lunes, 20 de septiembre de 2010

CUARTO CAPÍTULO

Esta historia, basada en hechos más o menos reales, más o menos imaginarios, transcurre en los años '90, cuando, si existía la telefonía móvil, su uso era excepcional, no estaba generalizado como hoy en día. Tampoco el correo electrónico era algo todavía posible, así es que la comunicación se limitaba al correo tradicional, de papel, lapicera y estampillas, o bien al teléfono. Y la radio, aunque la televisión ya ocupaba s un lugar importante, no perdió nunca su vigencia, como no la ha perdido en el siglo XXI.





IV

La radio la ayudó a reencontrarse con sus raíces, a conectarse con la niña provinciana que fue. Cuando, después de unos meses de convivencia decidió casarse con Raúl, renunció a su trabajo en la concesionaria. No soportaba dejar a sus hijos solos durante tanto tiempo, y con la pensión que cobraba, más el sueldo de Raúl podían sobrevivir.
Diariamente comprobaba cuán pocas eran las cosas que tenían en común. El se abocaba, fuera del horario de trabajo, a editar una revista archi-nacionalista y católica, con la exagerada pretensión de contribuir a una revolución nacional que sólo era posible en su cabeza. Al principio, Renata colaboró con algunas tareas, pero le resultaba tan arduo adaptarse a sus arranques de dogmatismo no solo de ideas: pretendía que la vida se desarrollara como una organización vertical, y en cuanto esta locura empezó a involucrar a los niños, ella adoptó la actitud de la hembra que protege a sus cachorros.
Todas las mañanas respiraba liberada cuando Raúl cerraba la puerta y se iba a trabajar. La radio estaba prendida desde que se levantaba para mandar los chicos al colegio. La vuelta de la democracia produjo un fenómeno vivificante en ese medio de comunicación: la gente empezó a participar, a manifestarse a través del teléfono, dando opiniones, pidiendo, transformando. Cuando Raúl se iba Renata volvía a ser la dueña de todo en su casa. Ya no tenía que marcharse a la oficina por todo el día; disfrutaba por poder quedarse, aunque fuera a lidiar con las ingratas tareas domésticas. Era eficiente y práctica: todo lo hacía con rapidez, aprovechando el tiempo: lavar la ropa mientras tendía las camas; encerar los pisos, limpiar el baño, cocinar, arreglar el jardín, planchar, con energía y a conciencia, sintiéndose útil y prodigando amor a los suyos a través de su trabajo. Entonces la radio pasó a ser una compañía maravillosa. Y un tiempo después, mucho más que eso.
Cierta mañana, pasando distraídamente el dial escuchó una voz grave y cálida recitando unos versos del peruano Nicomedes Santa Cruz, con el fondo de unas guitarras criollas. 
Fue un hallazgo feliz, y ya por mucho tiempo no podría dejar de escuchar todas las mañanas ese programa. Volvió a sentir la música que de niña le había encantado, cuando en su provincia natal se hizo amiga del folklore. Y la voz cautivante del locutor la fue envolviendo con palabras que le llegaban a lo más hondo, porque él también era un provinciano que en cierta forma había sufrido el desarraigo. Se identificó con él, porque era alguien que deseaba un cambio, una revolución, pero desde la cultura y el arte, desde los afectos que ligan a la tierra, a la historia personal enlazada con la del pueblo. Entonces ella, conmocionada por este descubrimiento, también quiso participar. Alguna que otra vez llamó al programa para pedir que tocaran una canción, o para dejar algún mensaje relacionado con lo que allí se hablaba. Y era una fiesta para el corazón escuchar su nombre pronunciado por esa voz seductora, y su mensaje dicho textualmente, y una respuesta estimulante.
Era tal el caudal de emociones y recuerdos que se movilizaron en su interior, que un día tuvo necesidad de escribir una carta. Fue el comienzo de un cambio insospechado en su vida.

