miércoles, 30 de marzo de 2011

CRÓNICAS DE AUSENCIA

Una tarde del otoño de 1999, mi hija Patricia me llamó por teléfono a la oficina, algo habitual, llamadas de ida y de vuelta porque yo me pasaba al menos doce horas fuera de la casa, trabajando, lo que por largos años me convirtió en una "telemadre". Pero en esa ocasión el diálogo fue más o menos así: "Hola, mamá, te llegó una carta"; "¿Ah, sí, de quién?"; "No sé, (ella sí sabía), un sobre de Montevideo"; Ahí yo elevé un poco la voz, y casi le grité: "¡Abrilo", y en pocos segundos me describió su contenido, y leyó el texto, nada menos que de puño y letra de Eduardo Galeano, quien acababa de volver de recibir un premio en Estados Unidos (Premio para la Libertad Cultural de la Fundación Lannan) 

Ese hombre se había tomado el trabajo de responder a una carta mía en la que le envié el texto que sigue unos párrafos más abajo, en un gesto que lo hacía más digno de mi admiración.
Para qué voy a decir que mientras escuchaba la vocecita de mi hija leyendo sus palabras, yo lloraba y lloraba, como es costumbre desde que, hace muchos años, aprendí que no era bueno ser la mujer fuerte que se aguanta las lágrimas, como me mostraron con su ejemplo las mujeres de mi familia materna, duras mujeres de los valles andinos...





Y la tarjeta decía, en la bella letra de Eduardo Galeano: "Desde Montevideo, desde el otoño del 99. Gracias, Laura, por esas palabras tuyas, cariñosas y estimulantes. Te deseo lo mejor en tus aventuras del oficio de escribir. Un abrazo, Eduardo Galeano", adornado con el dibujo de un cerdito con una flor en la boca. 




 AUSENCIA


(Primeros días de marzo de 1997)

Yo escribiré las crónicas de ausencia, ya que no las de viaje. El domingo a la noche, después de mucho esperar el ómnibus, se fueron tan de repente que ni siquiera me vieron agitando la mano para saludarlos. Crucé la avenida Vergara viendo cómo se alejaban los dos micros (que fueran dos me dio cierta tranquilidad, pensando que en la ruta se vigilan y se acompañan mutuamente), y emprendí el regreso a casa. Cuando ya no hubiera tenido posibilidad de gritar y que me escucharan, por ejemplo, en el caso de que se hubieran olvidado de algo, cuando, si acaso me hubiera atropellado un auto no se habrían enterado, se me anudó la garganta con una angustia incontenible (o sea, me puse a llorar), pensando: SON LO ÚNICO VALIOSO QUE TENGO, SI LES LLEGARA A PASAR ALGO, ¿QUÉ SENTIDO TENDRÍA LA VIDA PARA MÍ, QUÉ NUEVO SENTIDO DEBERÍA ENCONTRARLE  PARA SEGUIR VIVIENDO?
Pensamiento trágico típico de mi condición de madre argentina con algunos antepasados españoles. Seguí puchereando hasta el cruce de las vías del San Martín y ya me recompuse.
Cuando llegué a casa me puse a ver televisión, tomé un café con leche con torta de chocolate preparada por Patricia. Conversé un rato con Inca, explicándole que íbamos a estar solas unos días, que al día siguiente se quedaría sola todo el día porque yo me iría a trabajar y que toda la semana sería así, pero ella me miraba con sus tristones ojos de perra buena, más buena y más fiel por haber sido recogida de la calle cuando la sarna y los parásitos se la estaban comiendo. El gato nos miraba con su habitual indiferencia, en realidad no sólo no participaba de nuestra conversación, simplemente no le importaba nada.  Me dormí tarde, me desperté temprano, antes de las siete y media. La casa vacía, silencio absoluto. Hice toda clase de tareas domésticas, hasta que me fui a trabajar, sin decirle chau a nadie, sin besar a nadie. No estaba triste, pero me sentía rara.

