jueves, 28 de abril de 2011

DEDICADO A MIS NIETOS

Me propuse publicar algo semanalmente, y vengo haciéndolo todos los miércoles. Pero esta semana hubo un acontecimiento extraordinario, aunque no inesperado: nació Matilda, mi segunda nieta. Y todo el ritmo se alteró, para mi felicidad. No tuve tiempo ni energía para ponerme a buscar un texto, editarlo y publicarlo. 
Con el ánimo, alegre y esperanzado, recordé este cuento que escribí en 1985, inspirado en la flamante madre, leído en las distintas salitas de Jardín de Infantes por las que pasaron mis hijos y celebrado por maestras y niños.


EL ARBOL DE MARTINA


Martina era una nena muy bonita y bastante pícara, que tenía cuatro años. Como todas las nenas de cuatro años, Martina se portaba, a veces bien, a veces mal. Por ejemplo, le gustaba bañarse sola en la ducha, y peinarse, y ponerse perfume como las chicas de la televisión…pero cuando Mamá quería cortarle las uñas, ¡ay!, Martina gritaba y lloraba como una marrana (o sea, una chanchita). Y no era nada si se trataba de las manos: el problema era con los pies. Hasta que un día, Mamá, cansada de esta chanchita, esteee, digo, de esta nena malcriada, decidió no cortarle más las uñas de los pies.

Como Martina vivía en una casa con un fondo muy grande, se pasaba el día jugando con tierra, con arena y con agua, a la sombra de un gran árbol llamado Palo Borracho. Una noche en que Martina tenía mucho sueño, Mamá la llevó a dormir, y cuando la estaba acostando vio que las uñas de sus dedos gordos ¡estaban llenas de tierra! Entonces pensó: “mañana tendré que cortarle las uñas a esta nena. Ahora no, porque la pobre tiene mucho sueño”. Y Martina se durmió muy contenta, después de haber mirado su libro de animalitos.
Y dormida, dormidita, soñó con el fondo de su casa y el Palo Borracho, que al mover sus ramas con el viento desprendía unas semillitas envueltas en un plumón, como los panaderos, y que volaban alto, alto y se iban muy lejos, a las casas de los vecinos.
A la mañana despertó, y como a veces se portaba tan, tan bien que se vestía solita, se levantó. Pero cuando fue a ponerse la zapatilla del pie derecho, vio una hojita verde, verde saliendo debajo de la uña del dedo gordo. ¡Tenía tanta tierra que le había brotado una plantita! Pero no le dijo nada a Mamá, y como ella estaba muy ocupada, se olvidó de cortarle las uñas.
Hasta que pasaron tantos días que la plantita creció…¡era un arbolito! Un Palo Borracho bebé. Cuando Mamá lo vio, se golpeó la frente y dijo:
-Hoy sin falta te corto las uñas.
-¡No, Mamá, no! - contestó Martina, y se puso a llorar y a gritar como una marrana. Y lloró tanto que sus lágrimas regaron el arbolito, y éste creció un poco más. Era ya tan alto como Martina.
Y así andaba Martina, caminando con su arbolito plantado en el dedo gordo del pie derecho.
Pero, cuando llegó el primer día de clase y Martina se fue con su guardapolvo azul y su bolsita roja, la pobre se llevó una gran desilusión: no pudo entrar por la puerta del Jardín, porque su árbol era tan alto que no pasaba. Martina lloró mucho. Mamá y la Señorita Meli la consolaron con muchos besos, y llamaron a Don Sixto, el jardinero, para que con mucho cuidado, separara el Palo Borracho del dedito.
Desde ese día, en la vereda del Jardín de la Señorita Meli, hay un hermoso Palo Borracho, y también Martina se deja cortar las uñas de los pies sin protestar. Ah, pero…¿saben una cosa? ¡Las flores del árbol de Martina tienen olor a queso…!

