miércoles, 23 de noviembre de 2022

continuación del capítulo 7

Eran tiempos del desgobierno militar autotitulado Proceso de Reorganización Nacional. El gobernador provincial era una marioneta civil, que tal vez tenía buenas intenciones, pero no contaba ni con presupuesto, ni con decisión política autónoma para hacer frente a la situación. La radio (¡cuándo no!) organizó en forma inmediata un sistema de voluntariado, fuera para donación de ropas, enseres y alimentos o para la remoción de escombros, salvataje y primeros auxilios en los lugares en que la situación era grave. Renata no dudó un instante y se alistó, como tantos otros militantes clandestinos de los desarticulados partidos políticos. Era una forma de agruparse cuando el poder lo prohibía, para ponerle el cuerpo y el alma a una causa noble.
En tres días cursó un catecismo de emergencia con el cura de una capilla que se mantuvo en pie, cerca de Caucete, mientras  pelaba verduras para los guisos que en el salón contiguo a la iglesia servían a las familias refugiadas. Era un presbítero joven con tonada salteña, marcado por el sello de aquella iglesia progresista de los setenta. Apenas un repaso de los rezos principales, de los diez mandamientos y otras cuestiones teológicas. Porque la práctica consistía en limpiarle los mocos a los niñitos cuyas madres tenían que amamantar a otro más pequeño, o curar las heridas de un anciano golpeado al caer sobre sus piernas un pedazo de viga de quebracho. Nunca la convenció aquello de que en la hostia estaba el cuerpo de Cristo, y en el cáliz su sangre. En cambio la persuadían aquellos pobres cristos vivos y mortales con los que convivió una temporada. A ellos los movía la fe: los terremotos los mandaba Dios, y ¿qué podían hacer sino quedarse allí, y empezar de nuevo? Al menos estaba la posibilidad de volver a sembrar la tierra y criar sus animalitos –gallinas, cabras, algún cerdo -; la tierra, a veces se sacudía enojada, pero era generosa en sus entrañas fértiles. Y ellos no tenían ni dinero ni instrucción para buscarse un destino mejor en otro lado.
A años luz de aquellos días del terremoto, en el corazón de la ciudad desalmada, casi no le quedaban elementos para comprender la fe y la resignación de aquella gente sencilla y desposeída que conoció trabajando entre los damnificados. Gente que de haber tenido siempre poco, pasó en dos minutos a no tener nada, pero que todavía  llevaba el ánimo en alto para empezar de nuevo, en el mismo lugar. Muy diferente a los desposeídos, marginales y desarraigados que a fines de los noventa pueblan Buenos Aires y que no tienen ni siquiera voluntad de intentar un proyecto, porque el futuro se perfila como un boquete negro, como la flor sanguinolenta de un balazo dado o recibido, lo mismo da cuando lo único que presta fuerzas para retardar la muerte (o acelerarla sin sufrir) es un poco de polvo de cocaína. Allá en Caucete, en Marayes, en Bermejo y en Vallecito, todavía primaba la idiosincrasia heredada de los españoles: la gente resumía una fe tenaz con la resignación por la muerte de un familiar “porque Dios lo quiso” “porque ahora está con el Señor y ya no sufrirá más”.
Rodeada por esa gente sencilla tomó la primera comunión el 13 de diciembre, día de Santa Lucía. Por la noche hubo festejo con empanadas bien jugosas y vino, y los más animosos se quedaron hasta entrada la madrugada alrededor de un fogón a cielo abierto. Un cielo negro como el que Renata no había vuelto a ver desde que llegó a Buenos Aires, en el que se dibujaba como una ancha cinta de raso blanco la Vía Láctea, sin una nube que estorbara ese panorama cósmico. El curita salteño cantó unas zambas tristonas con su guitarra. Salvador, el dueño de la camioneta que tanto hacía de ambulancia como de transporte de alimentos, contó cómo por aquellos parajes había que encomendarse a la Difuntita Correa, porque ésta, si bien era milagrosa, también era muy cobradora. A él le constaba, porque en cierta oportunidad en que viajaba a San Luis transportando mercadería, como iba retrasado siguió por la ruta sin detenerse en el santuario de Vallecitos. “A la vuelta paso y le prendo una vela”, se dijo el hombre aquella vez. Apenas un par de kilómetros más adelante la camioneta se detuvo y no quiso arrancar más. Revisó el carburador, las bujías, estaba todo funcionando perfectamente. La batería tenía carga nueva, y llevaba nafta suficiente como para ir y volver. Pero el arranque no quería saber nada. La opción era quedarse al costado de la ruta y esperar que se hiciera de día, porque a esa hora no andaba nadie, y si pasaba algún automovilista difícilmente se detendría a ayudarlo, porque muchas veces los asaltantes de caminos usaban la táctica de aparentar haber sufrido un desperfecto mecánico para robar y asesinar a los incautos. Pero algo le dijo que si se llegaba hasta el santuario de la Difunta, aunque más no fuera a rezarle una oración o dejarle una botellita de agua, todo se solucionaría. Cerró bien la camioneta y la dejó con sus balizas, cruzó la ruta y esperó a que alguien quisiera recogerlo para desandar el camino hasta la capillita. Unos quince minutos después avistó un auto y se puso a hacer dedo: era un matrimonio joven y accedieron a llevarlo.
-  Así que cumplí con la Difuntita, le recé un poco y le prendí una vela, porque agua no tenía de dónde sacar, y le pedí por favor que me dejara continuar el viaje. Y así fue, pues. Unos gendarmes me acercaron después hasta donde dejé la camioneta, me subí y enseguida arrancó la muy desgraciada. Desde entonces, nunca dejo de entrar a ver a la Difunta, si no se ofende y se las cobra...
A los más jovencitos hubo que contarles quién era la Deolinda Correa, la famosa Difunta, porque desde que nacieron habían escuchado hablar de ella y habían concurrido con sus mayores a cumplir promesas de subir las escaleras de rodillas, habían contemplado las ofrendas que la gente dejaba, desde trajes de novia hasta autos de carrera como el Torino del campeón Eduardo Copello, o habían presenciado las peregrinaciones a pie que desde la ciudad de San Juan, a casi ochenta kilómetros, hacían sus devotos. Pero desconocían que aquella santa aun no reconocida oficialmente por la Iglesia Católica, fue una sencilla mujer que vivió en el siglo XIX y que en tiempos del gobernador Nazario Benavídez, su esposo fue reclutado por la montonera de Facundo Quiroga. Ella no se resignó a quedarse sola con su pequeño hijo de meses, y confiada en el conocimiento que tenía del camino hacia La Rioja, que era a donde había sido trasladado su hombre, seguramente no de muy buen grado, decidió seguirlo a pie y encontrarlo días más tarde. Ella sabía de unas vertientes de agua cristalina donde podría descansar y abastecerse para el viaje. Salió desde San Juan cargando al hijo en brazos y con una alforja donde llevaba algunos alimentos y una cantimplora. Pero nunca encontró el manantial, porque la naturaleza es caprichosa y lo había secado. Igualmente, terca en su empeño por reencontrarse con el hombre amado, quiso seguir, y siguió hasta donde sus fuerzas se lo permitieron. En el lugar donde ahora se guarda su cuerpo enterrado y sus fieles levantaron el santuario, la encontraron muerta unos arrieros. Su hijo había sobrevivido gracias a la leche materna, mamando aun después de que a ella la venció la sed y el agotamiento, y eso la tornó milagrosa.
Después intervino en la conversación a la luz del fogón Don Ignacio, un profesor de historia y literatura jubilado, quien también trabajaba como voluntario, una de esas personas que nunca envejece porque siempre le encuentra un nuevo objetivo a su vida. Era oriundo de un pueblito riojano y relató algo que le ocurrió muchos años atrás, cuando tuvo que hacer la conscripción en el Regimiento de Granaderos a Caballo, en Buenos Aires. Hablaba parsimoniosamente y atrapaba a todos con sus cuentos, y tal vez a pequeños hechos les agregaba tanto detalle sabroso, que no importaba si eran verdades o fabulaciones.