Apenas llegué al trabajo empecé a esperar la llamada desde La Falda, y a ponerme nerviosa cuando se hacían las doce y no tenía noticias; renovadas angustias y diálogos interiores convenciéndome de que nada malo debía haberles ocurrido, porque a esa hora ya lo sabría. Hasta que me hablaron Patricia primero y luego Celia con sus vocecitas argentinas. Gran alivio, por fin.  
Cuando por la noche llegué a casa, Inca se volvió loca saltando, lloriqueando, baboseándome, moviendo la cola. La encontré al principio medio dormida y como resignada al abandono, y en su alegría parecía decir, “bueno, yo creí que iba a ser peor”. En cambio el gato, impertérrito, echado en un rincón, se limitó a estirarse y a refregarse entre mis tobillos.
Ayer me acerqué a la Plaza de Mayo cuando la gente que se congregó frente a la revista Noticias se iba acercando para manifestar frente a la Casa de Gobierno. Todo el mundo llevaba pancartas con la foto de José Luis Cabezas, y los gritos eran “JUSTICIA”, “NO TENEMOS MIEDO” y “ CABEZAS, PRESENTE”. Era conmovedora la unidad en los ánimos de todos, tanto como el minuto de silencio del cual no pude participar una hora antes, pero que mostraron en el noticiero de las doce de la noche. 
Qué  raro me parece que hoy todo el mundo proteste por estas causas (hace veinte años hubiera sido exponerse a una masacre, o a desaparecer en las sombras de una noche cualquiera), pero que se aguante tanta indignidad en lo que respecta a la política en general. Parece que la gente sólo tiene capacidad de reaccionar cuando ocurre una desgracia violenta, pero ante la muerte taimada que nos va minando lentamente a todos, nadie se moviliza.
Por momentos sentí la escalofriante sensación de estar frente a un demonio a quien no hacen mella las protestas, pero no, es lo único que nos queda, gritar, pelear, aunque sepamos que está todo podrido, no hacerlo sería darles a nuestros hijos el peor ejemplo.
¡Hijos! hoy es mi cuarto día sin ellos. Esta tarde, después del trabajo me iré a una exposición de fotografías de Cabezas. Pobre tipo. En su vida se habrá imaginado que iba a terminar siendo un símbolo, una bandera, ni que alcanzaría tanta trascendencia después de su muerte.
El próximo fin de semana no iré a Paraná, no solamente porque no tengo plata, sino porque me quiero quedar en casa, intentar disfrutar de la soledad, e ir al casamiento de Adolfo por la tarde. Después no sé, tal vez me vaya al cine, o a lo de alguna amiga.
Y llegué  al día quinto. Ayer me llamó María Laura y quedamos en que viajaré el segundo viernes de marzo a Paraná. Fue una lástima que no pudiera venir al casamiento de nuestro amigo. Fue muy pomposa la ceremonia, hasta un poco ridícula, pero como le tengo tanto cariño se lo perdono. El muy sinvergüenza me pegó un abrazo cuando me acerqué a saludarlo en el atrio, que si no hubiera sido que se estaba casando, quién sabe qué derivaciones tenía semejante apretada...
El domingo lo pasé sola y tranquila en casa; salí por la mañana a andar en bicicleta, comí cualquier cosa, leí el diario, dormí... Y preparé la casa para recibirlos, puse sábanas limpias en las camas de todos
Volvieron los adorables monstruitos: con sus vociferaciones, con sus gritos, sus risotadas, sus olores a chivo. Hablan los cuatro a la vez para contarme sus aventuras; se divirtieron, se rieron de sí mismos y de los demás; conocieron lugares nuevos, disfrutaron de la naturaleza, la destruyeron un poco matando peces y trayéndose medio cerro en forma de piedritas multicolores. Me alegro de haberles enseñado a ser libres, libres de mente y de cuerpo. Creo que son felices, todo lo felices que pueden ser a pesar de sus carencias.

