martes, 26 de octubre de 2010

CAPÍTULO DIEZ

CAPITULO X
 Raúl sólo conoció fragmentos de esta “amistad” surgida entre su mujer y un locutor de radio. En verdad, era apenas un dato más de una realidad trastabillante, que se le venía cayendo y deformando día a día. Esa mujer a la que se había aferrado más como a una madre que como a una hembra, se le iba disipando en una niebla de silencio. Renata se le volvió inescrutable. Lo rechazaba en la cama, y si él le insistía se suscitaba una discusión de gritos ahogados para no despertar a los niños. Ella siempre terminaba llorando.
Renata se le iba yendo, a pesar de que se pasaba el día metida en la casa y salía únicamente para sus sesiones de análisis. Él logró que se decidiera a iniciar una terapia, pero no le gustaba el psicólogo que había elegido por recomendación de su hermana. Raúl ya había metido a esa cuñada en el saco de las “separadas putas”, y temía que Renata le siguiera los pasos. Estaba convencido de que el psicólogo la alentaba para eso. Cometió la torpeza de decirlo en medio de una de las habituales discusiones, con lo cual logró que ella se afirmara en la elección.
Los niños no estaban ajenos al proceso de deterioro de esa relación, y si bien no presenciaban las peleas, percibían el clima hostil. Raúl sufría porque nunca le dijeron papá. Lo llamaban por su nombre, y Renata se encargó prolijamente de que no olvidaran a  su verdadero papá. En cada dormitorio había un retrato suyo y se hablaba de él con naturalidad.
Después de las peleas de alcoba Raúl trataba de suavizar el clima trayendo regalos. A Renata eso la sacaba de quicio, y el resultado era una nueva pelea. En una ocasión, dejó un paquete con moñito sobre la mesa de luz durante una semana. Lo tuvo que abrir forzada por Raúl, y cuando vio que se trataba de los Veinte Poemas de Neruda, se indignó todavía más. Para colmo Raúl escribió una dedicatoria  como si fueran dos noviecitos en pleno romance. El libro terminó en el tacho de basura, y cuando él quiso salvarlo, estaba verde de la yerba húmeda del mate y adornado con cáscaras de papas.
En su debilidad Raúl utilizaba el argumento del matrimonio como compromiso indisoluble, sobre todo ante Dios. Renata más bien se cagaba en Dios, así que cuando por fin accedió a un encuentro personal con Pedro, lo hizo dispuesta a todo.

Aquella tarde en que Pedro le dio su teléfono Renata corrió a buscar a su hija que esperaba en el Instituto. Llegó agitada, creyendo que la nena estaría angustiada, y este sentimiento de culpa le empañó la felicidad que la llamada de Pedro le había provocado. María no estaba en el hall de entrada, así que Renata se puso a recorrer salones. La encontró muy contenta en un aula donde se daba una clase de pintura sobre tela, rodeada de señoras, la mayoría amas de casa que tomaban cursos para matar el aburrimiento. Ellas estaban encantadas con la presencia de la niñita de bucles castaños y ojos pardos que hasta había opinado sobre qué colores utilizar. Renata resopló aliviada; María corrió a su encuentro, y lejos de hacerle reproches por su tardanza, le mostró lo que había dibujado en la clase del día. Al salir se cruzaron con la profesora, quien sí tuvo un gesto condenatorio hacia la madre olvidadiza, pero ella inventó una excusa elegante y salieron, con el tiempo justo para retirar al más chiquito de un cumpleaños. Mientras preparaba la cena, deshojaba una imaginaria margarita: “¿lo llamo, no lo llamo? ¿lo llamo, no lo llamo? Lo llamó. Urgentemente; antes de que volviera Raúl. ¡Ay, cómo le martillaban las sienes cuando iba marcando!
 -          9…. 7…. 5…. 8…. 3…. 0…¡tuuuuu! ¡tuuuuu!
-          ¿Diga?
Renata perdió la visión, el aliento, la vida…  
Podría ser una gran desilusión; se lo imaginaba panzón y pelado.
Su voz era demasiado hermosa para pretender que se
correspondiera con una cara y un cuerpo hermosos. Pero era tan 
intensa su comunión espiritual que valía la pena el riesgo. Por otra parte, su psicólogo la  
alentaba a no dejar esa deuda pendiente consigo misma. El día elegido fue justamente a la 
salida de la sesión de terapia. Pedro terminaba casi a la misma hora de grabar un programa 
que se emitía por la noche en otra emisora. Acordaron encontrarse en un café en la esquina de 
Pueyrredón y Berutti.

-  ¿Cómo haré para conocerte? -  preguntó él.
-  Llevaré unos anteojos de sol en la mano.
-  ¿A las tres y media?
-   A las tres y media.

Obviamente, durante la sesión de terapia sólo habló de este acontecimiento que le iluminaba la vida, en momentos en que por otro lado hubiera deseado morirse por haberse casado con Raúl.
El psicólogo le descerrajó:
-  Sabés que vas a una cita amorosa, ¿no?
Ella se excusó diciendo que, bueno, iba a conocer a una persona muy especial, que la comunicación espiritual, que la telepatía…

- Será un encuentro entre un hombre y una mujer. Tenelo en cuenta.

