El teléfono estaba muerto: lo habían cortado por falta de pago.
- ¡La puta que lo parió!
Prendió la radio. Ya estaba por empezar el programa de Pedro. Pero ella estaba tan inquieta, tan alterada que no pudo prestarle atención. Dio el desayuno a los niños y se los llevó con ella para hablar desde un teléfono público. No, no importunaría a Pedro llamándolo a la radio. En cambio llamó al banco para hablar con Raúl y exigirle que consiguiera dinero para pagar el servicio cortado.
- Señora, Raúl no ha venido a trabajar.
Sintió vergüenza. Para el tipo del banco que la atendió, era lógico que si ella era la esposa de Raúl, tenía que saber adónde estaba su marido, y sin embargo por él se estaba enterando de que el trastornado no había ido a trabajar. ¿Dónde estaría? A esa hora no podía recurrir a Irene porque ella sí estaba en la oficina.
Se volvió a su casa, y de paso compró el diario. Había tomado la decisión de buscar trabajo. Renata no haría como otras que no se separan para seguir dependiendo del sueldo del marido.
Pasado el mediodía salió nuevamente a la calle y llamó a Pedro. Le contó sucintamente lo que le estaba pasando. Fue la primera vez que sintió algo parecido a la decepción. Años más tarde aprendió, después de mucho golpearse, que no debía enojarse con quien no le daba todo lo que ella esperaba. La tarde de los recuerdos en Sarmiento y Pellegrini aun estaba en esa lucha, tratando de no poner expectativas inadecuadas en la persona equivocada. Pedro era sólo un amante, no la panacea para arreglar todos los problemas de su vida. Al fin y al cabo, ella lo estaba “usando” como un bastón para no caerse en el medio del caos que era su vida. Él se limitó a escucharla y puso fin a la comunicación rápidamente, no le propuso un encuentro, no le dijo qué hacer, y ella sintió que la garganta se le anudaba.
A las seis de la tarde llegó Raúl. Estaba completamente dopado. Hablaba con la lengua pastosa y sus movimientos eran lentos. Se acostó, y sólo le dijo a Renata que había ido al Hospital Bancario porque no se sentía bien. Cuando estuvo dormido ella le revisó todos los bolsillos y encontró tiras de psicofármacos, una receta y un certificado para justificar la ausencia de ese día al Banco firmada por el psiquiatra.
Fue un día absolutamente perdido. Al despertar Raúl, Renata se dio con la realidad de un golpe en la frente. Esta vez le pidió a una vecina que se hiciera cargo de los chicos, ayudó al marido a vestirse y salió a llamar un taxi. Raúl no paraba de moverse como un autista. Mientras ella cerraba la puerta con llave, iba y venía como un león enjaulado por el porche, hasta que se golpeó contra una columna en el arco superciliar y se le formó un chichón, de manera que estaba, además de desorbitado, con la cara desfigurada. Ya en viaje Raúl sólo se quejaba y le rogaba que no lo abandonara.
Renata era dura pero tuvo un gesto de piedad. Le dijo que iban a ver al médico y que sólo harían lo que éste indicara. De repente Raúl le pidió al taxista que parara el coche.
- ¿Qué vas a hacer? – le preguntó Renata.
- Pis – dijo él, como si fuera un nene de tres años.
- Espere un momento – le pidió ella al chofer, muerta de vergüenza. Tuvieron que esperar a que Raúl meara contra un paredón, a la vista de todo el mundo.
Esa tarde Raúl quedó internado, después de la consulta con el psiquiatra de quien Renata no tenía la menor noticia hasta ese día. Por la familiaridad con que se trataban paciente y médico, era evidente que se habían estado viendo en forma habitual. Desde el Hospital Bancario fue trasladado hasta la clínica de Castelar. Era la primera vez que Renata subía a una ambulancia.
Raúl, a diferencia del ánimo que tenía por la mañana, ahora estaba calmo y hasta parecía contento del destino final de su viaje. Esto la alivió porque estaba agotada de tanta entrevista con los médicos en las que ella debió aportar la necesaria cuota de coherencia, del tramiterío burocrático para conseguir una cama como se decía en la jerga hospitalaria. Era una experiencia absolutamente inédita para Renata, y cuando tuvo que estampar su firma autorizando que Raúl se quedara allí sintió pena. Por un lado era como si el “sacárselo de encima” le estuviera saliendo a pedir de boca sin haberlo planeado, pero lo compadecía. Tal vez no con la piedad que sintió años atrás por las víctimas del terremoto, porque aquellos cristianos no le hicieron ningún daño personal, pero en cambio este sí que le había jodido bastante la vida y sin embargo algún lazo de afecto la unía a él. Sin saber por qué se acordó de Carlos Monzón, quien después de haber asesinado a su mujer juraba llorando que la amaba.