A estos mismos chicos, exactamente dos años después, luego de cenar una noche de los primeros días de marzo, me puse a leerles algunos párrafos del libro “Patas Arriba – La Escuela del Mundo al Revés”, de ese hermoso escritor uruguayo que se llama Eduardo Galeano. Los uruguayos en general, y su país, me resultan entrañables, queribles, pero en particular hay cuatro de ellos que me conmueven hasta los tuétanos: Artigas, Benedetti, Zitarrosa y Galeano.
Pues bien, con el televisor apagado, que es una bendición, comencé la lectura a mis hijos: 18, 15, 14 (Patricia, María Celia y Eva) y 12 años (Fernando), los cuatro sin papá desde que eran muy chiquitos por obra y desgracia de una leucemia hija de puta. Sus caritas fijas en mí, y sus oídos pendientes de las palabras, bellas como joyas, duras como la verdad que duele. A duras penas pude terminar de leer el acápite del capítulo “Los alumnos”, en la página 11, porque una angustia incontenible (¡otra vez! ¿será la misma?) me ahogó, y me puse a llorar mientras decía con palabras de Galeano: “Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños.”
Ellos me abrazaron, me contuvieron, lloraron conmigo, y cuando pude hablar nuevamente les expliqué mis motivos. Ellos gozan de la magia y de la suerte de ser niños, a pesar de la maldita escuela del mundo al revés. No están al margen de ella, también los toca su repugnante pedagogía, pero tienen herramientas con qué neutralizar tanta mierda. Sin embargo, mi angustia y mi llanto fueron (son) producto del miedo de que sucumban, de que sean tragados, de que se vuelvan tilingos, insensibles, de que se deshumanicen. Pero no: poder leerles a Galeano, poder llorar con ellos, y ser una familia de osos abrazados, y conversar de todas estas cosas, los hace fuertes, los vacuna contra la tilinguería, les mantiene viva la sensibilidad, les fortalece la humanidad. Cultivan amistades, salen, juegan, aman las plantas y los animales, dicen lo que sienten y se hacen valer. No son temerarios, pero tampoco son miedosos.
La mayor asumió su rol y abrazándome me dijo, casi en tono admonitorio: “¡Mami, mami, vos y tu miedo de equivocarte!”

Hurlingham, 21 de Marzo de 1999.




miércoles, 23 de marzo de 2011

¡LA INSEGURIDAD NO TIENE LÍMITES!



Hace más de diez años, mientras esperaba mi turno para alquilar una película en un video club de la calle Boedo y Venezuela, escuché al dueño del negocio contar una historia verídica, ocurrida a una mujer de su familia. Ese relato me quedó resonando por varios días, y como me ocurre muchas veces, cuando lo tuve bien masticado me senté a escribirlo todo de un tirón. Después vino la etapa del pulido, de las correcciones, siempre necesarias. 
Pasó sin éxito por algunos concursos, hasta que en 2006, fue publicado en la revista literaria Babilonia, con ilustraciones de Damián Foresti. 
Para mí la mayor satisfacción fue que el "dueño" de la historia, el que desprevenido se la contó a un cliente mientras yo esperaba con el oído atento, cuando se la llevé escrita se mostró muy complacido, y luego de leerla, mucho más, no tuvo más que elogios y agradecimiento, por lo que me sentí absuelta por el hurto. Y así ando por la vida, escuchando e imaginando, masticando hasta llegar al momento de la acción, artera y premeditada, de ponerme a escribir...

(La revista Babilonia fue un emprendimiento cultural como tantos, hecho a pulmón, sin auspicios ni publicidad que duró, previsiblemente, muy pocos números...)



(Además de la edición de la  revista, en el sótano de la librería Babilonia, en una galería sita en Talcahuano y Marcelo T. de Alvear, se llevaron a cabo exposiciones fotográficas y pictóricas.)

(El staff permanente de la revista estaba integrado por Alejandro Duarte (Director) y Olivia Busse (Directora Ejecutiva). Me pregunto dónde estarán ahora y si seguirán emprendiendo aventuras inciertas...)


RESPIRACIÓN

Encontré la toalla blanca con una mancha que no tenía más temprano. Una mancha como las que dejaba cuando era chica y me lavaba las manos apurada y mal, y toda la suciedad quedaba en la tela. No me explico cómo pude descuidarme tanto, a veces creo que la vejez viene a pesar de mí misma, a pesar de que no creo en ella.