De manera que salió del consultorio. Eran las tres de la tarde, pero el cielo estaba oscuro. Cuando subió al colectivo empezó a llover. Bajó en Santa Fe y Pueyrredón y se metió a un bar para esperar que pasara el chaparrón. De paso, frente al espejo del baño se arregló un poco el pelo y se retocó el maquillaje. Salió de allí y fue caminando por Pueyrredón pegadita a la pared para no mojarse. Se sentía ridícula con los anteojos de sol en la mano pero esa fue la consigna acordada con Pedro.
Entró en el café  San Miguel a las tres y media en punto. Estaba casi vacío, algo natural en ese horario de un día laborable. Descartó como posibles Pedros a los pocos señores dispersos en algunas mesas. "Es la hora de la verdad", pensó, recordando la frase de los toreros cuando se hallan frente al toro,  y quizá frente a la muerte. Terminó de acomodarse en su silla y colocó los anteojos de sol sobre la mesa, cuando sintió detrás de ella un profundo barítono:
-  Renata – en tono afirmativo. Pedro no le estaba  preguntando si era ella, la estaba 
nombrando, como Adán a Eva, al nombrarla se la estaba apropiando.
Venía con un maletín en la mano, de traje oscuro pero sin corbata. No, no era panzón, ni pelado. Altísimo, delgado. Se inclinó hasta ella y se saludaron con un beso.
-  ¿Cómo estás? - le preguntó, y se sentó frente a ella.
Renata no podía contestar con la verdad: "¡Nerviosa, muerta de miedo, cuánto me alegro de que no seas horrible, ¿y ahora qué hago? ¡¡¡¡Mamáaaaa!!!!"
- Bien, muy bien. Haciendo el ridículo con estos anteojos de sol…
El mozo se acercó, pidieron café. Pedro le contó que radio Rivadavia quedaba a la vuelta, a una cuadra; ella ya lo sabía pero lo dejó hablar, unas primeras palabras anodinas sirvieron para aflojarse porque los dos estaban un poco tensos.
Renata se sintió rápidamente cómoda. Estuvieron una hora y media conversando.
Visto a la distancia aquel encuentro con Pedro fue, además de una aventura que le puso sabor a sus días, el hallazgo de una lente con la cual ver la vida de diferente manera. Es posible que él utilizara su programa de radio “para levantarse minas” como toscamente y sin ninguna objetividad había dicho Raúl. Pero en todo caso Pedro también era un alma solitaria con su respectivo cuerpo hambriento de amor.
Renata le había perdonado que luego se esfumara, huyera de cualquier compromiso. Vista a la distancia, fue una relación que debía durar poco, porque fue intensa, porque fue rica, porque le dejó esos recuerdos imborrables de los que le gustaba nutrirse.  Pero además, Pedro le ayudó a abrir una puerta por la cual pudo salir de la cárcel en que se hallaba. Fue él quien la sostuvo, aunque más no fuera con esos encuentros sin compromiso cuando definitivamente Raúl se hundió en la neurosis depresiva y ella necesitó fuerzas para decidir internarlo, continuar sola con sus dos hijos pequeños, salir a buscar trabajo.
La postergada visita a la radio se concretó una semana después de la cita en el bar San Miguel. En ésta la conversación se extendió con varios cafés. Se contaron algo de sus respectivas vidas, haciendo esa selección inconsciente que el deseo de seducir va dictando, con la cual uno va mostrando aquello que puede atraer al otro. Claro que los aspectos oscuros suelen también aparecer solapados, traicioneros, aun en las cosas no dichas. Pero estos se van develando más tarde, y cada cual tiene la libertad de prestarles oídos o no.
- Imaginate que fuéramos el único hombre y la única mujer, sobrevivientes de una catástrofe nuclear. – le planteó Pedro.
Ella lo miró sin saber qué responder, pero él le captó en la mirada una brizna de decepción, como si intuyera que la conversación derivaría en una propuesta inmediata de ir a la cama.
- Más allá de que un mandato insoslayable de la naturaleza nos obligaría a continuar (a reiniciar) la especie, vos y yo seríamos los fundadores de una humanidad feliz. Un hombre y una mujer que tienen nuestra comunicación no pueden sino inaugurar un paraíso.
Qué lejos estaban de eso, pero qué lindo sonaba. Y no podía ser que él estuviera tratando de llevársela a la cama tan pronto. Eso ya vendría, desde luego, a pesar de su pánico inicial, ella quería que llegara, pero nunca en la primera cita. Renata se sintió aliviada y contenta. Pasadas las cinco de la tarde decidieron separarse; él porque tenía un compromiso laboral, y ella porque no quería despertar sospechas en Raúl. Había dejado de llover y el cielo tenía una tonalidad amarillenta que se reflejaba en los edificios de la Avenida Pueyrredón. Pedro la acompañó hasta la parada del colectivo, y en el trayecto le prometió buscar en la discoteca de la radio la música de una película que ella amaba.
Apenas Renata entró a su casa sonó el teléfono:
-  ¿Cómo llegaste? – preguntó Pedro con esa voz acariciante - ¿Estás bien?
Renata no podía creer que un hombre fuese tan solícito y tan delicado.
-  Quería decirte que lo pasé muy bien con vos, sos tal cual te había imaginado. – agregó él.
-  Yo también lo pasé muy bien. Gracias.
-  ¿Vendrás a la radio, verdad?
-  Sí.
Acordaron que sería el jueves siguiente. Ya se las arreglaría ella para inventar la excusa necesaria, poder salir temprano a la mañana y volver recién después de la sesión de terapia.
Fue una semana de ensoñación: el programa resultó una verdadera pieza de artesanía fabricada amorosamente por ese hombre hermoso que lo labraba para ella. Durante los noticieros o las tandas comerciales la llamaba para asegurarse de que lo estuviera escuchando, Pedro estaba tan entusiasmado y tan enamorado que se desvivía por conmoverla. Ella se la pasaba con un nudo en la garganta o con un grito de alegría según fuera el carácter o la intensidad del mensaje. Cuando no eran lágrimas francas y depuradoras, como las que brotaron cuando él arrancó con ese tan poco difundido poema de Borges: “Es el amor/ tendré que ocultarme o que huir/Crecen los muros de su cárcel como en un sueño atroz...” “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo...” “Me duele una mujer en todo el cuerpo...” que ella le había copiado en la vieja máquina de escribir de Raúl y se lo había mandado junto a una de sus cartas. 