Afortunadamente (¿lo dijo Martín Fierro acaso?) la memoria también sirve para olvidar. Era incapaz de recordar con exactitud lo que pasó en las horas inmediatas a su regreso de la Clínica. Tal vez llamó a su suegro para notificarlo de las novedades e intentar que se hiciera cargo de alguna manera de ese hijo al que toda la vida hizo sentir un inservible. Lo encontró mansito, quizá en el fondo el viejo sentía culpa por haber contribuido en el engaño de la “normalidad” de Raúl para encajárselo a ella mediante el matrimonio. Después de todo, fue el más estrecho colaborador para el posterior divorcio porque los abogados de ambos resultaron ser conocidos suyos y pagados por él, con lo cual lavó su conciencia.
A los chicos les explicó que Raúl estaba enfermo y que por un tiempo no lo verían (de hecho, no lo vieron nunca más). De lo que sí estaba segura es que desde entonces supo que así estuviera internado un mes, un año o veinte, jamás volvería a esa casa como su marido.
Pocos días más tarde pudo dedicarse a buscar trabajo. Tuvo muchas entrevistas infructuosas: todos los avisos del diario iban dirigidos a personas capaces de vender desde botones hasta edificios aun sin construir, actividad para la que se sentía definitivamente inepta. Otro rubro era el de las tareas administrativas en largas jornadas y sueldos magros; secretarias para estudios jurídicos de prestigiosos abogados que de tanto trajinar entre las leyes a veces se las olvidaban, y ofrecían no sólo muchas horas y paga escasa, sino que todo se mantuviera en negro.
Tuvo nuevos encuentros con Pedro en las pausas que lograba hacer entre sus tareas de madre, ama de casa a punto de dejar de serlo, curadora de su inminente ex marido...
Algo se había roto; es verdad que disfrutaba de esos encuentros: de los mates compartidos, de la música que escuchaban juntos, del privilegio de ser la primera en saber lo que ocurriría en el programa del día siguiente. Sin embargo, Pedro no se interesó nunca por lo que ella estaba pasando con la internación de Raúl. A veces se mostraba agresivo en ciertos detalles. Se ponía a comer choclos haciendo ruido con la boca y luego, escarbándose entre los dientes con la uña del dedo meñique la observaba como diciendo: “Soy un ser humano como todos y estoy haciendo esto para incomodarte, ¿hasta cuánto resistirás? No todo en mí es poesía y música”
Más patente se hizo este costado siniestro de Pedro en un momento de preludios eróticos al borde de la cama. Renata hizo alusión, mientras se besaban, a algo que él había dicho por la radio, y él en tono arrogante le contestó:
- ¿Entonces tuviste ganas de venir a chupármela?
A Renata se le cortó toda inspiración. ¿Es que no pueden entender los hombres que el deseo en una mujer pasa en última instancia por lo genital? ¿Cómo a un tipo de la clase de Pedro podía ocurrírsele semejante brutalidad? Parecía otro recurso inconsciente para alejarla.
No obstante tuvo un gesto que ella agradeció aun después de terminada la relación: le dio una recomendación para ver a un colega suyo que necesitaba una asistente de producción. Así pudo concretar el sueño de ingresar a ese medio que la fascinó desde pequeña y para el cual tenía condiciones innatas. Días después comenzó a trabajar por las tardes.
Ahora que tenía menos tiempo lo aprovechaba mejor. De mañana dejaba la casa limpia y ordenada. Para hacer las compras sin perderse nada del programa de Pedro dejaba el grabador funcionando. Cocinaba y almorzaba con sus hijos y después salía a su nuevo trabajo, que si bien no era nada de brillo la vinculó con gente nueva, con artistas en muchos casos desconocidos, con quienes luego se conectó para ofrecer sus servicios de asesora de prensa y esto incrementó sus recursos económicos.
