martes, 15 de diciembre de 2020

AL MACHO, ESCRACHO

 “Al macho, escracho” se lee o se escucha cuando ocurre un caso de abuso por parte de un hombre, una violación, un femicidio. Hay cultores de la corrección política a ultranza que no están de acuerdo con escrachar a nadie. Algunas personas “progres” afirman sólo aceptar aquellos escraches que se hacía a los militares genocidas de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica, antes de que  el Estado asumiera la responsabilidad de buscar memoria, verdad y justicia.

Sin embargo, hay situaciones que todavía se consideran dentro del ámbito de lo privado, por ejemplo, la infidelidad. Aun hoy hay una mirada diferente hacia la mujer infiel (la puta, la insaciable, la adúltera) que hacia el hombre (bueno, es hombre, seguramente que alguna chirusa lo calentó –otra mujer culpable-, pero él es una buena persona). Hay casos en que la infidelidad es recíproca, pero cada uno tiene sus aventuras sexuales fuera del matrimonio. Es un pacto tácito de convivencia civilizada, si bien no se puede sostener mucho tiempo, suele terminar en divorcio. Alguna vez salí con un tipo que “se estaba separando”, en una ocasión le pregunté por su mujer y me contestó, muy suelto de cuerpo “Y, andará cogiendo por ahí”. Hoy, en un sector social minoritario, especialmente farandulero, se habla del “poliamor”, algo así como el amor libre, que implica relaciones abiertas en las que, por consenso, una pareja establecida puede tener encuentros amorosos fuera de ella sin que eso rompa el vínculo.

Pero pensemos en la infidelidad dentro de una pareja cuyo pacto inicial es de compromiso y fidelidad mutua, en la que, pasado un tiempo y vaya a saber por qué conjunto de razones, el hombre tiene una aventura clandestina con otra mujer, o varias, y esto lleva a la separación porque su pareja no está dispuesta a tolerar ni perdonar, especialmente si el actor no da muestras de arrepentimiento ni de estar dispuesto a enmendar la plana, y también porque la confianza inicial se ha visto burlada y ya no hay posibilidad de recomponer la relación. Hagamos una aclaración en este punto: en una relación de pareja, está claro que no somos dueños del otro/ otra, simplemente hay un acuerdo en los  términos de cómo se vivirá ese amor. Desde luego, influye la cultura, la moral, el mandato social, lo que fuere, siempre hay un marco de referencia. El tema de la infidelidad se supone que debe quedar en el ámbito privado; nuestras abuelas y madres, y aún algunas de nuestras coetáneas toleraron y toleran la infidelidad del marido porque, en definitiva, “él siempre vuelve a casa”, “él todas las noches duerme conmigo”, “conmigo es amor, con la otra es sólo sexo”. Esto en una etapa previa a la decisión de separarse, que, casi siempre, toma la mujer. En el modelo tradicional, la mujer separada sigue el mandato de la resignación, de tratar de reconstruir su autoestima mellada, de reparar las heridas que el otro le causó, pero calladita la boca. Si hay bienes en disputa se plantean en un juicio de divorcio, pero las cosas no van más allá. Sin embargo, en estos tiempos en que el feminismo atraviesa todos los actos de la vida, las mujeres tenemos la posibilidad de hacer público lo privado. De escrachar, de decir que el motivo de la separación está en las incontables infidelidades del tipo, como una manera de equilibrar el daño sufrido por parte de él, que la descuidó, que la expuso a transformarse en la cornuda pero también a contraer enfermedades de transmisión sexual. Hoy están las redes sociales en las que cualquiera puede publicar lo que quiera. Pero aquí aparece el modelo patriarcal de sociedad que subsiste: el hombre escrachado siente que está en peligro su “prestigio”, sus amigos, conocidos, clientes, alumnos, pueden enterarse de que el señor encantador al que tratan no es más que un sinvergüenza que ha traicionado a lo que supuestamente más amó, al menos un tiempo, y que no tuvo la valentía necesaria para salir de una relación que ya no lo hacía feliz. Se quedó, desprestigiándose solito y desprestigiando a la que decía amar, pero ahora que se ve expuesto está incómodo, está molesto, temeroso de que “la loca” lo haga quedar mal ante su círculo social. Entonces pide silencio, pide discreción, se pone como ejemplo de ésta diciendo que él no le ha comentado a nadie los motivos de su separación, ¡qué gracioso!, es lógico que no va a decir a los cuatro vientos “me separé porque mi mujer me echó por hacerla cornuda”. Mujer que debe seguir siendo modosita, calladita y buena, y no desprestigiarlo, pobre señor, no vaya a ser… 

