martes, 26 de octubre de 2010

CAPÍTULO DIEZ

CAPITULO X
 Raúl sólo conoció fragmentos de esta “amistad” surgida entre su mujer y un locutor de radio. En verdad, era apenas un dato más de una realidad trastabillante, que se le venía cayendo y deformando día a día. Esa mujer a la que se había aferrado más como a una madre que como a una hembra, se le iba disipando en una niebla de silencio. Renata se le volvió inescrutable. Lo rechazaba en la cama, y si él le insistía se suscitaba una discusión de gritos ahogados para no despertar a los niños. Ella siempre terminaba llorando.
Renata se le iba yendo, a pesar de que se pasaba el día metida en la casa y salía únicamente para sus sesiones de análisis. Él logró que se decidiera a iniciar una terapia, pero no le gustaba el psicólogo que había elegido por recomendación de su hermana. Raúl ya había metido a esa cuñada en el saco de las “separadas putas”, y temía que Renata le siguiera los pasos. Estaba convencido de que el psicólogo la alentaba para eso. Cometió la torpeza de decirlo en medio de una de las habituales discusiones, con lo cual logró que ella se afirmara en la elección.
Los niños no estaban ajenos al proceso de deterioro de esa relación, y si bien no presenciaban las peleas, percibían el clima hostil. Raúl sufría porque nunca le dijeron papá. Lo llamaban por su nombre, y Renata se encargó prolijamente de que no olvidaran a  su verdadero papá. En cada dormitorio había un retrato suyo y se hablaba de él con naturalidad.
Después de las peleas de alcoba Raúl trataba de suavizar el clima trayendo regalos. A Renata eso la sacaba de quicio, y el resultado era una nueva pelea. En una ocasión, dejó un paquete con moñito sobre la mesa de luz durante una semana. Lo tuvo que abrir forzada por Raúl, y cuando vio que se trataba de los Veinte Poemas de Neruda, se indignó todavía más. Para colmo Raúl escribió una dedicatoria  como si fueran dos noviecitos en pleno romance. El libro terminó en el tacho de basura, y cuando él quiso salvarlo, estaba verde de la yerba húmeda del mate y adornado con cáscaras de papas.
En su debilidad Raúl utilizaba el argumento del matrimonio como compromiso indisoluble, sobre todo ante Dios. Renata más bien se cagaba en Dios, así que cuando por fin accedió a un encuentro personal con Pedro, lo hizo dispuesta a todo.

Aquella tarde en que Pedro le dio su teléfono Renata corrió a buscar a su hija que esperaba en el Instituto. Llegó agitada, creyendo que la nena estaría angustiada, y este sentimiento de culpa le empañó la felicidad que la llamada de Pedro le había provocado. María no estaba en el hall de entrada, así que Renata se puso a recorrer salones. La encontró muy contenta en un aula donde se daba una clase de pintura sobre tela, rodeada de señoras, la mayoría amas de casa que tomaban cursos para matar el aburrimiento. Ellas estaban encantadas con la presencia de la niñita de bucles castaños y ojos pardos que hasta había opinado sobre qué colores utilizar. Renata resopló aliviada; María corrió a su encuentro, y lejos de hacerle reproches por su tardanza, le mostró lo que había dibujado en la clase del día. Al salir se cruzaron con la profesora, quien sí tuvo un gesto condenatorio hacia la madre olvidadiza, pero ella inventó una excusa elegante y salieron, con el tiempo justo para retirar al más chiquito de un cumpleaños. Mientras preparaba la cena, deshojaba una imaginaria margarita: “¿lo llamo, no lo llamo? ¿lo llamo, no lo llamo? Lo llamó. Urgentemente; antes de que volviera Raúl. ¡Ay, cómo le martillaban las sienes cuando iba marcando!
 -          9…. 7…. 5…. 8…. 3…. 0…¡tuuuuu! ¡tuuuuu!
-          ¿Diga?
Renata perdió la visión, el aliento, la vida…  
Podría ser una gran desilusión; se lo imaginaba panzón y pelado.
Su voz era demasiado hermosa para pretender que se
correspondiera con una cara y un cuerpo hermosos. Pero era tan 
intensa su comunión espiritual que valía la pena el riesgo. Por otra parte, su psicólogo la  
alentaba a no dejar esa deuda pendiente consigo misma. El día elegido fue justamente a la 
salida de la sesión de terapia. Pedro terminaba casi a la misma hora de grabar un programa 
que se emitía por la noche en otra emisora. Acordaron encontrarse en un café en la esquina de 
Pueyrredón y Berutti.

