Matarse para no morir
Yo tendría unos dieciséis años cuando
mi padre me contó una historia sucedida a un amigo suyo, en La Rioja. Para
quien no conoce los llanos riojanos, aquellos en los que imperaba el Tigre
Facundo Quiroga, se trata de una planicie poblada de algarrobos, quebrachos y
algunos arbustos espinosos, además de la aromática jarilla y el “pájaro bobo”. Si
no se tiene la referencia de la ruta, o de un camino de tierra que conduzca a
algún bañado con su rancho cercano, andar por entre esa vegetación implica el
peligro de caminar en círculo y perderse, porque un algarrobo es idéntico a
otro, un quebracho igual a otro, y el panorama se vuelve inquietante. Si el sol
y el sentido de orientación ayudan es posible salir de allí, pero si está
nublado u oscurece, la cosa se pone peliaguda. Precisamente caminando por esos
llanos con mi papá, en busca de alguna perdiz, chuña o liebre para cazar y que,
con suerte, después mi madre convertiría en exquisito escabeche, supe de la
experiencia de aquel hombre. Había ido también a cazar, y no por deporte sino
para buscarse el alimento; de esto hace más de cuarenta años y en ese entonces
no había tantas conciencias proteccionistas ni tanto denostador de carnívoros.
A pesar de conocer el monte se extravió y caminó durante horas, desorientado y sin
saber cómo salir. Pensó que si caía el sol y lo sorprendía la noche no tendría
dónde guarecerse, especialmente de los pumas que son cazadores nocturnos. Al
atardecer entró en desesperación, pero tuvo la suerte de divisar a lo lejos un
humito que le daba señales de vida humana y se dirigió hasta el lugar de donde
provenía, el ranchito de un criador de cabras que no sólo le dio cena y
hospedaje, sino que le indicó cómo volver a la ruta a la mañana siguiente.
Descubrió que había estado muy cerca de la salida, pero no lo advirtió las
veces que pasó por el mismo lugar creyendo que iba hacia otro punto. Lo que nunca
me olvidaré es la frase que, según el relato de mi papá, le dijo aquel hombre:
- - Aliaga, si me agarraba la noche en el monte, me
pegaba un tiro.
Años después, durante el
terremoto del 23 de noviembre de 1977 en San Juan, sucedió que algunas personas
que vivían en pisos altos (segundo, tercer piso) del centro de la ciudad, en la
desesperación por salir se arrojaron por las ventanas, alguna de ellas murió. Lo
mismo pasó en 2001 durante el atentado contra las torres gemelas de Nueva York,
pero en esos casos ninguno se salvó porque saltaban desde pisos muy altos. Ante
el peligro de muerte por derrumbe, o por asfixia en medio de un incendio, saltar
al vacío, qué decisión terrible. Siempre me pareció una estupidez, una falta de
aplomo y presencia de ánimo, incapacidad de resolver una situación límite con
cierta cordura y apego a la vida.
Escribo esto porque hoy escuché que, en Mar
del Plata, un hombre al que se le incendiaba el departamento hizo lo mismo que
aquellos sanjuaninos y neoyorquinos, y murió.
Ahora el mundo atraviesa una
pandemia que siembra temor, las noticias que llegan desde Europa, especialmente
de Italia y España son apocalípticas, los gobiernos no tomaron las medidas
preventivas a tiempo, los sistemas sanitarios son deficientes, hay centenares
de muertos por día, no alcanzan cementerios ni crematorios y todo está
desbordado. En Argentina se actuó con bastante celeridad, pero el futuro, que
por naturaleza es incierto, hoy lo es mucho más. En estos días vuelvo a pensar
en aquellos casos de gente que preferiría “matarse para no morir”; cuando era
joven me parecía muy estúpido y absurdo, pero ahora lo considero un ejercicio
de libertad: la de elegir cuándo y de qué manera dejar este mundo. Aquel que
temió ser presa de un puma en medio de la noche en el llano riojano, los que no
pudieron escapar de su departamento porque la puerta se trabó con el movimiento
sísmico, quienes se vieron en un piso cien, en un edificio a punto de
derrumbarse entre el humo y el fuego, en un último acto de discernimiento
eligieron morir por sus propios medios. Lo que no termino de resolver es la
duda sobre si el suicida es un valiente o un cobarde.
A veces resulta que la inminencia de la muerte obnubila nuestra capacidad de encontrar alguna salida racional.
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