Unas ráfagas de viento parecido al que sopla en la costa le desordenaban el cabello. Todavía en septiembre estaba muy lejana la posibilidad de unas vacaciones en el mar, y más lejanas aun considerando lo ajustado de su presupuesto, siempre dejando de pagar una deuda para poder pagar otra más urgente. Pero la añoranza era inevitable. Sobre todo porque hacía tiempo que unos recuerdos marinos la tironeaban insistentemente.
Quiero decirte que me divertí muchísimo en los ratos que estuvimos juntos. Me gustaría volver para cobrarle a la vida lo que nos debe: llegar a ver un atardecer ocho minutos antes; escuchar juntos el silencio del mar en Las Grutas; algún delicioso chapuzón como el del primer día.
Me voy mucho más rica de lo que era hace nueve días. Aprendí, por ejemplo, que de febrero a abril hay una eternidad…
Sos un loco hermoso.
Fueron sus primeras vacaciones de viuda. Se animó a irse en carpa con sus niños a Las Grutas, unos quince kilómetros al sur de Necochea. La animó el grupo de amigos y compañeros de militancia que la contuvieron durante la enfermedad y la muerte de su marido: la entrañable Irene y su marido “cama afuera”, Luis; el gordo Andrés, tan generoso, tan mano suelta, tan afeminado; Ricardo y Magdalena, una pareja por la que nadie hubiera dado un centavo: él tenía veintiún años; ella treinta y cinco y dos hijas de sendos maridos anteriores, y sin embargo, muchos años después seguirían juntos dándole batalla a la vida; Gabriela y Rubén, que tenían un bebé de la misma edad de Nicolás pero con problemas neurológicos. Cuando Renata los veía juntos pensaba que al menos podían afrontar su drama de a dos; ella en cambio había quedado sola para hacer de padre y madre. En fin, aquellos diez días de enero de 1988 fueron inolvidables.
Cuando el mar era el relato familiar de un viaje hecho unos días antes de cumplir un año, y unas fotos en blanco y negro en las que aparecía yo (una gordita sentada en la arena con una cofia y malla de “abeja”), la vida transcurría morosa entre los álamos sanjuaninos. Golondrinas como brasitas negras, al decir de Falú, cruzaban el atardecer. Grandes caudales de agua sólo era posible ver en algunos veranos, cuando el río San Juan aumentaba varias veces su volumen, bajando turbio y desaforado.
En Necochea los esperaban los compañeros lugareños que habían organizado aquel campamento, y allí se reunieron con otros venidos de distintos puntos del país. Renata no podía evitar sentir sus hormonas alborotadas ante algunos de aquellos camaradas jóvenes y hermosos, pero no se atrevió a avanzar. Le gustaba un rubio que tocaba la guitarra y cantaba canciones de Silvio Rodríguez, pero también la inquietaba un morocho, Marcelo, alto y potente como un potro sin domar. Pero ella estaba en un lugar muy complejo: por un lado era la admirada mujer que luchó a brazo partido hasta las últimas consecuencias contra una enfermedad artera que se llevó a su amor, y sin embargo siguió sin derrumbarse por sus hijos. Estaba saliendo recién de su cascarón de mujer de un solo hombre al que estuvo unida por amor. Jamás por su cabeza había pasado la posibilidad de una aventura de verano sin consecuencias, ni siquiera cuando tuvo quince años. Y estaban sus hijos, que la absorbían la mayor parte del tiempo. Así es que participaba de los fogones que se hacían en la playa por la noche, y cantaba con el rubio “Yo digo que las estrellas le dan gracias a la noche/ porque encima de otro coche no pueden lucir tan bellas...”, y sentía su aliento cerca, mientras el morocho la contemplaba insinuante sentado en una roca salpicada por las olas. Pero luego ella se metía en su carpa a dormir con sus hijos, mientras el rubio se deslizaba en la carpa de otra, y el morocho hacía el amor con una necochense sobre un poncho tendido en la arena.
En aquellas vacaciones ni se enteró que había impactado a otro de los compañeros de Necochea: Isidro de Souza, un arquitecto de cuarenta años, flacucho, pelo crespo y largo, muy simpático, con una sonrisa franca y voz dulzona de tenor. Era un atado de nervios, enamorado de su profesión y de su ciudad. Mientras duró el campamento actuó como anfitrión llevando y trayendo cosas y gente, de la ciudad a Las Grutas y viceversa, sin descanso, y siempre acompañado de sus hijos, una chica de catorce años y un varón de siete. Su mujer también estaba en la misma organización, pero no se hizo ver demasiado por el campamento. A decir verdad, Renata ni siquiera recordaba cómo era su cara. En general, todas las esposas de los necochenses tomaron una actitud más bien de rechazo hacia las forasteras, sobre todo si estaban solas, porque significaban la amenaza de convertirse en cornudas en un abrir y cerrar de ojos. Y peor si se trataba de las que habían llegado desde Buenos Aires, unas locas de atar todas sin distingos, para los prejuicios provincianos. Sólo las militantes, las que sabían de luchas y soledades como la inefable Patricia León se portaron como verdaderas compañeras. Renata encontró en ella un alma gemela, y luego cultivaron una amistad más allá de la diáspora que sufrió después el grupo, cuando triunfó el modelo neoliberal, posmoderno y primermundista que terminó tragándose a muchos que alguna vez pasaron por revolucionarios, y catapultándolos a funciones públicas muy cercanas al poder.