-  ¿Cómo haré para conocerte? -  preguntó él.
-  Llevaré unos anteojos de sol en la mano.
-  ¿A las tres y media?
-   A las tres y media.

Obviamente, durante la sesión de terapia sólo habló de este acontecimiento que le iluminaba la vida, en momentos en que por otro lado hubiera deseado morirse por haberse casado con Raúl.
El psicólogo le descerrajó:
-  Sabés que vas a una cita amorosa, ¿no?
Ella se excusó diciendo que, bueno, iba a conocer a una persona muy especial, que la comunicación espiritual, que la telepatía…

- Será un encuentro entre un hombre y una mujer. Tenelo en cuenta.

De manera que salió del consultorio. Eran las tres de la tarde, pero el cielo estaba oscuro. Cuando subió al colectivo empezó a llover. Bajó en Santa Fe y Pueyrredón y se metió a un bar para esperar que pasara el chaparrón. De paso, frente al espejo del baño se arregló un poco el pelo y se retocó el maquillaje. Salió de allí y fue caminando por Pueyrredón pegadita a la pared para no mojarse. Se sentía ridícula con los anteojos de sol en la mano pero esa fue la consigna acordada con Pedro.
Entró en el café  San Miguel a las tres y media en punto. Estaba casi vacío, algo natural en ese horario de un día laborable. Descartó como posibles Pedros a los pocos señores dispersos en algunas mesas. "Es la hora de la verdad", pensó, recordando la frase de los toreros cuando se hallan frente al toro,  y quizá frente a la muerte. Terminó de acomodarse en su silla y colocó los anteojos de sol sobre la mesa, cuando sintió detrás de ella un profundo barítono:
-  Renata – en tono afirmativo. Pedro no le estaba  preguntando si era ella, la estaba 
nombrando, como Adán a Eva, al nombrarla se la estaba apropiando.
Venía con un maletín en la mano, de traje oscuro pero sin corbata. No, no era panzón, ni pelado. Altísimo, delgado. Se inclinó hasta ella y se saludaron con un beso.
-  ¿Cómo estás? - le preguntó, y se sentó frente a ella.
Renata no podía contestar con la verdad: "¡Nerviosa, muerta de miedo, cuánto me alegro de que no seas horrible, ¿y ahora qué hago? ¡¡¡¡Mamáaaaa!!!!"
- Bien, muy bien. Haciendo el ridículo con estos anteojos de sol…
El mozo se acercó, pidieron café. Pedro le contó que radio Rivadavia quedaba a la vuelta, a una cuadra; ella ya lo sabía pero lo dejó hablar, unas primeras palabras anodinas sirvieron para aflojarse porque los dos estaban un poco tensos.
Renata se sintió rápidamente cómoda. Estuvieron una hora y media conversando.
Visto a la distancia aquel encuentro con Pedro fue, además de una aventura que le puso sabor a sus días, el hallazgo de una lente con la cual ver la vida de diferente manera. Es posible que él utilizara su programa de radio “para levantarse minas” como toscamente y sin ninguna objetividad había dicho Raúl. Pero en todo caso Pedro también era un alma solitaria con su respectivo cuerpo hambriento de amor.
Renata le había perdonado que luego se esfumara, huyera de cualquier compromiso. Vista a la distancia, fue una relación que debía durar poco, porque fue intensa, porque fue rica, porque le dejó esos recuerdos imborrables de los que le gustaba nutrirse.  Pero además, Pedro le ayudó a abrir una puerta por la cual pudo salir de la cárcel en que se hallaba. Fue él quien la sostuvo, aunque más no fuera con esos encuentros sin compromiso cuando definitivamente Raúl se hundió en la neurosis depresiva y ella necesitó fuerzas para decidir internarlo, continuar sola con sus dos hijos pequeños, salir a buscar trabajo.
