jueves, 7 de octubre de 2010

CAPÍTULO SIETE

A las seis y media de la mañana del 23 de noviembre de 1977 hacía quince minutos que se había levantado a  estudiar. Para no despertar a su sobrino que dormía en la misma pieza se fue a vestir en el baño. Le pareció  oír unas voces extrañas, voces de hombre, tal vez en la vereda, pero era raro a esa hora. Después, cuando el chico dijo que él había escuchado “la voz de Dios”  a Renata le corrió un frío por la espalda. Sentada en el inodoro con su camisón celeste calculaba que le faltaban veinte días para el examen, pero ella quería que fuera para un diez, porque uno de los integrantes de la mesa era un profesor de quien estaba perdidamente enamorada. Casi un mes antes el corazón se le salía por la boca pensando cómo haría para no morirse de los nervios llegado el momento. Cuando se estaba lavando la cara (jamás lo podría olvidar porque lo hacía mirándose en el espejo y sus pupilas dilatadas se le grabaron para siempre en la memoria), desde la ventana le llegó el rugido de una bestia que se acercaba, un bramido escalofriante al que en fracciones de segundo se sumó primero la vibración, después el sacudimiento del suelo, de las paredes...
 Es tan pobrecito el lenguaje, tan limitado, que lo que ocurre en lo que lleva un suspiro, no se puede contar sino en largos minutos de palabras y palabras trabajosas que no alcanzan para reflejar lo vivido. Ni siquiera la mente recordando resulta tan veloz como al momento de suceder las cosas, cuando percibe, razona, decide, actúa.
La electricidad se cortó. Renata desechó todo intento de vestirse, y salió con su camisón celeste, primero a despertar al sobrino, para luego saltar hacia la pieza de la hermana que dormía con su beba de dos años. Había que salir afuera rápidamente, porque nunca una casa, por más antisísmica que fuese era garantía de seguridad. Iban las dos chicas y los dos niños en fila india hacia la puerta de salida, y las paredes del comedor se balanceaban como la cabina de un barco. Se trabó la llave, y durante unos segundos creyeron que quedarían atrapados. Al fin la cerradura cedió y corrieron a abrazarse al tronco del enorme pino de la vereda. No en vano habían aprendido que las raíces de los grandes árboles son una defensa contra las grietas que suelen abrirse en el suelo. La calle se ondulaba como un río crecido. Al bramido estremecedor de la tierra en movimiento se sumaba el griterío de la gente, los cacareos y chillidos de aves, los aullidos de los perros. Enseguida empezó a ahogarlos la nube de polvo que se levantó del derrumbe de una antigua bodega que funcionaba a media cuadra, y que conservaba todavía algunas paredes de adobe. A nadie le importó verse en el medio de la calle en ropa interior, ni que los vecinos lo vieran. Aquel infierno duró dos interminables minutos, y nunca como en ese instante Renata tuvo la verdadera noción de lo relativo del tiempo. Cuando el temblor terminó, su sobrinita, en brazos de la mamá dijo:
-          Pashó el ten...
Es que a cien metros pasaba habitualmente el Ferrocarril San Martín, que todavía en ese tiempo tenía su línea entre Retiro y San Juan, pasando por Mendoza. 
Cuando estuvieron seguras de que había cesado todo regresaron a la casa, pero entraron con muchísimo cuidado, verificando que no se les cayera un trozo de cielorraso encima. El niño estaba aterrorizado, y tuvo primero una lipotimia y luego vómitos y diarrea como consecuencia del susto.
Renata encendió una radio a pilas: las emisoras locales estaban mudas, a causa del corte general de energía. Era otro de los mecanismos de seguridad previstos para casos de sismos intensos: pasado cierto grado, un sistema automático interrumpe el suministro. Sintonizó una emisora de Chile que ya estaba dando cuenta del temblor, aunque todavía no había precisiones sobre dónde había sido su epicentro.
Su cuñado estaba en Buenos Aires, y sus padres en La Rioja. Habría que enviar urgentes telegramas para avisarles que estaban sanos y salvos, especialmente porque en Buenos Aires la prensa siempre se caracterizó por exagerar todo cuanto tuviera que ver con desastres ocurridos en las provincias. Era la manera más segura de vender más diarios cuando todavía el periodismo escrito tenía una incidencia mucho mayor que la televisión. Al rato empezaron a llegar amigos para ver cómo estaban. Todo el que contaba con alguna movilidad se ocupó de hacer la recorrida entre familiares y conocidos para interesarse por su estado físico y el de sus pertenencias. Renata aprovechó para ir hasta el Correo Central a mandar los telegramas con Elías, uno de los amigos más queridos, esa clase de gente generosa y solícita que siempre está a mano cuando hace falta. La cola para los telegramas llegaba hasta la calle. Desde pleno centro de la ciudad, hacia el este, se veía una colosal nube de polvo. 
A eso de las nueve de la mañana ya se sabía que el epicentro había estado cerca de la Sierra del Pie de Palo, y que la ciudad más afectada por el terremoto más intenso en los últimos treinta y tres años era Caucete, a menos de treinta kilómetros de San Juan. 
Dentro del correo, Renata sintió de nuevo que se le erizaba la espalda cuando vio el gran reloj eléctrico en la pared, parado a las seis y treinta, la hora fatídica en que comenzó la catástrofe. La ciudad de San Juan había resistido, salvo algunas grietas en paredes y roturas de vidrios, vitrinas, vajillas. Pero hacia el este el panorama era horroroso. El suelo se había abierto en grietas de más de dos metros de ancho y profundidad incalculable; había aflorado agua caliente de napas cargadas con azufre. Las bodegas habían perdido ríos de vino: miles de damajuanas de tintos viriles rotas y esparcidas en medio de una laguna morada; toneles de aristocráticos espumantes rajados desparramando su contenido; botellas pulverizadas de mistelas y oportos atrayendo con su dulzor nubes de moscas.
Además de los cientos de muertos aplastados entre escombros o tragados por las grietas, hubo quienes, presas del pánico se arrojaron por ventanas de pisos altos dando un estúpido fin a sus vidas, en un afán absurdo de matarse para no morir. También las pestes amenazaban proliferar en medio del calor del verano inminente.

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