-“ Puesto que el premio otorgado por la Asociación Sanmartiniana era sólo la mitad del pasaje, me vi en la necesidad de conseguir el resto por mi cuenta. A pesar de haber nacido en Sañogasta y de gozar (como cualquier provinciano en Buenos Aires) de la fama poco halagüeña de lento, entre mis compañeros de conscripción pasaba por “vivo”. Modestia aparte, no fui nada tonto cuando me instalé en plena Plaza Constitución a pedir colaboración a todo el que pasara por allí. Entusiasmado con mi papel, una vez obtenida la cantidad necesaria continué la representación. No quedó cuento del tío a qué recurrir: ¡Oh, el taxista se fue con todo mi equipaje! ¡Ah, la dueña de la pensión, ladrona fina! ¡Maldita mi suerte! Pero…gracias, señor. Todavía queda gente buena en Buenos Aires. “Pobre muchacho”, me decían mis engañados. Y yo prometía: “cuando usted vaya a La Rioja, yo sabré retribuir su gesto”, o “Señora, usted es como la pobre madre que dejé tan lejos”. “Hijo, cuídese, que no le vuelva a pasar”.
A veces el teatro llegaba a conmoverme a mí mismo. ¿Quién no juega con los sentimientos, ajenos y propios, a los veinte años? Logré reunir el valor de dos pasajes, y no más porque a las nueve de la noche debía estar de regreso en el Regimiento. El tren partió la noche siguiente. Mi equipaje era una pequeña valija con ropa necesaria para una semana y, por supuesto, mi uniforme de granadero. En la cartera llevaba una copia de mi trabajo sobre San Martín y el dinero que había recaudado.
Frente a mí viajaba un matrimonio mayor con un niño de tres o cuatro años, quien me bombardeó con sus “por qué”.
-¿Por qué tenés el pelo tan cortito?
- Porque soy soldado.
-¿Y andás en jeep?
- No, ando a caballo.
- ¿Por qué?
- Porque soy un granadero; el cuerpo de Granaderos fue creado hace muchos años por San Martín, para pelear contra los españoles en San Lorenzo...
Así, tuve que contar la historia a los abuelos.
-¿Pero nunca antes había escrito usted?- preguntaba ella. –Mire que para ganar un concurso así, habrá que tener experiencia, digo yo…
A la hora de comer no tuve dudas de la simpatía que había despertado en esa buena gente: me invitaron a compartir su mesa. Más tarde pude retribuir la atención, y en una parada del tren bajé a comprar cigarrillos para el señor y caramelos para el changuito, con lo cual terminé de perfilar mis virtudes ante mis compañeros de viaje. Ellos descendieron en La Rioja. Nos despedimos como si hubiéramos sido conocidos de toda la vida.
El tren volvió a partir; aun me quedaban varios kilómetros. Después de veinte horas y algo más, llegué ¡por fin! a Nonogasta. Eran las siete de la tarde y estaba anocheciendo. Como en casa no sabían de mi llegada, nadie fue a esperarme.
Bajé del tren y fui directamente a cambiarme de ropa: quería lucir mi uniforme por el pueblo, y sobre todo, llegar a casa con él encima. Mi madre se sentiría orgullosa.
Con la última luz  del día, en el estrecho cuarto de baño de la estación y ante un ruinoso espejo, acomodé lo mejor que pude mi chaqueta azul y mi birrete; con el pañuelo sacudí las botas y por último alisé prolijamente el penacho rojo. Al salir hacia la calle, los empleados de la estación me miraron con asombro. Desde mis ciento noventa centímetros de altura les dirigí una mirada indiferente y salí, muy ufano. Aun fui objeto de admiración al cruzar la plaza. Pero, a tranco largo, obviando miradas curiosas y ladridos de perros, salí del poblado. Me esperaba la ruta abierta entre los cerros. Y yo, que no era un soldado de infantería, debía caminar quince kilómetros, a menos que algún automovilista comedido se apiadara de mí, lo cual parecía poco probable, sobre todo, porque no pasaba ninguno. De modo que avancé sin detenerme en cavilaciones inútiles, con paso marcial. Mis pulmones se llenaron del aire puro de las sierras, que por ser ya noche cerrada se había puesto frío.
Después de andar un buen rato comenzó a decaer mi entusiasmo. Por suerte entonces un camionero me recogió. Él iba a un bañado distante sólo dos kilómetros. Escuetamente le conté mi historia con la que se divirtió no poco. Al bajarme, el buen hombre me gritó desde el camión:
-¡Rece un Padrenuestro al llegar al Arroyo!
El Arroyo de la Trinidad es un río seco que atraviesa la ruta, poco antes de llegar a Sañogasta. Recordé las historias que contaban los viejos de mi pueblo: decían que por las noches Mandinga salía a asustar a los cristianos. Hasta mi padre aseguraba haberlo visto…la única noche que llegó a casa con no sé qué tufillo a bodega…
