaba volver a San Juan y pagar una deuda que tenía allá. Nada le importó, no pensó en que yo debía buscarme un trabajo, seguir estudiando, nada. Mi deber militante era contribuir a la militancia de ella, ¿entendés? ¡Ser su niñera gratis!

-No, la verdad, no entiendo, pero me parece que tu hermana era bastante… Pero vos, ¿por qué le obedecías?

-Porque las cosas funcionaban así, había que hacer caso de la autoridad, no se podía cuestionar porque si no, quedabas afuera. Y ¿adónde podía ir yo con veinte años, provinciana, sin conocer a nadie en este monstruo de ciudad?

-Podías laburar de cartonera…

La ocurrencia hizo reír a la mujer fantasma. Y la risa fue creciendo en carcajadas, entonces el fantasma tomó cuerpo, se volvió un ser real. Para asombro del pibe, ella se acercó, le dio un beso y salió caminando hacia Santa Fe, por allí caminó unas cuadras y cuando se cansó subió a un colectivo hasta perderse quién sabe por qué rincón de Buenos Aires.

La demolición continuó hasta que de la antigua casa señorial no quedaron más que polvo y cascotes. Pero Braian seguía pasando todas las noches, no podía dejar de trabajar, y se le hizo costumbre descansar en esa esquina. Así fue que conoció a dos fantasmas risueños que también lograron liberarse y salir: el Negro Maciel y Omar Porto. Le contaron que en 1978 estuvieron aislados en una habitación de la terraza porque se contagiaron de tuberculosis. El Negro tenía familia, dos niños chiquitos, pero Omar no, era soltero, fumaba mucho y tenía los dientes más que amarillos, color marrón de tanta nicotina, pero también porque era de un lugar de La Pampa en el que el agua manchaba los dientes.

- La piba esa que se fue anoche estaba buena… yo la miraba de lejos porque debía mantenerme aislado, pero ella vivía en otra dependencia de la terraza. La hermana me tenía vigilado y no me dejaba ni hablarle.

- Bueno, a vos te gustaban todas, dijo el Negro Maciel.

- Che, Negro, yo creo que ya nos curamos de la  tuberculosis, ¿qué te parece si nos las tomamos?

También ellos abandonaron su apariencia de fantasmas etéreos y se corporizaron. Saltaron del hueco a la vereda y se fueron caminando, riendo a carcajadas y se perdieron en la oscuridad. Luego surgieron tres fantasmas tan densos que, por más que Braian quiso seguir andando para reunirse con su familia, sintió un peso enorme que lo retenía en el piso, como si sus pies pesaran toneladas; era como esos sueños en que uno quiere moverse, correr, pero está clavado en el mismo lugar. Sintió miedo; los tres fantasmas lo rodearon y pudo ver sus rostros: eran jóvenes, parecían de alrededor de treinta años. Conversaban entre ellos y así pudo saber sus nombres: Simón, Rubén y Demetrio. Hablaban de una reunión en la sede de la Unión Obrera Metalúrgica, con Lorenzo Miguel. Braian se animó a preguntar quién era ese. Simón le contó que era un sindicalista muy importante al que había que acercarse para tener un lugar de poder. Perón había muerto, pero el proyecto debía continuar. Su jefe los envió a esa reunión, pero al salir de allí fueron secuestrados y luego sus cuerpos se encontraron calcinados dentro de un Ford Falcon, en el Parque Centenario. Cuando el chico recobró algo de presencia de ánimo preguntó: ¿Entonces ustedes sí… están muertos? El semblante de los tres fantasmas fue suficiente para saber la respuesta. Lloraban… nombraban a sus hijos chiquitos…

- Nunca se investigó nuestra muerte.

- Los compañeros no podían hablar del tema, era tabú.

- No se sabe a ciencia cierta quién nos mandó a matar.

El pibe sintió mucha lástima, ya no miedo. Pudo moverse entonces, estiró las piernas, respiró profundamente el aire invernal. Entonces los fantasmas se elevaron, le dijeron adiós y se fueron en dirección al Río de la Plata, donde están sus nombres inscriptos en el Muro de la memoria.

Noche tras noche el pibe cartonero fue como un médium que ayudaba a liberar fantasmas. Así sucedió con los de Nilda y Víctor, dos jóvenes que integraban aquella organización de los 70 y que, pese a las restricciones y autorrepresiones que se imponían allí (las parejas debían contar con la aprobación de la plana directiva) ellos se las arreglaron para unirse. Como si fuera una proyección en una pantalla, reapareció la destruida escalera con balaustrada de madera torneada. En un momento en que Víctor subía, Nilda bajó atropelladamente de manera que se cayó, rodó y él tuvo que atajarla para que no se rompiera la cara. Como en una película quedaron abrazados en el rellano y no pudieron evitar el beso. Desde el primer piso una mirada admonitoria los observaba. Pero ellos pudieron dar ese salto hacia la realidad, bajaron, la escalera y todo lo espectral se diluyó, y tomados de la mano, se fueron camino del Sur. 

Miedo, pero mucho miedo, sintió Braian una noche en que surgió un verdadero demonio, desde lo más profundo del subsuelo, entre vapores húmedos y olor a podredumbre. Unas ratas salieron chillando, aterrorizadas, cuando apareció el fantasma de Miguel Ó., un ser esquelético de ojos saltones y sonrisa sardónica. Ese no estaba muerto, qué va: era el mismísimo Director de Arquitectura y Planeamiento Urbano de la ciudad de Buenos Aires que había firmado de puño y letra la autorización para demoler la casona de Oro y Güemes. Pero se había quedado aprisionado allí durante años, por traidor. Sobre la pared desnuda de la antigua casa se vio proyectado  un episodio de muchas décadas atrás, en el que este personaje ordenaba a una compañera recién llegada del interior, que no conocía la ciudad, a llevarle un mensaje a su hermana desde la Plaza de Mayo hasta Flores, en la calle Rivera Indarte y Rivadavia.

