viernes, 26 de noviembre de 2010

CAPÍTULO CATORCE

Claro; había otro con quien darse los besos reales, transmisores de gérmenes y nada platónicos. Fue uno de esos pasajeros en su vida que no dejaron mayores huellas. Habiendo sido preparada para mujer de un solo hombre por siempre, todavía sentía cierta culpa si establecía una relación basada sólo en la atracción física. Una tarde iba a su habitual sesión de terapia, que ahora cumplía más tarde, al final del día de trabajo. Se había demorado más de la cuenta y  para llegar a tiempo paró un taxi. Al abrir la puerta casi se cayó al suelo por el impacto que le produjo la música a todo volumen en el interior del auto. Intentó decirle al conductor adónde iba y gritó:
 -    ¡Hasta Billinghurst y Charcas!      
 El taxista bajó el volumen en mitad de la frase, con lo cual Renata se sintió absolutamente ridícula, gritando en medio del silencio. El tipo se echó a reír, y ella lo vio por el espejo retrovisor. Era un atrevido de los que usaban el pelo largo atado en una cola, cuando todavía no se había impuesto esa moda entre los hombres. Tenía unos ojos verdes de gitano, y una sonrisa demoledora. Reguló el volumen de la música y lo dejó a un nivel aceptable.
 - ¿ La Sinfonía Inconclusa de Schubert? – aventuró Renata.
-  ¡Sí señora!- respondió él entusiasmado.
 A partir de ese momento el viaje se transformó en un divertido concurso en el que el taxista tarareaba unos acordes y ella adivinaba a qué obra y autor pertenecían. Cuando llegaron a Billinghurst y Mansilla paró el auto. Renata aclaró:
 -          Falta una cuadra…
-          Sí, ¿estás muy apurada?
-          Sí, tengo sesión de terapia.
-          Me gustaría verte otra vez- le respondió él muy convincente.
-          No sé, quizá en otro viaje…
 Él se rió.
-          ¿Sabés cuántas posibilidades hay de que vuelvas a tomar el mismo taxi en Buenos Aires? Una entre un millón. Y de que suba otra mujer hermosa como vos, y que además sea amante de la música clásica y conozca tanto, muchas menos.
 Renata callaba pero sonreía. ¡Qué lindo tipo! No era más que un taxista que le deparó el azar, ella era una señora y no podía andar relacionándose con cualquiera. Mientras hacía avanzar el auto nuevamente él insistió:
-          Si me das tu teléfono, un día te llamo y vamos a tomar un café.
Tal vez por resolver rápidamente la situación y no llegar tarde a terapia, o decididamente porque el tipo le encantó, se escuchó recitar su número telefónico. Pagó y bajó, y se quedó con la placentera sensación de ser mirada por unos ojos verdes sonrientes que le derritieron el corazón. Decididamente era una loca, tal como lo había pronosticado Raúl, pero era excitante esta nueva condición. La avergonzaba un poco sentir prejuicios porque se trataba de un taxista; en el medio en que se movió toda la vida sólo se valoraba a las personas que ejercían alguna profesión relacionada con el intelecto, pero la angustia de estar transgrediendo tales cánones quedó neutralizada cuando en la conversación él le contó que le faltaban pocas materias para recibirse de psicólogo.
La llamó dos días después a las diez de la noche. Había terminado su jornada de trabajo y hablaba desde un teléfono público. Renata estaba acostando a sus hijos.
 -          ¿Podemos vernos ahora? – preguntó él.
-          Mirá, estoy con mis hijos, no tengo con quién dejarlos...
-          Y bueno, dentro de un rato, cuando estén dormidos, paso a buscarte...
 Era un audaz.
 -          Mejor lo dejamos para mañana.
-          Eso es muchísimo tiempo – galanteó él, y a ella le encantó.
-          Mañana, ¿sí?
-          Como usted diga, señora.
 A la noche siguiente la volvió a llamar. Esta vez Renata le mintió que había conseguido con quién dejar los chicos. La verdad era que él le dio una buena idea: esperar a que se durmieran y dejarlos con todos los recaudos de seguridad del caso: la llave del gas cerrada, las puertas y ventanas trabadas, ni ventiladores encendidos ni espirales contra los mosquitos.  Sólo se trataba de ir a tomar un café, y no podía tener tanta mala suerte de que ocurriera algo malo. Tal vez sí tenía una necesidad inconsciente de asegurarse un motivo para sentirse culpable, por las dudas, si no, ¿para qué se es mujer en este mundo, si desde Eva hasta el verano de 1991 siempre hay que cargar con alguna culpa adicional a la de la manzana primigenia?
