lunes, 31 de agosto de 2020

LO IMPOSIBLE SOLO TARDA UN POCO MÁS: SOBREVIVIENTES

Sobrevivientes

Quién sabe qué será de ella hoy. A veces me llegan lejanas noticias: que está vieja, que está loca, que intentó, una vez más, suicidarse. Lejos de toda idea heroica o romántica del suicidio, sus tentativas rozaban lo tragicómico: en la última etapa de nuestra amistad, para probar cómo era caer del octavo piso de un sucucho alquilado en Once, se ató de la cintura con una soga anudada a una columna y saltó. Quedó miserablemente colgada durante unos minutos, dando gritos de dolor por los golpes que se dio en brazos y espalda al rebotar contra la pared, hasta que los bomberos la socorrieron.

A los cincuenta y tantos años continuaba relacionándose con tipos que la maltrataban, engañaban, estafaban, generalmente casados; buscaba peleas con sus mujeres, y sobre todo sufría, sufría mucho: sufrir era el leit motiv de su vida. Durante los veinticinco años de nuestra amistad (con sus intermitencias) fui testigo de sus picos de euforia seguidos de hondas depresiones. Un afán autodestructivo regía sus pasos; si conseguía un buen trabajo, en poco tiempo cosechaba antipatías y enemistades y terminaba dando portazos y arrojando objetos contundentes a sus empleadores, con lo que lograba que la despidieran sin indemnización. La vez que le recomendé un arquitecto para hacer reformas en una de las viviendas por las que pasó, acabó discutiendo de política con el hombre, a quien le espetó a los gritos “sobaco ilustrado”. Y cuando le sugerí ver a un funcionario conocido mío para que le informara sobre el trámite de jubilación de su padre, también lo insultó a voz en cuello porque no le dio la respuesta que ella esperaba.

Nos conocimos en Morón en una reunión política cuando ambas teníamos treinta años y enseguida surgió la afinidad entre nosotras, por historias de vida parecidas, por venir las dos del interior, por el desarraigo. Vivió una infancia dura en un pueblo de la provincia de Buenos Aires cercano a Azul. Tuvo un padre semi analfabeto y autoritario, una madre sometida al marido y al trabajo rural. Terminada la escuela secundaria se instaló en la capital, con la idea de seguir una carrera universitaria, a mediados de los ’70, pero ese objetivo se vio postergado por la necesidad de trabajar para subsistir y por la militancia. Por distintos caminos confluimos, ya restablecida la democracia, en la misma organización política. Nos hicimos amigas y fue una relación de mucho afecto e intercambio: me introdujo en los postulados del feminismo, incorporé lecturas nuevas y conductas más desprejuiciadas y aprendí a emparcharme el esmalte de uñas cuando se salta en las puntas, sin necesidad de quitarlo por completo. Me divertía mucho con sus refranes camperos, siempre tenía uno a mano y lo soltaba en el momento oportuno: “Desubicado como caballo arriba del techo”, “Cortito como refalada de gordo”, “Agarrado como carretilla de muerto”, “Desparramado como estornudo de ñato” …

Ella adoptó una familia, yo era su hermana elegida y mis hijos, sus sobrinos del corazón. Compartimos momentos felices y tristes, largas conversaciones, salidas, peñas folklóricas (ella me enseñó a bailar) y hasta amantes. Claro, esto último no sucedió sin conflicto, pero fue así, y las intermitencias de nuestra amistad se debieron en parte a esos episodios en que ella ponía de manifiesto sus enfermizas dotes de manipuladora, que no viene al caso ventilar aquí.

Fuimos amigas durante veinticinco años, con algunas interrupciones, y éstas ocurrían luego de violentas peleas y hasta algún golpe recibido por mí que no atiné a devolver, si bien reconozco que yo podía ser mucho más hiriente con mis palabras y tocar su fibra más vulnerable. Luego me replegaba en el silencio y la distancia. Ella, cual hombre golpeador se desesperaba y juraba cambiar, se arrepentía, lloraba, apelaba a la compasión, se ponía en el lugar de víctima. Nos distanciamos por más de un año la primera vez, luego casi por cinco años, ahora llevamos ocho sin vernos ni comunicarnos.