Siendo chiquito el sitio me aterraba, aun de día. Pero mi madre logró que perdiera el miedo, pues por cada travesura me amenazaba con dejarme solo en el Arroyo “la próxima vez”. Como nunca llegó el castigo, concluí con lógica infantil en que yo debía ser el propio Mandinga.
Con la luna alta proseguí mi camino. Las botas, que brillaban al salir de la estación, ya estaban cubiertas de polvo, pero yo me empeñaba en mantenerlas limpias, para desgracia de mi pañuelo. El terreno iba poniéndose arenoso, y esto retardaba mi andar. De trecho en trecho, la huida de algún zorro entre el jarillal quebraba el silencio rotundo. Al fin mis botas, cubiertas de arena, terminaron venciéndome; decidí no ocuparme más de ellas por el momento. En cambio, desvié mi atención hacia la noche que me rodeaba. El cielo estaba inundado de luna. A mi paso, el monte repetía una, cien, mil veces la imagen del algarrobo, con sus ramas prolíficas y nudosas. ¡Cuántos mensajes llevaría la brisa desde ellas al jarillal, desde el jarillal a la hierba…! Gozaba imaginando que quizá un susurro decía: “¡Han nacido veinte suris!”, y que la noticia correría hasta el último confín donde quisiera llevarla el viento. Podía ser también que una vieja liebre anunciara horrorizada: “¡Hermanas, huyamos! ¡El puma baja de la montaña!”
Me detuve a escuchar el ruido del silencio: musical maravilla que casi había olvidado en Buenos Aires. Pero ese silencio, propio de la quietud del campo, en lugar de brindarme paz excitaba mis nervios. Me di cuenta de que necesitaba del seco chirriar de la arena bajo mis botas para sentir menos la soledad infinita que envolvía aquel rincón del planeta. Emprendí nuevamente la marcha, ahora más dificultosa por lo blando del terreno. Sin duda estaba acercándome al Arroyo de la Trinidad. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Sonreí por dentro recordando el consejo del camionero.
Según pude ver, el río había crecido recientemente. Mis ojos, acostumbrados a la luz nocturna percibían las manchas de humedad, y en el aire había un perfume a tierra mojada. A la derecha del camino se abría una hondonada, y por un instante pude ver, abajo, entre el follaje y los cactus, las luces de mi pueblo. Retrocedí unos pasos para volver a verlas, con el corazón rebosante de contento. A lo lejos, un zorro soltó su carcajada.
Retorné a la marcha, y al punto brilló algo frente a mí, en la orilla opuesta del río. Suspiré y proseguí, lentamente. ¿Había brillado algo realmente? Antes de responder a mi propia pregunta escuché un tintineo, un choque metálico. Volvió a refulgir algo a la luz de la luna, en la misma dirección. Entonces me detuve, conteniendo la respiración, e inmediatamente cesó el tintineo y se apagó el brillo. Dentro de mi pecho el corazón se dilataba. Un repentino acceso de amor propio hizo que me avergonzara de mis temores. ¡Un granadero, un hombre de veinte años…! Volví a caminar, tratando de tranquilizarme, pero, maldita mi suerte, ya no podía dudarlo: el bulto brillante, ¡el Diablo!, venía hacia mí nuevamente, meneando su capa y golpeando su tridente contra las piedras. Quise avanzar, pero las piernas no me respondieron, y entonces también Mandinga se detuvo. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Solito fue escapándose un Padrenuestro de mis labios. Pero ¿qué hacer? Debía continuar, ¿o había llegado la hora del castigo por cada arruga de mi madre? Ya iba por el medio del Arroyo creyendo que nunca acabaría de cruzarlo, mientras, cada vez más cerca, brillaba y crujía mi enemigo.
Estaba a punto de desvanecerme, cuando escuché una voz temblona.
-          ¿Quién and’ahi?
¡Santo Dios! Mi cabeza reventaba. Estático, como un bloque de mármol quedé sobre mis piernas, sin fuerzas ya para avanzar. En tanto, el dueño de la voz venía resueltamente a mi encuentro:
- ¡Con esta cruz te v’iá matar, Satanás!- gritaba desaforadamente.
Agucé la vista y me encontré cara a cara con el viejo Félix Bazán, un vecino de toda la vida. Traía colgados al hombro el pico y la pala, y en la mano una crucecita de plata.
- ¡Soy yo, Don Félix, el Ignacio!- tartamudeé por fin. Estaba a salvo, pero el corazón me daba brutales golpes, y esperaba desplomarme en cualquier momento. El pobre viejo arrojó las herramientas y santiguándose me dijo:
-          ¡Vay’ hombre! ¿Y qui’hacís con esa facha? ¡Si te hi confundío con el mesmito Mandinga!”