“…27 de agosto de 1990
“Querido Pedro: Hace muchos días, demasiados, que vengo postergando el comienzo de esta carta. Pero hoy se la anuncié por teléfono (me “sacó al aire” sin pedirme permiso), y esto me compromete un poco. No pienso hacer una apología de Pedro Cerezo, ni creo que eso le interese. Lo que ocurre es que cada función del “Teatro de la Mente” que se da por esa FM todas las mañanas, me da tema para escribir, no sé si muchas cartas o si una sola, muy larga. De donde resultará que usted sea mucho más que un entretenedor. Y aunque pida a sus oyentes que no lo involucremos en lo que hacemos (o dejamos de hacer, como es mi caso hoy, en que son las once y cuarto y en lugar de pensar qué haré de comer le estoy escribiendo), quiero decirle que su programa me da pie para expresar, tantas, tantas cosas…
Para comenzar, tomo algo que mencionó ayer: un imaginario campeonato de balero, bolitas, payana…como un chispazo surgió de mis recuerdos el haber jugado a la payana en San Juan, cuando yo tenía nueve años, con una chica que me llevaba siete u ocho, compañera de estudios de mi hermana mayor. Tenía unos ojos increíbles, verdes y enormes. Era hija de un italiano y una siria, pero la raza materna había prevalecido en sus rasgos. Por supuesto, le decían “la Turca”. Era alegre, cariñosa, y yo me sentía halagada cuando, para descansar de sus apuntes de Derecho Romano se sentaba conmigo en el suelo a jugar a la payana. Siempre me ganaba. Eran los años de efervescencia política entre los jóvenes: a ella, junto con mi hermana y un grupo grande de estudiantes los expulsaron de la Universidad Católica de San Juan por su militancia política. Más tarde se casó, tal vez en 1970. Poco a poco fui dejando de verla, y supe después que integraba las filas del E.R.P. A principios de 1976 fue muerta en Buenos Aires. De su marido no se supo nunca nada. Dejaron un niño de cuatro años que estuvo unos meses desaparecido, hasta que su abuela pudo localizarlo. Usted me removió estos recuerdos ayer, y se me ocurrió pensar que yo jugué a la payana con un personaje histórico. Un profesor de historia que tuve en La Rioja decía conocer a una centenaria  vecina del Pozo de Vargas quien conservaba, en 1973, un mazo de naipes robado por ella y sus hermanos a un soldado muerto en la Batalla de Vargas. ¿Qué le parece para poner en escena del Teatro de la Mente semejante cuadro? …pasada la batalla, al atardecer del 10 de abril de 1867, dos niños y una niña de corta edad, curiosos y excitados por el clima violento que percibieron desde su rancho al tronar de los cañones salen a merodear por los terrenos de Vargas, escapados de la vigilancia materna.  Son muy pobres, y la necesidad los sobrepone del horror que les causa ver los cadáveres ensangrentados. Entonces se ponen a revisar los bolsillos de los uniformes. No sabemos si habrán encontrado objetos de valor, pero un vulgar mazo de naipes, impensadamente, llega a transformarse en una pieza histórica…”
“28/8: Buen día, Pedro. Lo noto jocoso, alegre, como ayer, particularmente dicharachero. ¡Vaya si me da tema para escribirle hoy! Me ha puesto una zamba cantada por Tucuta Gordillo. Pero, hombre, ¿no sabe usted que lo escuchamos las mujeres casadas? ¿Por qué nos expone a enamorarnos de esa voz dulce y varonil? ¿Cómo le explico a mi marido que le quemé el cuello de la camisa celeste con la plancha, porque me quedé paralizada escuchando? Recuerdo una versión de “Tacita de Plata” que disfrutaba con una amiga en un departamentito de la calle Vidt, donde viví mi último año de soltera. Oíamos al conjunto de Jaime Torres, a Eduardo Falú cantando Resolana, los Versos del Payador Perseguido por Atahualpa Yupanqui…
Después, como para que yo siga mi viaje al pasado, me mandó “La Golondrina” por Cafrune. Me vi de pronto nuevamente en San Juan, en el comedor de mi casa del barrio Huazihul (un cacique huarpe), en un atardecer otoñal mirando un cielo rojo en el que se dibujaban las siluetas de los álamos atajadores de vientos, y algún barrilete danzando arriba, más alto, queriendo escapar de una mano infantil…  http://www.youtube.com/watch?v=SE8Q_nCFgD0
