AUTOBIOGRAFÍA FELINA (NO AUTORIZADA, O SÍ, QUÉ SE YO)
Duermo con una humana
todas las noches. Ella se mete entre sus cobijas horas después de que yo ya
estoy instalada encima de la cama, viene y me dice “Salí, correte”, porque se le
antoja acostarse justo del lado en que yo estoy lo más cómoda, qué molesta. Así
que yo, somnolienta y medio tambaleante me ubico unos centímetros más lejos.
Recuerdo que antes dormía ahí mismo otro humano que me permitía echarme sobre su
panza, pero hace tiempo que se fue. Ahora esta duerme sola, se pone unos
almohadones bajo las patas y se queja, parece que le duele todo. Yo trato de
subirme a su cuerpo pero no me deja, me empuja y sólo permite que me ponga a un
costado. Al menos así siento más calorcito. Algunas veces ella misma me pone
entre una manta peluda y una colcha de colores, estoy como en una cuevita,
entonces no me muevo hasta que se hace de día. La que se mueve es ella: se pone
para un costado, se queja. Parece que duerme un rato y luego se pone para el
otro costado, se vuelve a quejar. ¡No me deja dormir en paz de un tirón toda la
noche! Porque también se levanta y va al cuarto ese donde hay fuentes de agua, y
cuando vuelve a echarse, otra vez a quejarse y a acomodarse.
En cuanto al humano
que vivía aquí y se fue hace tiempo, recuerdo que yo le clavaba las uñas en las
patas que tenía forradas en tela gruesa. Yo quería comida y posaba mis garras en
sus canillas. A mi humana se lo hice un par de veces, pero ella me hizo volar
por el aire y aprendí que no me convenía insistir. Y es que soy una gata poco
maulladora, me expreso más con mis uñas, cuando la quiero despertar me bajo de
la cama y le rasguño el colchón, o la mesa de luz. Si estoy fuera de la casa,
salto sobre el picaporte para abrir la puerta, pero no maúllo. En estos días mi
mascota de dos patas limpió y volvió a pintar la puerta; ahora pone un palo, o
una red metálica para que yo no pueda abrirla y ensuciar todo de nuevo. Todas
son interdicciones con esta tipa, sólo porque me da buen alimento no la dejo.
Ella cree que gracias a mí no tiene lauchas dentro de la casa; la otra noche
apareció un ratoncito muerto en el jardín, pero juro que yo no tuve nada que
ver, para mí que se murió de frío (había una ola polar). Yo no fui porque estaba
enterito, los gatos les arrancamos la cabeza a los roedores cuando los cazamos.
A mí me resulta más divertido atrapar pájaros, pero si la tipa está cerca corre
a salvarlos. Una vez me sacó un Benteveo de la boca, y hubo varias ocasiones en
que me arruinó la caza de algún Zorzal porque salió ella a espantarme… Recuerdo
un día en que estaba regando el jardín con la manguera y vino, como siempre, un
colibrí a tomar agua y a bañarse en el chorro. Como hay unas salvias en flor, el
pajarito se puso a libar el néctar a baja altura. Entonces aproveché
sigilosamente, salté y lo atrapé con mis dos garritas. Pero la humana empezó a
los gritos y me bañó con la manguera, no tuve más remedio que soltar al colibrí.