Pedro no quiso que en el ambiente se supiera de sus relaciones y puso distancia al principio tratando de ahuyentarla con sus actitudes poco galantes, después con indiferencia lisa y llana en los encuentros personales. Además, resultó imposible que se mantuviera el misterio de su vida solitaria en un departamento de la calle Bulnes: su familia (esposa incluida) residía en Córdoba, y él viajaba periódicamente a visitarla. Sin embargo, siguió hipnotizando a Renata por la radio, y ella respondía y lo seducía a su vez con sus cartas. Se tornó un juego histérico pero bello que se dilató a lo largo de un año.
......
Han quedado atesoradas en una casete tus palabras vibrantes, jubilosas, mi muñequito hablador. Yo te hago hablar, o callar, o suplicar, o entristecer, o gritar de alegría. Así como vos me hacés hablar, o callar, o entristecer, o gritar de alegría. O suplicar: que despidamos a este pesimismo que ya es mayor de edad y nos permitamos un encuentro sin demandas, sin historia ni proyectos. Que “con un estupor alegre, sin culpa ni disculpas” seamos un día, sólo por un hoy, “la otra copa del brindis”. Que nos maraville tanto como hablarnos y sabernos escuchados, el otro lenguaje cálido y dulce: el de la piel. Ser cada uno para el otro el espejo frente al cual reír, gritar, llorar, empañarnos, trizarnos.
No, no somos ni muñecos de ventrílocuo ni cristales con luna: somos simple y tenazmente un hombre y una mujer, definitivamente desnudos el uno frente al otro. Y está el amor. “Obstinado como una mula, palpitante como el deseo, cruel como la memoria, absurdo como el arrepentimiento, tierno como los recuerdos…” Ahí está, dándonos otra vez señales de vida, tendiéndonos la mano. Dejémoslo que nos salve. No quiero ser dura con vos, no seas esquivo conmigo. Quiero sentirte honda y estrechamente y llorar sobre tu pecho tantas lágrimas guardadas todo este tiempo.
La distancia también se produjo porque ella notaba en Pedro una gran contradicción ideológica: por un lado la jactancia de ser la voz y el oído de una “inmensa minoría” como él solía decir, de ser capaz de producir hechos artísticos al margen del sistema, y sin embargo, un deseo recóndito de ingresar a ese sistema criticado. Y lo peor de todo, cada vez se ponía más oficialista, más partidario de las privatizaciones, de la entrega solapada del patrimonio nacional bajo el cartel de la modernización. Ese fin de año apareció su fotografía en la tapa de una revista de chismes de la farándula, entre otros personajes catalogados como los más destacados del año: políticos, vedettes, animadores de televisión, actores y actrices... y Pedro. El Pedro Cerezo sencillo y campechano, decidor de poesías y hacedor de ensueños, se estaba transformando en alguien distinto del que había enamorado a Renata.
“15/12/90: ¿Es posible que en medio de esta tristeza inefable haya lugar para la risa? Este mediodía le puse a la comida, en lugar de queso rallado, café.
Desde el momento en que ayer me dedicaste ese “Pequeña” tan tiernamente cantado por Mercedes Sosa, ya no soy una. Soy dos, cargo con mi propia humanidad y mi tristeza, que tiene cuerpo, se puede tocar, pesa toneladas. ¿De qué me sirve que me cantes Pequeña por boca de Mercedes, si no te tengo, si no podré ser tuya nunca más? ¿Por qué, para que te adjudiquen el título de Personaje del Año parece ser necesario que estés siempre solo con tu melancolía? ¡Qué extraña vida me ha tocado vivir y cuánto la quiero a la muy puerca!
Personaje del año… Lo fuiste para mí, sin dudas, y me alegro de haber llegado a vos antes de esa designación pública. Porque yo no me enamoré de tu rol, sino de vos, hombre. Estoy segura de que en adelante seducirás a muchas que deseen envanecerse con la supuesta gloria de tener al lado a alguien tan…importante. Yo me río de tu flamante título, y ríe conmigo mi tristeza, porque ambas conocemos tu obstinada negativa a ser feliz."
En el idioma con el cual Pedro y Renata se comunicaban a distancia, como en la música, también el silencio tenía un gran significado. Y él era un maestro callando, no dándose por aludido cuando las cartas de ella llegaban con reclamos de amor.