                                                                                

miércoles, 20 de abril de 2011

CUENTO DE JUVENTUD


Por circunstancias familiares que no viene al caso comentar, a mediados de 1973 me trasladé de San Juan a La Rioja, y perdí un año de la secundaria. En La Rioja ingresé al Colegio Nacional Joaquín V. González, cursé tercer y cuarto año, y por un arrebato loco, rendí libre quinto año. Tenía un novio en San Juan, me llevaba mal con mi padre y lo único que quería era acelerar el regreso a San Juan, para empezar la Universidad.
Tuve una profesora de Literatura adorable, Alba Rosa Lanzillotto de Pereyra, una mujer que tras su natural dulce y amable, encierra un espíritu fiero de luchadora; desde hace años integra la Asociación Abuelas de Plaza Mayo. 

Ella me animó a participar, en 1974, de un concurso de cuentos organizado por la filial riojana de la Sociedad Argentina de Escritores, y tuve la alegría y el honor de ganar el primer premio. El jurado estaba presidido por el poeta riojano Ariel Ferraro. 
He recorrido un camino sinuoso con las letras, lleno de cortes, derrumbes, piquetes, desvíos. Pero este cuento, sencillito, ha resistido el paso del tiempo...mucho tiempo. Aquí está:



LA ESPERA


Las campanas de la Catedral rompen a llorar un nuevo cuarto de hora. Hacia el oriente, ya el resplandor de la ciudad se abre como la cola de un gigantesco pavo real. Al occidente, en primer plano, las vías y algún vagón; el alambrado, y más atrás, entre anchas veredas, brilla bajo los faroles de mercurio la Avenida Las Heras. Un muro de carolinos oculta las casas de los ferroviarios, y por donde las ramas dejan un claro, muy al fondo, se ve el negro intenso de la montaña emergiendo del azul casi negro del cielo.
Hace frío. Por las galerías de la estación remolinea el viento sur. Sentada en un sillón que alguna vez debió ser mullido, soy una más entre muchos que aguardan el tren. Nadie habla: parece que el aburrimiento hubiera cerrado las bocas. Me molesta este silencio colectivo.
¡Ahí viene...! Un hombre se asomó al andén y todos, curiosos y agitados, lo seguimos. Pero no, no era nada.
Ya perdí mi asiento; salgo entonces a la puerta y escucho nuevamente las campanas de la Catedral: son las nueve y cuarto. ¡Cuarenta minutos de retraso! Martín ha de estar harto de viajar, pienso, mientras atravieso la playa de estacionamiento que rodea la plazoleta, invariablemente oscura. Creo que nunca vi encendido el farol que se yergue a cuatro o cinco metros de altura. La calle está oscura también, y por momentos el aire trae el olor de una pescadería. Con tristeza miro hacia la ciudad, como un niño que mira un juguete inalcanzable. ¡Qué placer caminar a esta hora, sumergirse en ese lago refulgente y bullicioso! Pero, ¿qué hago aquí fuera? ¡Tal vez llegue el tren y Martín no me encuentre esperándolo! Vuelvo presurosa a la galería. Adentro sigue todo igual.
Me afirmo en la pared, frente a la Oficina de Informaciones. Parece un cuadro de Rembrandt: la única luz de una lámpara sobre el mostrador ilumina el rostro de un empleado que repasa un libraco en actitud cansada. El fondo, todo el resto del recinto está en penumbras. Me dirijo hacia allí.
¿A qué hora llegará?
Diez o quince minutos más, señorita.
-    Pssss... ¡Increíble! – digo, por no quedarme callada. El fulano se encoge de hombros y sigue leyendo su bibliorato. Después de todo, él no tiene la culpa.
Me siento como en una cárcel; paseo de un lado a otro lentamente. Me detengo a leer los letreros de la pared: tarifas, horarios, comunicados, disposiciones... pero la luz es tan débil que me arden los ojos. A mi lado hay una mujer que se come las uñas con la mirada fija en el suelo. Me dan ganas de hacerla pestañear de un manotazo y luego me río de semejante ocurrencia.
Suspiro, retorno a mis paseos. Tengo hambre. De la Avenida Central viene el grito de un vendedor.
¡A los chori, muchacho’ a los chori! – desde el carrito de choripan instalado a la puerta de uno de esos nómades parques de diversiones.
De pronto, sin saber cuánto tiempo ha transcurrido ni en qué estuve pensando, me sacude un altavoz: “el Expreso proveniente de Buenos Aires hace su entrada a la Estación San Juan. Se ruega al público mantenerse a prudente distancia del andén.” El corazón me da un vuelco y vuelo hacia fuera. El piso se estremece; muy lentamente avanza la caja negra de hierro, haciendo crujir los rieles bajo su peso. En sentido contrario, una muchedumbre camina nerviosa, los cuellos estirados y los ojos muy abiertos, como si abrirlos desmesuradamente dotara a la vista de una agudeza especial.
Yo he preferido quedarme parada en un sitio y aquí esperar. Con avidez examino a cada uno que baja por tanta y tanta puerta. Martín no aparece. Doy unos pasos, luego me vuelvo... ¡Ah por fin, ahí está! ¿Y ese pull-over? Es uno nuevo que se compró en Buenos Aires, seguramente. Me río sola, no sé qué hacer para que me vea. ¿Eh? ¡Oh, no, no es él! ¿Qué habrá pensado ese tipo?
Sigo aquí, parada. “Llego lunes tren 20.30. Cariños. Martín”, dice el telegrama que recibí hoy a primera hora. ¿Cómo es posible que no venga? Siento una especie de humillación. Los que pasan a mi lado me miran como bobos, aunque ellos deben pensar que la boba soy yo. Todo el mundo está yéndose; los vagones van quedando vacíos. Un niño llora porque se apagan las luces y no puede bajar.
Camino. Llego hasta el último coche, vuelvo. Cuando la evidencia es absoluta, me marcho, enojada con el mundo.
Arriba, las estrellas centellean impávidas. Parece que hasta el cielo me hiciera burla. En tanto, el viento sur deforma en el aire las campanadas de la Catedral.






