domingo, 26 de agosto de 2012

LA PRIMERA MUERTE


Cementerio de la Ciudad de San Juan
Acaba de terminar el 25 de agosto, una fecha que cada año recuerdo sin que se me pase, jamás. Cuando tenía 8 años, ese día, sucedió la muerte de mi abuela paterna, María Elena. Ella tenía 83 años, así que yo había nacido a sus 75, era la penúltima de todos sus nietos y nietas, algunos de los mayores ya estaban casados y tenían hijos cuando yo apenas iba a segundo grado (el tercero de hoy, porque antes pasé por Primero Inferior y Primero Superior, qué ridícula antigüedad) Se me mezclan las imágenes, he olvidado cómo me dieron la noticia, tal vez fuera mi papá, tal vez mi hermana mayor en quien mi madre delegaba constantemente responsabilidades que le hubieran correspondido, no sé si por comodidad o por cansancio. Yo quería mucho a mi abuela María Elena, era mi preferida, diferente de la otra, mandona, fría y distante. Sin embargo, como una niña de 8 años no debía asistir a un velorio, mucho menos a un entierro, me quedé con mi abuela Celia, la materna, en casa de una tía. 
Desde el balcón del primer piso vimos acercarse y pasar el cortejo fúnebre, seguramente la tarde del 26 de agosto. Y la Mamy, que así le decíamos a Celia, estaba compungida y me acompañó en mi primer duelo. Al día siguiente no fui a clases, y cuando volví a la escuela, confieso que sentí un poco de vanidad al contarles a mis compañeras que había muerto mi abuelita, sin que por eso estuviera menos triste.
Con ocho años tenía cierta noción de la muerte, ya había visto morir perros envenenados con estricnina, lo que era bastante corriente en los barrios de las afueras de San Juan. Crecí escuchando relatos acerca del terremoto de 1944, aquel que causó miles de muertos en la ciudad, transformada en gigantesco hospital de campaña. Mi abuela María Elena había recorrido plaza por plaza al grito de "¡Aliaga, Aliaga!", recién llegada desde Mendoza (tal vez estuvo paseando y se volvió, no lo sé), en búsqueda desesperada de sus hijos y nietos. Desde muy pequeña tengo esa imagen desgarradora en mi mente, cómo habrá sido su angustia de madre.  
Después del terremoto del 15 de enero de 1944 en San Juan
Al igual que de mis abuelos Ramón y William, fallecidos cuando mis padres eran niños, de María Elena sé muy poco. Se quedó viuda a los 35 años, con cinco hijos pequeños (el menor, mi padre) y uno por nacer. Su marido, de 37, murió por una gripe, algo inconcebible, al menos hasta que en el siglo XXI aparecieron la gripe aviar, y la porcina. Sé que se volvió a San Juan, desde Córdoba, y crió como pudo a sus hijos. Sé que cuando mi papá tenía 7 u 8 años, lo envió a casa de unos parientes en Buenos Aires, junto con mi tío Negro (Gustavo Adolfo), de 9 o 10, y que los mandaron como pupilos a un colegio salesiano en González Catan, una experiencia tenebrosa de la que, valientemente, se escaparon. Como castigo por haber querido ser libres, los mandaron de regreso a San Juan, pero nunca supe cómo siguió la historia. Mi tío Negro fue un alcohólico empedernido, y murió a los 51 años, de una cirrosis, o cáncer, o vaya a saber qué, pero recuerdo que su vida era desastrosa y que mi papá, cuando podía, lo asistía, le prestaba dinero, lo cuidaba de alguna manera.  
Alguna vez escuché una anécdota en la que, mucho antes de nadie imaginar que serían consuegros, mi abuelo William Finnemore fue al Correo Central de la ciudad de San Juan, donde María Elena trabajaba, y al ser atendido por ella le dijo una galantería, algo así como que era la empleada con los ojos más lindos que había visto por allí. ¿Cómo habrá sido su viudez? Desde luego, nunca volvió a casarse, como correspondía a una dama de sociedad de aquella época (décadas del 20 y del 30 del siglo XX) ¿Habrá tenido amantes? Imposible saberlo, porque si los tuvo se cuidó muy bien de que mi papá y mis tíos lo sospecharan. Mi madre me ha contado asuntos escabrosos ocurridos en la rama materna de nuestra familia, y le encantan los chismes familiares, así que si hubiera sabido algo relativo a su suegra, lo habría mencionado alguna vez. 
La visita de mi abuela María Elena a casa me llenaba de alegría. Ella llegaba, y abría su cartera que era un cofre lleno de tesoros: higos secos rellenos con nuez, caramelos, algún chocolate. En contadas ocasiones tenía alguna moneda para regalarme, porque era pobre, la recuerdo siempre pobre. Tuvo una casa en un barrio cercano a la parroquia de Desamparados, era una casa de dos plantas, aunque ahora dudo si no era la casa de mi tío "Queto" (Luis María), quien también fue alcohólico aunque vivió unos años más que su hermano, pero también fue un desgraciado, además llevaba el estigma de ser cornudo porque la mujer lo dejó y se fue con otro. El linaje Aliaga venido a menos, destinos diferentes a los linajudos Aliaga de la provincia de Córdoba que fueron siempre grandes señores de doble apellido ligados al poder (quiero decir, al dinero, y desde luego, a la derecha). Mi padre, librepensador, ateo, de izquierda, despreció toda su vida el dinero, renegó del Capitalismo, idealizó a la URSS y a la Cuba Revolucionaria con un romanticismo casi adolescente. 
María Elena era la abuela compinche y buena, cariñosa. Tengo un recuerdo, yo debía tener cuatro o cinco años. Era la tarde, ella estaba conmigo en la vereda de mi casa en el Barrio Huazihul, y mis padres se ocupaban del jardín, o de la huerta, a unos metros. La vereda era de tierra nomás, con algún pastito por ahí. Mi abuela tomó una varilla de algún árbol, de esas que se usaban para ahuyentar a los perros, e inclusive para pegar varillazos en las canillas a los niños díscolos, y dibujó una figura humana; me guiñó un ojo y me recomendó que me mantuviera seria y no dijera nada, entonces empezó a los gritos: "¡Mono, Ñata, vengan a ver lo que dibujó la Laurita! ¡Miren qué bien dibuja!" Mis padres dejaron sus tareas, y aunque enseguida se dieron cuenta de la broma, estuvieron un momento en suspenso. Después, por supuesto, las risas y las protestas, pero aquello me quedó grabado para siempre. Yo tenía condiciones para el dibujo, y le dediqué mucho tiempo de mi vida a aquel talento, hasta comencé la carrera de Artes Plásticas en la Facultad. Bonita, mi abuela, si hubiera vivido más tal vez me habría ayudado, desde el amor, y no desde la obligación de "ser algo", a definir mi vocación. 
También recuerdo escenas horribles, en las que mi papá la maltrataba. Es que sus últimos tiempos fueron duros, habrá tenido demencia senil seguramente, porque se hacía sus necesidades encima, o se negaba a ir al baño y se iba al fondo de la casa, entre los yuyos. Fingía que se bañaba, y abría el agua y la dejaba correr, pero luego salía tan sucia como había entrado. Me dolía que mi papá la retara y la sentía tan cercana, como si fuera una nena igual que yo. 