"Claro que preferiría estar haciendo el amor en este momento, y no escribiendo. Dejar que me acuestes suavemente, después del juego que empieza con los besos ricos, chupados, mordidos, y sigue con orejas y cuello abajo, tu nariz entre mis pechos, tu boca buscando mis pezones, ay, mordiendo; tu pelo entre mis dedos, tus orejas, amor, qué dulce sos, tu lengua erecta vientre abajo abriéndose camino, ay, papito, arrodillado en el piso con tu cabeza entre mis piernas, bebé, tu nariz masajeándome ahí, esa lengua, mi amor, que me abre, que me moja, que me horada, hacia arriba y hacia abajo, bordeando y volviendo al centro, a lo más sensible, mis dedos enredados en tu pelo, metiéndose en tus orejas, tu adorada cabeza que guarda tesoros de ideas y recuerdos, hijo que besa la puerta de entrada al mundo como en un ritual religioso, papi, no doy más, dámela, vení, te subís a la cama y vas subiendo con tu boca ombligo arriba para morderme de nuevo los pezones, el cuello, la boca, y vas penetrando por fin, potente, ay, sublime instante, bien hasta el fondo, dale que estoy toda abierta para ir a jugar, juguemos al orgasmo mientras el mundo no está, porque desapareció detrás de nuestros gemidos y no hay más que tus nalgas que presiono con mis manos, y esta danza que va aumentando su ritmo hasta hacerme gritar, la locura, la muerte y la vida estallando, y algo que no sé si es risa o llanto, o ambas cosas a la vez, y una caliente inundación que moja la sábana."
Raúl se enteró de los amores de Renata con el locutor cuando llevaba ya unos meses internado, y aquéllos estaban en proceso de enfriamiento, o mejor dicho, volviendo al terreno platónico, porque fue inevitable que se rompiera la magia. Fue la tarde de fines de diciembre en que ella lo fue a visitar y él tuvo la mala idea de preguntarle si seguía escuchando el programa de Pedro.
En la medida en que el padre de Raúl fue tomando las riendas de la situación, Renata empezó a espaciar sus visitas a la clínica. Hasta tuvieron una sesión con el psiquiatra para hablar de la futura separación, que Raúl parecía haber asumido mansamente, aunque después no resultara tan sencillo. Parecía que Lacan andaba haciendo guiños por los patios y pasillos del hospicio: el apellido del psiquiatra era Mater.
Renata no fue testigo de la recuperación de Raúl. Primero espació las visitas y pasado un tiempo las suprimió. Se mantenía en contacto telefónico con el suegro.
También por teléfono recibió mensajes de Raúl: una mañana la llamó un enfermero que parecía salido de un tango. “Portero, baje y dígale a esa ingrata...” recordaba Renata. El pobre tipo, comedido tal vez, pero metiéndose en un terreno indebido la sermoneó y le recriminó el desamor. Ella lo puso en su lugar:
- ¿Ya terminó? Bueno, ahora váyase a la mierda.
Cortó y se arrepintió. En realidad a quien mandaba a la mierda era a Raúl, y la ligó el enfermero. Pero, bueno, él se había expuesto.
Seis meses después Raúl salió, con alta de internación, pero yendo aun como paciente de día, asistía a una terapia de grupo y a talleres con actividades productivas. No desaprovechó en absoluto su libertad para intentar un acercamiento con Renata. Se encontraron más de una vez en algún café para charlar. Él quería ver a los chicos, pero ella no lo consintió. Por suerte estaba trabajando y pudo mostrarle a Raúl que ya no era la misma mujer. No lo necesitaba. No le dejaba espacio para meterse en su vida como lo hiciera dos años antes.
- Yo te amo todavía, y no me arrepiento de haberme casado con vos. – le decía en un encuentro. Veinte días después le enrostraba:
- Mi viejo ya habló con la doctora Levigne que tiene contactos con abogados del Vaticano. Porque además del divorcio, voy a pedir la anulación.
¡Maravilloso!, pensaba Renata: borrar todo rastro de ese pasaje por la locura era lo mejor que podía ocurrir. Claro que a casi diez años, en los documentos estaba todo borrado, pero no de la memoria tenaz. Había quedado el papel arrugado del que le habló una vez Monseñor O’Neill; su alma era una parva de papeles arrugados.
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