En estos días que tanto se dijo sobre los niños que lloran porque no les permiten asistir a la escuela, recordé un episodio de mi niñez sanjuanina, cuando cursaba la primaria en la “Normal Sarmiento” de San Juan. En el mismo edificio que ocupa una manzana entera funcionaban el jardín de infantes, primaria, secundaria y profesorados de distintas asignaturas.
Si la memoria no me falla, estaba en segundo
grado, una de esas tardes de otoño en que el sol atravesaba las ventanas
altísimas, inalcanzables para nuestra estatura y estampaba manchas luminosas en
el piso de madera y en el pizarrón. Alguien vino a hablar con la “señorita”
Raquel. Cuando esa persona se retiró, la maestra pidió silencio y nos comunicó
que a partir de ese momento se suspendían las clases porque la escuela estaba
de duelo: había muerto un directivo del profesorado, un personaje totalmente ignorado
por estudiantes de siete años en ese momento.
Una compañerita, Susana, muy graciosa con su
cara redonda y su pelo crespo peinado en dos trencitas tomó la representación
de todos y se puso a gritar de contenta; imposible olvidar tanta alegría al
festejar que nos íbamos de la escuela, y se formó una algarabía general que
duró muy poco, porque la maestra, muy enojada, nos retó y nos dijo que éramos
poco menos que unos salvajes desalmados y no respetábamos la muerte de ese
señor desconocido. Nos llamamos a silencio, pero la alegría era indisimulable.
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