La buena noticia es que el feminismo habilita a las mujeres a visibilizar aquello que antes se mantenía entre las cuatro paredes de la casa en la que debíamos estar confinadas: lo que eran crímenes pasionales, gracias a su visibilización, hoy se denomina femicidio; los golpes que los hombres asestaban a sus mujeres y que pasaban por accidentes o caídas, minimizados por las propias víctimas, hoy se llaman violencia de género, violencia doméstica; la extorsión económica ejercida por los hombres sobre sus mujeres, hoy también se ha blanqueado, la violación dentro del matrimonio, tan común y que antiguamente era negada y las víctimas no podían hablar de ella porque sabían que no se les iba a creer, hoy se ventila y se denuncia. Por lo tanto, señor que teme por su ajado prestigio, ¡lo hubiera pensado antes! El feminismo no es para declamar  o mostrar lo bien que usted puede lavar (de vez en cuando) los platos, el feminismo abarca todos los ámbitos: organiza marchas por Ni una menos a las que usted puede adherir, hace vigilias frente al Congreso durante el tratamiento de la Ley de interrupción voluntaria del embarazo, que usted tiene derecho a apoyar, pero también saca a la luz sus chanchullos de macho patriarcal y lo deja desnudo en público. Aguántese la exposición, así como su mujer ha llevado los cuernos durante tanto tiempo y a usted no se le movió un pelo. Tal vez las pequeñas feministas que hoy se están formando logren que el día de mañana se termine el mandato social del amor cortés, del matrimonio “para toda la vida”, la familia tradicional en la que los varones “ayudan” con las  tareas domésticas, la lista es interminable, y el feminismo, un movimiento, es decir, algo que nunca está quieto y avanza, no en línea recta, aleatoria y desprolijamente, empujando a gritos agudos porque tenemos voz de mujer, pero siempre activo. El silencio queda para los machitos culposos o para los cementerios.

lunes, 31 de agosto de 2020

LO IMPOSIBLE SOLO TARDA UN POCO MÁS: SOBREVIVIENTES

Sobrevivientes

Quién sabe qué será de ella hoy. A veces me llegan lejanas noticias: que está vieja, que está loca, que intentó, una vez más, suicidarse. Lejos de toda idea heroica o romántica del suicidio, sus tentativas rozaban lo tragicómico: en la última etapa de nuestra amistad, para probar cómo era caer del octavo piso de un sucucho alquilado en Once, se ató de la cintura con una soga anudada a una columna y saltó. Quedó miserablemente colgada durante unos minutos, dando gritos de dolor por los golpes que se dio en brazos y espalda al rebotar contra la pared, hasta que los bomberos la socorrieron.

A los cincuenta y tantos años continuaba relacionándose con tipos que la maltrataban, engañaban, estafaban, generalmente casados; buscaba peleas con sus mujeres, y sobre todo sufría, sufría mucho: sufrir era el leit motiv de su vida. Durante los veinticinco años de nuestra amistad (con sus intermitencias) fui testigo de sus picos de euforia seguidos de hondas depresiones. Un afán autodestructivo regía sus pasos; si conseguía un buen trabajo, en poco tiempo cosechaba antipatías y enemistades y terminaba dando portazos y arrojando objetos contundentes a sus empleadores, con lo que lograba que la despidieran sin indemnización. La vez que le recomendé un arquitecto para hacer reformas en una de las viviendas por las que pasó, acabó discutiendo de política con el hombre, a quien le espetó a los gritos “sobaco ilustrado”. Y cuando le sugerí ver a un funcionario conocido mío para que le informara sobre el trámite de jubilación de su padre, también lo insultó a voz en cuello porque no le dio la respuesta que ella esperaba.

