viernes, 10 de septiembre de 2010

PRIMER CAPÍTULO

Como ya prometí, aquí publico el comienzo de mi novela, Tarde. Dejaré el prólogo escrito por Vicente Zito Lema para más adelante, porque creo que es demasiado elogioso, y no quisiera que mis lectores se decepcionen.
Desde luego, me encantaría recibir comentarios, sean del talante que sean.




                                                                               CAPÍTULO I
 La última vez que se vieron fue en la esquina de Sarmiento y Carlos Pellegrini. Llegaron  caminando desde el Juzgado y conversando como dos amigos, o menos, como dos pasajeros casuales en un viaje urbano. Ningún transeúnte que se cruzó con ellos pudo suponer remotamente que acababan de cerrar una etapa dolorosa de sus vidas. Se hicieron todo el daño de que fueron capaces, pero lo que pudo terminar trágicamente acabó aquella mañana, con la segunda audiencia de conciliación en su divorcio por mutuo acuerdo.
Claro que no tenían la conciencia de que al despedirse lo hacían para siempre. No podían tenerla, después de haberse casado para siempre hacía apenas tres años, cuatro meses y veintitrés días. Renata la tuvo casi una década después, una tarde en que pasó por esa esquina, por la que había caminado mil veces sin verla. Esa tarde notó que a pesar de los cambios que la globalización posmoderna le había impuesto a la ciudad, en esa esquina seguía estando el mismo negocio con la mercadería dispuesta en el mismo estilo, y la decoración del mismo vidrierista. Tal vez algo en las copas de los árboles, el fragor del tránsito o el aire precursor de la primavera le trajeron el recuerdo que durante mucho tiempo tuvo sepultado. Una tristeza sin angustia le enturbió la precaria paz que lograba cada día como los alcohólico-dependientes: sólo por hoy. Aunque fue apenas una pedrada arrojada a la superficie de un lago, se vio nuevamente saludando con un beso indiferente a un Raúl que sonreía sin rencor. Ella se preguntaba cómo podía sonreír en semejante situación, porque lo único que deseaba era desaparecer lo antes posible; temía que Raúl se arrepintiera del paso que acababan de dar en la audiencia judicial. Bien es verdad que ya el juez tenía elementos suficientes como para dar la sentencia que Renata esperaba, pero Raúl había realizado tantas maniobras para conmoverla y seguir juntos a pesar de todo, había tratado de manipular su voluntad apelando a la culpa, y de seducirla inspirándole lástima, que aquel beso desprovisto de todo afecto fue un alivio. Sus últimos pensamientos fueron preguntas: ¿cuánto le irá a durar esta aparente cordura? ¿Cómo cree que podrá continuar su trabajo de maestro, si en cualquier momento se brota y hay que internarlo nuevamente? Eso sí: ya no sería ella la responsable. Ya no cargaría con el remordimiento de llevarlo al encierro porque era imposible convivir con un tipo que se acostaba a las doce de la noche para levantarse a las tres de la mañana en estado de hiperkinesis; que si no deambulaba sin parar por toda la casa, se sentaba a azotar la vieja máquina de escribir, o se dedicaba a poner estampitas de vírgenes y santos, martillando chinches por todos los rincones. Con el respaldo de un divorcio vincular, la próxima vez se las tendrían que arreglar el padre, o la hermana.
Tampoco volvería a pesar en su conciencia el ser infiel. Todas las veces que se acostó con Pedro lo hizo por amor, y porque lo necesitaba para ella, para su equilibrio, pero era inevitable, en algún punto, recordar que Raúl estaba allá, en Castelar, encerrado en un loquero.
Casi diez años después podía recordarlo bien, sin el tormento de la culpa, pero también sin el dolor de haberlo visto degradado por la enfermedad. Desde aquella mañana de octubre a la salida del juzgado, hasta esta tarde de septiembre en la misma esquina de Sarmiento y Pellegrini, había pasado mucha agua bajo el puente. Renata  había arrojado el recuerdo de Raúl al agua, pero cada tanto asomaba a flote, como el cuerpo de un ahogado. En una ocasión, Irene le contó que se lo había encontrado en el colectivo.
-          Está como paciente ambulatorio en el Borda.
-          ¿Cómo, en el Borda…?
-          Y, sí, porque se quedó sin obra social. Lo echaron del trabajo.
Además de estar desocupado había muerto su padre, el forjador, en gran medida, de su locura.
Al menos no seguía encerrado. Las pocas veces que Renata fue a visitarlo a la Clínica de Castelar salió presa del horror. Allí conoció al General Lavalle que lloraba bajo un magnolio por haber mandado a fusilar a Dorrego. Renata creía que los delirios con personajes históricos eran producto de la imaginación de los humoristas, como el remanido caso del loco que cree ser Napoleón. Sin embargo, en esa clínica había también quien con toda convicción se presentaba como Manuel Belgrano. Era un hombre de vasta cultura, descendiente de una familia patricia y todo el peso de la historia había recaído sobre su endeble estructura confinándolo en un manicomio. ¿Cómo estar dignamente a la altura de sus antepasados? Debía ser difícil liberarse de los mandatos del linaje, salvo por un sutil cambio de consonante en el apellido, como los tataranietos y choznos de un ignoto Alzogaray que participó de la batalla contra ingleses y franceses en la vuelta de Obligado.