Otro día cacé una lagartija y también ella salió a intentar salvarla, pero me
parece que no duró mucho el reptil con la cola cortada: lo levantó con una
palita y lo puso entre unas ramas, pero unos días después apareció el cadáver
todo seco… Y, bueno, aunque soy doméstica algo me queda de salvaje. Parece que
dentro de poco la tipa se irá un par de días para que le arreglen las
coyunturas, tal vez después no se quejará más y dejará de molestarme por las
noches. Lo que temo es que cuando ande mejor de salud y pueda caminar más se irá
a pasear por ahí y me quedaré sola. Eso me da un poco de miedo porque hay otro
humano que vive cerca, que está empeñado en cultivar papas, lechugas y cebollas
y no me deja en paz, cada vez que salgo para ir a mi baño me tira piedras… Hace
unos días le clavé las uñas en las pantorrillas y también volé… ¡Qué difícil se
hace vivir entre humanos! De todas maneras conservo mi majestad felina, porque
al fin y al cabo yo soy el ama y mi mascota mujer hace todo lo que yo necesito y
exijo: servirme el alimento cuando yo quiero, abrirme la puerta para salir al
patio, acariciarme cuando se sienta en su sillón a leer y yo me echo a su lado y
con el morro le levanto la mano libre para que me frote la cabeza. Ya no me pone
agua en un recipiente al lado de la comida porque yo me acostumbré a beber sólo
del estanque en el jardín: está lleno de peces traídos (como yo) de una isla en
el Delta, y me divierto viendo cómo se asustan y se esconden en el barro del
fondo. Mi humana dice que me debe gustar la sopa de peces…
Cuando nací hace casi
seis años yo era completamente blanca, como un copo de algodón. A los tres meses
me trajeron a esta casa y mi dueña me bautizó Kusturica, por no sé qué gato
blanco del cine. Pero el tipo que vivía aquí me llamaba de otra manera,
Fluffinella, que era una gata histérica de una serie canadiense de muppets. Él
pronunciaba Fluginela, o Fruginela, en fin, el asunto es que yo creo que ellos
se pelearon a causa de mi nombre y se terminaron separando. Qué estúpidos son
los humanos, si al fin y al cabo yo no hago caso de ningún nombre, sólo si
escucho “mishi” presto atención, igual que al ruido de la lata de alimento… Pero
vuelvo a mi color de nacimiento, el blanco, que fue el motivo de que mi humana
se fijara en mí y me eligiera cuando nací con mis otros tres hermanos en una
casita azul del Delta. Nacimos en el dormitorio de una nena de cinco años que se
quejaba porque nuestros maullidos no la dejarían dormir, debe ser por eso que me
acostumbré a hacer poco ruido. Nací un 17 de octubre, de ahí que algunas
personas me conozcan como la gata Peroncha. En enero siguiente me trajeron a mi
casa actual: viajé en lancha primero y luego en colectivo y tren, bien escondida
para que nadie notara mi presencia. Llegué y me encontré con dos gatas viejas:
Flora, que ya tenía unos dieciséis años, y Tera de diez. A Flora que ya veía
poco y había perdido la audición le fui totalmente indiferente al principio.
Tera, en cambio, con lo grande que era parecía tenerme miedo. Se mostraba como
una gata tímida y asustadiza, y yo supe aprovecharme de eso. Empecé a hacerles
la vida imposible a las dos. A la vieja la molestaba todo el tiempo queriendo
jugar con su cola, me le tiraba encima, la arañaba cuando comía. A la otra no la
dejaba comer, cuando se acercaba al alimento yo me abalanzaba y comía del suyo y
del mío, y Tera salía corriendo.
Yo me pasaba la vida dentro de la casa, me
echaba sobre los libros en un estante de la biblioteca, dormía allí. Las otras
dos vivían afuera, así que cuando descubrí mi poder sobre estas dos grandulonas
lo puse en práctica. Cada vez que Tera intentaba entrar a comer, yo no se lo
permitía, entonces ella huía y desaparecía por horas, a veces días enteros.
Empezó a ponerse flaca, con el pelo opaco, se la veía enferma. Flora en cambio
trataba de ignorarme, pero eso no impidió que yo siguiera molestándola sin
parar. Con el paso de los meses logré librarme de ella: un día se fue y nunca
volvió. Medio ciega, sorda y sin olfato, con casi diecisiete años, seguramente
hizo como las viejas elefantas que van a morirse por ahí en un claro del bosque.