jueves, 10 de noviembre de 2022

DE FRANCO LUCIANI AL ALLEGRO DI FIOCCO

De Franco Luciani al Allegro di Fiocco Hace una semana reservé una entrada para ver a Franco Luciani en su recital de festejo por sus veinte años con la música, invité a algunas personas por si querían ir conmigo pero no podían, así que me decidí a ir sola. En el Centro cultural Kirchner sólo hay que mostrar un código QR para acceder al espectáculo. Sabía que debía estar con una hora de anticipación, pero me confundí y exageré un poco, así que aproveché para buscar y comprar unas cosas que necesitaba. Llegué a la estación Alem del subte B y me dispuse a tomar un café para hacer tiempo, una media hora. Recordé que cuando hacía el trayecto desde el laburo por Paseo Colón, la plaza detrás de la Casa Rosada y luego Alem, había una cantidad de cafés y restaurantes por la recova. Esta vez, nada: todos locales cerrados. Caminé hasta Lavalle, nada. Un poco antes de la pandemia de Covid fui con mi nieta a un cine de Puerto Madero y luego tomamos la merienda por las inmediaciones de Corrientes y Alem, pero prácticamente nos echaron a las seis de la tarde. Me volví hasta Sarmiento y casi me descompuse por el olor a baño público en todo el trayecto, y además se empezaba a poner oscuro. Parece que a Larreta no le interesa mantener limpia esa zona, porque si no ya habría ido una cuadrilla con una hidrolavadora. Lo que sí parece que limpiaron fue a las personas que solían vivir ahí, con sus colchones y demás enseres, no vi a ninguno. Estuve un rato sentada frente al monumento a Juana Azurduy, tomé algunas fotos, dos mujeres que estaban allí me preguntaron cómo llegar a la catedral y se los indiqué. Eran de General Pirán, cerca de Mar del Plata. A la más joven le pedí que me sacara una foto con Juana detrás. No entiendo por qué siguen haciendo monumentos de bronce que se pone verde y negro, horrible.
Entré al CCK para ir al baño. Hace unos meses estuve, era impecable, pero ahora se notan los recortes en los gastos del Estado: no había jabón ni papel, y no estaba muy limpio. Luego consulté dónde sería el evento y me lo indicaron (hay muchos chicos jóvenes que trabajan allí y son muy amables), pero me dijeron que el show comenzaría a las 21. - En la página de Internet dice a las 20. - No, señora, es a las 21. Calculé que si empezaba a las 21 no duraría menos de dos horas, por lo tanto iba a tener que volver a Hurlingham en el tren de la 1 de la mañana, y realmente no tenía ganas de hacerlo. Así que cancelé la entrada para que la pudiera aprovechar otra persona (se habían agotado rápidamente) Me dio bronca, volví a mirar la página del CCK y sí, efectivamente, el espectáculo estaba programado para las 21, pero el diseño tiene algo confuso: entre el número veinte por los veinte años del festejo, y el horario de un evento anterior, más que en la entrada dice claramente que a las 20 hay que estar allí, en fin, nadie está obligado a aducir su propia estupidez, pero en mi defensa puedo decir que no estaba muy clara la cosa.
Lo bueno es que no me enojé conmigo misma como solía hacerlo en situaciones parecidas. Y emprendí el regreso, sentada en el tren de 19.40. Un muchacho con su violín tocó muy bien un par de piezas, primero música barroca y luego algo popular que no identifiqué. Saqué un billete para darle, además de los aplausos, entonces le pregunté qué era lo primero que sonó y me dijo “Allegro di Fiocco”. No le entendí, me lo tuvo que repetir. Yo creí que sería algo de Bach, o de Vivaldi, pero no, era de un músico barroco que yo no conocía: Joseph Héctor Fiocco, un belga que apenas vivió 38 años. Así que le agradezco al violinista del Urquiza por habérmelo presentado. Ahora estoy viendo el show por Youtube, tomándome un Campari y en chancletas. Pero estaba confuso nomás, se nota en la foto.

