lunes, 13 de septiembre de 2010

CAPÍTULO DOS

Este fin de semana colapsó Internet, Facebook, Google y la blogósfera, ¿todo por qué? Porque multitudes acudieron a leer esta novela mía, "Tarde", escrita en el último tercio de la era menemista. Sucedió un fenómeno tan masivo como cuando J.K. Rowling saca a la luz nuevos episodios de Harry Potter, que la gente no duerme y acude en tropel a las liberías, pues bien, igual, igualito... Ahí va: 

II

Hay un niño que no está. Su vocecita nunca se dejó oír. Un muchachito sonrosado y rubio que no suda corriendo detrás de su pelota. El rincón de la casa que debiera estar desordenado de juguetes y medias sucias, de figuritas, lápices y papeles de chocolatín permanece aséptico y mudo. El doctor Rosenthal se encargó de impedir su llegada al mundo: una luminosa mañana de diciembre, ocho meses antes de nacer, su vida se truncó en una clínica clandestina del barrio de Floresta. Lo sentenciaron sus padres, lo ejecutó un prestigioso cirujano que tenía en la sala de espera de su consultorio una guía de páginas amarillas de Estados Unidos, donde publican los médicos que practican abortos, porque en aquel civilizado país el aborto es legal. Un ser único e irrepetible, un gran amigo, un artista, un docente, un líder político, un gran amante, un buen padre…tantas cosas pudo ser, pero terminó en una bolsa de residuos. Claro que no fue deseado; claro que si hubiera nacido habría tenido que soportar tarde o temprano que le hicieran sentir su impertinencia por venir al mundo contra toda voluntad, en cuyo caso pudo ser también un resentido, un desalmado, un marginal, un delincuente, un asesino… Lo cierto es que para sus padres fue la primera herramienta con la cual destruirse mutuamente. Porque cuando ese no-niño quiso asomarse a la vida, ella era una viuda reciente, y él, un inestable emocional que no sabía cómo cortar su relación con una mujer casada mucho mayor, un poco porque no la amaba y otro tanto porque el marido era un oficial de la policía federal, que si se hubiera percatado de sus cuernos no habría titubeado sobre qué armas tomar para dejar limpio su honor.
Sin embargo, antes de transcurrido un año, inexplicablemente se casaron. Primero él se instaló con sus escasos bienes personales (libros, discos y una máquina de escribir) en la casa de ella. Tácitamente acordaron esa solución económica, porque Raúl no tenía dónde vivir, ni plata con qué pagar un alquiler. Era la época de la hiperinflación, a fines de los ochenta. Renata se sintió invadida y se daba cuenta de que era una situación forzada, pero su necesidad de un hombre era tal, su autoestima tan baja, que permitió que un extraño se instalara en medio de ella y sus huérfanos. Él la había seducido con unas pocas cartas ingeniosas y con su aspecto de niño desvalido, pero en el fondo de su corazón supo siempre que jamás se enamoraría de él. En la cama era brutal. Nunca la trató con la delicadeza que ella necesitaba. Hablaba todo el tiempo mientras hacían el amor, de modo que ella se sentía objeto de un reportaje erótico. Porque su manera de conectarse con todo placer era en silencio, con los ojos cerrados, hacia adentro, mientras que él la acosaba con preguntas: “¿así te gusta? ¿te das vuelta? ¿ya? ¡ Mirá que me voy!”, en fin, hasta que llegaba el momento final en que él se despachaba frenéticamente y ella se quedaba sin saber qué había ocurrido, y sin posibilidad de intentar nuevamente un atisbo de alegría, porque él saltaba de inmediato de la cama, corría al baño, luego prendía un asqueroso cigarrillo negro y se ponía a leer. Con su primer hombre había sido tan diferente, porque los dos llegaron vírgenes al amor, con los mismos miedos e ignorancias. Se fueron modelando uno al otro, y como se prodigaban mucha ternura, a pesar de las chambonadas iniciales lograron una armonía tangible. Más tarde, cuando Renata se transformó en lo que Raúl, en su visión limitada de las cosas calificaría como “una puta”, aprendió la variadísima gama de placeres que su cuerpo era capaz de experimentar al ritmo del cuerpo de un hombre.
-          ¿Y qué vas a hacer si nos separamos?
-          ¿…?
-          ¡Claro! Qué, ¿te la vas a coser?
-          No voy a contestar semejante brutalidad.
Raúl sólo se oía a sí mismo.
-   Como todas las que se separan, te vas a volver puta. Un tiempo con uno, otro tiempo con otro.
En verdad, Renata fue educada para ser mujer de un solo hombre, y la idea le repugnaba. Pero pesaba mucho más el ansia de romper esa absurda cadena a la que se ató voluntariamente, y cuyo candado atroz era aquel aborto. Sin ser una mujer religiosa vivía en la contradicción de haberlo consentido y sentir el agobio de la culpa.
Mirando hacia atrás, desde el divorcio hasta este atardecer en Sarmiento y Carlos Pellegrini (a sí misma se lo podía confesar sin pudor), ya no le alcanzaban los dedos de ambas manos para contar los hombres que pasaron por su vida. Algunos fueron una estela que se borró rápidamente, otros dejaron huellas profundas. Como Ernesto. Fue, como diría una adolescente, un flash. Solamente de él podía recordar aquel detalle que lo hacía único: el gesto exquisito de, una vez que la había penetrado, apoyarse en la punta de los pies allá lejos, donde termina la cama, y dar un “pasito” hacia adelante, para quedar los dos perfectamente encajados en la obertura de la danza erótica.
Pero con todos estuvo por amor. Y si amar a muchos hombres es ser puta, pues bien, que vivan las putas. Renata sentía una respetuosa lástima por las mujeres que dan placer por dinero. En cambio ella se dio siempre gratuitamente, es decir, por amor, por la ilusión del amor.
Otra tarde lejana, pero de octubre, se encontró con Ernesto; era libre nuevamente por obra y gracia de una reciente sentencia judicial. Con los recuerdos le ocurría como con el diccionario: queriendo buscar un término, se tropezaba, se demoraba, se regodeaba con otros, como cuando acudía a buscar el significado de una palabra. Buscando el significado de su vida se distraía repasando recuerdos…


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