En ese comedor, sobre el aparador de estilo renacimiento italiano, heredado de mi abuela criolla casada con un gringo canadiense, la radio eléctrica, grande, pesada, de aquellas a lámpara. Por las emisoras locales, noticias, deportes, programas de entretenimientos. Después de almuerzo, un radioteatro auspiciado por Jabón Palmolive que se grababa en Buenos Aires; la voz de Eduardo Rudy; mucho, mucho folklore, porque era la época del furor. También escuchábamos radios chilenas. Lejos de Buenos Aires, la colonización cultural nos llegaba desde Santiago de Chile: Paul Anka, Brenda Lee, los Beatles. También conocí a Serrat por las emisoras de Chile. Y mis padres, como ahora lo hago con mis hijos, me iniciaban en el placer de la música clásica: Radio Nacional de Buenos Aires. No puedo olvidar las primeras vibraciones de mi espíritu descubriendo  Peer Gynt, El Gran Cañón del Colorado, Scheherazade. Los domingos, el teatro de “Las Dos Carátulas”. Tendría ocho años cuando escuché “Tú y yo somos tres”, una comedia de un español que me hizo llorar de risa. ¿Qué sería de nosotros sin la radio, qué sería de nuestras pobres vidas? Verdaderamente, el ingenio humano es maravilloso…”
Resultó una carta un tanto ridícula: en parte solemne, en parte intimista, y dirigida a un particular desconocido, ciertamente familiar porque entraba todos los días a su casa, pero no tenía rostro. Depositarla en el correo fue un gesto sacramental: a partir de ese momento comenzó a vivir en excitación permanente. A los pocos días Pedro le respondió. Dijo algo así como que se sentía orgulloso de tener oyentes que le escribieran cosas tan bellas, y leyó al aire algunos párrafos. Luego programó la música que a Renata le gustaba. Nació entonces un encantamiento, un proceso mágico en el que se descubrió pensando en las cosas de las que después él hablaba, y desde luego, se sintió estimulada  a seguir enviando cartas. Ahora bien, un detalle nada sutil, pero absolutamente no elaborado en forma consciente, fue que a continuación de su firma, registró en la carta su número telefónico.
Una semana después, cuando Raúl ya había vuelto de trabajar, sonó el teléfono. Renata atendió desprevenida. Era Pedro. Creyó que se iba a desmayar; el corazón le daba saltos mortales. Era muy diferente escuchar esa voz por teléfono, exclusivamente para ella, que por la radio y para el público en general. Pedro fue muy afable y correcto, y le dio enfáticamente las gracias por haberle escrito. También la invitó a visitar la radio cuando ella quisiera. Renata se lo agradeció sin comprometerse, y  se despidieron. Cuando regresó a la cocina junto a Raúl sus ojos estaban luminosos, y como no tenía pensado ocultar ni mentir con relación al acontecimiento, se lo contó. Raúl hizo un esfuerzo por ser civilizado, pero un ramalazo de celos le abrasó la cara.
-          Ese debe ser un vivo que se levanta minas por la radio… ¡Tené cuidado, eh!
Ella contestó con un mohín indignado. Esa misma noche se puso a escribir nuevamente.
“...11/9/90
“Querido Pedro:
Usted me dice que no es habitual recibir una carta como la que le mandé hace unos días, pero mucho menos lo es que a una la llame por teléfono a su propia casa alguien como usted. Fue sorprendente y muy emocionante para mí. Es un gesto que habla de su calidez y de su sensibilidad, y una, como oyente percibe que del otro lado hay una persona, no un pedazo de madera frente al micrófono (... hay cada tronco haciendo de locutor…)
Acepto su invitación a visitarlo: no, no tengo miedo de romper la magia. Sólo que el día que vaya… ¡me perderé el programa! ¿Le parece bien el jueves de la próxima semana?
Ayer, después de que usted acusó recibo de mi carta y luego sutilmente me contestó algunos párrafos (yo sentía verdaderamente que hablaba  para mí) y antes de que se me escapara la idea anoté: este programa es una sucesión de emociones demasiado fuertes. Admiro a la gente que puede expresar mucho con pocas palabras, es difícil decir lo que deseamos con nuestro limitado lenguaje humano. ¿Fue en su programa que escuché que el único lenguaje universalmente valedero es el de los gestos?”
Fue otra misiva larga, llena de citas de libros, algunos poemas que después Pedro leía como entregado a un acto de amor.
El encantamiento se acrecentó. Ahora podía percibir claramente que en determinado momento del programa Pedro se dirigía  sólo a ella. En esos instantes Renata se paralizaba y dejaba en suspenso cualquier tarea que tuviera entre manos. Era un verdadero acto de amor: se entregaba en cuerpo y alma a la voz profunda y musical que le susurraba cosas hermosas y la  colmaba plenamente. Y que se preguntaba: “¿Vendrá? Debe ser hermosa. Yo  me la imagino hermosa... ¿estás ahí, verdad?”