Alguna vez habló de su deseo de tener hijos, pero también me contó que se hizo cuatro abortos clandestinos, a los que sobrevivió. En su discurso siempre contradictorio sostenía otras veces que su elección de no tener hijos fue consciente, para dedicarse a cosas mucho más gratificantes (finalmente hizo una carrera terciaria llegando a los cuarenta años), con cierta jactancia y algo de lástima por las mujeres que priorizamos la maternidad por elección o porque no tuvimos alternativa. Tiempo después me dijo que con su pareja del momento querían adoptar un bebé, o un niño ya crecido, pero eso nunca se concretó y esa relación también se disolvió. Tenía dos estilos para contar sus dramas personales: solía hacerlo con un aire suficiente, como demostrando que ya había superado tal cuestión, por ejemplo, su adicción a las drogas, aunque siempre dejaba cosas a medio decir. Mencionaba que no sólo había fumado marihuana y consumido cocaína, sino “otras sustancias más peligrosas” con mal disimulado placer por el misterio que le imprimía a sus palabras. O sus experiencias sexuales con desconocidos, de las que luego se arrepentía, o su afición compulsiva al juego que la llevó a solicitar ella misma la restricción de ingreso a casinos y bingos, porque en más de una ocasión dejó todo su sueldo en una noche de apuestas y luego no tenía ni para comer, por lo que debía pedir auxilio a sus amigos y conocidos. Siempre vivía situaciones en un borde peligroso, de las que salía airosa a veces, otras, deprimida. El otro estilo era un tono de confesión cargado de culpa, si bien parecía una puesta en escena para atraer mi atención. Pero sólo poco tiempo antes de nuestro último distanciamiento, me contó algo tan sorprendente que por momentos dudé si era cierto o una fabulación, o tal vez uno de sus ardides para inspirar lástima.

Una tarde le pedí que me acompañara a una librería cerca del Colegio Dorrego. Tomamos el 244 en Cinco esquinas y bajamos en la estación Morón. Luego caminamos hasta Rivadavia, conversando sobre cualquier cosa, pero al llegar a San Martín me tomó del brazo, lo apretó y se quedó tiesa en medio de la calle, tanto que tuve que remolcarla antes de que cambiara el semáforo. Estaba demudada, aterrorizada. Yo no entendía, le pregunté qué pasaba, qué había visto, por qué estaba así. “No puedo, no puedo”, me dijo, “me quedo aquí, andá sola”. Le propuse que me esperara en el Tokio, en Rivadavia y 9 de Julio, yo buscaría el libro y me reuniría con ella después. Pero estaba paralizada, no podía dar un paso sola, así que la tomé de la mano y la fui llevando, despacito, hasta el bar. Tardó un rato en recomponerse, pedimos café y cuando pudo hablar me lo contó. En la esquina de Rivadavia y San Martín la chuparon los milicos, en el invierno de 1979. Ella estudiaba en el Profesorado del Instituto Dorrego, estaba en pareja con un dirigente montonero y embarazada de dos meses. Un grupo de tareas de la policía federal la tuvo secuestrada durante unos días, o semanas, no lo pudo precisar. Su compañero estaba escondido, y si bien ella nunca empuñó un arma, militaba y participaba en acciones de apoyo. Por eso la levantaron, para sacarle información. En este punto de la conversación me pidió que saliéramos del bar y la acompañara a tomar el colectivo para volver a su casa (entonces vivía en La Matanza, en casa de unos parientes). Siguió con su relato en la parada del 242, ya de noche y con frío. Nunca, en veinticinco años había mencionado nada de lo que me contó aquella tarde, por eso fue que tuve momentos de dudas. Hoy, a la distancia, creo que muchas de sus conductas podrían explicarse también por aquel episodio de 1979, durante la contraofensiva en que los dirigentes montoneros mandaron al muere a tantísimos cuadros y militantes.

