miércoles, 13 de abril de 2011

LA PUNTA DEL ICEBERG

Acerca de la "teoría del iceberg", dice su creador, Ernest Hemingway:

 " Yo siempre trato de escribir siguiendo el principio del iceberg. Hay siete octavos del iceberg bajo agua por cada parte que se muestra sobre la superficie. Cualquier cosa que uno sabe y puede eliminar, refuerza el iceberg. Lo que vale es lo que no se muestra. Pero si un escritor omite algo porque no lo sabe, aparece un agujero en su historia"


Para mí es un ideal, escribir como Hemingway, y este cuento fue una obsesión durante mucho tiempo. Cuando vivía en Hurlingham solía andar mucho en bicicleta, sobre todo los fines de semana, salía a andar por esas calles arboladas, los fines de semana, a pedalear y pensar, durante una hora, o más. De una de esas excursiones volví una mañana y no hice más que tomar un vaso de agua y sentarme a escribir este cuento, de un tirón, luego de haberlo tenido en la cabeza por dos o tres años... Es apenas un intento.



La punta del iceberg

En homenaje a Hemingway...

“...con sus dos soledades basta y sobra
con sus dos cuerpos y sus cuatro manos”
Mario Benedetti

Como dos fantasmas caminan por la calle de tierra hacia el sonido del mar. Son las seis de la mañana y en  dos días comenzará el invierno. Un túnel de eucaliptos los protege de la fina llovizna. Es tal el ansia por ver el mar aunque sea de noche, por pisar la playa y escuchar el tronar de las olas, que casi corren, tomados de la mano. Unas pequeñas vacaciones, un fin de semana largo para disfrutar y estar a solas, como hace mucho tiempo que no lo están, sin nada que perturbe su paz, ni siquiera esa enorme lechuza que primero ha chistado erizando la espalda de ella, y luego ha volado exactamente sobre sus cabezas con escandaloso aleteo. Los dos miran hacia arriba como quebrando el cuello y la ven, blanquecina y fosforescente en la oscuridad.
-          Trae mala suerte – dice ella.
-          Es un pobre pajarito, no creerás en esas cosas.
-          No, por supuesto – contesta con una sonrisa nerviosa.
Por fin encuentran las dunas y la arena floja les dificulta el andar. A grandes zancadas llegan hasta la orilla, a desafiar la espuma que quiere mojarles los pies. Ella da saltitos graciosos, él la abraza y así se quedan un rato, contemplando el romper de las olas, el horizonte oscuro. El cielo está encapotado y la llovizna no cede. Si así no fuera se quedarían a ver la salida del sol.
-          ¿Vamos a dormir un rato? – dice él.
-          Sí, estoy muy cansada.
Ella no durmió en las casi seis horas de viaje en ómnibus. Nunca puede dormir durante un viaje, además la calefacción era excesiva. Vino tratando de ver por la ventanilla, reconociendo parajes, arroyos, adivinando carteles en la ruta, y abrazando a su amor que sí dormía a su lado. Recordó otras escapadas a la costa, el último fin de año que vivieron en el colmo de la felicidad, lejos de la locura de la capital.
Llegaron al chalet que ocupaban en una esquina, reducido pero acogedor. No desarmaron los bolsos, sólo se encerraron con llave y subieron la escalera crujiente. El detrás de ella, jugando a que la atrapaba por los tobillos. Se desnudaron, se besaron y abrazados se durmieron enseguida.
A media mañana, la luz que entraba por la ventana la despertó. Se levantó a calentar una pava de agua para despertarlo con unos mates. Bajó la escalera y notó que había dejado de lloviznar. Cuando quiso encender la cocina notó que no había gas.
- Maldición – murmuró, mientras subía nuevamente dudando si despertarlo para que la ayudara a solucionar el inconveniente. Pero desde la puerta lo vio dormir tan plácidamente que tuvo lástima de interrumpir su sueño. Se abrigó y bajó dispuesta a buscar algún vecino que le indicara dónde pedir una garrafa. En el dúplex contiguo residía permanentemente un estudiante, a quien solía visitar su novia.
