miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA TARDE TRAE RECUERDOS - TERCER CAPÍTULO

Renata está en la esquina de Sarmiento y Carlos Pellegrini, y una imagen, o la brisa primaveral, algo fortuito la lleva a recordar parte de su vida, más de diez años atrás. En eso la dejamos en el capítulo anterior.




III

En Lima el cielo es gris, negro, lleno de humo. De los automóviles, de las fábricas, de las cocinas. Pero cuando llueve, después de llover, azuliiito...
Quién sabe cómo será el cielo de Ecuador. Sé que jamás volveré a verlo para que me lo cuente. Tal vez la felicidad sean sólo ciertos fogonazos de eternidad, raros momentos plenos e irrepetibles. Eso fue Ernesto. Un recuerdo, pero no sólo ahora que no está. Empezó a ser un recuerdo apenas entró en mi vida.
No sé de dónde me viene la afición  por el tipo andino.
-  Es tu forma de reivindicarlos- me dijo mi hermana del otro lado de la línea, creyendo que lo mío es puro indigenismo. Pero esa es su manía de intelectualizar  todo. Yo nunca fui indigenista. Además, en cuestión de amores pesan otras cosas, más bien me inclino a creer en razones misteriosas imposibles de analizar con rigor científico. Lo único que me gustaría saber es cómo se hace para poner alegremente el cuerpo y nada más, dejar el corazón intacto y la cabeza tranquila. A esta altura creo que en la angustia de esta pregunta se me irá la vida. El asunto fue que me metí hasta los huesos con un hermoso descendiente de aimaraes del Alto Perú.
¿Cómo podía saber esa tarde que buscando las tragedias de Esquilo y Eurípides lo iba a encontrar, tan de improviso?
El primer misterio  es por qué entré justamente en esa librería, si en la misma cuadra hay por lo menos otras tres. Apenas lo vi supe que lo conocía de otro lado. Una peña. La búsqueda de las tragedias pasó a segundo plano. Ahora no recuerdo si dejé plantado al vendedor que me estaba atendiendo, o aproveché una distracción suya para deslizarme entre las mesas hasta donde se encontraba Ernesto.
-¿Vos trabajás aquí?
- Sí.
- Me parece que te conozco de algún lado. De alguna peña, ¿puede ser?
- Puede ser- me contestó, y para entonces ya me había cautivado con ese gesto afable de las personas sencillas, con un interés y una simpatía por mí que no tenía nada de artificial, ni una pizca de la fanfarronería del tipo que va sopesando las posibilidades de un levante. No, en este caso era yo la que estaba, en esos breves momentos, calculando que tarde o temprano íbamos a tratarnos con menos ropa y en situaciones y posturas más cómodas y distendidas.
-¿Piedra Libre? - le pregunté casi simultáneamente con el trabajo de mi memoria ubicando esa cara que ahora tenía enfrente.
- Sí, cuando estaba en Independencia
Claro, ahora sí. Lo que no podía recordar era con quién lo había visto; con qué mujer, eso me preocupaba. Pero era evidente que por alguna razón yo había fijado esa imagen. Poco a poco él también fue recordando. Hablamos de amigos comunes, de mi trabajo en la radio. Mientras revolvíamos libros buscando las tragedias me contó que había producido un programa de su colectividad. Yo debía estar radiante. Es que eran demasiados detalles como perlas: los libros, la radio, el ambiente más bien intelectual e izquierdoso, aunque al fin folklórico de las peñas, su identidad cultural. Por ahí creo que viene mi inclinación, nacida tal vez de cierta envidia. Los hombres y las mujeres del Norte llevan en sus rasgos paisaje, música, costumbres, comidas, ropas, danzas y dolores. Yo me veo en cambio como una desteñida muestra del no ser nada, pura duda, pura angustia, pura náusea... Esa tarde en la librería me hallé frente a todas mis pasiones resumidas en esa belleza morena, de ojos inteligentes, con un chispazo diabólico y una expresión algo dura en el entrecejo pero distendida  hacia la comisura de los labios, siempre a punto de sonreír, y al sonreír, unos dientes blancos, parejitos. Un único defecto podía achacársele para su raza, y era su estatura, un atractivo más para mi gusto.
- Boliviano trucho- me dijo mi hermana -¿dónde se ha visto un colla alto?
Ollantay debía ser alto, pensaba yo. El oleaje de la memoria me traía el drama de Ricardo Rojas. Lo leí por primera vez cuando tenía ocho años, y fantaseaba con ser  la Estrella robada por el Cóndor en el sueño del Inca padre castigador. Los juegos vagamente eróticos después de la lectura nocturna me ayudaban a disipar el miedo y a dormirme plácidamente.
No sé cuando se fue. Nunca nos despedimos. Empezó a ser un recuerdo cuando me anunció su proyecto de irse a Ecuador. Habíamos ido a una exposición de arte precolombino en conmemoración del Quinto Centenario. Fue un guía de lujo, porque además de hablar quichua y aimará, y bailar la cueca con gracia gozosa, además de haber sido obrero y sindicalista en las minas de estaño de Oruro, de haber visto en su casa paterna al legendario Che Guevara poco antes de morir,  de haber organizado un motín cuando hacía el servicio mlitar en la frontera con Chile para reclamar los alimentos y ropa de abrigo que nunca llegaban a los soldados porque eran vendidos por el camino, había participado también en expediciones arqueológicas y conocía cada vasija, cada urna funeraria, cada tapiz, su edad, su lugar de origen, los materiales conque fueron hechos, como la palma de su mano. 
¿Cómo no iba a enamorarme desaforadamente de un hombre así, si, además, de cada encuentro amoroso hizo una fiesta, un continuo ejercicio de la dulzura y el júbilo, en la cama, en la ducha, cenando cerca del río o caminando bajo los tilos de alguna plaza?
Me dolió su advertencia; me estaba diciendo: “no te enamores porque me voy”. A partir de ese instante tuve la dolorosa conciencia de que con ese hombre nada podía proyectar, ni soñar. Comenzó a ser más real que una presencia cotidiana: un recuerdo. Está más vivo ahora que si lo tuviera conmigo, y lo llevaré prendido hasta el último de mis desvaríos seniles. Cuando mis hijos ya no sepan qué hacer con la vieja loca que seré, yo recordaré con ternura la delgada trenza negra que le caía por la espalda, bajo la camisa, y que tantas veces mordí en los momentos de locura, que deshice y volví a trenzar otras veces en silencio.
No me propuse hacer nada por torcer su voluntad, ni ser tan maravillosa que lo abandonara todo por 
mí. Nunca supe por qué se fue, por qué en los últimos años había vivido en Perú, en Chile, en las
provincias del norte, antes de pasar a Buenos Aires, ni por qué salió de Bolivia, donde decía tener muchos enemigos.
- Ojo, nena, ¿no será de Sendero Luminoso? - me alentaba mi hermana.
- ¿No andará en el tráfico de drogas?
Una mañana salíamos de un hotel en San 
Cristóbal. Mientras caminábamos por la avenida 
Entre Ríos me habló del cielo de Lima. Fue la última vez que nos vimos. Unos días después llamé a la librería y me dijeron que Ernesto ya no trabajaba allí, y que creían que había viajado. No tenía otra manera de buscarlo, y tal vez fue mejor así. Sin hablarlo nunca habíamos acordado que así sería el final. Tal vez precisamente ahora que yo lo recuerdo, él esté saliendo de un hotel en Quito, y por una calle cualquiera de la ciudad le vaya contando a una mujer cómo es el cielo de Buenos Aires.
  

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