Se bañó, se puso linda con una blusa de hilo color rosa con bordados en la pechera y una pollera negra a la rodilla pero con un discreto tajo, se puso un poco de rubor y delineador de ojos y se perfumó. A las once los chicos dormían profundamente. Renata los besó como pidiéndoles perdón y atendió los golpes en la puerta. Cerró cuidadosamente y se quedó escuchando por si alguno de sus hijos se había despertado. Nada.
Entonces salió con Antonio. Él le abrió caballerescamente la puerta. Ella lo observó caminando hacia el lado opuesto del coche: un cuerpo armonioso, fibroso, una piel aceitunada, y ese pelo largo recogido que le quedaba tan bien... Era joven, tal vez cuarentón, pero con un aire adolescente. Él subió, cerró la puerta y antes de darle arranque al auto la miró y aspiró su perfume exclamando “¡Huummm!” con una sensualidad que a Renata le hizo subir las pulsaciones.
Fueron a un bar en Villa Devoto, un cálido lugar con mucha madera y plantas naturales, y música suave. Mientras bebían café se inició el juego de seducción inicial en el que lo que se cuenta y lo que  se escucha es exactamente aquello que conduce en algún momento a la cama. Antonio estaba separado. Había sido montonero y estuvo desaparecido durante un tiempo en la época del proceso. Fue uno de tantos que pasaron por algún campo clandestino de detención, pero tuvo la suerte de sobrevivir a las torturas. En aquel tiempo estaba en la Universidad de Buenos Aires más que nada como un medio para hacer política, y no por el específico interés de hacer una carrera. Entonces estaba casado, y tenía dos hijos pequeños. Pero cuando recobró la libertad se encontró conque la mujer le hizo el planteo definitivo:
 -          O la política o yo.
 A lo que él respondió:
-          O el amor o nada.
 Ella ya no lo amaba.
 -          ¿Y los chicos? – preguntó Renata.
-          Están hermosos – y sus ojos verdes brillaron. El mayor ya termina el secundario, y la piba está en segundo año. Esa me tiene loco, es divina.
-          ¿Así que el papá y los hijos son estudiantes?
-  Sí, hace un par de años me decidí a retomar la carrera. ¿Por qué no? No llegaré a ser una eminencia en la profesión, a lo mejor me transformo en otro profesional que no consigue más trabajo que el de taxista, pero yo quiero terminar.
“Ya está” pensaba Renata, adherente incondicional a sus prejuicios inevitables por su condición de clase media, “es un tipo interesante”. Y además, tan atractivo...
Cerca de la una de la mañana Antonio le preguntó si ya quería volver, y ella asintió. En el auto él intentó apoyar su mano sobre la pierna de Renata después de poner un cambio, pero ella se la tomó con suavidad y la colocó sobre el volante sin decir nada. Él sonrió con esa sonrisa que derretía hasta el empedrado de las callecitas de Villa del Parque. Se detuvieron frente a la casa de Renata. Antonio se reclinó sobre la puerta del coche con el brazo izquierdo apoyado en el volante y la miró con ansias:
 -          ¿Al menos me vas a dar un beso?
-          No – le contestó ella.
-          ¿Y la próxima vez que nos veamos?
 Renata sólo se encogió de hombros y bajó del auto. Él también bajó y la acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse le preguntó:
 -          ¿Sabés que sos muy linda? – y le dio un beso en la mejilla rozando con la comisura de sus labios los labios de Renata, como accidentalmente. – Te llamo.
-          Chau – contestó ella, y entró a la casa.
 Ya dentro escuchó cómo arrancaba el auto y se alejaba. Todo su cuerpo estaba invadido de una sensación de bienestar, de alegría. Se descalzó y fue a ver a sus niños. Todo estaba en paz: dormían como ángeles. Acarició esas caritas de cachetes sonrosados y saludables y besó la frente de cada uno. Se acostó todavía sintiéndose plena, y antes de dormirse estuvo repasando ese encuentro con Antonio. La había cautivado. ¿Estaría mal ser tan enamoradiza? ¿O estaba cobrándole a la vida deudas viejas? Porque haber llegado a los veintitrés años casi virgen al matrimonio (peor aun, embarazada) desde su óptica actual fue una soberana estupidez. Cuánto se había perdido de disfrutar... En otro momento menos placentero, obedeciendo a su natural pesimista habría meditado sobre que todo lo bueno le llegaba tarde. Verdaderamente no estaba preparada para el disfrute, era un aprendizaje que había iniciado muy poco tiempo atrás, con su fugaz relación con Pedro. Se durmió feliz. A la madrugada se despertó en la culminación de un sueño erótico, y sintió el orgasmo ya en plena conciencia. La imagen de Antonio se le instaló en la mente, sus ojos verdes, su sonrisa, su boca carnosa que le había pedido un beso...