Cuando mis padres empezaron a mostrar signos de senilidad yo me propuse controlar el advenimiento de mi vejez, y supuse que la mejor manera sería tomar plena conciencia de los actos propios de una persona anciana. El problema es que se toma conciencia una vez que la cosa ya sucedió: yo era tan pulcra y cuidadosa que jamás me hubiera secado las manos hasta no tenerlas perfectamente limpias. Al decir era tan pulcra estoy aceptando que algo ha cambiado, pero no puedo precisar qué. Desde que él se fue vivo sola en esta enorme casa, a pesar de que mis sobrinos no se cansan de aconsejarme que la venda y me vaya a un departamento más céntrico.

Él, mi adorado Guillermo, se fue al cielo una siesta de primavera. Nos acostamos a dormir como todos los días. Habíamos almorzado una cazuela de mariscos bien sazonada con condimentos picantes, y bebido vino blanco del seco, como él decía que debía beberse con los mariscos, para despertar el duende ardoroso del amor. Pero entre nosotros ése ya no se despertaba: estábamos en una etapa en la que nos peleábamos por cualquier nimiedad, como que él me cambiaba los objetos de lugar y yo, según Guillermo, era terriblemente descuidada con sus pertenencias. También  su gordura me molestaba y tal vez él ya no me sentía atractiva.
Antes de dormir yo había dado mi vuelta  a la manzana para no tener pesadillas. En cambio Guillermo no quiso caminar porque estaba muy cansado. Su cara se había puesto colorada como una manzana. A pesar de todo, tuve pesadillas: soñé que un pedazo de mampostería se desplomaba sobre mí porque un ave gigantesca y negra caminaba por la terraza. Los escombros me aplastaban y no podía moverme ni siquiera para respirar. Me desperté transpirando y casi asfixiada, y aun despierta el peso de los escombros me oprimía el pecho. Deslicé mi mano y toqué una piedra helada: era el brazo sin vida de Guillermo. Me pregunto cuál habrá sido su último sueño, pero al menos en el instante final quiso abrazarme y eso me llena desde entonces de una secreta vanidad. 

Cuando volví del cementerio no lo noté porque había un murmullo constante en la casa: mis hermanos, hermanas, cuñados, cuñadas y sobrinos, los amigos de Guillermo, mis a         migas, todos tomaban café y charlaban, y hasta se reían y me arrancaban alguna sonrisa recordando algún episodio familiar de tiempo atrás. Me dolían los ojos de tan hinchados,  y en cuanto me quedé sola dormí durante dos días. Entonces sí, al despertarme escuché el silencio de la casa, que no era sólo falta de música o de conversaciones. Podía oír el tic tac de los relojes y el canto de los pájaros en el jardín, pero el silencio era, sobre todo, la ausencia de su respiración; me dí cuenta de que me había quedado sola porque ya nadie respiraba cerca de mí.
El duelo transcurrió sin sobresaltos durante el año siguiente. Luego empecé a sentirme cómoda en mi soledad, y a llorar discretamente al comenzar septiembre y ver los brotes reventones del ciruelo, que para el aniversario de la muerte se convierten en flores blanquísimas. Eso hasta hace unos meses en que un inquietante ritmo de respiración empezó a hacerse oír en algunos momentos del día, o de la noche. La menor de mis sobrinas estudia psicología y muy dulcemente mencionó la palabra esquizofrenia.

Cierta madrugada me desperté y creí sentir la presencia de Guillermo nuevamente cerca de mí. Y es que el silencio absoluto que era la muerte de su respiración se había disipado. Alguien o algo respiraba bajo el mismo techo que yo. No tuve miedo, ni lo tengo ahora al encontrar (como cuando él vivía) los objetos cambiados de lugar, o la toalla blanca manchada de suciedad. Porque dudo entre creer que fui yo que me estoy volviendo vieja, o el fantasma de Guillermo. ¿Por qué tendría que temerle? Si es él, nada malo puede pasarme. Y sobre todo, por las noches me reconforta escuchar el ritmo de su respiración, porque  inclusive ahora respira mejor, sin esa  tensión, sin ese esfuerzo que le imponían las arterias obstruidas que lo llevaron a la tumba.
Lo que me resulta extraño es encontrar huellas de alguien que ha comido sobre la mesa de la cocina. Una mañana, al ir a preparar el desayuno, hallé un jarro con leche tibia sobre una hornalla. Es verdad que a veces Zulema, la mucama, llega antes de que yo me levante y desayuna, pero aquello ocurrió un  jueves, y Zulema sólo viene a limpiar los lunes, miércoles y viernes. No he hablado con ningún médium, pero antes de  todo esto no sabía que los espíritus comieran o tomaran leche, será porque no estaba familiarizada con la muerte. Lo extraño es que parece ser que después de muerto le cambiaron los gustos a mi adorado Guillermo, porque la última vez que bebió leche fue hace treinta años: hacía poco tiempo que vivíamos en esta casa, no teníamos heladera y yo  había olvidado dejar la leche al sereno. Por la mañana  estaba cortada y él no lo advirtió hasta que se encontró con ese sabor agrio en la boca. No sólo se disgustó conmigo sino que nunca quiso volver a probar otra cosa que café negro o té de la India.                                                         