NOTA: El Ferrocarril San Martín llegaba, hasta el gobierno neoliberal del innombrable riojano, a la Ciudad de San Juan. La estación, construida en el siglo XIX, sufrió una destrucción parcial durante el terremoto del 15 de enero de 1944.
Actualmente funciona en el predio, y en lo que quedó de la estación, un museo. Las vías fueron levantadas, se abrieron calles y se edificó en terrenos que pertenecían al ferrocarril.
Para ilustrar publico dos fotografías, una muy antigua, no puedo precisar la data, y otra actual.






Museo y Centro Cultural en la ex Estación San Juan

Estación San Juan FF CC San Martín























miércoles, 13 de abril de 2011

LA PUNTA DEL ICEBERG

Acerca de la "teoría del iceberg", dice su creador, Ernest Hemingway:

 " Yo siempre trato de escribir siguiendo el principio del iceberg. Hay siete octavos del iceberg bajo agua por cada parte que se muestra sobre la superficie. Cualquier cosa que uno sabe y puede eliminar, refuerza el iceberg. Lo que vale es lo que no se muestra. Pero si un escritor omite algo porque no lo sabe, aparece un agujero en su historia"


Para mí es un ideal, escribir como Hemingway, y este cuento fue una obsesión durante mucho tiempo. Cuando vivía en Hurlingham solía andar mucho en bicicleta, sobre todo los fines de semana, salía a andar por esas calles arboladas, los fines de semana, a pedalear y pensar, durante una hora, o más. De una de esas excursiones volví una mañana y no hice más que tomar un vaso de agua y sentarme a escribir este cuento, de un tirón, luego de haberlo tenido en la cabeza por dos o tres años... Es apenas un intento.



La punta del iceberg

En homenaje a Hemingway...