Una noche, después de cenar, debajo de la enorme carpa que servía de comedor y sala de estar y alrededor de la cual habían dispuesto las carpas para cada pareja o familia, se improvisó un auditorio. Sobre una sábana blanca Isidro proyectó un audiovisual basado en la historia de Necochea elaborado desde su mirada de arquitecto con ideas revolucionarias y nacionales. Mientras las diapositivas se sucedían, él relataba cómo aquellas tierras habían sido primero dominio de indios que luego fueron domesticados por los jesuitas. El padre Cardiel, un pionero de dos siglos atrás, había andado a pie y a lomo de mula toda la región, evangelizando y ganando voluntades para la civilización. La ciudad se fue construyendo sobre la ribera del río Quequén, que tuvo uno de los primeros puertos de la zona. Se construyó un puente sobre el río Quequén y ello facilitó el acceso al lugar de gente de otros puntos de la provincia, y sobre todo, de la capital. La ola inmigratoria también arrastró a mujeres y hombres de diversas nacionalidades hacia aquel paraíso surero. Los indígenas, primero bajo el gobierno de Rosas, y más tarde el de Roca, siguieron sufriendo el ataque que los diezmaba y los hacía retroceder cada vez más hacia el sur, y entonces destruyeron el puente. Nada fue fácil, pero un nuevo puente fue erigido: el puerto de Quequén debía tener su conexión con tierra.
Luego vino el comercio internacional y el progreso, el modelo económico liberal, y la Argentina pasó a ser la perla más preciada de la corona británica. Unos pocos se apropiaron de miles de hectáreas para usufructo privado, mientras la clase trabajadora se instalaba en las márgenes geográficas y económicas, pero luchaba y se mantenía sin aflojar. Los señores europeizantes comenzaron a copiar estilos arquitectónicos de lugares exóticos: construyeron enormes palacios utilizando el hierro sin tener en cuenta que el aire marino oxidaría todo carcomiendo hasta las bases de esos monstruos. Isidro se apasionaba y demostraba indignado cómo, si hubiese primado el sentido común, se hubieran hecho bellísimas construcciones utilizando materia prima del lugar, casas de troncos, de piedras. Pero tuvieron que pasar muchos años para eso. Los gobiernos populares y con sentido nacional, en primer lugar expropiaron aquellos latifundios; se construyeron viviendas, escuelas y hospitales para la gente. Las playas dejaron de ser un lujo al alcance exclusivamente de la clase alta, y la clase trabajadora tuvo la posibilidad de extender hacia la costa la ciudad que daba la espalda al mar, con sus casitas alegres y funcionales. En lo que fue la estancia de una viuda pudiente se concretó una gran forestación que detuviera la acción erosionante del viento marino y evitara el avance de las estériles arenas. Y el casco de aquella estancia fue más tarde sede del Museo Histórico Regional.
Todo aquello que Isidro contaba le descubría a Renata un mundo insospechado y apasionante, y las imágenes estaban tan bien coordinadas con el discurso, que resultó una velada realmente agradable y útil para todos. Aplaudieron a rabiar al modesto arquitecto que sonreía y sus pequeños ojillos celestes brillaban satisfechos. Renata se quedó sin saber cuánto de ese brillo iba dirigido hacia su persona.
Unos meses después lo volvió a ver, pero cuando se iniciaba su relación con Raúl. Viajó con éste nuevamente a Necochea a una convención a fines de ese mismo año, pero ella apenas reparó en el arquitecto. Sólo compartieron la mesa del almuerzo, pero no formaron parte de la misma comisión, ni tuvieron ningún contacto. Y a mediados de 1989, ya casada con Raúl, se encontraron en un congreso en Mar del Plata, pero entonces apenas recordaba Renata haberlo visto.