Mis humanos nunca supieron dónde había muerto Flora, pero se pusieron tristes,
especialmente ella, porque siempre contaba que de bebita le había salvado la
vida dándole leche con el dedo, ya que la pequeña abandonada tenía dificultades
para respirar y no podía chupar una mamadera. Luego creció y se hizo una gata
gorda y de pelaje largo, blanco y gris, de vida bastante feliz e independiente,
hasta que llegué yo, el azote felino. Tera resistió mucho tiempo, pero además
los humanos la protegían y trataban de impedir que nos cruzáramos, aunque eso
les daba mucho trabajo, amén del carácter asustadizo de la gata gris. Su salud
fue empeorando, su aspecto se volvió lamentable. Un muchachito que le dice
Abuela a mi humana se condolió de Tera y pidió llevársela a su casa, lo que
costó unos días porque su mamá no estaba muy convencida. Pero la insistencia del
niño, acompañada por sinceras lágrimas, ablandó su corazón. Recuerdo el día en
que vinieron preparados para llevársela, ella no se dignó a aparecer, apenas
asomó salió volando por los techos. Tuvieron que volver otro día y esperar con
suma paciencia y mucho tino para agarrarla y meterla en un bolso apto para
transportar mascotas. Por lo que supe, el viaje en tren y subte fue bastante
escandaloso, con detalles escatológicos que me reservo contar. A partir de aquel
momento quedé yo sola, dueña y señora absoluta de mis dominios que conquisté con
mis regias artimañas. Me gané por esos días otro nombre: Maleva. Mi humana decía
que yo era mala y matona, todo eso. De Tera fueron llegando noticias de que
mejoró muchísimo, la llevaron al veterinario, empezó a comer bien y a engordar,
se hizo una señora gata burguesa de departamento. Ahora es una digna anciana de
quince años, pero muy saludable y bien cuidada.
Como ya dije, de pequeña yo era
un pompón blanco, con ojos celestes casi transparentes, patitas y morro rosados.
A medida que pasaba el tiempo, se me fue oscureciendo el lomo y la cola, luego
la cabeza, finalmente llegué a la adultez con el pelaje bien oscuro, lo único
que quedó blanco es mi vientre y toda la cara anterior de mi cuerpo, el cuello y
parte de mi cara. Mi humana decía que yo era una estafa… pero lo decía con
cariño, lo sé. Mi humana me habla, y también habla sola muchas veces. Le
contesta a un aparato negro con lucecitas del que salen voces, o a otro en el
que se ven figuras y también voces, o ruidos, pero ese lo enciende mucho menos.
En ocasiones recita como una oración, o un mantra, generalmente por las noches,
dice más o menos así: “¡Qué hijo de puta resultaste, basura inmunda, te deseo lo
peor!” Desde que se fue el humano al que yo le arañaba las patas, así casi todas
las noches, a veces también de día. Tal vez sea un rezo, no sé, pero después de
pronunciar esas palabras la veo más calma, se nota que le hace bien.
(Continuará)
PERDIDA...
Cómo me gustaría despertarte para decirte “aquí está tu perrita, volvió, la encontraron por ahí”, y ver tu cara de alegría, escuchar tus exclamaciones mezcladas con lágrimas de felicidad. Seguís siendo la nena de seis años que perdió a su papá hace pocos meses; Enrique nos regaló un gatito negro de ojos verdes que una noche desapareció. Lo buscamos por todas partes, dentro de la casa, afuera, en la vereda, no estaba en ningún lado. Se hizo tarde y debías ir a dormir porque al día siguiente teníamos que madrugar para ir a la escuela, pero no había forma de consolarte. Nunca olvidaré que te dormiste sollozando. Por eso, un rato más tarde, cuando lo encontré durmiendo en un rincón de la alacena ajeno a todo, decidí despertarte y ponerlo en tus brazos, para quitarte el sufrimiento. Te reías y llorabas, lloramos juntas (como tantas veces). Y hoy, aunque seas una mujer hecha y derecha y yo una señora abuela, lo único que deseo es que nada te cause dolor.
3/7/2021