Raúl, a todo esto, se había replegado, como si estuviera resignado a perderla. Ya en las conversaciones mencionaban la posibilidad de separarse. Pero él hizo hasta las cosas más descabelladas por recuperar el matrimonio, ya que el amor de Renata, si es que alguna vez lo hubo, evidentemente estaba muerto. Recurrió a los amigos y amigas que pudieran intervenir a fin de hacer recapacitar a su mujer. Habló con una pareja que les había dado el curso prematrimonial en la parroquia donde se casaron, pero ellos no se hicieron cargo del fardo que Raúl pretendía echarles encima. En realidad, eran unos chupacirios como los definía Renata, que emparchaban sus falencias enseñando a los demás la teoría del matrimonio feliz.
Por último, Raúl llamó a su antiguo director espiritual, Monseñor O’Neill. Éste no se alegró mucho al escuchar del otro lado de la línea al ex seminarista que recientemente le había hecho llegar los números de la revista Iglesia y Revolución Nacional que editaba, y en la que se planteaban los dislates más pintorescos que jamás vio, porque creyó que lo requería para algún reportaje o alguna propuesta disparatada. Sin embargo, le guardaba gran afecto personal, y después de unas pocas palabras notó que Raúl estaba acongojado, entonces (nobleza obliga) lo citó para el día siguiente.
Para entonces ya no dormían juntos, desde la última pelea violenta que se suscitó por una estupidez y que provocó que Renata lo echara de la pieza porque verdaderamente ya le asqueaba su presencia física. Raúl se instaló en la habitación de servicio que estaba contigua al lavadero y separada del resto de la casa por  un pequeño patio. Enseguida comenzó a dormir apenas un par de horas por la noche, a deambular por la casa arrastrando los pies, a escribir martilleando el teclado de la Olivetti a cualquier hora de la madrugada. Renata, que tenía el sueño liviano y que estaba como en guardia tratando sólo de proteger a sus hijos de las influencias delirantes, pasaba unas noches de insomnio y terror.
Cuando Raúl volvió de su entrevista con el Irlandés vino directamente a plantearle que debía acceder a hablar ella también con el sacerdote. Ella se negó rotundamente, primero porque no lo conocía personalmente, segundo porque ya había resuelto sus crisis de fe optando por un ateísmo sin culpa, por lo cual el matrimonio como sacramento y el compromiso frente al altar carecían de importancia, y tercero porque no le interesaba en lo más mínimo salvar nada que no fuera su propia persona y sus hijos. Pero él recurrió a su técnica de persuasión provocando lástima, que consistía no en amenazar con suicidarse, ni en plantear que se iría sin tener adónde, solo y desamparado: solamente le repetía hasta el cansancio cuánto la amaba a pesar de sus defectos (los de él), cuánto amaba a esos dos niños, cuánto hubiera querido tener un hijo propio con ella. En fin, Renata accedió a tener una charla con Monseñor O’Neill, pero esta vez no hubo reconciliación, ni volvieron a pasar una noche juntos. Ahora se sentía más segura en su decisión de separarse, y en todo caso, si el sacerdote se ponía del lado de Raúl para darle la lata del matrimonio religioso indisoluble, ella tenía la convicción suficiente de que, analizado desde el punto de vista de lo que debe ser un sacramento, no había tal matrimonio. En su fuero íntimo guardaba el desagradable secreto de haber sentido, en el momento en que un cura los consagraba marido y mujer, en el momento de dar el sí, la terrible conciencia de la monstruosidad que estaba cometiendo, unos deseos de salir corriendo y salvarse, que de no haber primado un estúpido prurito más estético que de otra naturaleza, el temor al ridículo delante de todo el mundo, de no haber desoído a sus instintos, otro hubiera sido su destino. Llegado el caso no tendría empacho en confesarle todo eso al Irlandés. Ahora se trataba de calmar un poco a Raúl complaciéndolo siquiera en este otro manotazo de ahogado que estaba dando. Lo único que no permitió fue que él la acompañara.
-  ¿Vos pretendés someterme a un careo delante del tal Monseñor?
-  No, pero tengo derecho a escuchar qué argumentos le das.
-  Yo no voy a un juicio, ni me voy a confesar. ¿Vos querés agotar instancias para salvar el matrimonio? Yo lo único que quiero es demostrar que no hay arreglo posible.
Dos días después Renata acudió a la entrevista con Monseñor Raymundo O’Neill. Iba con el convencimiento de encontrar un tipo soberbio y antipático, que la trataría con el machismo o la misoginia tan característicos de algunos curas. Se sorprendió por lo afable que fue al recibirla en su despacho de paredes blancas con el único adorno de un crucifijo de madera antiguo y la foto de un grupo familiar en color sepia: una anciana delgada, fibrosa, rodeada de tres hombrones jóvenes (uno de ellos el cura); evidentemente era su madre, y tal vez sus hermanos. Fue muy afectuoso al saludarla, y ella quedó encantada con su voz y su sonrisa.