De verdad, por momentos me pongo a saborear cada recuerdo que tengo con vos, y no con melancolía. Sos un acontecimiento feliz en mi vida. Desde que estaba en Necochea me anda rondando una palabra por la cabeza: Epifanía. La busqué en los diccionarios comunes y no sale más que la festividad del 6 de enero. Pero tiene que ver con eso, con un acontecimiento feliz, algo maravilloso que de repente se muestra, o que habiendo estado ahí, de repente uno tiene la capacidad de ver. Entonces pienso en los tiempos, y me acuerdo cuando estábamos en ese rincón único desde donde vimos el atardecer y vos me decías que hubieras querido que nuestro encuentro se diera años antes… Y sin embargo, éste es el tiempo, lo que había, o lo que iba a haber, recién ahora se nos reveló. Yo estoy feliz de que haya sido así.
Para el verano de 1995, Renata apenas recordaba la imagen de Isidro de Souza. Un fin de semana de enero, aprovechando que sus hijos paseaban por las Sierras de Córdoba con su abuela, se marchó con Irene a Necochea. Las había invitado Patricia León, con esa hospitalidad que hace a alguna gente poner su casa a disposición de las visitas, con tanta generosidad que hasta se ofende si el invitado menciona la sola posibilidad de comprar algo para el almuerzo.
Caminando por el Parque Miguel Lillo se encontraron con Isidro. Ya no llevaba el pelo largo y estaba un poco más gordo, pero era el mismo atado de nervios con aquellos ojillos celestes que se volvían una línea al sonreír. Él no supo disimular su especial alegría al volver a ver a Renata; en cambio para ella fue una sorpresa que él la recordara con tanto interés. Jamás pensó que un tipo como él hubiera reparado en ella alguna vez, era de los hombres que consideraba totalmente fuera de su alcance, por puro prejuicio, o porque muchas veces se subestimaba sin razón. En cambio Irene tenía otra idea:
- ¡Ah, gracias! No te imaginás cuánto levanta mi autoestima lo que me decís – le contestó Renata muerta de risa.
De cualquier manera aceptaron su invitación a recorrer el Museo que dirigía. Lo estaba levantando después de años de abandono, le estaba poniendo toda su pasión y creatividad. Les mostró todo cuanto atesoraban sus salas y después, se sentaron en el parque, a tomar mate bajo la sombra de enormes árboles.
No alcanzó el fin de semana más que para ese encuentro y un paseo en un estrafalario vehículo que él mismo había construido y preparado para circular por la playa. En un momento en que Irene estaba retirada, contemplando el lejano horizonte marino, Isidro le sugirió a Renata que ese año se tomara vacaciones en Necochea. Él podía ayudarla a conseguir un alquiler barato. Intercambiaron sus números de teléfono y se despidieron con la promesa de verse pronto.
Renata sabía que muchas veces el curso de su vida dependió más del azar, o de la decisión de otros. Pero en otras ocasiones era ella quien veía claramente lo que ocurriría con sólo habérselo propuesto. En aquella ocasión ya tenía la decisión tomada: sus vacaciones, en el mes de febrero, las pasaría en Necochea con sus hijos. Ellos eran muy pequeños la primera vez que estuvieron allí y no recordaban nada, así es que se merecían unos días junto al mar, en un lugar hermoso y tranquilo como aquél. Y ella, además de todo eso, se merecía probar qué era lo que ocurría con ese hombre que la había cautivado con su personalidad avasallante.
Isidro dejó el auto estacionado al final de una huella que terminaba en una duna.
- ¡Rápido, rápido! – gritó y tomó de la mano a Renata. – ¡Tenemos ocho minutos!
Cuando llegaron en frenética carrera contra la arena en la que se hundían sus pies, saltando matas de dientes de león y evitando espinas de arbustos, corriendo de la mano como dos criaturas, rápido, rápido, por fin alcanzaron el punto desde donde podía verse la caída del sol sobre el mar.
Se quedaron absortos allí, todavía tomados de la mano, sobre una duna alta, un mirador natural que abarcaba, allá abajo, la anchura de la playa y luego el mar del que les llegaba el apagado estruendo. El semicírculo rojo ya sin rayos se hundía en el confín. Cuando acabó de esconderse, agitados todavía, se sentaron en la arena. Isidro detrás de Renata le hizo de respaldo y la rodeó con sus piernas y brazos. Ella sentía su aliento en la oreja, en el cuello, en la mejilla. Mudos, sólo miraban el paisaje solitario. Apenas un pescador desprevenido –acaso un turista, o un lugareño- pasaba con su caña sin sospechar la presencia de ellos arriba.
Así permanecieron hasta que empezó a anochecer. Isidro dijo, como pensando en voz alta:
- Lástima, Negra, que no nos encontramos antes. Vos me gustaste siempre.
- ¿Ah sí? – contestó ella, sinceramente sorprendida, dando vuelta la cabeza para mirarlo a los ojos, indagante.
- ¡Claro! Pero vos no me dabas bola. La primera vez que viniste, con tus hijos chiquititos, no me animé. Y después, estabas con ese pobre loquito de Raúl, y ya no pude...