Nos conocimos en Morón en una reunión política cuando ambas teníamos treinta años y enseguida surgió la afinidad entre nosotras, por historias de vida parecidas, por venir las dos del interior, por el desarraigo. Vivió una infancia dura en un pueblo de la provincia de Buenos Aires cercano a Azul. Tuvo un padre semi analfabeto y autoritario, una madre sometida al marido y al trabajo rural. Terminada la escuela secundaria se instaló en la capital, con la idea de seguir una carrera universitaria, a mediados de los ’70, pero ese objetivo se vio postergado por la necesidad de trabajar para subsistir y por la militancia. Por distintos caminos confluimos, ya restablecida la democracia, en la misma organización política. Nos hicimos amigas y fue una relación de mucho afecto e intercambio: me introdujo en los postulados del feminismo, incorporé lecturas nuevas y conductas más desprejuiciadas y aprendí a emparcharme el esmalte de uñas cuando se salta en las puntas, sin necesidad de quitarlo por completo. Me divertía mucho con sus refranes camperos, siempre tenía uno a mano y lo soltaba en el momento oportuno: “Desubicado como caballo arriba del techo”, “Cortito como refalada de gordo”, “Agarrado como carretilla de muerto”, “Desparramado como estornudo de ñato” …

Ella adoptó una familia, yo era su hermana elegida y mis hijos, sus sobrinos del corazón. Compartimos momentos felices y tristes, largas conversaciones, salidas, peñas folklóricas (ella me enseñó a bailar) y hasta amantes. Claro, esto último no sucedió sin conflicto, pero fue así, y las intermitencias de nuestra amistad se debieron en parte a esos episodios en que ella ponía de manifiesto sus enfermizas dotes de manipuladora, que no viene al caso ventilar aquí.

Fuimos amigas durante veinticinco años, con algunas interrupciones, y éstas ocurrían luego de violentas peleas y hasta algún golpe recibido por mí que no atiné a devolver, si bien reconozco que yo podía ser mucho más hiriente con mis palabras y tocar su fibra más vulnerable. Luego me replegaba en el silencio y la distancia. Ella, cual hombre golpeador se desesperaba y juraba cambiar, se arrepentía, lloraba, apelaba a la compasión, se ponía en el lugar de víctima. Nos distanciamos por más de un año la primera vez, luego casi por cinco años, ahora llevamos ocho sin vernos ni comunicarnos.

Alguna vez habló de su deseo de tener hijos, pero también me contó que se hizo cuatro abortos clandestinos, a los que sobrevivió. En su discurso siempre contradictorio sostenía otras veces que su elección de no tener hijos fue consciente, para dedicarse a cosas mucho más gratificantes (finalmente hizo una carrera terciaria llegando a los cuarenta años), con cierta jactancia y algo de lástima por las mujeres que priorizamos la maternidad por elección o porque no tuvimos alternativa. Tiempo después me dijo que con su pareja del momento querían adoptar un bebé, o un niño ya crecido, pero eso nunca se concretó y esa relación también se disolvió. Tenía dos estilos para contar sus dramas personales: solía hacerlo con un aire suficiente, como demostrando que ya había superado tal cuestión, por ejemplo, su adicción a las drogas, aunque siempre dejaba cosas a medio decir. Mencionaba que no sólo había fumado marihuana y consumido cocaína, sino “otras sustancias más peligrosas” con mal disimulado placer por el misterio que le imprimía a sus palabras. O sus experiencias sexuales con desconocidos, de las que luego se arrepentía, o su afición compulsiva al juego que la llevó a solicitar ella misma la restricción de ingreso a casinos y bingos, porque en más de una ocasión dejó todo su sueldo en una noche de apuestas y luego no tenía ni para comer, por lo que debía pedir auxilio a sus amigos y conocidos. Siempre vivía situaciones en un borde peligroso, de las que salía airosa a veces, otras, deprimida. El otro estilo era un tono de confesión cargado de culpa, si bien parecía una puesta en escena para atraer mi atención. Pero sólo poco tiempo antes de nuestro último distanciamiento, me contó algo tan sorprendente que por momentos dudé si era cierto o una fabulación, o tal vez uno de sus ardides para inspirar lástima.