Tendría unos sesenta y cinco años, pero se veía claramente que había sido un hombre muy atractivo; tenía un aire entre cándido y seductor, y pertenecía a esa clase de religiosos de quienes las mujeres suelen exclamar por lo bajo “¡qué desperdicio!” Cuántas en su época lo habrían dicho...
La conversación comenzó con algunos rodeos. Él tuvo la amabilidad de preguntarle por sus hijos, y mencionó que estaba preocupado por Raúl porque lo había visto muy mal.
- Lo veo como cuando ingresó al seminario. Vos sabrás que entonces estaba saliendo de una crisis muy grave...
- Yo no lo conocía en esa época, padre. Él se encargó muy bien de contarme sólo algunas cosas de su vida pasada.
- ¿Pero sabías que estuvo internado en una clínica psiquiátrica después de pelearse con Celeste?
La verdad era que Renata no había querido conocer demasiado de aquella historia. Sí supo por amigos comunes que conocían a Raúl desde hacía mucho tiempo de esa internación, y que tuvo una crisis nerviosa en el banco donde trabajaba, que terminó cuando le arrojó a su jefe una calculadora por la cabeza. De allí pasó a la clínica de Castelar que le correspondía por la obra social, y si bien le retuvieron el puesto en el banco, fue condenado tácitamente a no ascender jamás. Cuando ella lo conoció parecía el tipo más normal del mundo, y conscientemente trató de tapar toda posible amenaza contra esta relación que prometía ser estable. Era el primer hombre que se le acercaba sin importarle que fuera pobre y tuviera dos hijos pequeños. Ya había tenido un amante casado de esos que eternamente “se están separando” y que en definitiva la usó como la tercera pata para sostener su matrimonio rengo. Por otra parte parecía un signo de salud mental restablecida el hecho de que Raúl hubiera retomado los estudios de Magisterio.
En cuanto a Celeste, la vio una o dos veces en alguna reunión social, y lo único que sabía de ella era que padecía epilepsia y que, pese a su aspecto frágil y dulce era dueña de un carácter de perros. Raúl hablaba de ella con odio, y decía que para lo único que servía era para los ejercicios de cama.
-    Padre, lo único que puedo decirle es que no lo amo. Me equivoqué al casarme con él, y no creo que Dios vea con buenos ojos que dos personas convivan sin amarse, porque le puedo asegurar que se genera un clima violento, nada constructivo puede surgir de una situación semejante.
El sacerdote la escuchaba y con sus profundos ojos azules la compadecía.
-   Querida mía, si se pudiera hacer una estadística, te aseguro que el noventa por ciento de los aparentes matrimonios no lo son. La mayoría de los jóvenes se casa por una exigencia social, y porque todavía hay sectores que necesitan del matrimonio para legalizar las relaciones sexuales.
Renata no podía creer que quien decía esto era lo que ella llamaba un curón. Todavía continuó:
-   Pero el error está en creer que uno se casa para ser feliz por siempre, para amar por siempre. Y ese es el concepto romántico del amor, en el que las parejas se terminan rápidamente porque uno de los dos muere, o mueren los dos.
-   ¿Romeo y Julieta? – se animó a preguntar Renata.
-  ¡Claro! Pero esa es una mentira literaria. En cambio, un sacramento es un compromiso, y todo compromiso implica una carga. Es la cruz de Cristo que uno voluntariamente se dispone a cargar para siempre. Lo que ocurre es que a veces uno no lo medita con la suficiente responsabilidad. Y resulta que lo larga al pobre Cristo con todo el peso, vieja…
Renata estaba encantada con el tono campechano del cura de ojos azules, porque esperaba encontrarse con la perorata que más o menos diría: “Hija, recapacita, tu deber es permanecer junto a tu esposo hasta que la muerte los separe, porque si no te perderás en las calderas del infierno sempiterno…” Por suerte algunos integrantes del clero ya habían modernizado su lenguaje, y como es natural, ese cambio refleja un cambio de actitud. Pero no terminó allí el asombro de Renata. A continuación Monseñor O’Neill se dedicó a hacer un repaso de su vida matrimonial con Raúl.  Ella le contó todo lo que le pareció que debía, inclusive lo del aborto antes de casarse. Y no pudo evitar el llanto, ante lo cual el Irlandés tuvo otra vez un gesto benevolente y compasivo.
-   Creo que debes escuchar a tu corazón. Nadie puede obligarte a amarlo. Lo que no se merece es que lo abandones, pero el papel ya está ajado.
-    ¿ Cómo? ¿Qué papel? 
-    Yo siempre doy el ejemplo del papel que uno arruga con las manos antes de tirarlo al tacho de basura; por ahí uno se arrepiente y trata de alisarlo. Por más esfuerzos que haga, quedan las marcas, nunca volverá a ser el mismo papel liso. Con el amor pasa lo mismo. Se estropea, se arruina, y después no hay manera de componerlo. Entonces, lo único que yo te puedo decir es que no lo tires al tacho de basura.
Renata no lograba entender cómo sabía tanto del amor terreno ese hombre que estaba consagrado a la Iglesia desde los nueve años. Lo supo un tiempo después, en otra charla no inducida por Raúl y que originó su amistad con el Irlandés, como pueden ser amigos una joven y un cura anciano. Al cabo de tantos años Renata lo apreciaba como una de las pocas cosas positivas que le quedaron de aquella relación.