- ¿Y qué pasa con tu mujer?
- Nada. Si no, no estaría aquí con vos.
Claro, una obviedad. Ella lo sabía muy bien. Quien es infiel no lo es por deporte. El infiel es un ser no amado, en busca de alguien que lo ame.
No dijeron más por un rato. Estar acurrucada allí en los brazos de Isidro, en ese rincón solitario de Necochea, camino a Las Grutas proporcionaba a Renata una paz y un placer indescriptibles. Ya sospechaba ella que en vivir esos momentos mágicos, restallantes, consistía la felicidad.
Isidro, ágil, se levantó y le tendió la mano.
- Vámonos antes que sea de noche.
Bajaron, otra vez hundiéndose en la arena, y a los saltos hasta llegar al Renault 12.
- Tengo el equipo de mate preparado – dijo Isidro entusiasmado – pero vayamos más cerca de la ruta.
Aquel lugar era muy romántico pero demasiado solitario, y un tanto peligroso. Anduvieron algunas cuadras en dirección a la ruta y se detuvieron en un recodo del bosque. Él cebó mate y charlaron, de todo, de sus vidas, de sus proyectos, de sus actividades. Ya era completamente de noche. Sin rodeos, sin engaños, espontáneamente, Isidro dejó atrás, en el piso del coche el canasto con el termo y el mate, reclinó el asiento de Renata y la besó. Por primera vez, pasados largamente los treinta años ella supo lo que era hacer el amor dentro de un auto. Se fueron desnudando el uno al otro con las manos, con las bocas y los dientes, se fueron acariciando en la claridad tenue de las luces de estacionamiento. Él tenía una piel suavísima, llena de pecas. Hicieron un amor desprolijo pero tierno y ardoroso. Y ella, tarde en la vida pero muy a tiempo en la ocasión, al fin vencía otro de sus prejuicios: no sólo en una cama era posible gozar hasta la locura.
- Negra, sos un volcán – le dijo Isidro con la cabeza apoyada en sus pechos. Ella le acariciaba el pelo.
Los volvió a la realidad la luz de unos faros de camioneta que se acercaba en sentido contrario. Se vistieron rápidamente, se recompusieron y volvieron a la ciudad. Renata fue a buscar a sus hijos a la casa de Patricia León, que en un gesto cómplice de amiga se los llevó a pasear.
Dos días después, cuando los niños aun dormían Isidro pasó a buscar a Renata, antes de las siete de la mañana. Esta vez también ella vivió una experiencia inédita: hacer el amor en el suelo pelado, bajo una carpa apenas improvisada con tres parantes, entre la fronda del bosque lindero a la playa. Fue realmente divertido. ¡Cómo se rió al ver las rodillas de Isidro llenas de barro! Un verdadero revolcón. Y luego de los obligados mates, se bañaron en un mar sereno de olas parejitas.
Fue un amor de verano, como se debe, y como Renata no había experimentado en su primera juventud, con una postdata otoñal: en abril se encontraron en Mar del Plata, un fin de semana. Y además de disfrutar de la ciudad hermosa, solitaria en esa temporada y por lo tanto más bella, se gastaron los cuerpos con amor de amantes con plena conciencia de serlo, sin otra expectativa. Después de ese abril, “mes de gloria y de mar” como escribió Isidro en la dedicatoria de un precioso dibujo que le regaló a Renata, se escribieron algunas cartas y se hablaron muchas veces por teléfono, pero no volvieron a verse.
Será que vivir es construir recuerdos incesantemente. Te dejé en la Estación Mar del Plata, bajando del tren que ya arrancaba, y nos saludamos con la mano y una sonrisa tierna en los ojos. Vos, de vuelta a Necochea, solo en tu auto, y yo, sola hacia Buenos Aires, y todo porque el tiempo no se puede detener. Me enfrasqué en la lectura para no ceder al lagrimeo, lo cual me costó dos o tres estaciones.
Desnudo cantabas “Reloj, no marques las horas/ haz esta noche perpetua”, y yo te dije que si eso fuera posible no existirían los recuerdos. “Que no existan” fue tu respuesta. ¿En eso consistirá la eternidad? ¿La abolición de “la ansiedad y el alivio de oír tu voz”?
Gracias Señor Anonimito por sus sabios consejos, los que publicaré el día que firme sus dichos...Saludos a don Elpidio, si lo ve...dígale que se vaya a Plumas Verdes...
ResponderEliminarmuy buen blog, estabas inspirada, me atrajo el tema necochea ya que estoy haciendo una web sobre eso. me encantaría que coloques un enlace a nuestra web www.necomundo.com
ResponderEliminarmuchas gracias.
Gracias por el comentario, visitaré la web y haré el enlace...¡Un abrazo!
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