lunes, 1 de mayo de 2023
CUALQUIER SIMILITUD CON LA REALIDAD, NO ES MERA COINCIDENCIA.
Una editorial virtual me invitó a participar de una antología de cuentos, a propósito del Día del Escritor que se celebra en junio. La propuesta parecía interesante, pero el asunto es que cada participante debería pagar unos 50 dólares para la publicación, y luego comprar los ejemplares impresos que desee. Todo negocio para la editorial (RUBIN es el nombre) Les agradecí la invitación, pero les dije que prefiero seguir siendo una escritora desconocida a la que no leen más de veinte personas, con suerte. Va el cuento que podría haber enviado:
Llegó por fin el día de la presentación. Él, con su experiencia de escritor consagrado había
leído los cuentos, sugerido correcciones con sus opiniones tajantes pero
acertadas, las mismas que desplegaba en los talleres literarios que dictaba para
aumentar los magros ingresos de un matrimonio de escritores. Ella era profesora
universitaria, él en cambio no terminó el secundario, pero era un erudito
autodidacta. Poseía una biblioteca de más de dos mil volúmenes en una habitación
del departamento en el que vivían. No tenían hijos, sólo un gato blanco con
manchas negras al que atribuían el poder de bendecir a los escritores que
concurrían a visitarlos: si el gato se sentaba junto a uno de ellos y se dejaba
acariciar era signo de que tendría éxito: a más ronroneo, mejores augurios.
Algún cuento del marido dejaba entrever que era estéril, pero bueno, en el
taller él recomendaba no confundir la voz del narrador con el autor, se trataba
de ficción. Llevaban algunos años casados, eso sí, él dejaba bien en claro que
había accedido al matrimonio para complacerla a ella, que no dejaba de ser una
muchacha de provincia. A la mujer se la veía aún enamorada; en algunas sesiones
de taller en las que participaba para aportar algún elemento académico se notaba
su mirada de admiración hacia su marido, bastante mayor que ella. En cambio él
era un tipo recio que no dejaba asomar sus sentimientos, lo que no significa que
no los tuviera. Un rato antes de las siete de la tarde empezaron a llegar los
invitados al subsuelo de la galería de la calle Florida: escritores amigos,
asistentes al taller, periodistas del suplemento Cultura de los principales
diarios, lectores, estudiantes de la facultad, algún curioso atraído por las
prometedoras copas de vino dispuestas en una mesa al costado del salón. La
escritora apareció acompañada por las dos personas que luego compartirían el
estrado para la presentación del libro, quienes llegado el momento se sentaron
una a cada lado de ella. Se la veía exultante: era una bella mujer, de sonrisa
franca y ojos luminosos. Era su día, estaba a punto de exponer al público su
primer volumen de cuentos, y aunque ya tenía la experiencia de escribir en
revistas literarias importantes, para ella era un gran paso en su carrera. Se
hicieron las siete y el marido aun no llegaba, por lo que se decidió esperar
unos minutos. El salón estaba colmado, había personas de pie, algunos jóvenes
sentados en el piso, mucho bullicio. Eran tiempos en que el teléfono celular
casi no se conocía, por lo tanto, no había forma de constatar a qué hora
llegaría el hombre para iniciar el evento, se suponía que estaba en tránsito
desde las cercanías de Once hasta pleno centro. A las siete y cuarto la
expresión de la mujer ya se había ensombrecido un tanto, se la notaba un poco
fastidiosa. A las siete y media, el bullicio del público era ensordecedor, y la
cara de la escritora era de franca contrariedad. El salón se había alquilado por
un par de horas y el tiempo se estaba yendo, por lo que los organizadores
resolvieron dar comienzo al programa. La autora y sus dos acompañantes ocuparon
sus lugares sentados a la mesa que se había dispuesto sobre una tarima, mantel
blanco, arreglo floral muy colorido, tres botellas de agua y sus respectivas
copas. Cada uno tenía sus anotadores garabateados, una guía para lo que iban a
desarrollar frente al público, y a un costado había una pila de los libros que
luego la gente podría comprar, uno de ellos puesto en forma vertical para que se
viera la tapa con el título y un bonito diseño artístico.
Habrán pasado diez minutos; uno de los presentadores hablaba de las cualidades
narrativas, de la poesía contenida en esas menos de doscientas páginas, de la
impronta profundamente bonaerense puesta de manifiesto en algunos paisajes y
personajes descriptos, en los diálogos certeros… cuando de pronto se abrió la
puerta que daba a la calle, arriba, y a grandes zancadas bajó por la escalera el
marido impuntual, el más famoso y con más prestigio ganado de los integrantes de
la pareja. Se hizo un silencio y todas las miradas se posaron en él, quien
atravesó el salón con expresión sonriente, expulsando el humo del cigarrillo que
acababa de tirar. Algún admirador inició un aplauso que no tuvo demasiado eco,
volvió a generarse un murmullo, y aunque la mujer trataba de mantener su
compostura, no pudo evitar fulminar al tipo con la mirada. Él se sentó a un
costado y el orador que había interrumpido su discurso lo retomó, todo volvió a
una aparente normalidad, aunque se notaba una tirantez, una incomodidad casi
tangible. Todo siguió según lo programado y al final se sirvió el vino con algún
bocadillo, lo habitual en las reuniones de este género. En un grupo de
asistentes alguien comentó por lo bajo que Freud se habría hecho un festín con
ese afán de robar protagonismo del escritor famoso. Los vecinos del departamento
de la pareja escucharon esa noche gritos y golpes, alguna silla que voló, algún
libro que se estrelló contra un vidrio y los maullidos de un gato en fuga. Esos
detalles que sirven para que alguien escriba a su vez, un cuento.
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