Una tarde le pedí que me acompañara a una librería cerca del Colegio Dorrego. Tomamos el 244 en Cinco esquinas y bajamos en la estación Morón. Luego caminamos hasta Rivadavia, conversando sobre cualquier cosa, pero al llegar a San Martín me tomó del brazo, lo apretó y se quedó tiesa en medio de la calle, tanto que tuve que remolcarla antes de que cambiara el semáforo. Estaba demudada, aterrorizada. Yo no entendía, le pregunté qué pasaba, qué había visto, por qué estaba así. “No puedo, no puedo”, me dijo, “me quedo aquí, andá sola”. Le propuse que me esperara en el Tokio, en Rivadavia y 9 de Julio, yo buscaría el libro y me reuniría con ella después. Pero estaba paralizada, no podía dar un paso sola, así que la tomé de la mano y la fui llevando, despacito, hasta el bar. Tardó un rato en recomponerse, pedimos café y cuando pudo hablar me lo contó. En la esquina de Rivadavia y San Martín la chuparon los milicos, en el invierno de 1979. Ella estudiaba en el Profesorado del Instituto Dorrego, estaba en pareja con un dirigente montonero y embarazada de dos meses. Un grupo de tareas de la policía federal la tuvo secuestrada durante unos días, o semanas, no lo pudo precisar. Su compañero estaba escondido, y si bien ella nunca empuñó un arma, militaba y participaba en acciones de apoyo. Por eso la levantaron, para sacarle información. En este punto de la conversación me pidió que saliéramos del bar y la acompañara a tomar el colectivo para volver a su casa (entonces vivía en La Matanza, en casa de unos parientes). Siguió con su relato en la parada del 242, ya de noche y con frío. Nunca, en veinticinco años había mencionado nada de lo que me contó aquella tarde, por eso fue que tuve momentos de dudas. Hoy, a la distancia, creo que muchas de sus conductas podrían explicarse también por aquel episodio de 1979, durante la contraofensiva en que los dirigentes montoneros mandaron al muere a tantísimos cuadros y militantes.

Antes de picanearla, la violaron varios tipos. Al contármelo empezó a llorar, por eso fue que no quería estar en el bar sino refugiada en la oscuridad, esperando el colectivo, pero dejó pasar unos cuantos hasta que dijo todo lo que la angustiaba, y yo lloraba a la par. Ella les suplicaba por el bebé que tenía en la panza, pero eso los excitó más. “¿Así que estás embarazada del guerrillero ese, puta, hija de puta?” La desnudaron, la manosearon, la penetraron, y ella apenas podía defenderse, tirar arañazos, rodillazos, morder. En medio de su desesperación sólo pensaba en no perder al bebé. Finalmente la dejaron tirada en el piso, se fueron y quedó sola con uno que parecía tener un rango superior. Este la tranquilizó, la trató con algo de dulzura, consiguió ganarse su confianza. Le dijo que él estaba para cuidarla. La dejó dormir, por la mañana le indicó que podía bañarse, le sirvió un desayuno, y cuando ella empezaba a recobrarse el tipo empezó a acariciarla, a besarla, y terminó también sometiéndola, porque había bajado la guardia y ya no tenía fuerzas para resistirse. En ese momento de su relato fue cuando más lloró, arrasada en lágrimas me confesó que lo que nunca jamás en la vida se podría perdonar, lo que la atormentaba día y noche a lo largo de los años, era que en esa circunstancia experimentó un orgasmo. Creo que este detalle fue para mí el más impresionante, por inconcebible, por horroroso, sentir placer en medio de una situación humillante, espantosa, en cierta forma la condené íntimamente por eso. Tal vez más tarde se sintió redimida por la picana, y porque el que aparentaba ser más humano también la golpeó sin dejar de llamarla puta. Recibió golpes en el vientre y desde luego, perdió el embarazo, el único embarazo que ella hubiera querido llevar a término, porque estaba enamorada de aquel muchacho al que no volvió a ver jamás, del que nunca más supo nada, de quien no aparecieron nunca sus huesos, cuyo nombre no figura en ninguna lista de desaparecidos. 

No me contó cómo fue que la liberaron, sólo que abandonó los estudios y se fue por un tiempo a su pueblo, cerca de Azul, aunque sus padres nunca se enteraron de esta historia. Por supuesto, me atravesó un sentimiento confuso de angustia y compasión, junto con odio y asco por esos monstruos de los que fue víctima, la abracé y seguimos llorando juntas por unos minutos.  Ya más calmada, me detalló todo lo que había intentado para hacer la denuncia ante los organismos de derechos humanos, pero el inconveniente mayor era que no tenía pruebas ni testigos, el único testigo posible era un profesor del Instituto que se fue del país sin dejar rastros. Esto fue en parte lo que me hizo dudar de la veracidad del relato, pero no podía creer que fuera todo un invento suyo. Sólo atiné a ofrecerle ayuda, a acompañarla en lo que fuera, hacer algún trámite, alguna averiguación, lo que necesitara. Vino el colectivo y nos despedimos, yo me volví a mi casa y por esa noche me olvidé del libro que fui a buscar.