Al filo del vigésimo primer siglo creemos que se ha dicho todo ya acerca del amor. Sin embargo, una tarde cualquiera de cualquier enero un hombre y una mujer se encuentran, y sin saber por qué, comienzan a andar un camino no trazado.
Te descubro, te admiro; mi atrevimiento te sorprende. La casualidad no existe: ¡tenemos tantas cosas en común!
Mi vida pende del cable del teléfono. ¿Vendrás?
Voy ya.
Dame unos minutos más para que se duerman los chicos, para ponerme linda como una novia adolescente.
Mi corazón se acelera. Llegas. ¿Cómo describir la ternura que siento al abrir la puerta y ver tus ojos, tu sonrisa, tu pelo, tu belleza de hombre, tus gestos?
Del amor está todo por decir si me tomas en tus brazos  y un beso dulce, cálido nos enciende. Y aunque seamos sólo dos entre miles de millones, aunque en el Golfo Pérsico se estén matando por cientos en este mismo instante, no existe nada más en el mundo que vos y yo, y esta divina locura de hacer el amor en mi cama de una plaza, de amarnos con alegre fruición, como jugando un juego extenuante.
Y luego hablar, confiarnos cosas, prolongar la ternura, conocernos poco a poco. El amor es nuevo, único, maravilloso. Nadie sabe nada del amor, sólo vos y yo.

Visto a la distancia, Antonio fue solamente un hito más en el camino. En los períodos en que Renata pasaba sin un hombre sentía que su cuerpo empezaba a perder significado. Poco a poco esa unidad que formaban su cabeza, cuello, hombros, brazos, torso, pecho, ombligo, pubis, nalgas, muslos, piernas, pies, en su mente empezaba a distorsionarse, a deformarse. Eran los momentos en que se sentía fea, o gorda, o vieja a pesar de sus poco más de treinta años. La presencia de un hombre que la deseara y que le prestara su cuerpo para sentir el propio, le ponían el mundo físico nuevamente en su lugar. Por eso Antonio cumplió casi exclusivamente esa función, porque su deseo frustrado estaba puesto en Pedro. Aquellas cosas mágicas que le ocurrían con él y que se relacionaban más con el espíritu no pasaban ni remotamente con Antonio, salvo su afición común por la música clásica. Parecía por momentos que una nube negra lo cubría y se volvía hermético, a pesar de su natural juguetón. El hecho de haber sido un militante montonero y temporariamente desaparecido le dejó como una necesidad de inspirar lástima Era su manera de seducir, y de eso ya había tenido bastante Renata en su experiencia matrimonial con Raúl. Entonces quedaba el lenguaje de la piel. Lo que transmiten las pieles en contacto no hay idioma que pueda nombrarlo.
 -          Habría que organizar simposios, congresos, seminarios, retiros, todo evento posible dedicado exclusivamente al ejercicio de las caricias – le decía Antonio desnudo, laxo, tendido a su lado.
Renata callaba y en su silencio imaginaba ese mismo cuerpo sometido a la agresión salvaje de las torturas. Pobrecito; cuánto debió sufrir, cómo no iba a fantasear con esas ideas locas sobre congresos de caricias, si tendría impreso en sus células tanto dolor por reparar...

Me has dejado dulces dolores en el cuerpo. Mi alma está plácida. Mi mente... algo inquieta. Me pregunto cómo es posible no enamorarse. Es bueno que no me propongas no enamorarnos. Me siento libre, te doy libertad.
No proyecto, no planifico. Siento que de a poquito te vas metiendo por las trizaduras de mi corazón, que de a poquito voy ocupando un lugar en tu enigmática vida, y por ahora, el lenguaje con que nos comunicamos es el de nuestros cuerpos, que alegre, despreocupadamente viven, ríen, gozan.

