Sobrevivientes
Quién sabe qué será de ella hoy. A
veces me llegan lejanas noticias: que está vieja, que está loca, que intentó,
una vez más, suicidarse. Lejos de toda idea heroica o romántica del suicidio,
sus tentativas rozaban lo tragicómico: en la última etapa de nuestra amistad,
para probar cómo era caer del octavo piso de un sucucho alquilado en Once, se
ató de la cintura con una soga anudada a una columna y saltó. Quedó
miserablemente colgada durante unos minutos, dando gritos de dolor por los
golpes que se dio en brazos y espalda al rebotar contra la pared, hasta que los
bomberos la socorrieron.
A los cincuenta y tantos años
continuaba relacionándose con tipos que la maltrataban, engañaban, estafaban,
generalmente casados; buscaba peleas con sus mujeres, y sobre todo sufría,
sufría mucho: sufrir era el leit motiv de su vida. Durante los veinticinco años
de nuestra amistad (con sus intermitencias) fui testigo de sus picos de euforia
seguidos de hondas depresiones. Un afán autodestructivo regía sus pasos; si
conseguía un buen trabajo, en poco tiempo cosechaba antipatías y enemistades y
terminaba dando portazos y arrojando objetos contundentes a sus empleadores,
con lo que lograba que la despidieran sin indemnización. La vez que le
recomendé un arquitecto para hacer reformas en una de las viviendas por las que
pasó, acabó discutiendo de política con el hombre, a quien le espetó a los
gritos “sobaco ilustrado”. Y cuando le sugerí ver a un funcionario conocido mío
para que le informara sobre el trámite de jubilación de su padre, también lo
insultó a voz en cuello porque no le dio la respuesta que ella esperaba.
Nos conocimos en Morón en una reunión
política cuando ambas teníamos treinta años y enseguida surgió la afinidad
entre nosotras, por historias de vida parecidas, por venir las dos del
interior, por el desarraigo. Vivió una infancia dura en un pueblo de la
provincia de Buenos Aires cercano a Azul. Tuvo un padre semi analfabeto y
autoritario, una madre sometida al marido y al trabajo rural. Terminada la escuela
secundaria se instaló en la capital, con la idea de seguir una carrera
universitaria, a mediados de los ’70, pero ese objetivo se vio postergado por la
necesidad de trabajar para subsistir y por la militancia. Por distintos caminos
confluimos, ya restablecida la democracia, en la misma organización política. Nos
hicimos amigas y fue una relación de mucho afecto e intercambio: me introdujo
en los postulados del feminismo, incorporé lecturas nuevas y conductas más
desprejuiciadas y aprendí a emparcharme el esmalte de uñas cuando se salta en
las puntas, sin necesidad de quitarlo por completo. Me divertía mucho con sus
refranes camperos, siempre tenía uno a mano y lo soltaba en el momento
oportuno: “Desubicado como caballo arriba del techo”, “Cortito como refalada de gordo”, “Agarrado como
carretilla de muerto”, “Desparramado como estornudo de ñato” …
Ella adoptó una familia, yo era su
hermana elegida y mis hijos, sus sobrinos del corazón. Compartimos momentos
felices y tristes, largas conversaciones, salidas, peñas folklóricas (ella me
enseñó a bailar) y hasta amantes. Claro, esto último no sucedió sin conflicto,
pero fue así, y las intermitencias de nuestra amistad se debieron en parte a
esos episodios en que ella ponía de manifiesto sus enfermizas dotes de
manipuladora, que no viene al caso ventilar aquí.
Fuimos amigas durante veinticinco
años, con algunas interrupciones, y éstas ocurrían luego de violentas peleas y
hasta algún golpe recibido por mí que no atiné a devolver, si bien reconozco
que yo podía ser mucho más hiriente con mis palabras y tocar su fibra más
vulnerable. Luego me replegaba en el silencio y la distancia. Ella, cual hombre
golpeador se desesperaba y juraba cambiar, se arrepentía, lloraba, apelaba a la
compasión, se ponía en el lugar de víctima. Nos distanciamos por más de un año la
primera vez, luego casi por cinco años, ahora llevamos ocho sin vernos ni comunicarnos.