Las siguientes ocasiones en que nos vimos no quiso hablar más del asunto. Yo respeté su necesidad de silencio, lo interpreté como algo natural por haber sido una vivencia tan siniestra que le provocaba estados de pánico. Sólo me contó que hacía unos años, sin darse cuenta, pasó por la esquina de Rivadavia y San Martín y sufrió una amnesia temporaria, anduvo deambulando por Morón sin recordar nada, como un fantasma, hasta que se encontró con alguien conocido que la ayudó a salir del trance. Por eso nunca insistí, creí que ella debía procesarlo para poder accionar, denunciar, investigar, tal vez pedir una indemnización, ella que siempre estaba necesitada de dinero.

Tiempo después volvió a las andadas, quiso involucrarme en un pleito con un hombre casado que le prometía separarse, pero la llamaba por teléfono mientras (aseguraba ella) tenía sexo con su mujer, en fin, pretendía que yo llamara a la mujer para sacarle información sobre el tipo. Por esos días, estando con él en la calle me llamó cerca de la medianoche para decirme que si le llegaba a pasar algo (sugiriendo que su acompañante podía causarle algún daño) yo debía avisarle a no sé quién del Ministerio del Interior, y me lo decía con el tipo al lado suyo escuchando todo. Unas semanas más tarde pergeñó el ensayo de tirarse por el balcón, y yo vi sus moretones, a menos que la causa de ellos fuera otra y ella me mintiera. Después estuvo bajo tratamiento psiquiátrico durante un tiempo, se mudó nuevamente a algún otro punto del Gran Buenos Aires y dejé de verla.

Siempre tendré la duda de cuánto de aquello que me contó esa tarde sería verdadero; si lo fue, se explicarían algunos comportamientos suyos. Tenía necesidad de auto flagelarse, era una sobreviviente y sentía culpa por ello. De alguna manera, todos los contemporáneos de la dictadura que nos opusimos a ella somos sobrevivientes, pero algunos quedamos más tocados que otros. También su rollo no resuelto con la maternidad podría ser consecuencia de aquel calvario que sufrió, y que aparentemente atravesó en total soledad.

 Si no fue toda una fantasía armada para inspirar compasión, sepultó ese recuerdo tan profundamente que pasó veinticinco años sin confiármelo. No lo sé ni quiero averiguarlo.


lunes, 23 de marzo de 2020

MATARSE PARA NO MORIR

Matarse para no morir

Yo tendría unos dieciséis años cuando mi padre me contó una historia sucedida a un amigo suyo, en La Rioja. Para quien no conoce los llanos riojanos, aquellos en los que imperaba el Tigre Facundo Quiroga, se trata de una planicie poblada de algarrobos, quebrachos y algunos arbustos espinosos, además de la aromática jarilla y el “pájaro bobo”. Si no se tiene la referencia de la ruta, o de un camino de tierra que conduzca a algún bañado con su rancho cercano, andar por entre esa vegetación implica el peligro de caminar en círculo y perderse, porque un algarrobo es idéntico a otro, un quebracho igual a otro, y el panorama se vuelve inquietante. Si el sol y el sentido de orientación ayudan es posible salir de allí, pero si está nublado u oscurece, la cosa se pone peliaguda. Precisamente caminando por esos llanos con mi papá, en busca de alguna perdiz, chuña o liebre para cazar y que, con suerte, después mi madre convertiría en exquisito escabeche, supe de la experiencia de aquel hombre. Había ido también a cazar, y no por deporte sino para buscarse el alimento; de esto hace más de cuarenta años y en ese entonces no había tantas conciencias proteccionistas ni tanto denostador de carnívoros. 


A pesar de conocer el monte se extravió y caminó durante horas, desorientado y sin saber cómo salir. Pensó que si caía el sol y lo sorprendía la noche no tendría dónde guarecerse, especialmente de los pumas que son cazadores nocturnos. Al atardecer entró en desesperación, pero tuvo la suerte de divisar a lo lejos un humito que le daba señales de vida humana y se dirigió hasta el lugar de donde provenía, el ranchito de un criador de cabras que no sólo le dio cena y hospedaje, sino que le indicó cómo volver a la ruta a la mañana siguiente. Descubrió que había estado muy cerca de la salida, pero no lo advirtió las veces que pasó por el mismo lugar creyendo que iba hacia otro punto. Lo que nunca me olvidaré es la frase que, según el relato de mi papá, le dijo aquel hombre:

-          - Aliaga, si me agarraba la noche en el monte, me pegaba un tiro. 