También estuvo un tiempo viviendo con mi tía Coca (María Georgina) en Neuquén. Desde allí nos enviaba encomiendas con grandes cantidades de piñones, el fruto de la araucaria. Mi mamá los cocinaba y los comíamos en esas noches del invierno sanjuanino, no hay sabor más delicioso ligado a mi infancia. 
En las calurosas de verano nos llevaba al cine al aire libre, una curiosidad sanjuanina de entonces, gracias a las escasas lluvias del clima semidesértico. De su cartera nutricia surgían sándwiches de mortadela y queso, recuerdo que mi mamá sufría por las condiciones anti higiénicas en que mi abuela guardaba los alimentos y golosinas, pero a sus nietas nos sabían a manjares deliciosos. A cielo abierto, bajo la Vía Láctea, cenábamos a oscuras en el cine, mientras alguna película en blanco y negro sucedía en la pantalla gigantesca. Vaya a saber con qué apagábamos la sed, pero seguramente ella llevaría algún jugo de frutas, eso no lo recuerdo bien.
Después de su muerte estuve en la casa de la tía Coca, en Alto de Sierra, donde falleció. Me tocó dormir en la misma habitación. No había corriente eléctrica en ese tiempo, era en la finca de los Pulenta que administraba mi tío. Se usaban unos faroles a gas, o a kerosene, pero en los dormitorios, sólo unos candiles caseros, fabricados con frascos de dulces en los que se depositaba una mecha; luego se llenaba el frasco con kerosene, y se encendía la mecha para alumbrar apenas el cuarto antes de dormir. Iluminaban menos que una vela. Las sombras alargadas sobre las paredes ya me despertaban terror, pero lo peor venía al apagar el candil. Aun mi abuela de recuerdo tierno y amado podía presentarse como fantasma allí y provocarme algo terrible. Pensando en eso tardaba en dormirme, pero me habían educado en el orgullo y demostrar semejante debilidad era una deshonra: yo tenía ocho años. Si llamaba a mi tía para pedirle que se quedara conmigo hubiera sido blanco de las burlas familiares. 

Mi papá vio caer una estrella la noche en que murió su madre. Yo no sé si será verdad, pero él era un poeta, así que esa imagen suya, viajando en la caja de la camioneta de mi tío, en una fría noche de San Juan, también forma parte de los recuerdos ligados a esta fecha y a mi querida abuela que se me fue tan temprano.