Había un aspecto oscuro en la relación con Antonio. Era como si la clandestinidad fuera su estilo de vida a pesar de haber pasado ya la época de la persecución y del miedo. Él vivía siempre como escondiéndose, o escondiendo algo. Renata nunca supo dónde vivía, ni fueron juntos jamás al cine, o a un espectáculo público. Sólo se encontraban en algún café, y para hacer el amor en algún hotel, o en la casa de ella cuando los chicos ya dormían. Por eso no alcanzó a ser alguien que dejara huellas profundas. Se agotó enseguida.
Renata seguía convencida de la necesidad de buscar el hombre que resumiera todas las condiciones para un amor de verdad: un compañero para todas las horas. Y sin embargo, todos, en algún momento se esfumaban. ¿La abandonaban? ¿Como su padre? ¿Es que ella no los satisfacía, no era como ellos querían y entonces la dejaban? ¿O era que ella había aprendido a amar a quien hace sólo lo que uno quiere? ¿Era ella quien los dejaba, o quien hacía que se alejaran porque no los aceptaba tal como venían? Con sus complejos, con sus locuras, con sus defectos de fábrica o sus fallas por el uso.
Lo que más le molestaba de Antonio era que resultaba absolutamente impredecible. La llamaba cuando a él se le ocurría, la pasaba a buscar o la visitaba tarde por la noche en su casa, hacían el amor y se iba de madrugada para luego, con esa vocación de desaparecido que le quedó impresa, borrarse por un tiempo. Con todo lo cual, Renata que gracias a su terapia sabía que todo lo que no podía controlar la sacaba de quicio, optó por terminar con la relación. Pero fue otro más que cada tanto, aun habiendo pasado años, la llamaba por teléfono e intentaba un acercamiento.
Paulatinamente dejó de escuchar la radio. Empezó a trabajar en prensa y difusión para artistas de teatro y grupos de danzas, y esto le insumía tiempo también por la mañana, de manera que tuvo que arreglárselas pagando a una señora que su amiga Irene le recomendó para dejar al cuidado de sus hijos, mientras ella se dedicaba a redactar y distribuir gacetillas de prensa por todos los medios de difusión. Más de una vez se cruzó con Pedro, pero ahora sólo por cuestiones laborales. Precisamente el día de la segunda audiencia por el juicio de divorcio con Raúl, al despedirse de éste en Carlos Pellegrini y Sarmiento tuvo que seguir viaje hasta la radio de la calle Maipú. Allí la esperaba un grupo de actores vocacionales que por entonces luchaba para llegar con una obra de Rodolfo Walsh a algún teatro de la calle Corrientes (y casi lo logró: estuvieron por tres meses a media cuadra de Corrientes...). Al margen de ciertas diferencias ideológicas, Renata reconocía agradecida la bonhomía de Pedro por prestar su micrófono para difundir cuanto tuviera que ver con la cultura popular. En cada encuentro de estos se sentía rara pensando que con ese hombre que ahora no le despertaba el menor deseo había vivido una pasión intensa.
 - ¿Cómo estás? – le preguntaba amigablemente él. Seguramente ya le había perdonado que hubiera sido tan intransigente, tan demandante en el amor, con esa tendencia al “todo o nada” que la dejaba siempre sola.
Años después, de vez en cuando sintonizaba por algunos minutos aquel ya legendario programa. Ya no era lo mismo, pero Pedro Cerezo por momentos le hablaba a un tú. “Este es un vivo que se levanta minas por la radio” había dicho Raúl, y tal vez tuvo razón. No obstante, el que ella supo ser, estaba absolutamente convencida, fue singular, único.
 Lo que Renata sí olvidó para siempre fueron los detalles relacionados con el juicio de divorcio. Sí sabía que le dejó un sabor repugnante por la formalidad con que se llevó a cabo. Lo único que podía precisar era que el juzgado se encontraba sobre la calle Talcahuano, a media cuadra del Palacio de Justicia. El Juez era un señorón de Barrio Norte que a todas luces ya tenía todo conversado de antemano con ambos abogados: la doctora Levigne que representaba a Raúl, y el doctor De Rosa que representaba a Renata. Como para esta altura Raúl ya estaba momentáneamente sanado de su brote neurótico depresivo, aceptaba las consignas preestablecidas (y aprobadas por papá): ambos debían contarle al magistrado que la convivencia se había tornado insostenible, que ya no cohabitaban (de hecho, no vivían juntos desde hacía más de dos años), que ninguno reclamaba alimentos del otro. Para nada se mencionó la existencia de los hijos de Renata porque hubiera sido un detalle que complicaría las cosas, y ella sentía asco porque era como si los estuviera negando. En fin, había que darle un trámite rápido al asunto, y fue necesario actuar y quedar ante el juez como un par de imbéciles que se habían casado porque sí, y que ahora habían decidido descasarse. Todo el sufrimiento, el daño psicológico de ambos, el resentimiento irreparable de Renata por aquel embarazo que pudo haberse evitado y que terminó en aborto, el daño a sus niños, eso parecía no tener ningún peso (y de hecho hubiera sido una locura mencionarlo) en el transcurso de los escasos minutos de fría conversación con un profesional al que parecía no importarle un bledo de lo que estaba escuchando, y que, como repitiendo un texto ya sabido de memoria los instó a intentar una reconciliación hasta el plazo de la segunda audiencia. Faltó que al despedirse hasta dos meses después se asomara a la puerta y gritara: “A ver, que pase la siguiente pareja por divorciar...”