El tipo se iba a matar para no morir, suponiendo que realmente no sobreviviera hasta el día siguiente. Podía hacer un fuego que ahuyentara a las fieras, podía subirse a un árbol (igual que Facundo Quiroga en la famosa anécdota que cuenta Sarmiento), afrontar el peligro de ser mordido por una víbora, o cualquier otra calamidad. Sin embargo, él pensó en ahorrarse todo eso con un balazo en la garganta. Para mí fue una idea sorprendente, absurda, y fue la primera vez que pensé en ella, nunca se me habría ocurrido. 
Años después, durante el terremoto del 23 de noviembre de 1977 en San Juan, sucedió que algunas personas que vivían en pisos altos (segundo, tercer piso) del centro de la ciudad, en la desesperación por salir se arrojaron por las ventanas, alguna de ellas murió. Lo mismo pasó en 2001 durante el atentado contra las torres gemelas de Nueva York, pero en esos casos ninguno se salvó porque saltaban desde pisos muy altos. Ante el peligro de muerte por derrumbe, o por asfixia en medio de un incendio, saltar al vacío, qué decisión terrible. Siempre me pareció una estupidez, una falta de aplomo y presencia de ánimo, incapacidad de resolver una situación límite con cierta cordura y apego a la vida. 


Escribo esto porque hoy escuché que, en Mar del Plata, un hombre al que se le incendiaba el departamento hizo lo mismo que aquellos sanjuaninos y neoyorquinos, y murió.
Ahora el mundo atraviesa una pandemia que siembra temor, las noticias que llegan desde Europa, especialmente de Italia y España son apocalípticas, los gobiernos no tomaron las medidas preventivas a tiempo, los sistemas sanitarios son deficientes, hay centenares de muertos por día, no alcanzan cementerios ni crematorios y todo está desbordado. En Argentina se actuó con bastante celeridad, pero el futuro, que por naturaleza es incierto, hoy lo es mucho más. En estos días vuelvo a pensar en aquellos casos de gente que preferiría “matarse para no morir”; cuando era joven me parecía muy estúpido y absurdo, pero ahora lo considero un ejercicio de libertad: la de elegir cuándo y de qué manera dejar este mundo. Aquel que temió ser presa de un puma en medio de la noche en el llano riojano, los que no pudieron escapar de su departamento porque la puerta se trabó con el movimiento sísmico, quienes se vieron en un piso cien, en un edificio a punto de derrumbarse entre el humo y el fuego, en un último acto de discernimiento eligieron morir por sus propios medios. Lo que no termino de resolver es la duda sobre si el suicida es un valiente o un cobarde.

viernes, 13 de marzo de 2020

CUENTO DE ESTRENO


¡Quién hubiera dicho!

Nadie podía imaginarlo en ese entonces. Era un niño flaco, muy blanco y de pelo amarillo como barbas de choclo tierno. Llamaba la atención su marcado acento porteño. Ahora saco cuentas: él debía tener nueve años, yo once, y por supuesto, los varones más chicos que yo me resultaban muy estúpidos y molestos. De hecho, con éste no crucé palabra en ningún momento durante ese fin de semana que coincidimos en la casa de sus tíos, en Cieneguita (sí, es Cienaguita, pero en San Juan lo decíamos así). El pibe se la pasaba jugando al fútbol con otros chicos, gritando goles y penales, y no se diferenciaba del resto salvo, como ya dije, por su blancura y su pelo rubio entre los otros que tenían la tez oscura y rasgos huarpes. Según Wikipedia, en ese tiempo el rubio debía estar en Chaco, Córdoba o Buenos Aires, pero yo puedo asegurar que, al menos por ese fin de semana de agosto o septiembre de 1968, estuvo en San Juan. 