La postergada visita a la radio se concretó una semana después de la cita en el bar San Miguel. En ésta la conversación se extendió con varios cafés. Se contaron algo de sus respectivas vidas, haciendo esa selección inconsciente que el deseo de seducir va dictando, con la cual uno va mostrando aquello que puede atraer al otro. Claro que los aspectos oscuros suelen también aparecer solapados, traicioneros, aun en las cosas no dichas. Pero estos se van develando más tarde, y cada cual tiene la libertad de prestarles oídos o no.
- Imaginate que fuéramos el único hombre y la única mujer, sobrevivientes de una catástrofe nuclear. – le planteó Pedro.
Ella lo miró sin saber qué responder, pero él le captó en la mirada una brizna de decepción, como si intuyera que la conversación derivaría en una propuesta inmediata de ir a la cama.
- Más allá de que un mandato insoslayable de la naturaleza nos obligaría a continuar (a reiniciar) la especie, vos y yo seríamos los fundadores de una humanidad feliz. Un hombre y una mujer que tienen nuestra comunicación no pueden sino inaugurar un paraíso.
Qué lejos estaban de eso, pero qué lindo sonaba. Y no podía ser que él estuviera tratando de llevársela a la cama tan pronto. Eso ya vendría, desde luego, a pesar de su pánico inicial, ella quería que llegara, pero nunca en la primera cita. Renata se sintió aliviada y contenta. Pasadas las cinco de la tarde decidieron separarse; él porque tenía un compromiso laboral, y ella porque no quería despertar sospechas en Raúl. Había dejado de llover y el cielo tenía una tonalidad amarillenta que se reflejaba en los edificios de la Avenida Pueyrredón. Pedro la acompañó hasta la parada del colectivo, y en el trayecto le prometió buscar en la discoteca de la radio la música de una película que ella amaba.
Apenas Renata entró a su casa sonó el teléfono:
-  ¿Cómo llegaste? – preguntó Pedro con esa voz acariciante - ¿Estás bien?
Renata no podía creer que un hombre fuese tan solícito y tan delicado.
-  Quería decirte que lo pasé muy bien con vos, sos tal cual te había imaginado. – agregó él.
-  Yo también lo pasé muy bien. Gracias.
-  ¿Vendrás a la radio, verdad?
-  Sí.
Acordaron que sería el jueves siguiente. Ya se las arreglaría ella para inventar la excusa necesaria, poder salir temprano a la mañana y volver recién después de la sesión de terapia.
Fue una semana de ensoñación: el programa resultó una verdadera pieza de artesanía fabricada amorosamente por ese hombre hermoso que lo labraba para ella. Durante los noticieros o las tandas comerciales la llamaba para asegurarse de que lo estuviera escuchando, Pedro estaba tan entusiasmado y tan enamorado que se desvivía por conmoverla. Ella se la pasaba con un nudo en la garganta o con un grito de alegría según fuera el carácter o la intensidad del mensaje. Cuando no eran lágrimas francas y depuradoras, como las que brotaron cuando él arrancó con ese tan poco difundido poema de Borges: “Es el amor/ tendré que ocultarme o que huir/Crecen los muros de su cárcel como en un sueño atroz...” “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo...” “Me duele una mujer en todo el cuerpo...” que ella le había copiado en la vieja máquina de escribir de Raúl y se lo había mandado junto a una de sus cartas. 