“...con sus dos soledades basta y sobra
con sus dos cuerpos y sus cuatro manos”
Mario Benedetti

Como dos fantasmas caminan por la calle de tierra hacia el sonido del mar. Son las seis de la mañana y en  dos días comenzará el invierno. Un túnel de eucaliptos los protege de la fina llovizna. Es tal el ansia por ver el mar aunque sea de noche, por pisar la playa y escuchar el tronar de las olas, que casi corren, tomados de la mano. Unas pequeñas vacaciones, un fin de semana largo para disfrutar y estar a solas, como hace mucho tiempo que no lo están, sin nada que perturbe su paz, ni siquiera esa enorme lechuza que primero ha chistado erizando la espalda de ella, y luego ha volado exactamente sobre sus cabezas con escandaloso aleteo. Los dos miran hacia arriba como quebrando el cuello y la ven, blanquecina y fosforescente en la oscuridad.
-          Trae mala suerte – dice ella.
-          Es un pobre pajarito, no creerás en esas cosas.
-          No, por supuesto – contesta con una sonrisa nerviosa.
Por fin encuentran las dunas y la arena floja les dificulta el andar. A grandes zancadas llegan hasta la orilla, a desafiar la espuma que quiere mojarles los pies. Ella da saltitos graciosos, él la abraza y así se quedan un rato, contemplando el romper de las olas, el horizonte oscuro. El cielo está encapotado y la llovizna no cede. Si así no fuera se quedarían a ver la salida del sol.
-          ¿Vamos a dormir un rato? – dice él.
-          Sí, estoy muy cansada.
Ella no durmió en las casi seis horas de viaje en ómnibus. Nunca puede dormir durante un viaje, además la calefacción era excesiva. Vino tratando de ver por la ventanilla, reconociendo parajes, arroyos, adivinando carteles en la ruta, y abrazando a su amor que sí dormía a su lado. Recordó otras escapadas a la costa, el último fin de año que vivieron en el colmo de la felicidad, lejos de la locura de la capital.
Llegaron al chalet que ocupaban en una esquina, reducido pero acogedor. No desarmaron los bolsos, sólo se encerraron con llave y subieron la escalera crujiente. El detrás de ella, jugando a que la atrapaba por los tobillos. Se desnudaron, se besaron y abrazados se durmieron enseguida.
A media mañana, la luz que entraba por la ventana la despertó. Se levantó a calentar una pava de agua para despertarlo con unos mates. Bajó la escalera y notó que había dejado de lloviznar. Cuando quiso encender la cocina notó que no había gas.
- Maldición – murmuró, mientras subía nuevamente dudando si despertarlo para que la ayudara a solucionar el inconveniente. Pero desde la puerta lo vio dormir tan plácidamente que tuvo lástima de interrumpir su sueño. Se abrigó y bajó dispuesta a buscar algún vecino que le indicara dónde pedir una garrafa. En el dúplex contiguo residía permanentemente un estudiante, a quien solía visitar su novia.
Cuando salió a la calle miró hacia el lado por donde habían corrido a buscar el mar esa madrugada, y al doblar la esquina se pegó un susto mayor: la embistió de frente un hombre ataviado a la moda de 1920, con un traje gris oscuro a rayas, sombrero negro y un pañuelo anuadado al cuello. El hombre pareció haber visto al diablo, y en su propia cara se santiguó, y todavía dijo “Ave María Purísima”. Ella se estremeció, le parecía estar viendo a un personaje irreal. Se sintió afectada porque nunca pensó que podía asustar a un prójimo de esa manera, y no pudo evitar el recuerdo fresquísimo de la lechuza aleteando sobre su cabeza unas horas antes.
Golpeó tímidamente la puerta, temerosa de importunar. Pero eran más de las once, así que la segunda vez golpeó con más ímpetu. Nadie atendió. Fue hacia el tercer chalet del complejo. Le abrió la puerta una señora muy afable.