sábado, 23 de octubre de 2010

CAPÍTULO NUEVE


-“Azahar  de blancos jazmines/ que adornan el patio del viejo jardín…” - cantaba Lucy mientras iba cortando unos jazmines blancos y grandes como puños.
-“ Un beso de luna me espera en los valles…”- continuaba cantando mientras los colocaba amorosamente en un florero de vidrio. El perfume inundaba toda la casa, y a esa hora de la mañana en que las sombras todavía son largas parecía que iba a hacer un calorcito propio de mediados de diciembre.
-“ mi rancho mi madre, todo mi sentir…” - y mientras cantaba, bailaba la zamba agitando un repasador.







Todavía se sentía recién casada, aunque ya hacía tres años largos que vivía con Fernando, ese buen mozo de ojos azules y corazón enorme que al mediodía vendría de la oficina a almorzar, y para quien ella ponía todo su empeño limpiando y adornando la casa, y cocinando con modestos recursos unos platos deliciosos. Claro, tres años y sin hijos, no porque ella no los quisiera, sino porque no venían. En cambio para él era una suerte, porque estaba convencido de que sería una crueldad traer niños a este mundo.
Después de limpiar, cerró todo con llave y se fue al mercado. Tenía previsto cocinar unos bifes a la criolla. En el transcurso de la media hora que tardó en hacer las compras del día, se nubló y se levantó un viento sur como el que llega después del Zonda, sólo que esta vez fue repentino. La temperatura bajó bruscamente y Lucy llegó a la casa tiritando con su vestidito de piqué floreado. Adentro se sintió abrigada y envuelta por la fragancia de los jazmines.
Prendió la radio. A esa hora estaba Niní Marshall haciendo reír con su despliegue de personajes. También aprendía recetas nuevas de cocina dichas por Doña Petrona, y ella las copiaba a veces con las manos llenas de harina, porque si se demoraba en lavárselas se le olvidaban los ingredientes y confundía los preparados.
Salió a cortar perejil de la huerta para sazonar la salsa, y notó que el viento había parado por completo, pero a tal punto que no se movía ni una hoja, y el aire tenía una extraña acústica. Seguía nublado, y como ya el sol debía haber llegado al cenit, estaba haciendo calor nuevamente. Había un silencio atemorizante. Cuando la comida estuvo casi lista Lucy fue a lavarse y a peinarse, y se puso unas gotitas del perfume que su hermana le trajo del último viaje. Le gustaba darle un toque excitante al encuentro del mediodía con el marido, porque era una promesa para la noche.
Fernando llegó secándose la transpiración de la frente, y quejándose del calor, ahora que el sol había salido nuevamente y partía la tierra en forma perpendicular. Ella corrió a recibirle el saco del traje que lo agobiaba, y en la penumbra del zaguán se colgó de su cuello y lo besó como una novia.
Cuando fue a poner la mesa notó que los jazmines cortados un rato antes estaban mustios y les cambió el agua.
A la hora de la siesta la temperatura pasaba los cuarenta grados. Fernando se recostó a descansar bajo la sombra de la glicina, mientras ella lavaba los platos. Media hora después él volvía para la oficina y ella se disponía a dormir. Cuando estaba cerrando los postigos para oscurecer el cuarto, pegó un grito simultáneo al trueno que inauguró el chaparrón. Odiaba las tormentas eléctricas, y mucho más si estaba sola. Leyó un rato porque no podía conciliar el sueño. Recién cuando la tormenta menguó pudo dormirse. 

Al despertar, lo primero que sintió fue el perfume de los jazmines. Se levantó un tanto embotada. El cielo estaba nuevamente límpido, y salvo los charcos aislados en el patio, nada hacía pensar que un rato antes arreciara el diluvio. Mientras tomaba mate distraída en sus pensamientos, vio el jarrón: ahora los jazmines estaban amarillos y muertos, igual que si hubieran estado al sol y  sin agua todo el día. Sintió algo parecido al miedo. Un gallo desorientado cantaba como si fueran las cuatro de la mañana.
Esa noche fue la última que durmieron en su habitación. Después de hacer el amor, Fernando le propuso que armaran la carpa en el fondo.
-          El tiempo está muy raro. Creo que vamos a tener un terremoto.
Lucy no protestó. Jugando con su índice a desenredarle los pelitos del pecho aceptó con otro beso, porque sabía que él era un gran observador de la naturaleza, y que seguramente los mensajes anómalos que emitía el clima eran el anuncio de algo grave. Se durmieron abrazados hasta que un movimiento brusco los despertó. Fernando prendió la luz: la lámpara que colgaba del techo se mecía como si soplara viento.
-¿ Lo ves? - dijo Fernando. Lucy balbuceó un rezongo, se dio vuelta y siguió durmiendo.

Lo que para mucha gente fue sólo el comienzo del romance entre Perón y Evita, y de una página importantísima de la historia argentina, para otros fue una vivencia atroz. A las nueve de la noche del 15 de enero de 1944, una explosión venida desde el centro de la tierra convirtió en trece segundos a la ciudad de San Juan en sepultura de miles de personas.
La previsión por si el terremoto ocurría mientras dormían había sido tomada con el recurso de la carpa. Pero ahora, en medio de una descomunal nube de tierra, y palpándose los huesos para comprobar que, gracias al Dios en el cual ya no creía, estaba entero, feliz por eso pero angustiado por su otra mitad, echó a correr. Con el paso de los días y de los años Fernando elaboraría el macabro panorama que ofrecía esa parte del mundo. Los gritos de la gente, los llantos de esos fantasmas desfigurados por el polvo, a la luz última del crepúsculo. Pedazos de cornisas que se desplomaban, paredes rajadas que arbitrariamente quedaron en pie… Vio pasar a un hombre con un niño muerto en brazos, que aullaba “¡¡¡Me cago en Dios, me cago en Dios!!!”
Por su sentido de la orientación acertó en la dirección que debía tomar. Lucy fue esa tarde a visitar a su amiga Nydia, y allí lo esperaría. Tuvo que atravesar la montaña de escombros en que quedó convertida la catedral, aguijoneado por la ansiedad de llegar y saber qué suerte había corrido su amor. Si hubiera sido consciente de que bajo sus pies yacía un centenar de muertos tibios aun, no lo habría hecho. Unos minutos antes, otra pareja joven había ido a casarse allí, donde ahora no quedaba más que destrucción y sangre.