Raúl, a todo esto, se había replegado, como si estuviera resignado a perderla. Ya en las conversaciones mencionaban la posibilidad de separarse. Pero él hizo hasta las cosas más descabelladas por recuperar el matrimonio, ya que el amor de Renata, si es que alguna vez lo hubo, evidentemente estaba muerto. Recurrió a los amigos y amigas que pudieran intervenir a fin de hacer recapacitar a su mujer. Habló con una pareja que les había dado el curso prematrimonial en la parroquia donde se casaron, pero ellos no se hicieron cargo del fardo que Raúl pretendía echarles encima. En realidad, eran unos chupacirios como los definía Renata, que emparchaban sus falencias enseñando a los demás la teoría del matrimonio feliz.
Por último, Raúl llamó a su antiguo director espiritual, Monseñor O’Neill. Éste no se alegró mucho al escuchar del otro lado de la línea al ex seminarista que recientemente le había hecho llegar los números de la revista Iglesia y Revolución Nacional que editaba, y en la que se planteaban los dislates más pintorescos que jamás vio, porque creyó que lo requería para algún reportaje o alguna propuesta disparatada. Sin embargo, le guardaba gran afecto personal, y después de unas pocas palabras notó que Raúl estaba acongojado, entonces (nobleza obliga) lo citó para el día siguiente.
Para entonces ya no dormían juntos, desde la última pelea violenta que se suscitó por una estupidez y que provocó que Renata lo echara de la pieza porque verdaderamente ya le asqueaba su presencia física. Raúl se instaló en la habitación de servicio que estaba contigua al lavadero y separada del resto de la casa por  un pequeño patio. Enseguida comenzó a dormir apenas un par de horas por la noche, a deambular por la casa arrastrando los pies, a escribir martilleando el teclado de la Olivetti a cualquier hora de la madrugada. Renata, que tenía el sueño liviano y que estaba como en guardia tratando sólo de proteger a sus hijos de las influencias delirantes, pasaba unas noches de insomnio y terror.
Cuando Raúl volvió de su entrevista con el Irlandés vino directamente a plantearle que debía acceder a hablar ella también con el sacerdote. Ella se negó rotundamente, primero porque no lo conocía personalmente, segundo porque ya había resuelto sus crisis de fe optando por un ateísmo sin culpa, por lo cual el matrimonio como sacramento y el compromiso frente al altar carecían de importancia, y tercero porque no le interesaba en lo más mínimo salvar nada que no fuera su propia persona y sus hijos. Pero él recurrió a su técnica de persuasión provocando lástima, que consistía no en amenazar con suicidarse, ni en plantear que se iría sin tener adónde, solo y desamparado: solamente le repetía hasta el cansancio cuánto la amaba a pesar de sus defectos (los de él), cuánto amaba a esos dos niños, cuánto hubiera querido tener un hijo propio con ella. En fin, Renata accedió a tener una charla con Monseñor O’Neill, pero esta vez no hubo reconciliación, ni volvieron a pasar una noche juntos. Ahora se sentía más segura en su decisión de separarse, y en todo caso, si el sacerdote se ponía del lado de Raúl para darle la lata del matrimonio religioso indisoluble, ella tenía la convicción suficiente de que, analizado desde el punto de vista de lo que debe ser un sacramento, no había tal matrimonio. En su fuero íntimo guardaba el desagradable secreto de haber sentido, en el momento en que un cura los consagraba marido y mujer, en el momento de dar el sí, la terrible conciencia de la monstruosidad que estaba cometiendo, unos deseos de salir corriendo y salvarse, que de no haber primado un estúpido prurito más estético que de otra naturaleza, el temor al ridículo delante de todo el mundo, de no haber desoído a sus instintos, otro hubiera sido su destino. Llegado el caso no tendría empacho en confesarle todo eso al Irlandés. Ahora se trataba de calmar un poco a Raúl complaciéndolo siquiera en este otro manotazo de ahogado que estaba dando. Lo único que no permitió fue que él la acompañara.
-  ¿Vos pretendés someterme a un careo delante del tal Monseñor?
-  No, pero tengo derecho a escuchar qué argumentos le das.
-  Yo no voy a un juicio, ni me voy a confesar. ¿Vos querés agotar instancias para salvar el matrimonio? Yo lo único que quiero es demostrar que no hay arreglo posible.
Dos días después Renata acudió a la entrevista con Monseñor Raymundo O’Neill. Iba con el convencimiento de encontrar un tipo soberbio y antipático, que la trataría con el machismo o la misoginia tan característicos de algunos curas. Se sorprendió por lo afable que fue al recibirla en su despacho de paredes blancas con el único adorno de un crucifijo de madera antiguo y la foto de un grupo familiar en color sepia: una anciana delgada, fibrosa, rodeada de tres hombrones jóvenes (uno de ellos el cura); evidentemente era su madre, y tal vez sus hermanos. Fue muy afectuoso al saludarla, y ella quedó encantada con su voz y su sonrisa.
Tendría unos sesenta y cinco años, pero se veía claramente que había sido un hombre muy atractivo; tenía un aire entre cándido y seductor, y pertenecía a esa clase de religiosos de quienes las mujeres suelen exclamar por lo bajo “¡qué desperdicio!” Cuántas en su época lo habrían dicho...