Alguna vez habló de su deseo de tener
hijos, pero también me contó que se hizo cuatro abortos clandestinos, a los que
sobrevivió. En su discurso siempre contradictorio sostenía otras veces que su
elección de no tener hijos fue consciente, para dedicarse a cosas mucho más
gratificantes (finalmente hizo una carrera terciaria llegando a los cuarenta
años), con cierta jactancia y algo de lástima por las mujeres que priorizamos la
maternidad por elección o porque no tuvimos alternativa. Tiempo después me dijo
que con su pareja del momento querían adoptar un bebé, o un niño ya crecido,
pero eso nunca se concretó y esa relación también se disolvió. Tenía dos
estilos para contar sus dramas personales: solía hacerlo con un aire suficiente,
como demostrando que ya había superado tal cuestión, por ejemplo, su adicción a
las drogas, aunque siempre dejaba cosas a medio decir. Mencionaba que no sólo
había fumado marihuana y consumido cocaína, sino “otras sustancias más
peligrosas” con mal disimulado placer por el misterio que le imprimía a sus
palabras. O sus experiencias sexuales con desconocidos, de las que luego se
arrepentía, o su afición compulsiva al juego que la llevó a solicitar ella
misma la restricción de ingreso a casinos y bingos, porque en más de una
ocasión dejó todo su sueldo en una noche de apuestas y luego no tenía ni para
comer, por lo que debía pedir auxilio a sus amigos y conocidos. Siempre vivía
situaciones en un borde peligroso, de las que salía airosa a veces, otras,
deprimida. El otro estilo era un tono de confesión cargado de culpa, si bien
parecía una puesta en escena para atraer mi atención. Pero sólo poco tiempo antes
de nuestro último distanciamiento, me contó algo tan sorprendente que por
momentos dudé si era cierto o una fabulación, o tal vez uno de sus ardides para
inspirar lástima.

Una tarde le pedí que me acompañara a una
librería cerca del Colegio Dorrego. Tomamos el 244 en Cinco esquinas y bajamos
en la estación Morón. Luego caminamos hasta Rivadavia, conversando sobre
cualquier cosa, pero al llegar a San Martín me tomó del brazo, lo apretó y se
quedó tiesa en medio de la calle, tanto que tuve que remolcarla antes de que
cambiara el semáforo. Estaba demudada, aterrorizada. Yo no entendía, le
pregunté qué pasaba, qué había visto, por qué estaba así. “No puedo, no puedo”,
me dijo, “me quedo aquí, andá sola”. Le propuse que me esperara en el Tokio, en
Rivadavia y 9 de Julio, yo buscaría el libro y me reuniría con ella después. Pero
estaba paralizada, no podía dar un paso sola, así que la tomé de la mano y la
fui llevando, despacito, hasta el bar. Tardó un rato en recomponerse, pedimos café
y cuando pudo hablar me lo contó. En la esquina de Rivadavia y San Martín la
chuparon los milicos, en el invierno de 1979. Ella estudiaba en el Profesorado
del Instituto Dorrego, estaba en pareja con un dirigente montonero y embarazada
de dos meses. Un grupo de tareas de la policía federal la tuvo secuestrada
durante unos días, o semanas, no lo pudo precisar. Su compañero estaba
escondido, y si bien ella nunca empuñó un arma, militaba y participaba en
acciones de apoyo. Por eso la levantaron, para sacarle información. En este punto
de la conversación me pidió que saliéramos del bar y la acompañara a tomar el
colectivo para volver a su casa (entonces vivía en La Matanza, en casa de unos
parientes). Siguió con su relato en la parada del 242, ya de noche y con frío.
Nunca, en veinticinco años había mencionado nada de lo que me contó aquella
tarde, por eso fue que tuve momentos de dudas. Hoy, a la distancia, creo que
muchas de sus conductas podrían explicarse también por aquel episodio de 1979, durante
la contraofensiva en que los dirigentes montoneros mandaron al muere a tantísimos
cuadros y militantes.

Antes de picanearla, la violaron
varios tipos. Al contármelo empezó a llorar, por eso fue que no quería estar en
el bar sino refugiada en la oscuridad, esperando el colectivo, pero dejó pasar unos
cuantos hasta que dijo todo lo que la angustiaba, y yo lloraba a la par. Ella les
suplicaba por el bebé que tenía en la panza, pero eso los excitó más. “¿Así que
estás embarazada del guerrillero ese, puta, hija de puta?” La desnudaron, la
manosearon, la penetraron, y ella apenas podía defenderse, tirar arañazos,
rodillazos, morder. En medio de su desesperación sólo pensaba en no perder al
bebé. Finalmente la dejaron tirada en el piso, se fueron y quedó sola con uno
que parecía tener un rango superior. Este la tranquilizó, la trató con algo de
dulzura, consiguió ganarse su confianza. Le dijo que él estaba para cuidarla.