Cieneguita era un pueblo minero, al sur de la provincia, un caserío en medio del páramo, al pie de la pre cordillera, y no parece haber cambiado mucho en cincuenta años. Por entonces, mi papá se ganaba la vida viajando de pueblo en pueblo en su Fíat 600. Vendía ropa, relojes, enseres varios, pequeños electrodomésticos. Su natural afable le valió algunas amistades, como la de esta familia que aquel fin de semana celebraba algún cumpleaños u otro acontecimiento importante, no recuerdo bien, pero nos habían invitado a mis padres y hermanos, con alojamiento incluido en su casa. La memoria me retacea algunos datos, pero tengo presente un edificio tipo chorizo, algo tétrico por la falta de luz eléctrica, y por el aspecto de la señora, Doña Ceferina, quien conformaba con su marido una pareja bastante llamativa: él era un gringo de ojos verdes, descendiente de vikingos, enorme, altísimo; tenía la piel oscurecida por el sol, lo que resaltaba sus ojos claros. En cambio, ella era una india huarpe de fisonomía tosca, piel morena surcada por marcadas arrugas (aunque no debía tener más de cincuenta años), ojos negros de mirada torva, siempre callada, sigilosa, inquietante. Tenían indeterminada cantidad de hijos e hijas de todas las edades, desde adultos ya padres o madres hasta preadolescentes, y en muchos predominaban las facciones y los ojos del padre. ¡Y eran primos del rubio con acento porteño! Pero en esos momentos yo no tenía idea de eso, sí recuerdo que me incomodaba por momentos sentirme observada por alguno de los muchachones de la casa. 


Hubo mucha gente en la fiesta, buena parte del pueblo que no debía tener más de trescientos habitantes, y los forasteros, entre los que nos encontrábamos mi familia y yo, y
el rubio aporteñado y la suya (francamente, no recuerdo con quién estaba el chico). Abundaban el cordero y el chivito asados, empanadas sanjuaninas bien jugosas, y vino, por supuesto. Los jóvenes y adultos bailaron en el patio de tierra apisonada y regada: tango, pasodoble, cumbia por los Wawancó, Palito Ortega, Leo Dan, Los iracundos… Yo me aguanté el sueño hasta muy tarde porque no quería irme a dormir sola en esa casa desconocida, esperé a que mi mamá se decidiera a acostarse y me llevara con ella. Por la mañana todo se veía diferente a la luz del sol; los miedos nocturnos se habían disipado, pero el aspecto de Doña Ceferina era todavía peor, se la veía demacrada, ojerosa y siniestra. Por muchos años, el apellido de aquella familia estuvo ligado al episodio que vivió mi papá un tiempo después de la fiesta, pero más precisamente el nombre recordado por siempre sería el de ella, Doña Ceferina que vaya a saber qué apellido tendría. 