-          Buen día, señora, estoy en el dúplex de la esquina con mi... marido (se sorprendió dándole ese título, en realidad no estaban casados y no sabía si algún día lo estarían), ¿dónde puedo comprar una garrafa?
-          Pasá, querida, la pedimos por teléfono.
Subió la escalera con la dueña de casa. Se veía que no era una casa sólo de veraneo o fin de semana, estaba equipada con todo el confort y decorada sin lujo pero con buen gusto. El teléfono estaba en el dormitorio, y la mujer no tuvo ningún reparo en llevarla hasta allí. Le extendió una libreta que tenía en la mesa de luz, escrita con letra de maestra jubilada.
-          Fijate vos, porque yo sin anteojos no veo nada. – Le dijo el nombre del negocio de garrafas – decime el número que yo llamo. Te la traen enseguida.
La trajeron enseguida, y ella la conectó a la cocina sin ningún problema. Calentó el agua y subió con el equipo de mate a despertarlo.
-          Tontita, ¿por qué no me llamaste?
El chaparrón los sorprendió al mediodía mientras compraban provisiones por la avenida principal. San Bernardo estaba semivacío, apenas sus habitantes permanentes que eran un puñado, y ellos. Se guarecieron en un negocio adonde compraron dos paraguas, y como el vendaval no paraba decidieron volver a la casa. El viento les dio vuelta los paraguas y quedaron empapados. Con ropa seca se dedicaron a preparar el almuerzo. Si no mejoraba el tiempo tendrían que quedarse encerrados allí, y ella sabía que podían pasar momentos maravillosos estando juntos: sólo eran necesarios sus dos cuerpos y sus cuatro manos. Sin embargo, la siesta se diluyó entre las imágenes de una película que a él lo tuvo atrapado durante dos horas y que a ella aburrió completamente. Y para colmo, no tenía sueño; leyó. Por la tarde había bajado tanto la temperatura que tuvieron que encender el horno de la cocina, único medio de calefacción. La lluvia paraba de a ratos, y muy pronto anocheció. Salieron a dar una vuelta, pero no había nada para ver ni hacer con semejante temporal. Jugaron a las cartas, conversaron como siempre lo hacían, rieron. Y cuando se aburrieron subieron al dormitorio. Ella se bañó primero: el agua estaba bien caliente pero hacía tan terrible frío que parecía que iba a quedar hecha un bloque de hielo. Así es que se secó y se metió a la cama tapada hasta los ojos. Luego vino él, tiritando, y ella lo recibió con la cama ya algo tibia.
-          Mi estufita – dijo él con ternura – mi “hornito rinco” – como tantas otras veces.
Sus dos cuerpos y sus cuatro manos, ahí estaban, y comenzaron a jugar en la oscuridad, metidos bajo las cobijas porque fuera se hubieran congelado. Fueron desnudándose dentro de ese nido, y fueron calentándose de memoria, y repitiendo ritos de caricias y bocas ansiosas. Pero en lo mejor del preludio, él se quedó profundamente dormido, enredado con ella. Pensó que luego despertaría y sólo bastaría sentirla allí para comenzar de nuevo. Pero pasaron los minutos y nada. Todo lo profundo del sueño de él parecía desvelarla a ella. Sus ojos se acostumbraron perfectamente a la oscuridad. Pensó en prender la luz y ponerse a leer, pero el frío era tan terrible que desistió. De pronto escuchó ruidos y voces en el dúplex del estudiante. La construcción era muy bonita, pero las paredes parecían de cartón. La pareja conversaba, se escuchaban pasos, el agua del baño, ruidos cotidianos como en cualquier casa. Después, silencio. Y luego... voces difusas, risitas, suspiros. Y ella ahí sintiendo el cuerpo de su hombre dormido, pegado al suyo, pero separados por la infinita distancia de la inconsciencia. Cambió de posición con la ardiente esperanza de que despertara. El se dio vuelta y la dejó completamente sola, escuchando, imposible evitarlo, a esos otros dos que ya estaban devastándose salvajemente.