Pero no fue. A medida que se aproximaba la fecha se iba apoderando de ella un pánico imposible de controlar. El día prometido se quedó en casa;  encendió la radio pero se sentía también culpable por dejar plantado a Pedro. Y como él la estaba esperando, condujo un programa normal, sin esos paroxismos que ella conocía muy bien. Sólo al final le dirigió un mensaje cifrado, en una poesía de Pedro Salinas que ella le había copiado en su carta. Él la leyó, con el fondo de una música suave: “el alma tenías tan clara y abierta/ que yo nunca pude entrarme en tu alma...” Conque  eras cobarde, ¿eh? Bella pero cobarde. Conque piensas dejarme “por siempre sentado en las vagas lindes de tu alma”, eh?
Sí, era una cobarde, y estaba eligiendo instalarse en una vida mediocre y oscura por un autoimpuesto estado de mujer sometida e infeliz. Casualmente había cedido en esos días a los ruegos de Raúl de que intentaran mejorar su matrimonio. Aquel rencor que ella había tapado durante más de un año por el crimen que él la alentó a cometer salió a la luz. Renata le arrojó toda su angustia:
-          ¿Cómo pude casarme con un monstruo como vos?
-          ¿Te parezco un monstruo? ¿Me emborracho yo? ¿Soy  un vago que no trabaja? ¿Te pego...?
-          ¡Ah! ¡Tengo que agradecer que no me pegues! ¡Gracias, señor cavernícola!
Raúl soltó una risotada, pero no bajó la guardia.
-          ¿Soy malo con tus hijos?
-          No sé si sos malo. Sos duro, como tu viejo. Pretendés que sean como estatuas, que no griten, que estén siempre limpitos, que no te jodan... tal vez sea mejor que no hayamos tenido un hijo.
-          Podemos probar de tener un hijo.
-          ¡Ni loca, con vos ni loca! ¿Después de que me llevaste a abortar me venís con esto?
-          ¡Ah! ¿Así que es eso, no? ¿Por eso me rechazás?
La discusión transcurría en el encierro del cuarto. Los chicos ya habían cenado y estaban, o jugando, o mirando televisión. Al punto de esta última pregunta de Raúl, Renata se dirigió hacia la puerta, con la intención de no seguir hablando. Pero él saltó como un tigre y le impidió el paso. Y gritó:
-          ¡Te quedás!
-          ¡Dejame! Voy a acostar a los niños.
-          Me importa un carajo. Decime una cosa. ¿Fuiste vos la que llamó a la radio el otro día  cuando hablaban del aborto?
-          ¿Qué radio? ¿Qué decís?
-          No te hagas la pelotuda.
-          ¡No me hablés así!
-          ¡Yo hablo como quiero! Llamaste al programa ese que escuchás vos y diste otro nombre.
-          Estás loco.
-          Mentirosa. Lo escuché en la oficina. Debatían el tema del aborto, y el tipo leyó un mensaje de una tal Inés de Villa del Parque. Es tu segundo nombre, ¿o no?
-          ¡Habrá tantas Inés de Villa del Parque!
-          Dijiste que hay católicos hipócritas que predican contra el aborto pero lo practican...
-          ¿Te sentís identificado, no?
-          ¿Por qué no me lo decís a mí? ¿Por qué llamar a la radio, por qué decírselo a desconocidos?
-          Ser desconocidos no es ser extraños. A veces están más cerca que los conocidos.
-          Entonces lo admitís. Y después de todo, vos no te negaste a abortar.
-          Sos un hijo de puta.
-          Vos no entendés que ser hijo de puta no impide amar a alguien. Y yo te amo, a pesar de mis defectos.
Renata no entendió. Pensó que había querido decir “te amo a pesar de tus defectos”, es decir, los de ella. Pero no le pidió una aclaración, porque su orgullo le impedía en ese momento admitir que tenía defectos. Sólo se aflojó cuando lo vio llorar, con un llanto convulsivo, como si fuera a disolverse en hilachas.
-          ¡Renata, ¿por qué no tratás de perdonar, por qué no nos perdonamos? Dejá que entre Cristo en tu corazón...
A veces tenía la sensación de haberse casado con un predicador electrónico, pero en esa ocasión le dejó pasar la frase hecha.

1 comentario:

  1. El alma tenías - PEDRO SALINAS

    El alma tenías
    tan clara y abierta,
    que yo nunca pude
    entrarme en tu alma.
    Busqué los atajos
    angostos, los pasos
    altos y difíciles...
    A tu alma se iba
    por caminos anchos.
    Preparé alta escala
    —soñaba altos muros
    guardándote el alma—
    pero el alma tuya
    estaba sin guarda
    de tapial ni cerca.
    Te busqué la puerta
    estrecha del alma,
    pero no tenía,
    de franca que era,
    entradas tu alma.
    ¿En dónde empezaba?
    ¿Acababa, en dónde?
    Me quedé por siempre
    sentado en las vagas
    lindes de tu alma.

    ResponderEliminar