Tengo grabadas algunas imágenes del regreso a la ciudad de San Juan en el Fíat 600: el camino de ripio bordeado por viñedos, entre el pueblo de Cieneguita y la ruta 40, y luego el atardecer, rumbo al norte. Nunca volví a aquel lugar, que quedó signado por la experiencia que relató mi padre y que motivó que tampoco él volviera a pisar ese pueblo. Y de aquel niño flaco y rubio con acento porteño casi me olvidé para siempre, ¡quién hubiera dicho que se volvería famoso y que yo lo conocí! Es probable que él tampoco haya vuelto por allá. Según Wikipedia, dos años después se radicó con su madre en Estados Unidos, justo cuando yo empezaba a desarrollar mi conciencia política y reafirmaba mi aversión por el imperialismo yanqui, vehementemente cultivada en mi familia, al punto de no aceptar ninguna virtud posible vinculada con ese país y sus habitantes. Tuvieron que pasar muchos años y ejercitar por mi parte un pensamiento analítico para discernir que pueden existir yanquis buenos, críticos del sistema, contraculturales y hasta de izquierda. Pero, volviendo al pibe rubio, primo de los que llevaban su apellido en Cieneguita, modesto caserío en el departamento Sarmiento del sur de San Juan, supongo que a sus padres también habrán llegado noticias de las extrañas actividades nocturnas de su tía Ceferina, y no habrán querido saber más nada, digo yo. 
El caso es que, en cierta ocasión, al finalizar una jornada comercial en Cieneguita, mi padre puso rumbo hacia la ruta 40 en su Fíat 600, vehículo que, como todo el mundo sabe (hasta yo, que soy una ignorante en materia de mecánica) tiene el baúl adelante y el motor atrás. Esto último daba origen a un cuadro muy común en los caminos de la patria: infinidad de “fititos” detenidos en la banquina con el motor recalentado, a veces humeante. Era la última hora de la tarde, aun en invierno, por lo que a mi padre lo sorprendió la noche en medio de aquel camino de ripio bordeado de viñedos, sin tránsito alguno. Era un hombre muy racional, ateo desde su juventud, después de haber sufrido una recia formación católica como pupilo en colegio de curas salesianos, donde “alguna vez creyó”, según sus propias palabras. Sin embargo, no dejaba de sentir respeto por algunas manifestaciones extrasensoriales que su racionalidad no podía explicar. Es oportuno decir también que, sin ser abstemio, bebía muy mesuradamente y siempre en ocasiones sociales.
Pero, volviendo al Fíat 600 y su mecánica, sobre la que mi padre era gran conocedor –autodidacta, como en tantas otras materias-, el motor de aquel modelo ’62 tenía cuatro válvulas, dos de admisión y dos de escape. Si las válvulas se desconectan, el motor deja de funcionar, pero el detalle es que la única manera de desconectarlas es por la acción de una mano humana. Ya era noche completamente cerrada sobre el camino que une Cieneguita con la ruta 40 cuando el auto se detuvo. Se bajó mi papá con una linterna en la mano, abrió la tapa del motor para detectar el problema, y escuchó un aleteo detrás de sí, seguido de una carcajada aguda. Apuntó con la linterna hacia el sitio donde creyó que estaría “aquello”, pero en ese momento se produjo el mismo fenómeno a sus espaldas. Se sobrepuso a la impresión porque supo que si se dejaba ganar por el miedo la pasaría muy mal y se concentró en el motor. Las cuatro válvulas estaban desconectadas. Las puso en su lugar, cerró la tapa del motor y rápidamente arrancó y continuó andando. Uno o dos kilómetros más adelante nuevamente el vehículo se paró, y otra vez los aleteos, las carcajadas a sus espaldas, las válvulas desconectadas, el esfuerzo de mi papá por no paralizarse y seguir andando. Esto se repitió un par de veces más, hasta que por fin llegó a la ruta. A poco andar había una estación de servicio con un bar, allí paró para relajarse. Pidió un café, y mientras esperaba en el mostrador comentó con el dueño y con otros parroquianos que como él hicieron un alto en el camino lo que le había pasado. “¡Doña Ceferina!” dijeron varios al unísono. Le hicieron saber que era habitual que la mujer saliera por las noches, transformada en un pájaro negro que en lugar de graznar lanzaba una carcajada aguda, a asustar especialmente a los forasteros. 

Años después, otras dos personas que conocimos en la familia refirieron experiencias similares, atribuyéndolas a una bruja del lugar, llamada Ceferina. Uno era un joven sanjuanino que había pasado alguna vez por Cieneguita, el otro un abogado cordobés que llevó adelante algún litigio relacionado con la explotación minera.
Ha transcurrido más de medio siglo desde aquello, los tíos del rubio famoso son finados hace mucho tiempo, y estarán, seguramente, sepultados en aquel modesto cementerio en medio del campo, enmarcado en montañas precordilleranas, con su suelo árido sin una brizna de pasto, con sus tumbas dispuestas desordenadamente, algunas cruces torcidas, improvisadas cercas de hierro forjado y mucha flor artificial desteñida por el sol inclemente. Un escenario ideal para una película de género fantástico, en la que se podría introducir la historia de la mujer convertida en ave nocturna que tiene un graznido risa. 

Del guion me encargaría yo; sólo faltaría 
conseguir quien la produzca y quien la dirija. Ya pensé en uno de los protagonistas: el famoso rubio de apellido danés que vuelve cada tanto a la Argentina, filma alguna película, va a ver los partidos del club de fútbol de sus amores, come choripan y toma vino de caja en la cancha. Después asiste a la ceremonia de entrega de los Óscar con la camiseta de dos colores debajo de su smoking. Graba -en perfecto idioma argentino- mensajes de repudio a los gobernantes neoliberales que trataron de destruir la industria cinematográfica nacional. Sí, sí, el de la famosa trilogía de Tolkien, ese mismo, resulta que era sobrino de Doña Ceferina y su marido nórdico. ¡Y yo lo conocí! ¿Quién hubiera dicho? Estaré atenta a su próximo viaje a Buenos Aires para hacerle la propuesta, ¿por qué no intentarlo?
Diciembre 2019.