Cuando salió a la calle miró hacia el lado por donde habían corrido a buscar el mar esa madrugada, y al doblar la esquina se pegó un susto mayor: la embistió de frente un hombre ataviado a la moda de 1920, con un traje gris oscuro a rayas, sombrero negro y un pañuelo anuadado al cuello. El hombre pareció haber visto al diablo, y en su propia cara se santiguó, y todavía dijo “Ave María Purísima”. Ella se estremeció, le parecía estar viendo a un personaje irreal. Se sintió afectada porque nunca pensó que podía asustar a un prójimo de esa manera, y no pudo evitar el recuerdo fresquísimo de la lechuza aleteando sobre su cabeza unas horas antes.
Golpeó tímidamente la puerta, temerosa de importunar. Pero eran más de las once, así que la segunda vez golpeó con más ímpetu. Nadie atendió. Fue hacia el tercer chalet del complejo. Le abrió la puerta una señora muy afable.
-          Buen día, señora, estoy en el dúplex de la esquina con mi... marido (se sorprendió dándole ese título, en realidad no estaban casados y no sabía si algún día lo estarían), ¿dónde puedo comprar una garrafa?
-          Pasá, querida, la pedimos por teléfono.
Subió la escalera con la dueña de casa. Se veía que no era una casa sólo de veraneo o fin de semana, estaba equipada con todo el confort y decorada sin lujo pero con buen gusto. El teléfono estaba en el dormitorio, y la mujer no tuvo ningún reparo en llevarla hasta allí. Le extendió una libreta que tenía en la mesa de luz, escrita con letra de maestra jubilada.
-          Fijate vos, porque yo sin anteojos no veo nada. – Le dijo el nombre del negocio de garrafas – decime el número que yo llamo. Te la traen enseguida.
La trajeron enseguida, y ella la conectó a la cocina sin ningún problema. Calentó el agua y subió con el equipo de mate a despertarlo.
-          Tontita, ¿por qué no me llamaste?
El chaparrón los sorprendió al mediodía mientras compraban provisiones por la avenida principal. San Bernardo estaba semivacío, apenas sus habitantes permanentes que eran un puñado, y ellos. Se guarecieron en un negocio adonde compraron dos paraguas, y como el vendaval no paraba decidieron volver a la casa. El viento les dio vuelta los paraguas y quedaron empapados. Con ropa seca se dedicaron a preparar el almuerzo. Si no mejoraba el tiempo tendrían que quedarse encerrados allí, y ella sabía que podían pasar momentos maravillosos estando juntos: sólo eran necesarios sus dos cuerpos y sus cuatro manos. Sin embargo, la siesta se diluyó entre las imágenes de una película que a él lo tuvo atrapado durante dos horas y que a ella aburrió completamente. Y para colmo, no tenía sueño; leyó. Por la tarde había bajado tanto la temperatura que tuvieron que encender el horno de la cocina, único medio de calefacción. La lluvia paraba de a ratos, y muy pronto anocheció. Salieron a dar una vuelta, pero no había nada para ver ni hacer con semejante temporal. Jugaron a las cartas, conversaron como siempre lo hacían, rieron. Y cuando se aburrieron subieron al dormitorio. Ella se bañó primero: el agua estaba bien caliente pero hacía tan terrible frío que parecía que iba a quedar hecha un bloque de hielo. Así es que se secó y se metió a la cama tapada hasta los ojos. Luego vino él, tiritando, y ella lo recibió con la cama ya algo tibia.
-          Mi estufita – dijo él con ternura – mi “hornito rinco” – como tantas otras veces.
Sus dos cuerpos y sus cuatro manos, ahí estaban, y comenzaron a jugar en la oscuridad, metidos bajo las cobijas porque fuera se hubieran congelado. Fueron desnudándose dentro de ese nido, y fueron calentándose de memoria, y repitiendo ritos de caricias y bocas ansiosas. Pero en lo mejor del preludio, él se quedó profundamente dormido, enredado con ella. Pensó que luego despertaría y sólo bastaría sentirla allí para comenzar de nuevo. Pero pasaron los minutos y nada. Todo lo profundo del sueño de él parecía desvelarla a ella. Sus ojos se acostumbraron perfectamente a la oscuridad. Pensó en prender la luz y ponerse a leer, pero el frío era tan terrible que desistió. De pronto escuchó ruidos y voces en el dúplex del estudiante. La construcción era muy bonita, pero las paredes parecían de cartón. La pareja conversaba, se escuchaban pasos, el agua del baño, ruidos cotidianos como en cualquier casa. Después, silencio. Y luego... voces difusas, risitas, suspiros. Y ella ahí sintiendo el cuerpo de su hombre dormido, pegado al suyo, pero separados por la infinita distancia de la inconsciencia. Cambió de posición con la ardiente esperanza de que despertara. El se dio vuelta y la dejó completamente sola, escuchando, imposible evitarlo, a esos otros dos que ya estaban devastándose salvajemente.