Las encontró en el medio de la calle, de pie y tomadas de la mano, pero con las piernas aprisionadas entre escombros hasta las rodillas. La casa de Nydia se había desplomado íntegramente. Un pedazo de mampostería golpeó el hombro izquierdo de Lucy, quien por muchos años se quejó de dolor en ese sitio, sobre todo en días de humedad. De no haber sido por la circunstancia trágica que las puso allí, habrían provocado risa: estaban como enharinadas, cubiertas de polvo, con las pestañas y las cejas blancas, y las lágrimas abrían surcos de barro sobre sus mejillas. Ni siquiera en la vejez, que es cuando la memoria se dedica a repetir lo vivido en el remoto pasado mientras borra lo que acaeció hace un instante, podía Lucy explicar cómo llegaron ella y su amiga al medio de la calle sin que las aplastara la montaña de adobes en que se transformó el edificio.
Todas las casas estaban construidas con adobes de barro y paja. Sólo resistieron algunos caserones de familias ricas que hicieron traer materiales de primera desde Europa. Después del desastre se adoptaron los ladrillos y bloques de cemento. El gobierno que catapultó a Perón a la Presidencia creó inmediatamente el Ministerio de la Reconstrucción, y en pocos años se levantaba la ciudad nueva, sobre el recuerdo de la anterior de veredas angostas y altas cornisas. Alimentado por la sangre de quince mil muertos, el subsuelo quedó atestado de gruesas columnas de hierro, de encadenados y cimientos poderosos, de ripio y cantos rodados extraídos del lecho de los ríos de montaña.
Por eso cuando a Lucy, vencida naturalmente la esterilidad de los primeros años de casada, la sorprendió el terremoto de junio de 1952 bañando a su hija, la casita del Barrio Huazihul que compraron con Fernando se mantuvo en pie y sin un solo rasguño.

Despertarse de un golpe en el suelo y con el respetable cuerpo de la propia madre encima, 

que grita “¡Tiembla! por un lado y “perdón, hijita, nos caímos” por el otro puede ser o muy 

cómico o muy traumático. En mi caso fue más lo primero que lo segundo.

Ocurrió una noche en que dormía ya profundamente. Tendría seis o siete años. El instinto de conservación de mis padres les indicaba que ante un temblor de tierra había que escapar fuera de la casa, para evitar los derrumbes.
El sacudón no fue lo suficientemente fuerte para despertarme, así que mi madre resolvió llevarme en brazos hasta el patio. Pero no contaba conque se le atravesaría la perra entre las piernas al bajar el umbral, ni que se le enredaría el zapato en una malla de alambre. Y nos caímos. Pasado el susto, todo terminó en besos y carcajadas.

Grado siete en la escala Mercalli equivale a grado cinco de Richter; son conceptos abstractos, pero dan idea de la magnitud de un sismo. Si tiembla, uno puede sentirlo o no; si está durmiendo la sensación al despertar es como si alguien se hubiera movido en la cama. Estando sentado, como si otro hubiera pateado la silla. Si al temblar uno está parado puede sentir un ligero mareo y el movimiento de la tierra bajo los pies. Renata seguía percibiendo lo mismo en algunos sitios de Buenos Aires bajo los cuales circula el subterráneo.
"Año nevador, año temblador", dice un refrán popular y se refiere  a las nevadas en la cordillera de Los Andes. La ciudad de San Juan se encuentra entre la precordillera, y la Sierra del Pie de Palo, en cuyas entrañas, dicen, hay una falla. El basamento rajado, partido en una grieta cuya hondura tal vez sea como la de una fosa marina de miles de metros. Y por entre cavernas, vestigios de antiguos corredores volcánicos, depósitos de azufre.
También el saber popular intuye que la luna interviene en los movimientos telúricos; la luna poniente es como una garra  que suelta violentamente a la tierra y todo se descalabra. O bien, cuando sale, produce una atracción tan intensa que la tierra se sobresalta. Entonces  las paredes de la fosa se entrechocan, se derrumban las cavernas subterráneas, fluyen aguas sulfurosas.

Es la noche del 8 de julio de 1971. Casi no hace frío, a pesar de la fecha. Hay luna llena y el cielo está surcado por esas nubes angostas y largas como chalinas de tul, esas que mi papá dice que anuncian temblores. Estoy en la puerta de mi casa despidiendo a mi primer novio. Despidiéndolo para siempre, porque a los catorce años hay muchas cosas que no sé, pero sí sé qué clase de hombre no quiero. Y él, que cree que todo tiene que ocurrir como en las canciones de amor, al irse me dice "adiós".
A la hora cero del 9 de julio comienza a sonar el Himno Nacional en cadena por todas las radios. Suenan la orquesta y el coro del Teatro Colón. Y suenan gritos de gente aterrorizada, aullidos de perros, brama la tierra. Al día siguiente sabremos que fue un terremoto en Chile, uno de los peores por aquellos años.

Lucy ya no es la recién casada de 1944. Ahora es una señora cuarentona, que sigue enamorada de su Fernando de corazón enorme pero un poco cascarrabias. Ese que a veces se va en excursiones de pesca con ocasionales amigos apasionados por el mismo deporte. Bajo la misma glicina de siempre, pasa  con su  hija más pequeña, la tercera, otro temblor fuerte que tuvo epicentro en algún lugar de Chile, en las entrañas del Pacífico, un mediodía de marzo de 1965. Y no puede ocultar su angustia pensando en el marido que está en medio de las  montañas, metido hasta las rodillas en el río San Juan y viendo cómo ruedan cantos enormes de granito, pendiente abajo.