El único miedo de Renata era que Raúl no pudiera contenerse y mencionara lo de su infidelidad con Pedro (de la existencia de Antonio ni se había enterado, ni de algún otro que andaba pululando por ahí, porque si bien no era una belleza despampanante, era una mujer atractiva, inteligente y no le faltaban candidatos)
Si Raúl llegaba a salir con semejante domingo 7 delante del Juez otro sería el cantar, porque entonces ya no habría divorcio por mutuo acuerdo, sino culpabilidad de parte de ella, y eso hubiera resultado terrible. Así también ella no tuvo más remedio que callarse las pocas pero significativas (sobre todo porque ocurrieron en presencia de los niños) agresiones físicas de que fue objeto por parte de Raúl. Fue un pacto de caballeros y lo cumplieron.
Tal vez el hecho de que la formalidad del divorcio resultara al fin tan cómoda hizo desistir a Raúl de la anulación del matrimonio religioso.

Durante los dos meses que transcurrieron hasta la segunda audiencia que por un capricho de su mente se había puesto a recordar esta tarde en la esquina de Sarmiento y Pellegrini, al conjuro de unas ramas de jacarandá que se movían sopladas por el vientecillo primaveral y la decoración de una vidriera que se resistía al posmodernismo, ya había terminado su fugaz amor con Pedro Cerezo, ya había conocido las delicias de los amores con un ex desaparecido melómano, se había cimentado en su trabajo de productora radial y asesora de prensa y difusión de artistas de los más variados géneros, había dejado de ser ama de casa con dedicación exclusiva y había aprendido a delegar el cuidado de sus hijos sin desentenderse de lo esencial en su educación. Mujer al fin, se transformó, como gustaba decir Irene, en un lagarto al que le cortan la cola y la regenera, una y otra vez.
Borrosamente se le aparecía en la memoria la imagen del juez circunspecto, enfundado en su traje gris, muy engominado y ocupando un anticuado sillón de cuero verde, sosteniéndose la pera con la mano para escuchar la exposición que Renata y Raúl hacían, justificando su pedido de que la ley determinara que ya no los unía ni los uniría jamás vínculo alguno. Firmado todo lo cual, ya no hubo más que decir, y fuera del despacho del magistrado acordaron con sus respectivos abogados que, luego de dictaminada la sentencia y una vez que la misma fuera copiada al margen del acta de matrimonio, cada uno tendría su ejemplar. Porque bien podía ser que cualquiera de los dos alguna vez quisiera reincidir en la experiencia del matrimonio. A Renata esa posibilidad le parecía tan absurda y remota como la de hacerse ciudadana bengalí.
 Una vez en la vereda de la calle Talcahuano se despidieron los cuatro. Pero casualmente Raúl tenía que ir hacia el lado de Corrientes, y muy afablemente preguntó a Renata si podían ir juntos. Ella no quiso ser descortés; en realidad ya no tenía enojo con él, ni motivos para pelearse. Así fue que caminaron juntos por Corrientes hasta cruzar la avenida 9 de Julio. Ella debía pasar a retirar unas fotocopias de una librería antes de ir a la radio de la calle Maipú. En el trayecto fueron conversando animadamente; Raúl le contó que estaba trabajando por fin como maestro (¡pobres chicos!, pensó Renata), ejerciendo una suplencia, pero que para el año siguiente ya se había inscripto para un cargo como titular.
Por suerte se trataba de un distrito escolar lejano a Villa del Parque, dato que a Renata proporcionó gran alivio. Y así fue que llegaron a Carlos Pellegrini y Sarmiento, y como no tenían nada más que decirse, y ella debía ir a trabajar, se despidieron con un beso anodino, y no se volvieron a ver jamás.

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