La conversación comenzó con algunos rodeos. Él tuvo la amabilidad de preguntarle por sus hijos, y mencionó que estaba preocupado por Raúl porque lo había visto muy mal.
- Lo veo como cuando ingresó al seminario. Vos sabrás que entonces estaba saliendo de una crisis muy grave...
- Yo no lo conocía en esa época, padre. Él se encargó muy bien de contarme sólo algunas cosas de su vida pasada.
- ¿Pero sabías que estuvo internado en una clínica psiquiátrica después de pelearse con Celeste?
La verdad era que Renata no había querido conocer demasiado de aquella historia. Sí supo por amigos comunes que conocían a Raúl desde hacía mucho tiempo de esa internación, y que tuvo una crisis nerviosa en el banco donde trabajaba, que terminó cuando le arrojó a su jefe una calculadora por la cabeza. De allí pasó a la clínica de Castelar que le correspondía por la obra social, y si bien le retuvieron el puesto en el banco, fue condenado tácitamente a no ascender jamás. Cuando ella lo conoció parecía el tipo más normal del mundo, y conscientemente trató de tapar toda posible amenaza contra esta relación que prometía ser estable. Era el primer hombre que se le acercaba sin importarle que fuera pobre y tuviera dos hijos pequeños. Ya había tenido un amante casado de esos que eternamente “se están separando” y que en definitiva la usó como la tercera pata para sostener su matrimonio rengo. Por otra parte parecía un signo de salud mental restablecida el hecho de que Raúl hubiera retomado los estudios de Magisterio.
En cuanto a Celeste, la vio una o dos veces en alguna reunión social, y lo único que sabía de ella era que padecía epilepsia y que, pese a su aspecto frágil y dulce era dueña de un carácter de perros. Raúl hablaba de ella con odio, y decía que para lo único que servía era para los ejercicios de cama.
-    Padre, lo único que puedo decirle es que no lo amo. Me equivoqué al casarme con él, y no creo que Dios vea con buenos ojos que dos personas convivan sin amarse, porque le puedo asegurar que se genera un clima violento, nada constructivo puede surgir de una situación semejante.
El sacerdote la escuchaba y con sus profundos ojos azules la compadecía.
-   Querida mía, si se pudiera hacer una estadística, te aseguro que el noventa por ciento de los aparentes matrimonios no lo son. La mayoría de los jóvenes se casa por una exigencia social, y porque todavía hay sectores que necesitan del matrimonio para legalizar las relaciones sexuales.
Renata no podía creer que quien decía esto era lo que ella llamaba un curón. Todavía continuó:
-   Pero el error está en creer que uno se casa para ser feliz por siempre, para amar por siempre. Y ese es el concepto romántico del amor, en el que las parejas se terminan rápidamente porque uno de los dos muere, o mueren los dos.
-   ¿Romeo y Julieta? – se animó a preguntar Renata.
-  ¡Claro! Pero esa es una mentira literaria. En cambio, un sacramento es un compromiso, y todo compromiso implica una carga. Es la cruz de Cristo que uno voluntariamente se dispone a cargar para siempre. Lo que ocurre es que a veces uno no lo medita con la suficiente responsabilidad. Y resulta que lo larga al pobre Cristo con todo el peso, vieja…
Renata estaba encantada con el tono campechano del cura de ojos azules, porque esperaba encontrarse con la perorata que más o menos diría: “Hija, recapacita, tu deber es permanecer junto a tu esposo hasta que la muerte los separe, porque si no te perderás en las calderas del infierno sempiterno…” Por suerte algunos integrantes del clero ya habían modernizado su lenguaje, y como es natural, ese cambio refleja un cambio de actitud. Pero no terminó allí el asombro de Renata. A continuación Monseñor O’Neill se dedicó a hacer un repaso de su vida matrimonial con Raúl.  Ella le contó todo lo que le pareció que debía, inclusive lo del aborto antes de casarse. Y no pudo evitar el llanto, ante lo cual el Irlandés tuvo otra vez un gesto benevolente y compasivo.
-   Creo que debes escuchar a tu corazón. Nadie puede obligarte a amarlo. Lo que no se merece es que lo abandones, pero el papel ya está ajado.
-    ¿ Cómo? ¿Qué papel? 
-    Yo siempre doy el ejemplo del papel que uno arruga con las manos antes de tirarlo al tacho de basura; por ahí uno se arrepiente y trata de alisarlo. Por más esfuerzos que haga, quedan las marcas, nunca volverá a ser el mismo papel liso. Con el amor pasa lo mismo. Se estropea, se arruina, y después no hay manera de componerlo. Entonces, lo único que yo te puedo decir es que no lo tires al tacho de basura.
Renata no lograba entender cómo sabía tanto del amor terreno ese hombre que estaba consagrado a la Iglesia desde los nueve años. Lo supo un tiempo después, en otra charla no inducida por Raúl y que originó su amistad con el Irlandés, como pueden ser amigos una joven y un cura anciano. Al cabo de tantos años Renata lo apreciaba como una de las pocas cosas positivas que le quedaron de aquella relación.

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