Renata llora al ver a su mamá, siempre  tan serena, tan dueña de sí, ahora abatida y nerviosa. Imagina que su papá no regresa nunca más y llora, pero disfruta pensando que en la escuela sus compañeros la mirarán de otra manera, por ser la chica que se quedó huérfana, y tal vez  eso le dé privilegios. La señorita le prestará más atención a ella que a esas estúpidas de doble apellido que recitan  poesías exageradamente y que actúan en todas las fiestas patrias porque estudian danza y declamación, y porque están acomodadas. Sus papás son médicos, o abogados. En cambio el de ella será algo más importante, será un muerto, alguien conectado con el más allá, un fantasma que podrá asustar a esas tontas engreídas.
Sólo Ángeles es su amiga, tan humilde, tan campechana, y eso que es nieta de uno de los Cantoni y parienta de un gobernador. Con ella sí podrá llorar cuando la venga a visitar para  darle el pésame. Renata juega mentalmente: ya se ve en el velorio de su padre. Ella jamás vio un muerto, a pesar de haber estado en algún velatorio de barrio. Solamente ha visto el espectáculo de la cámara mortuoria con esas gigantescas coronas de flores de olor asfixiante, el cajón sobre la misma  mesa en que el finado comió hasta el día anterior, en la que seguirán comiendo sus deudos apenas vueltos del cementerio, ahora rodeada de velones encendidos, y un enorme crucifijo de plata labrada en la cabecera, pero nunca se animó a mirar a un muerto.
Enfrascada en esas fantasías escucha los gritos alborozados conque Lucy  sale al encuentro de Fernando. Desde el patio umbroso los mira en la puerta de calle abrazarse y se pone de mal humor, celosa, y antes de que él la vea corre a esconderse en su dormitorio.

Mi papá no me habla. Desde que me escondí cuando llegó de pescar está enojado conmigo. 

Yo me acerqué a mostrarle un dibujo que pinté con los lápices Staedler que me compró 

hace unos días y me miró con cara de enojado. “Salga de aquí” me dijo “Con usted no quiero

saber nada”. Si esta noche le voy a decir hasta mañana no me contestará.

Y si mañana él me saluda no sabré si contestarle o no, porque cuando está enojado nadie 

sabe cómo hay que tratarlo. 

Ellos no me quieren. Seguramente no soy su hija; me deben de haber adoptado en 

Mendoza. Mi mamá tiene una prima que adoptó una chica en Mendoza, y todos dicen que le

salió mala porque vaya a saber quiénes son los padres.

Ellos y mis hermanas tienen ojos claros, yo no. Por eso no me quieren. Como se les murió 

una bebita de ocho meses, me adoptaron, para consolarse. Pero una vez yo le escuché decir

a mi papá que para qué tuvieron hijos, si este mundo es una porquería...






miércoles, 13 de octubre de 2010

BREVE CAPÍTULO 8


Todos celebraron el final de la historia de don Ignacio, y algunos se trenzaron en discusiones sobre la existencia del demonio. Para Salvador no había dudas de que el Diablo existía y que era capaz de presentársele a uno en cualquier momento en la forma de un animal o un ser humano, según el caso; en cambio el viejo profesor afirmaba que el demonio reside en cada uno de los hombres, y que aflora en sus malas acciones. El cura se mantenía al margen y escuchaba a todos con la mirada curiosa y sonriente, como quien sabe algo más que los otros pero no quiere decirlo.  
 
El trabajo de Renata como voluntaria duró hasta que el Ejército se hizo cargo de todo, es decir, dispersó a todo el mundo. Fue un antecedente de lo que ocurrió más tarde con el episodio bélico de las Islas Malvinas: el mismo ejército represor que allanaba casas en busca de literatura marxista (en muchas de las cuales ni se sabía de la pretérita existencia de Marx), el mismo que apresaba, mataba o desaparecía personas inocentes, acudió con sus tanques a “proteger y querer” a la pobre gente, a remover escombros y a proveer carpas. Los conscriptos no tenían más alternativa que obedecer, pero la consigna era no dejar que los grupos civiles manejaran la situación. Era peligroso que se conociera información desfavorable al gobierno. Por eso, uno de los datos que nunca se supo con exactitud fue la cantidad de muertos. La cifra oficial hablaba de quinientos. Vox populi decía miles. Y más de uno que no murió por el terremoto fue “chupado” por los milicos y desapareció. 
El “auxilio” prestado por las Fuerzas Armadas fue como un adoquín atado al cuello de quien se está por caer al mar. A las personas que recibían una carpa en préstamo, las autoridades le hacían firmar un documento por un valor que jamás podrían pagar, pero era el único modo de no pasar las noches a la intemperie. Es decir, una versión doméstica y microscópica de lo que ocurría con el país y con toda Latinoamérica: menos tienes, más necesitas, mayor será tu deuda y mayor el castigo si no la pagas.
Renata era también una desarraigada, aunque no marginal en el sentido antes dicho, y sin embargo al margen de toda decisión, de todo poder. Llegó a Buenos Aires veinte años atrás buscando escapar de la chatura pueblerina de su provincia, en pos de un futuro que pudo ser brillante porque creía tener una vocación artística que finalmente abandonó para repetir el modelo de su madre: casarse  y tener hijos al estilo familia Ingalls. Claro que no podía saber cuán fugaz resultaría aquello, porque la enfermedad y la muerte agazapadas  le derrumbarían todo como un terremoto de grado nueve.
Esta tarde de septiembre los recuerdos giran como una espiral cuyo vórtice fuera la esquina de Sarmiento y Carlos Pellegrini, giran alrededor de Renata sin un orden lógico, los recientes y los antiguos, en un remolino que la va hundiendo en la melancolía por momentos, y por momentos la levanta con eufórica fuerza centrífuga. Envuelta en la espiral, desde ese punto de la ciudad se va alejando progresivamente hacia los lugares y los momentos más distantes, y cada recuerdo tiene una repercusión recíproca sobre otros, de manera que aunque parezcan incoherentes, siempre está ella como eje. Su vida, la persona que ha llegado a ser hoy, es la resultante de las vivencias que afloran como recuerdos, y de aquellas que la memoria sepulta cuidadosamente, pero que esperan agazapadas para presentarse un día inesperadamente al conjuro de un perfume o de un acorde musical, asociado con algún hecho trascendente o aparentemente nimio. El fluir caprichoso de los recuerdos no es algo buscado voluntariamente: uno recuerda no lo que quiere, sino lo que puede. Una ráfaga de aire frío vuelve a Renata a su ciudad natal, a la época de estudiante. Y su infancia fue sísmica desde todo punto de vista: sacudido el suelo que pisaba y sacudida su sensible persona. Una sensibilidad cuya única defensa consistía en replegarse sobre sí misma, mirar hacia adentro y callar, soportar, aguantar, porque la virtud ancestral más preciada era la fortaleza.