Antes de picanearla, la violaron varios tipos. Al contármelo empezó a llorar, por eso fue que no quería estar en el bar sino refugiada en la oscuridad, esperando el colectivo, pero dejó pasar unos cuantos hasta que dijo todo lo que la angustiaba, y yo lloraba a la par. Ella les suplicaba por el bebé que tenía en la panza, pero eso los excitó más. “¿Así que estás embarazada del guerrillero ese, puta, hija de puta?” La desnudaron, la manosearon, la penetraron, y ella apenas podía defenderse, tirar arañazos, rodillazos, morder. En medio de su desesperación sólo pensaba en no perder al bebé. Finalmente la dejaron tirada en el piso, se fueron y quedó sola con uno que parecía tener un rango superior. Este la tranquilizó, la trató con algo de dulzura, consiguió ganarse su confianza. Le dijo que él estaba para cuidarla. La dejó dormir, por la mañana le indicó que podía bañarse, le sirvió un desayuno, y cuando ella empezaba a recobrarse el tipo empezó a acariciarla, a besarla, y terminó también sometiéndola, porque había bajado la guardia y ya no tenía fuerzas para resistirse. En ese momento de su relato fue cuando más lloró, arrasada en lágrimas me confesó que lo que nunca jamás en la vida se podría perdonar, lo que la atormentaba día y noche a lo largo de los años, era que en esa circunstancia experimentó un orgasmo. Creo que este detalle fue para mí el más impresionante, por inconcebible, por horroroso, sentir placer en medio de una situación humillante, espantosa, en cierta forma la condené íntimamente por eso. Tal vez más tarde se sintió redimida por la picana, y porque el que aparentaba ser más humano también la golpeó sin dejar de llamarla puta. Recibió golpes en el vientre y desde luego, perdió el embarazo, el único embarazo que ella hubiera querido llevar a término, porque estaba enamorada de aquel muchacho al que no volvió a ver jamás, del que nunca más supo nada, de quien no aparecieron nunca sus huesos, cuyo nombre no figura en ninguna lista de desaparecidos. 

No me contó cómo fue que la liberaron, sólo que abandonó los estudios y se fue por un tiempo a su pueblo, cerca de Azul, aunque sus padres nunca se enteraron de esta historia. Por supuesto, me atravesó un sentimiento confuso de angustia y compasión, junto con odio y asco por esos monstruos de los que fue víctima, la abracé y seguimos llorando juntas por unos minutos.  Ya más calmada, me detalló todo lo que había intentado para hacer la denuncia ante los organismos de derechos humanos, pero el inconveniente mayor era que no tenía pruebas ni testigos, el único testigo posible era un profesor del Instituto que se fue del país sin dejar rastros. Esto fue en parte lo que me hizo dudar de la veracidad del relato, pero no podía creer que fuera todo un invento suyo. Sólo atiné a ofrecerle ayuda, a acompañarla en lo que fuera, hacer algún trámite, alguna averiguación, lo que necesitara. Vino el colectivo y nos despedimos, yo me volví a mi casa y por esa noche me olvidé del libro que fui a buscar.

Las siguientes ocasiones en que nos vimos no quiso hablar más del asunto. Yo respeté su necesidad de silencio, lo interpreté como algo natural por haber sido una vivencia tan siniestra que le provocaba estados de pánico. Sólo me contó que hacía unos años, sin darse cuenta, pasó por la esquina de Rivadavia y San Martín y sufrió una amnesia temporaria, anduvo deambulando por Morón sin recordar nada, como un fantasma, hasta que se encontró con alguien conocido que la ayudó a salir del trance. Por eso nunca insistí, creí que ella debía procesarlo para poder accionar, denunciar, investigar, tal vez pedir una indemnización, ella que siempre estaba necesitada de dinero.

Tiempo después volvió a las andadas, quiso involucrarme en un pleito con un hombre casado que le prometía separarse, pero la llamaba por teléfono mientras (aseguraba ella) tenía sexo con su mujer, en fin, pretendía que yo llamara a la mujer para sacarle información sobre el tipo. Por esos días, estando con él en la calle me llamó cerca de la medianoche para decirme que si le llegaba a pasar algo (sugiriendo que su acompañante podía causarle algún daño) yo debía avisarle a no sé quién del Ministerio del Interior, y me lo decía con el tipo al lado suyo escuchando todo. Unas semanas más tarde pergeñó el ensayo de tirarse por el balcón, y yo vi sus moretones, a menos que la causa de ellos fuera otra y ella me mintiera. Después estuvo bajo tratamiento psiquiátrico durante un tiempo, se mudó nuevamente a algún otro punto del Gran Buenos Aires y dejé de verla.

Siempre tendré la duda de cuánto de aquello que me contó esa tarde sería verdadero; si lo fue, se explicarían algunos comportamientos suyos. Tenía necesidad de auto flagelarse, era una sobreviviente y sentía culpa por ello. De alguna manera, todos los contemporáneos de la dictadura que nos opusimos a ella somos sobrevivientes, pero algunos quedamos más tocados que otros. También su rollo no resuelto con la maternidad podría ser consecuencia de aquel calvario que sufrió, y que aparentemente atravesó en total soledad.

 Si no fue toda una fantasía armada para inspirar compasión, sepultó ese recuerdo tan profundamente que pasó veinticinco años sin confiármelo. No lo sé ni quiero averiguarlo.


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