Al fantasma le gusta cualquiera de las habitaciones de la casa para estar durante el día, porque sus huellas aparecen indistintamente en una o en otra. Zulema se queja de las colillas y cenizas que encuentra desparramadas por el piso y cree que el culpable es mi sobrino Amílcar, el único fumador de todos. Yo no discuto con ella, no le he mencionado la presencia de Guillermo en la casa porque temo que se asuste y no quiera volver. En cambio no protesta por las cáscaras de nuez o los papeles de chocolate,  sólo suspira y dice “¡Cómo nos cambian los años, señora, quién diría!” Sin embargo, la única habitación en donde el fantasma pasa la noche es la mía, la que compartimos durante tantos años, y eso me reconforta porque entonces me siento acompañada y me duermo en paz.
La primera vez que les conté a mis sobrinos parte de esto que estoy viviendo (si les cuento todo me mandarán al manicomio sin pedirme opinión) me dijeron que tal vez no estaba durmiendo bien, o que a lo mejor me convendría hacer un viaje de placer con otros ancianos de esos que van a darse baños curativos en Río Hondo, me ofrecieron su casa para pasar una temporada, en fin, diversas alternativas para distraerme y cambiar de aire. Y por supuesto, lo de vender la casa. Lo último que haría en mi vida es deshacerme de este solar. No me hallaría en ninguna otra casa que no tuviera estas cinco habitaciones, este  comedor cálido y amplio, estos baños cómodos, esta cocina soleada en invierno y fresquísima en verano. Pero sobre todo, ¿cómo abandonar su fantasma? No  tengo la seguridad de que se vendría conmigo a cualquier otro lugar. 
  
Hace dos noches, después de limpiar las migas de pan que él dejó sobre el mantel (siempre el mismo incorregible, en vida jamás conseguí que colaborara en lo más mínimo con las tareas domésticas) y de lavar el vaso con restos de vino tinto escuché que salía hacia el patio por la puerta del estudio, lo que me hizo dudar de si debía dejar todo cerrado con llave o no, pero luego me di cuenta de que los fantasmas entran y salen por donde quieren, así que por miedo a los vivos cerré nomás y me fui a dormir. Parece que anduvo de juerga, porque no escuché su respiración durante el resto del tiempo. Ayer por la mañana encontré la manta de llama catamarqueña tirada en el umbral de la puerta trasera, y me conmovió comprobar que había dormido casi a la intemperie. ¿Entonces debí dejarle alguna puerta abierta? Pobrecito.


jueves, 3 de marzo de 2011

CUENTOS SIN PERMISO

Este es el título de un libro editado por Vinciguerra en el año 2000, presentado en la Feria del Libro de ese año. Es una antología de cuentos de escritoras argentinas, premiados en el Concurso Interamericano de Cuentos de la Fundación Avon con la Mujer, en sus ediciones de 1998 y 1999.  


El prólogo es de Angélica Gorodischer, una de las integrantes del Jurado, también integrado en aquella ocasión por Isidoro Blaisten y María Esther Vázquez. Transcribo un párrafo de la contratapa:


"El fervor y el humor, la ambigüedad y la desesperación, la poesía y la música de la lengua imponen su esplendor en estos cuentos, y confirman la excelencia de la última literatura escrita por mujeres, y la feliz idea de la Fundación Avon para la Mujer de reunirlas en esta estupenda antología de Angélica Gorodischer"
Isidoro Blaisten