domingo, 30 de octubre de 2022

JÁLOGÜIN 1983

Ahora resulta que todo el mundo es radical alfonsinista. En los medios se celebra hoy, 30 de octubre, los 39 años de la elección que ganó la UCR, y la consecuente vuelta a la democracia. Yo no festejé que ganara Alfonsín aquel día, en cambio lloré porque el peronismo perdió. Era la primera vez que votaba, porque durante siete años gobernaron los milicos del proceso cívico-militar-eclesiástico que empezó el 24 de marzo de 1976. Desde octubre del ’82 militando para la Renovación peronista con Antonio Cafiero, y aunque perdimos en la interna, había que ser orgánicos y votar a los candidatos del PJ, Ítalo Luder y Deolindo Bittel. A pesar del fallido de Bittel en Vélez en el que dijo que, ante la alternativa de “Liberación o dependencia” (palabras de Perón) optamos por la dependencia… ¡imposible arreglar eso!, a pesar de la quema del féretro por parte de Herminio Iglesias, candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, en fin, con eso y con todo, la disciplina militante y partidaria mandaba a votar la lista 2. El acto de cierre de campaña fue con dos millones de personas en la avenida 9 de Julio, y cuando nos dispersamos, por entre las calles angostas del centro de la ciudad retumbaban los cánticos: “Yo te daré, te daré Patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con P: ¡PERÓN!”, y también: “Salta, salta, salta, pequeña langosta, milico’ y radicales son la misma bosta”. Porque nadie ignora aquello de que muchas veces los radicales fueron “a golpear la puerta de los cuarteles” para voltear gobiernos peronistas, vamos… En 1983 los resultados de las elecciones no se conocían tan inmediatamente como ahora, pero a eso de las 9 de la noche ya se sabía que era irreversible el triunfo radical. Mi marido, Tito Loperena fue fiscal de mesa, mi cuñada Marta fiscal general, ambos candidatos, a consejero escolar y concejal respectivamente, por el partido de Morón al que entonces pertenecía Hurlingham. Yo estaba en mi casa con mis dos nenas mayores, la más pequeña de tres meses, y no me aguanté más así que las cargué en el Citroën 3CV 79, una en su sillita y la otra en el moisés, y me fui a buscar a Tito para compartir la tristeza por la derrota, con tal mala suerte que se me quedó el auto en plena avenida Vergara, frente al local de la UCR que había por entonces, donde todo era algarabía y festejo, me pasaban los coches en caravana arrojando papelitos, boletas radicales, el piso estaba blanco de papeles. Y yo con las dos nenas, luchando por hacer arrancar el Citroën, y ni se me ocurrió pedirle a algún “correligionario” ayuda de ningún tipo. Así que me volví caminando con las chicas, a esperar que Tito volviera y dejé el cachivache a un costado de la avenida.
No podíamos entender por qué el partido político con mayor cantidad de afiliados en toda la región, después de una dictadura sangrienta, de un neoliberalismo atroz que destruyó la industria nacional, en fin, todo lo que fue materia de análisis y autocríticas posteriores, esa noche era pura bronca y tristeza. A la mañana siguiente, muy temprano, Tito se fue a trabajar como siempre. Todavía nos esperaba un golpe más: ese día lo echaron del laburo, una empresa textil donde trabajaba como jefe de la tintorería. Así que derrotados políticamente, desocupado mi marido, con dos nenas chiquitas: un panorama negro. Y, por supuesto, aunque mi cuñada entró como concejal y en elecciones posteriores fue reelegida, vinieron tiempos muy difíciles. Desde luego que para el 10 de diciembre, día de la asunción de autoridades ya habíamos digerido un poco la derrota, y en la unidad básica que teníamos en el barrio hubo fiesta, empanadas, vino, discursos, los borrachines de siempre que terminaban cantando y llorando, en fin, peronismo explícito. A partir de entonces el lema siempre fue “mejor el peor gobierno democrático que cualquier dictadura”. Y el gobierno del “padre de la Democracia” (que nos dio un hermanito como Ricardo Alfonsín) no fue un lecho de rosas. Hubo personajes nefastos como Antonio Tróccoli, ministro del interior y cultor de la teoría de los dos demonios, o como Juan Carlos Pugliese, presidente de la cámara de diputados, con fama de regentear prostíbulos y manejar el juego en la provincia de Buenos Aires, arreglado con la policía. Durante el gobierno de Alfonsín hubo muchas huelgas lideradas por la CGT de Saúl Ubaldini, hubo represión policial. Hubo leyes de obediencia debida y punto final… Estaban las jóvenes promesas como Federico Storani, Jesús Rodríguez, el Coty Nosiglia, Suáres Lastra, Marcelo Stubrin: la mayoría hoy cooptados por la derecha más rancia. Recién con Néstor y Cristina se pudo conjugar peronismo con algunos radicales, más gente que venía del PC, del Partido Intransigente y de otras extracciones políticas que confluyeron en el Kirchnerismo, pero que si los rascás un poquito les asoman los pelos de gorilas antiperonistas. Así que no pretendan que hoy celebre nada. Conmigo la corrección política y la diplomacia no van.

sábado, 30 de abril de 2022

CÓMO HACERTE SABER (QUE NO LO ESCRIBIÓ) MARIO BENEDETTI

 