Cuando a la noche siguiente se fueron a dormir ella sólo rogaba que no se repitiera el episodio. Al menos que pudiera dormirse y no escuchar nada si ocurría otra vez. Todo el día había transcurrido en armonía entre los dos, pero no había indicios de pasión. Él estaba como un niño, y decía sentirse cansado.
-          ¿Cansado de descansar? – preguntó ella insatisfecha.
En el chalet de al lado esta noche parecía no haber nadie, ni siquiera el dueño de casa. Ululaba el viento entre las maderas del techo. El ya dormía profundamente a su lado. Ella se levantó, se vistió y salió a la calle muy abrigada. Llevaba una linterna. No sentía miedo, pero evitó la calle por donde había chistado la lechuza. Hizo un rodeo para llegar hasta el mar.  Estaba crecido, y la luna menguante se reflejaba en sus aguas. Alguna luz lejana sugería un barco, pero el horizonte se perdía, negro, como el futuro. Caminó por la playa, a favor del viento, y por momentos sentía que su fuerza la impulsaba sin que ella pudiera evitarlo. Tristes faroles iluminaban la avenida costanera. No había un alma en ningún lado, y sin embargo, no tenía miedo. Era una extraña allí, sentía que no debía estar en ese lugar, pero tampoco encerrada ni acostada con ese hombre que dormía sin enterarse de nada.
Una ola arrojó algo oscuro unos metros delante de sus pasos. Cuando el agua se retiró fue a recogerlo: era una piedra negra, que al examinarla con la linterna parecía un hueso de mamífero petrificado, algo como una cabeza de fémur, con la porosidad propia de los huesos; estaba cortado y tenía una filosa punta. Nunca había encontrado algo así, sólo caracoles o conchillas de colores diversos. Lo guardó en un bolsillo. Estando a la orilla del mar perdió la noción del tiempo, y dejó de sentir frío gracias a la caminata. Sólo su cara estaba helada, pero podía soportarlo. La luna recorrió un buen trecho por el cielo. No había llevado reloj. Miró una vez más el mar de frente y el negro horizonte se le presentó nuevamente como si fuera el futuro. Supo que de este viaje volvería siendo otra persona.
Regresó sobre sus huellas, dificultosamente, con el viento en contra, y tuvo cierta conciencia de todo lo que había caminado. Una sensación de placentero cansancio le invadió el cuerpo. Cuando alcanzó la salida hacia la calle que debía tomar para volver a la casa, miró nuevamente como saludando al mar. Subió a la avenida costanera, con paso cansado y enterrándose en la arena blanda.
Pocos minutos más tarde llegó a la esquina de la casa. Venía de frente un hombre emponchado. Ella lo iluminó con su linterna y una corriente de horror le erizó la espalda: era el mismo hombre al que asustó la mañana anterior, pero esta vez le mostró una sonrisa desdentada, se sacó el sombrero y la saludó.
-          Buenas noches, señorita – le dijo, y se perdió en la bocacalle, en el exacto momento en que una lechuza cruzaba de un eucalipto a otro. Ella esperó a que se posara en una rama e imitó su chistido.
-          ¡Chhhhhh!
-          ¡Chhhhhh! – le respondió el ave, y desapareció por el mismo lado del emponchado.
Introdujo la llave. Dentro de la casa no se escuchaba nada. Antes de quitarse la  campera, tanteó los bolsillos. Subió por la escalera iluminándose con la linterna. Desde la puerta del dormitorio alumbró hacia la cama: él estaba allí, arrebujado, respirando fuertemente. Le enfocó la cara y comprobó que dormía: apenas apretó los párpados, sin despertar. Ella se acercó, y con el hueso petrificado le asestó un golpe en la sien, y otro, y otro más. Y volvió a perder la noción del tiempo.