La clínica psiquiátrica en la que Raúl pasó algunos meses mientras estuvo casado con Renata tenía un melancólico patio arbolado. Funesta sombra, penosamente se colaban algunos rayos de sol entre el follaje, triste todo aquello que era albergue de pobres almas e infelices cuerpos.
En cierta ocasión una interna se le acercó corriendo. Era flaca, de ojos saltones y una sonrisa sardónica dejaba ver sus dientes color nicotina.
-    ¿Cómo te llamás?
-          Renata.
-          ¿Tenés puchos?
Mientras ella abría su bolso para darle un cigarrillo, la loca se le colgó de un brazo, y con la misma sonrisa esculpida pero con una tristeza infinita en la mirada, le dijo:
- Vos te parecés a mi nena- al tiempo que le estampó un beso baboso en la mejilla y le arrebató  el paquete de cigarrillos.
Raúl la llevaba por todos los rincones de la clínica como un buen anfitrión que muestra su casa. Desde los pasillos oscuros se veía a algunos internos echados en sus camas con la mirada perdida en el cielorraso. Otros en cambio parecían contentos, conversando entre ellos o con los personajes de sus delirios. Había quienes miraban televisión, tan enajenados como cualquier mortal en el living de su casa.
Una de esas tardes de visita tuvo miedo de no poder salir más de aquella jaula. Al menos, de no poder salir viva. Fue cuando Raúl le preguntó:
-          ¿Seguís escuchando el programa de Pedro?
-          Sí.
Podría haberle mentido, y si no lo hizo fue por una inconsciente necesidad de hacerle daño, porque si bien le daba lástima verlo en ese medio triste y oscuro, rodeado de locos, en el fondo de su alma deseaba destruirlo, que reventara, que desapareciera de su vida y la dejara en paz. Por eso siguió respondiendo con la verdad.
-          ¿Te volvió a llamar?
-          Sí.
-          ¿Te acostaste con él?
-          ¡Sí, sí, sí!
Raúl quedó demudado. La miraba incrédulo, con esos ojos que el Halopidol le volvía desmesurados.
-          ¿Cómo pudiste? ¿No pensabas en mí?
Renata no pretendía ser cínica, pero tampoco era consciente de que hablaba con un loco y lo sepultaba con su lógica lapidaria:
-          La verdad es que no: pensaba en mí.
Sólo al terminar la frase notó que Raúl había pasado del dolor al desprecio y tenía un dejo de furia en la mirada. Evidentemente la medicación atenuaba sus reacciones, pero igualmente ella sentía crecer dentro de sí la misma fuerza que cuando se enfrentaba con su padre en la adolescencia: miedo. Raúl podía descontrolarse y agredirla. Bastaba conque la agarrara del cuello con sus manazas. Igual que aquellas cachetadas tardías que le propinaba su padre por haberse quedado en la vereda con la barrita de adolescentes que eran sus amigos de entonces. Por eso ella lo miraba fijamente sin contestar, el miedo la fortalecía y lo desafiaba. Al padre años atrás, a Raúl ahora.
-   Voy a pedir la anulación del matrimonio. Nosotros no somos un matrimonio. – dijo él convencido – Yo tengo contactos para llegar hasta el Vaticano.
Esas eran las actitudes fundamentalistas que ella odiaba. Aún dentro de lo dramático de la situación, en lugar de llorar, de desesperarse, sólo pensaba en reparar ese estado de pecado mortal por un matrimonio fallido. Ese empeño por mantener las formas, aunque las actitudes fueran absolutamente contrarias a los preceptos religiosos. Ella tenía sobre su conciencia un aborto, un dolor irreparable. Pero fue él quien le pagó billete sobre billete la intervención al doctor Rosenthal, sin titubear un solo instante.
Por otro lado, Renata consideraba afortunado que el cuadro patológico incluyera este delirio místico que lo había atacado meses atrás. Se protegía a sí mismo invocando constantemente a Dios, la Virgen en sus diferentes versiones, todo el séquito celeste.
-          ¿Cómo pudiste?
Ella no le contestó. Estaba allí por obligación, ni siquiera por caridad. Tampoco su relación con Pedro era feliz, era apenas una muleta donde apoyarse para seguir andando, no se pondría a defender algo de lo que dudaba. Estaban sentados en bordes opuestos de la cama. En eso entró el paciente que compartía la pieza con Raúl, y él se puso a contarle:
-          Esta es mi mujer. Se acostó con otro tipo.
El otro la miró con odio. Aun allí los machos se aliaban, por pura conciencia de clase. Renata pensó “ahora me despachurran entre los dos”.
-¡Enfermera!- gritó cuando vio pasar por el pasillo un guardapolvo blanco.
-¿Sí? – le contestó la mujer asomada a la puerta.
Renata no sabía qué inventar, pero al menos logró distraer a los dos hombres.
- Quería avisarle que le traje otro pijama, y éste me lo llevo para lavar – y dirigiéndose a Raúl: - Me voy, ¿necesitás algo?
-   No, gracias – contestó él, abatido, inmóvil al borde de la cama, sin la menor intención de pararse y acompañarla.
Renata aprovechó y de un respingo salió con la enfermera. Cerca de la salida escuchó que alguien la llamaba. Era la loca de los cigarrillos que la saludaba con la mano.
-          ¿La conoce? – le preguntó la enfermera.
-          No.
-          Esa mujer mató a su hija hace unos años.
Se estremeció: una asesina la había besado en la mejilla. También ella había matado a su hijo, también podía terminar loca y encerrada…

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