Cómo hacerte saber (que no lo escribió) Mario Benedetti

Hace unos años un contacto de Facebook publicó un pseudo poema atribuido a Mario Benedetti, poeta uruguayo al que, leyendo un poco, se le conoce su estilo desenfadado, a veces cínico, otras veces tierno, pero nunca berreta. Por discreción, a esa señora le mandé un mensaje privado (para no arruinar su publicación ni invadir su “muro”) diciéndole con la mayor delicadeza posible, e intentando no ser pedante, que ese texto nunca podría haber sido escrito por el gran poeta uruguayo. Como respuesta, la muy imbécil –se debe pronunciar imbécil acentuando y prolongando la letra E para enfatizar el desprecio y la indignación- me eliminó de sus contactos y me bloqueó. Perdí la batalla. Hoy veo que proliferan grupos con nombres tales como “Benedetti. Frases y poemas”, “Frases y reflexiones de Mario Benedetti”, entre otros, dedicados a difundir esos textos que vaya a saber quién escribió pero siente vergüenza de firmar, entonces se los achaca al pobre viejo finado. Y lo peor es que hay toda una caterva de imbéciles (pronunciar como ya se dijo) que no se toman el trabajo de verificar la autoría del texto en cuestión, y replican “compartiendo” en sus muros, y encima dicen “les comparto”. Incluidos estudiantes de Letras.

Otro tanto sucede con Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y José Saramago, por ejemplo. Con Borges lo intentaron, circuló mucho tiempo una berretada que hablaba de no lavarse los dientes y andar descalzo para “haber sido” más feliz, pero ya es imposible seguir engañando a incautos.

Hace muchos años, cuando Gabriel García Márquez vivía aun, le preguntaron en un reportaje por un panfleto propio de la literatura de autoayuda que circulaba con su firma, y respondió que si él hubiera escrito tal cosa se moriría de la vergüenza.

A Saramago, que fue un ateo militante hasta los casi 90 años en que murió, le atribuyen un escrito que afirma que los hijos son propiedad de Dios, o algo por el estilo. Por suerte la Fundación José Saramago salió a aclararlo.

Me pregunto si no hay elementos legales para demandar a estos delincuentes cibernéticos que se dedican a esta actividad tan denigrante. Si yo fuera heredera de Mario Benedetti no les daría tregua. Y a quienes replican y difunden así, alegremente, déjenme decirles, de parte de don Mario: Váyanse a la mierda.

jueves, 24 de marzo de 2022

24 de Marzo de 1976

Cuando me levanté vi las caras largas de mi hermana y mi cuñado (él era secretario del intendente de Rivadavia, un municipio cercano a la ciudad de San Juan): el golpe que se venía anunciando ya era una realidad. Se sucedían los comunicados de la Junta Militar. Con otros compañeros y compañeras nos fuimos a recorrer los despachos de los integrantes de nuestra "orga" que también eran funcionarios, ninguno sobrepasaba los 30 años... Yo tenía 19 y estaba empezando una carrera universitaria.

Hugo, arquitecto, había vaciado un rollo de cinta de embalar pegoteando los retratos de Perón y de Evita para que al menos los que fueran a desalojarlo tuvieran más trabajo en despegarlos. Miguel, encargado del comedor universitario, otro tanto. Así anduvimos unas horas, rotando, bastante inconscientes, por toda la ciudad, porque el Centro Cívico aun estaba en construcción y las oficinas del gobierno estaban diseminadas por distintos edificios. Parece que alguien dio la orden de que nos volviéramos a nuestras casas porque el horno no estaba para bollos. Cada uno en su casa debió quemar papeles comprometedores, volantes, material doctrinario, se quemaban en el inodoro y luego se descargaba el agua. Los libros, en cambio, se envolvían muy bien en bolsas de plástico y se enterraban, disimulando la operación.
Días después vinieron los allanamientos y las prisiones. Mi sobrino de cinco años estuvo varias veces por meter la pata, a pesar de que estaba instruido para no hablar en esas ocasiones. Conversaba con los milicos apostados en la puerta de la casa, les preguntaba sobre sus armas. En un momento le espetó a su mamá: "¿Así que esto era un allanamiento?" Ella, mi cuñado y yo zafamos, pero en esos días se llevaron presos a Bibiano, a Waldo, al hermano de mi cuñado, Guillermo, a Elías, que era mi referente directo, a Rodolfo, intendente de Caucete. A todos los tuvieron en la cárcel de Las Chimbas durante cinco años y medio, salvo a Guillermo que lo largaron al año... Nunca fueron desaparecidos, sabíamos dónde estaban, sus familias los visitaban. Pero en abril del año anterior, la triple A había matado a tres compañeros de la plana mayor en Buenos Aires, Rubén, Demetrio y Simón, los tres muy jóvenes y brillantes. Al único que conocí y con quien compartí reuniones fue a Simón, tengo un recuerdo de su figura, su pelo rubio y su energía. Los nombres de los tres están en el muro del Parque de la Memoria, al igual que el de Alicia Zunino y su marido, Raúl Rossini, ellos habían pasado a la clandestinidad e integraban las filas de Montoneros. A ellos los mataron entre noviembre del '76 y 1977. Alicia me llevaba ocho años, me gusta recordarla cuando ella tenía 17 y yo 9: iba a mi casa a estudiar con mi hermana, y en los momentos de descanso se sentaba a jugar a la payana conmigo. Yo la admiraba y quería ser como ella, tan hermosa con sus ojazos verdes, risueña, amorosa, la Turca le decían. La última vez que la vi fue en un colectivo en San Juan, habrá sido en el '72, no sé. Ya estaba casada con el Mono, tuvieron un hijo que estuvo un tiempo desaparecido pero fue rescatado pronto por su abuela materna.
Cuarenta y tres años... es raro. Hoy voy a la Plaza a recordar a esos muertos y a todos los que se quedaron en el camino, me considero una sobreviviente de esa época. Por memoria, verdad y justicia, pero también porque desterremos de nuestra Patria el Neoliberalismo que mata de todas las manera imaginables, que instaura dictaduras por medio del voto del pueblo manipulando las conciencias. ¡Nunca más!