La dejó dormir, por la mañana le indicó que podía bañarse, le sirvió un
desayuno, y cuando ella empezaba a recobrarse el tipo empezó a acariciarla, a
besarla, y terminó también sometiéndola, porque había bajado la guardia y ya no
tenía fuerzas para resistirse. En ese momento de su relato fue cuando más
lloró, arrasada en lágrimas me confesó que lo que nunca jamás en la vida se podría
perdonar, lo que la atormentaba día y noche a lo largo de los años, era que en
esa circunstancia experimentó un orgasmo. Creo que este detalle fue para mí el
más impresionante, por inconcebible, por horroroso, sentir placer en medio de
una situación humillante, espantosa, en cierta forma la condené íntimamente por
eso. Tal vez más tarde se sintió redimida por la picana, y porque el que
aparentaba ser más humano también la golpeó sin dejar de llamarla puta. Recibió
golpes en el vientre y desde luego, perdió el embarazo, el único embarazo que
ella hubiera querido llevar a término, porque estaba enamorada de aquel muchacho
al que no volvió a ver jamás, del que nunca más supo nada, de quien no
aparecieron nunca sus huesos, cuyo nombre no figura en ninguna lista de
desaparecidos.

No me contó cómo fue que la liberaron, sólo que abandonó los
estudios y se fue por un tiempo a su pueblo, cerca de Azul, aunque sus padres
nunca se enteraron de esta historia. Por supuesto, me atravesó un sentimiento
confuso de angustia y compasión, junto con odio y asco por esos monstruos de
los que fue víctima, la abracé y seguimos llorando juntas por unos minutos. Ya más calmada, me detalló todo lo que había intentado
para hacer la denuncia ante los organismos de derechos humanos, pero el
inconveniente mayor era que no tenía pruebas ni testigos, el único testigo
posible era un profesor del Instituto que se fue del país sin dejar rastros.
Esto fue en parte lo que me hizo dudar de la veracidad del relato, pero no
podía creer que fuera todo un invento suyo. Sólo atiné a ofrecerle ayuda, a
acompañarla en lo que fuera, hacer algún trámite, alguna averiguación, lo que
necesitara. Vino el colectivo y nos despedimos, yo me volví a mi casa y por esa
noche me olvidé del libro que fui a buscar.
Las siguientes ocasiones en que nos
vimos no quiso hablar más del asunto. Yo respeté su necesidad de silencio, lo
interpreté como algo natural por haber sido una vivencia tan siniestra que le
provocaba estados de pánico. Sólo me contó que hacía unos años, sin darse
cuenta, pasó por la esquina de Rivadavia y San Martín y sufrió una amnesia
temporaria, anduvo deambulando por Morón sin recordar nada, como un fantasma,
hasta que se encontró con alguien conocido que la ayudó a salir del trance. Por
eso nunca insistí, creí que ella debía procesarlo para poder accionar,
denunciar, investigar, tal vez pedir una indemnización, ella que siempre estaba
necesitada de dinero.
Tiempo después volvió a las andadas,
quiso involucrarme en un pleito con un hombre casado que le prometía separarse,
pero la llamaba por teléfono mientras (aseguraba ella) tenía sexo con su mujer,
en fin, pretendía que yo llamara a la mujer para sacarle información sobre el
tipo. Por esos días, estando con él en la calle me llamó cerca de la medianoche
para decirme que si le llegaba a pasar algo (sugiriendo que su acompañante
podía causarle algún daño) yo debía avisarle a no sé quién del Ministerio del
Interior, y me lo decía con el tipo al lado suyo escuchando todo. Unas semanas
más tarde pergeñó el ensayo de tirarse por el balcón, y yo vi sus moretones, a
menos que la causa de ellos fuera otra y ella me mintiera. Después estuvo bajo
tratamiento psiquiátrico durante un tiempo, se mudó nuevamente a algún otro punto
del Gran Buenos Aires y dejé de verla.
Siempre tendré la duda de cuánto de aquello
que me contó esa tarde sería verdadero; si lo fue, se explicarían algunos
comportamientos suyos. Tenía necesidad de auto flagelarse, era una
sobreviviente y sentía culpa por ello. De alguna manera, todos los contemporáneos
de la dictadura que nos opusimos a ella somos sobrevivientes, pero algunos
quedamos más tocados que otros. También su rollo no resuelto con la maternidad
podría ser consecuencia de aquel calvario que sufrió, y que aparentemente
atravesó en total soledad.
Si no fue toda una fantasía armada para
inspirar compasión, sepultó ese recuerdo tan profundamente que pasó veinticinco
años sin confiármelo. No lo sé ni quiero averiguarlo.