- ¿Y cómo voy? Preguntó ella.

- Ah, no sé, averiguá. ¿Vos querés hacer la revolución? Arreglátelas…

- Pero… no conozco, tengo miedo de perderme…

- Vos no te podés perder, mirá que fuera de esta organización te va a ir muy mal…

Luego, como en otro cuadro de la película se veía a los mismos personajes pero navegando en un velero por el Paraná de las Palmas. Miguel Ó. daba instrucciones a los tripulantes:

- ¡Echar bordo a estribor! ¡Izar foque! ¡Cuidado con la botavara!

Al timón iba la compañera que tuvo que arreglárselas para hacerle un mandado personal al capitán de la embarcación, y aunque no fue intencional, al hacer la maniobra que el tipo ordenaba cortó una ola del río y levantó una lengua de agua que dio en la cara de Miguel Ó., tan fría que lo dejó sin respiración un instante, y sin habla, para jolgorio del resto de los tripulantes.

Con el paso de los años, este que pintaba para gran cuadro dirigente se cambió de bando y se puso a trabajar con los enemigos del pueblo, los que se entregaron en cuerpo y alma al neoliberalismo más cruel que dejó en la miseria a tantas familias, como la de Braian. Éste ya no sintió miedo por el demonio Miguel Ó., más bien sintió asco. Por eso no quiso ayudarlo a corporizarse: cuando el fantasma le tendió la mano para poder salir del pozo, él salió corriendo y gritó: ¡Andá, pudrite! Se abrió la tierra en la esquina de Güemes y Oro, se vio un abismo de magma ardiendo, y Miguel Ó. cayó con un alarido. Tal vez si hubiera pronunciado la palabra "perdón”, quién sabe, habría podido liberarse.

La siguiente noche apareció Fabricio V., un fantasmita alegre, casi de la misma edad que Braian. “¿Por qué estás aquí?” preguntó este. “¡Por gil!”, contestó el otro. Como me pasó al día siguiente del golpe de 1976: en lugar de irme a mi provincia, o quedarme guardado en mi casa, o en lo de algún compañero, me fui a ver qué pasaba al local del partido. Estaba lleno de milicos en medio de un allanamiento; me agarraron de las pestañas y me metieron en un carro celular. Estuve preso un año, y la saqué barata porque me liberaron. Otros compañeros estuvieron cinco años adentro, y otros desaparecieron.

Como en La invención de Morel, cada noche Braian veía una fantasmagórica proyección, un fragmento de vidas antiguas. Esa noche vio a Fabricio V. en una isla del canal Honda y Hambrientos corriendo detrás de un enorme bagre que saltaba entre charcos que quedaron luego de una marea, intentando volver al río. A los gritos, Fabricio pretendía agarrarlo entre sus brazos, pero el pez se le soltaba y finalmente logró escaparse. Había chicas y muchachos paleando barro, dando forma a una dársena donde se guardaban las embarcaciones del grupo que pasaba por club náutico en plena dictadura, pero que supuestamente formaba cuadros para, algún día, tomar el poder… Braian habría querido que Fabricio no se corporizara para salir de su prisión porque podía hacerse su amigo, pero fue generoso, le tendió la mano y lo ayudó a saltar del pozo horrible que dejó la demolición. Se abrazaron y Fabricio se perdió entre las calles de Palermo.

Con la salida de los fantasmas se iban apagando las voces que se escucharon al principio de la demolición. Quedaban cada vez menos en los rincones ocultos y profundos del pozo donde estuvo alguna vez la antigua casona. Los de las personas ya muertas eran pesados, grises, de una tristeza densa. Los de quienes aún estaban vivos mostraban alegría por liberarse, como si su existencia hubiera estado en suspenso. Silvia, que se hizo monja pero había estado enamorada de un ex marino, Marta, la hermana del sacerdote asesinado por ser peronista, Carlos, el cantante de ópera, Eduardo, el cordobés descendiente de friulanos que ponía a rezar a todo el mundo en la isla del Delta, Alberto, el que se hundió con la lancha incendiada pero se salvó, noche a noche iban saliendo ayudados por Braian, el cartonero.

Cuando llegó la primavera empezaron los trabajos de construcción de un edificio de incontables pisos y departamentos, promocionados por una inmobiliaria y con precios altísimos en dólares. La esquina fue vallada con una empalizada que ocultó el hueco, y cuando Braian pasaba por las noches ya no se podía acercar a charlar con sus fantasmas amigos (si es que alguno quedaba) para ayudarles a salir al mundo real, actual. Luego de mucho recorrer las calles levantando cartones y acomodándolos en su carro, y juntando otros objetos que podían ser útiles, una noche en que su mamá y sus hermanos no salieron, se le hizo muy tarde para volver a su casa en el conurbano. Estaba muy cansado, comió unas empanadas que le dieron en la pizzería de Santa Fe y Godoy Cruz, y se acomodó para descansar cerca de la nueva obra en construcción. Se quedó dormido. Por la mañana despertó sobresaltado escuchando unos gritos furiosos, al principio no se dio cuenta de que iban dirigidos a él. Cuando tuvo bien abiertos los ojos vio la cara del mismísimo Miguel Ó., el demonio que se había hundido en lo más profundo del pozo. Vestido con una camisa blanca y corbata y una campera de gamuza, vociferaba: “¡Vamos, vamos, fuera de aquí, pibe! ¡Tomátelas! Aquí la gente tiene que trabajar, vamos, fuera con ese carro lleno de porquerías, y que no te vuelva a ver por este lado”.