Fue a la entrada de la escuela. Esa escuela que ocupa una manzana entera. Tal vez ni siquiera era consciente de que me habían crecido los pechos. Empecé a tener conciencia a partir de ese momento. Se hacía tarde, y la entrada posterior estaba abierta. Si daba toda la vuelta hasta la entrada principal, Vedia, el portero negro y malo, picado de viruela y que se divierte metiendo miedo, me va a hostigar. Me dirigí a la puerta estrecha de rejas. Había un chico apoyado en ella, uno que no era de la escuela. Tuve que aminorar el paso para entrar sin chocarme con él. Al pasar el canalla me puso la mano abierta en un pecho y me lo oprimió.
-¡Qué lindas tetas, bebé! 
Sentí que me ahogaba, sentí la cara y las orejas ardiendo de rabia. Llegué corriendo al grado, al tiempo que sonaba el timbre. Tenía ganas de llorar, pero si cedía tendría que contar por qué, y sentía tanta vergüenza, tanta culpa…

A su alrededor no sólo estaba vedado llorar a los hombres. También las mujeres para ser virtuosas debían ser capaces de no llorar. Llorando no se reconstruye la casa que derrumbó el terremoto; llorando no se vuelve a levantar una ciudad arrasada. Un pueblo de llorones se deja ganar por la naturaleza adversa y sucumbe de abatimiento. En cambio, cada uno guarda su dolor en lo más profundo, mastica sus maldiciones y se las traga como un palo de quassia, se queda en ese suelo amado y traicionero y levanta de nuevo la casa, el huerto, ayuda al vecino, vuelve a trazar las calles, tapa las grietas y canta nuevamente glorias al Dios que ayer maldijo.
Guardarse el dolor en lo más profundo y permanecer entera cuando todo se le derrumbaba alrededor fue lo que no le entendieron a Renata sus parientes políticos de Buenos Aires, hechos a las blanduras de la pampa fértil. Al verla serena y sin quebrarse al lado del féretro del esposo muerto, por momentos hasta consolando a los demás, creyeron que era porque no lo había amado. Y la despreciaron. Sólo ella supo el dolor intenso que llevó adentro por muchos años, cómo se murió con él, cómo el enorme peso de la tierra que lo cubría también a ella la sepultó. Sin embargo se tuvo que levantar, y buscar resignación ante la absurda muerte de su esposo. ¿Por qué tiene que morir la gente joven? ¿Por qué el cáncer, la leucemia, los accidentes de tránsito? Hasta esa etapa de su vida creyó en Dios, y la fe la sostuvo en los días amargos. Pero pasado un tiempo de viudez empezó a creer, o bien que había un Dios completamente loco, o dos dioses, uno rector del Bien y otro del Mal. Es decir, no Dios y el Diablo, porque según las Escrituras éste es una criatura de Dios sujeta a su voluntad. No, la creencia de Renata consistía en dos dioses igualmente poderosos en permanente antagonismo. Finalmente se abandonó al ateísmo y a pensar que el mundo es un azar y la vida humana un sinsentido, pero que no queda más remedio que vivir.
Me pregunto si mi vida hoy sería distinta si aquella noche de septiembre del ‘80, en la habitación 203 del Hotel Don Pedro Primero de Foz do Iguazú, durante nuestra luna de miel, no hubiera soñado lo que soñé. Tal vez aquello fue realidad, y lo que creo haber vivido en estos años no es más que un sueño en el purgatorio. Tal vez sea verdad que vos y yo intentábamos cruzar el río Iguazú en una noche de luna, y no pudimos alcanzar la ribera bordeada de altísimos y oscuros árboles, porque perdimos el control de la canoa, y la corriente nos arrastró inexorablemente hacia la Garganta del Diablo. Tal vez la canoa y nuestros cuerpos se perdieron en esa estruendosa caída y fuimos a chocar, abajo, con algún canto rodado, como aquella pobre mujer que se suicidó en esos días.
Quizá, mi despertar entre lágrimas, tu asombro y mi congoja, tu tierno empeño en consolarme, fueron sólo el comienzo de otro sueño, este mucho más cruel en el que yo me quedo sola, al garete en medio del Río, con estos niños a los que una pesadilla dejó sin papá.
¿Y si despertara ahora y me viera nuevamente cruzando el Iguazú, pero remando los dos a la par hasta llegar a la orilla? ¿Qué importaría la oscura soledad de la selva si estuviéramos en tierra firme, contemplando, hacia el sur, la inmensa nube que levanta la catarata mayor?
Me voy a dormir. Pongo el reloj a las siete menos cuarto para mandar a los chicos al colegio. O tal vez no.