(Escrito en 2019)






viernes, 18 de marzo de 2022

LOS JÓVENES QUE FUERON

Cuando yo nací mis padres tenían la edad que hoy tienen mis hijas. Fui criada sin dulzura, con una forma seca de amor, pero llena de cuidados, a veces excesivos. Fui sobreprotegida porque tenía un problema bronquial, entonces mis padres me impedían realizar actividades que me causaran agitación, hasta un ataque de risa podía provocarme un ahogo y dificultarme la respiración. A diferencia de los padres del Che Guevara, quien practicaba rugby, natación y ciclismo a pesar de ser asmático, los míos me tenían como una delicada planta, (bien alimentada, eso sí) siempre quietita, jugando en solitario, dibujando y leyendo mucho. Yo deseaba participar en actividades de montañismo, bailar y aprender a nadar, pero todo me estaba vedado, también porque éramos pobres y nada de eso resultaba gratuito. Esa frustración me causó enojo con mis viejos, sumada a su rigidez, su autoritarismo, sus reglas morales idénticas a las del catolicismo, sin ser ellos religiosos ni creyentes. Todo eso junto hizo que me volviera rebelde e hiciera cosas a escondidas, muchas de ellas nada beneficiosas como fumar desde muy chica, o exponerme a cualquier peligro en tiempos en que ser mujer significaba ser muy vulnerable, mucho más que ahora, especialmente en una provincia conservadora y pacata como San Juan: las mujeres debíamos ser sumisas y recatadas antes que felices. 

Pero vuelvo a mis padres y lo que hicieron conmigo, que fue apenas lo que pudieron, de acuerdo con su historia, su experiencia y sus limitaciones. Cuando nací mi papá tenía casi 40 y mi mamá aún no cumplía los 38. Tres años antes habían perdido a Cecilia, una bebita que sólo vivió ocho meses. Recién ahora que soy abuela se me ocurre pensar que los pobres, luego de aquel trauma debieron sobreprotegerme por temor a que algo terrible pasara también conmigo. Cuando ya llevan muertos varios años soy capaz de comprender su escasa flexibilidad y los perdono. Pobres viejos, pobres aquellos jóvenes que fueron, los veo como a mis hijas que crían a los suyos y van aprendiendo sobre la marcha. Parece que así nomás es la vida. Los perdono y espero que ellos me hayan perdonado lo que pude hacerles sufrir.

En la Isla inundada, Febrero de 2022.


domingo, 2 de enero de 2022

LOS CULPABLES SON TUS OJOS

 

Los culpables son tus ojos 

La música sonaba alta, vibraba en el pecho e invitaba a bailar. Un poco desgarbado y con cierta timidez en el cuerpo,  pero con una mirada capaz de atravesar una roca, el muchachito se acercó a la mujer; ella, que lo había visto de lejos sin darle importancia lo miró a los ojos y hubo una llamarada inexplicable. Él la tomó de la mano, su aparente timidez se disipó y salieron a bailar la chacarera. Un dúo cantaba: “Pobrecito corazón/ A sufrir has comenzado/ Por vivir una ilusión/ Que de ti se anda burlando/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”. Los bailarines dibujaban las figuras de la danza sin dejar de mirarse, había un lazo casi tangible que los ataba y sin embargo volaban con gracia, con alegría gozosa. Los ojos negros, moriscos de él, los ojos almendrados y verde oliva de ella sostenían la mirada. A su alrededor la gente, el bullicio, el ambiente vaporoso y ahumado quedaron en suspenso. Sólo la música y ellos en el centro de la pista tensaban una cuerda de erotismo. “Mi querido corazón/ Sé que estás encarcelado/ Encerrado en la prisión/ De tu pecho enamorado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”

Encarcelado el corazón del muchacho, porque con poco más de veinte años ya tenía un compromiso de boda. La mujer en cambio, estrenaba libertad a los treinta y descubría un mundo nuevo a cada paso, como bailar en Trocha angosta, la legendaria peña de la Avenida Independencia. Pero allí no estaba la futura esposa, había amigos comunes que compartían una mesa y festejaban la música y el baile. A la chacarera sincopada le siguieron otras, escondidos, gatos, y la pareja irradiaba entusiasmo. Pero cuando llegó el momento de la zamba él se excusó, ella volvió a la mesa con el grupo que bebía y conversaba a viva voz. Unos minutos después, quien subía a la tarima de los artistas era el bailarín de los ojos negros, pero esta vez con un violín y acompañado por guitarras, bombo y un cantor. La cuerda tensa se aflojó ahora porque había llegado a un punto insoportable. Ella volvió a bailar con otros compañeros, pero él no le perdía pisada mientras pulsaba el violín.