Cuando a la noche siguiente se fueron a dormir ella sólo rogaba que no se repitiera el episodio. Al menos que pudiera dormirse y no escuchar nada si ocurría otra vez. Todo el día había transcurrido en armonía entre los dos, pero no había indicios de pasión. Él estaba como un niño, y decía sentirse cansado.
-          ¿Cansado de descansar? – preguntó ella insatisfecha.
En el chalet de al lado esta noche parecía no haber nadie, ni siquiera el dueño de casa. Ululaba el viento entre las maderas del techo. El ya dormía profundamente a su lado. Ella se levantó, se vistió y salió a la calle muy abrigada. Llevaba una linterna. No sentía miedo, pero evitó la calle por donde había chistado la lechuza. Hizo un rodeo para llegar hasta el mar.  Estaba crecido, y la luna menguante se reflejaba en sus aguas. Alguna luz lejana sugería un barco, pero el horizonte se perdía, negro, como el futuro. Caminó por la playa, a favor del viento, y por momentos sentía que su fuerza la impulsaba sin que ella pudiera evitarlo. Tristes faroles iluminaban la avenida costanera. No había un alma en ningún lado, y sin embargo, no tenía miedo. Era una extraña allí, sentía que no debía estar en ese lugar, pero tampoco encerrada ni acostada con ese hombre que dormía sin enterarse de nada.
Una ola arrojó algo oscuro unos metros delante de sus pasos. Cuando el agua se retiró fue a recogerlo: era una piedra negra, que al examinarla con la linterna parecía un hueso de mamífero petrificado, algo como una cabeza de fémur, con la porosidad propia de los huesos; estaba cortado y tenía una filosa punta. Nunca había encontrado algo así, sólo caracoles o conchillas de colores diversos. Lo guardó en un bolsillo. Estando a la orilla del mar perdió la noción del tiempo, y dejó de sentir frío gracias a la caminata. Sólo su cara estaba helada, pero podía soportarlo. La luna recorrió un buen trecho por el cielo. No había llevado reloj. Miró una vez más el mar de frente y el negro horizonte se le presentó nuevamente como si fuera el futuro. Supo que de este viaje volvería siendo otra persona.
Regresó sobre sus huellas, dificultosamente, con el viento en contra, y tuvo cierta conciencia de todo lo que había caminado. Una sensación de placentero cansancio le invadió el cuerpo. Cuando alcanzó la salida hacia la calle que debía tomar para volver a la casa, miró nuevamente como saludando al mar. Subió a la avenida costanera, con paso cansado y enterrándose en la arena blanda.
Pocos minutos más tarde llegó a la esquina de la casa. Venía de frente un hombre emponchado. Ella lo iluminó con su linterna y una corriente de horror le erizó la espalda: era el mismo hombre al que asustó la mañana anterior, pero esta vez le mostró una sonrisa desdentada, se sacó el sombrero y la saludó.
-          Buenas noches, señorita – le dijo, y se perdió en la bocacalle, en el exacto momento en que una lechuza cruzaba de un eucalipto a otro. Ella esperó a que se posara en una rama e imitó su chistido.
-          ¡Chhhhhh!
-          ¡Chhhhhh! – le respondió el ave, y desapareció por el mismo lado del emponchado.
Introdujo la llave. Dentro de la casa no se escuchaba nada. Antes de quitarse la  campera, tanteó los bolsillos. Subió por la escalera iluminándose con la linterna. Desde la puerta del dormitorio alumbró hacia la cama: él estaba allí, arrebujado, respirando fuertemente. Le enfocó la cara y comprobó que dormía: apenas apretó los párpados, sin despertar. Ella se acercó, y con el hueso petrificado le asestó un golpe en la sien, y otro, y otro más. Y volvió a perder la noción del tiempo.





1 comentario:

  1. Me quedé estupefacto la primera vez que leí este cuento. Es magnífico.

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