miércoles, 6 de abril de 2011

DEMONIOS


Este relato fue publicado en la Revista Babilonia, en abril del año 2007.






DEMONIOS


El niño que me perseguía esa tarde no era el mismo de la otra vez. Este también era terrible, agresivo, pero no el demonio que comandaba aquella pandilla de tres que estuvo a punto de matarme. Surgió de repente entre los eucaliptos del costado. Yo iba caminando por la calle de tierra, sumida en mis pensamientos, y cuando escuché ruido de pasos detrás de mí volví la cabeza. Tendría unos cinco años, la cara sucia y un buzo color mostaza, rotoso y lleno de manchas. Llevaba el brazo en alto, por detrás de la cabeza, y apenas podía dominar el peso del adoquín que estaba por arrojarme. Instintivamente me puse a correr, y me acordé de la vez anterior, cuando aquellos tres me perseguían. Este no hablaba, no me decía nada, simplemente amagaba con tirarme la piedra. No sé de dónde saqué el aplomo necesario para plantarme en seco y enfrentarlo. Si hubiese sido un perro, me habría agachado simulando recoger un cascote, recurso que en la mayoría de los casos, da resultado. En otros, me ha pasado que el perro se enfureciera  más, y alguno llegó a morderme.

-          ¿Por qué, por qué? – fue lo único que se me ocurrió articular.

El chico bajó el brazo, el adoquín colgaba de su mano, como un peso muerto. Tenía unos ojazos negros y melancólicos. Las comisuras de sus labios casi dibujaban un puchero. Todavía me acerqué un poco más, y él no se movió. Tendí la mano para tocarlo y se puso en guardia, pero con un gesto indefinible de su cuerpo, dejando caer la piedra que se hundió en la tierra suelta. Se frotó la mano por el abdomen. Cuando estuve a un palmo, me puse en cuclillas y nos miramos a los ojos.

- Acariciame – me dijo en un ruego imperativo.

Yo lo estreché y nos pusimos a llorar. Sentí un alivio inmenso, había neutralizado su violencia, pero estaba triste por no comprender. Después, él salió corriendo y lo perdí de vista.


Pero aquel otro episodio (si no hubiera ocurrido este, probablemente lo habría desterrado de mi memoria) fue diferente. Ahora que lo recuerdo se me eriza la espalda. Yo debía tomar un ómnibus; alguien me acercó con su auto a unos cincuenta metros de la parada, en un lugar solitario y descampado: de un lado, una vereda angosta cercada de ligustrina alta, la ruta y del otro lado, viñedos interminables. Cuando terminé de bajar del coche y empecé a caminar, sentí una confusión de gritos: un muchachito de edad indefinible, pero de cuerpo menudo me gritaba: “¡Te voy a matar!”, y a otros dos que corrían a su lado “¡Vamos a matarla!” Los tres llevaban piedras en sus manos, y me tiraron algunas que pude esquivar. Entonces sí que corrí (no me explico cómo hice, porque dentro de mí sentía una parálisis aterradora). Creí realmente que me iban a acertar con una pedrada, y que si me caía terminarían conmigo, y aunque llevaba una carrera que jamás supe que podría lograr, me espantaba la posibilidad de que me alcanzaran. Al fin llegué al refugio de la parada de ómnibus. Había otras personas, y por un momento me sentí aliviada, suponiendo que la presencia de los otros haría desistir a los... ¿cómo decir niños? ¿Esos monstruos eran niños? En fin, creí que iban a desistir, y sin embargo, el caudillo no cesaba con sus gritos, y sus secuaces estaban enardecidos repartiendo pedradas. El resto de los que esperaban el ómnibus también entraron en pánico, y todos logramos al fin encerrarnos en un lugar, algo como un puesto caminero abandonado pero que tenía llave. Desde allí veíamos a los demonios enfurecidos, insultando y amenazando. Alguien pudo llamar a la policía. Yo me debatía entre el miedo y la pena porque, siendo tan chicos, pobrecitos, qué sería de ellos en la comisaría...
A los pocos minutos llegaron los patrulleros. Nos ayudaron a salir del refugio, y a los pequeños aprendices de asesinos los esposaron. Intenté acercarme al más pequeño, lo confieso con vergüenza: me sentía segura porque un policía lo tenía agarrado. Volví a sentir terror: con unos ojos envenenados me gritaba insultos y amenazas de muerte, como si tuviera un odio concentrado exclusivamente para mí.
En aquella ocasión me desperté llorando.


(Niños muertos, niños monstruosos, amenazantes, con sus cuerpos mutilados, amoratados, aparecen en mis sueños en días en que algo nuevo, creativo está por salir a la luz...)