La noche avanzaba entre copas y danza, rondas de chacareras y escondidos. Los dos bailarines casi no habían cruzado palabra hasta que coincidieron en la mesa de los amigos. Allí acordaron que él vería un antiguo violín que ella guardaba en su casa, el que tocaba su padre cuando era joven y que nadie había vuelto a hacer sonar. El arco estaba roto, el estuche viejo y raído, pero debía tener algún valor y quizás podría venderlo. Bebieron cerveza, charlaron y rieron. Cuando clareaba salieron a la calle con el grupo de chicas y muchachos. Hacía mucho frío; se repartieron en dos taxis para ir a algún café a terminar la velada, entonces viajaron pegados, los cuerpos que al bailar no se habían rozado ahora vibraban uno junto al otro. Él se animó a abrazarla y ella lo dejó hacer y recostó su cabeza en el pecho del bailarín violinista. Ya a plena luz de día se separaron con la promesa de verse, la excusa era la venta del instrumento. Pero antes de ese encuentro hubo otro en el que volvieron a bailar. Esta vez, la euforia de las chacareras se vio coronada con una zamba. La seducción fue poderosa, sus caras encendidas y los ojos enamorados, sonrientes, en una contemplación mutua, mística. En los arrestos se acercaban casi hasta el beso, y luego se alejaban para desearse más. Los pañuelos se entrelazaban para anudar los cuerpos en movimiento, pero después se desenredaban suavemente. Las palabras no fueron necesarias. Salieron del salón y en la vereda se abrazaron. Caminaron lentamente hacia un hotel, con los corazones desbocados. Pero en la soledad del cuarto espejado y de luces tenues pareció esfumarse el sortilegio. Los gestos del amor fueron los de cualquier pareja en ese trance, y sin embargo, nada sucedió. Él no trató de justificarse explicando que nunca le había ocurrió, ella no fue condescendiente diciéndole que ya iba a poder. Fue todo más brutal: la imposibilidad era consecuencia de una adicción a drogas fuertes, estaba en tratamiento médico, aun sin resultados. Creyó que tanta atracción durante la danza se vería reflejada entre las sábanas. Ella sufrió la decepción y se sintió un poco usada como prueba de laboratorio. Pero no estaba enamorada de ese chico, no tendría consecuencias emocionales graves. Charlaron un rato en la cama, fumaron, luego se vistieron y salieron hacia la avenida Corrientes. Allí él le regaló unos discos de Pavarotti, que hacía furor por esos días. Y se despidieron sin pena ni promesas.

“Ay, ay, ay, mi corazón/ Arbolito deshojado/ Un otoño se quedó/ solito y abandonado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?/ Niña de mi corazón/ Tus ojos me han atrapado/ Con los besos que me dio/ tu boca estando en mis brazos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”

Pasó un tiempo prudencial. Un día acordaron por teléfono que ella le llevaría el violín a su casa, en la calle Riobamba, donde vivía con su familia. La recibió el padre, era la hora convenida, pero el muchacho no estaba. Se quedó esperando un tiempo mientras charlaba con el hombre, y cuando pasó un rato largo, a instancias del señor decidió dejar el violín para retirarlo otro día. Se sentía incómoda por el plantón y por la actitud un tanto melosa del padre, un típico patriarca provinciano que trataba de hacerse el simpático.

Nunca más se vieron; perdió el violín, con la sospecha de que debía valer buena plata y que tanto el muchacho del amor volcánico como su padre y el resto de la familia eran una manga de sinvergüenzas. Nunca más la atendió por teléfono, volvió a ir a la casa pero el tipo desapareció. Se hacía negar por los padres, por los hermanos. “Dolorido corazón/ Hoy vives desconsolado/ Por perder esa pasión/ Que se te fue de las manos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”

Tampoco volvieron a cruzarse en la peña de la Avenida Independencia, ni en ningún otro ámbito del folklore. Ella no supo si se había ido de Buenos Aires, y su dolor más grande fue perder aquel violín de estudio que perteneció a su papá, quien tocaba música de cámara con su mamá al piano, cuando eran novios. Eso le pesaba mucho más que la pasión perdida. Odió al seductor, tan joven y tan sinvergüenza, pero se condenó a sí misma por haber sido tan confiada. ¡Dos veces estafada!

Pasaron treinta años y por esas cosas de las redes sociales y las plataformas musicales un día ella lo descubrió, tocando un violín que sonaba espantoso, desafinado; él, irreconocible, calvo, consumido y ojeroso, con un aspecto lamentable; nada quedaba de aquellos ojos capaces de derretir un témpano. La furia que sintiera cuando ocurrió la estafa y el abandono ya se había borrado, ahora al ver esa penosa imagen tuvo lástima. Se notaban en el hombre que alguna vez la encendió de pasión, los estragos del alcohol y de las drogas. Un pobre tipo al que ahora sí que no querría encontrarse de frente ni por casualidad.

“A mi pobre corazón/ Las puertas les has cerrado/ Los encantos de un amor/ Con doble llave y candado./ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”

Habría preferido no ver esos videos, tal vez habría sido más romántico enterarse de que él había muerto joven, pero no, ahí estaba con todo su aspecto miserable y triste, tocando el violín en un tugurio de mala muerte, vaya a saber dónde, cuando de muchacho prometía un talento que podría haberse destacado en el mundillo del folklore. Un hermano suyo que tocaba la guitarra y cantaba terminó animando fiestas con un grupo de cumbia de los del montón, sueños de triunfo rotos. “Añuritay, corazón/ Tal vez te hayan hechizado/ Las penurias de un adiós/ Que a tus sueños despertaron./ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?” [i]



[i] “Para qué me habrás mirado”, chacarera de Cuti y Roberto Carabajal.

https://www.youtube.com/watch?v=KVRLt8dwyAA&ab_channel=Cuti%26RobertoCarabajal-Topic