Hace una semana asistí a la presentación de un bello libro, "Palabras grávidas", de Carlos Semorile.
Fue una ceremonia quasi íntima, desarrollada en una sala de la Biblioteca Nacional, pero más bien parecía que estuviéramos en el living de los dueños de casa, es decir, el autor y su esposa, quienes fueron los presentadores. Ella, Sandra, en algún momento se disculpó por ser "autorreferencial", palabra bastante novedosa, al menos no la recuerdo de otras épocas, pero últimamente se la escucha muy a menudo. Algunos periodistas se cuidan de no ser autorreferenciales, es una preocupación relacionada con la objetividad, como si involucrarse afectivamente con ciertos asuntos restara seriedad a sus editoriales. Para un periodista, vaya y pase. Pero en otros ámbitos, ¡bienvenida sea la autorreferencia! En el caso del libro que se presentaba esa tarde estaba más que justificada, precisamente porque el libro fue escrito por el esposo, pero ella había aportado mucho de su experiencia profesional relacionada con la maternidad.
Esto viene a cuento de mis inquietudes como escritora; siempre está la pregunta de hasta dónde se pueden exponer los sentimientos en primera persona, cuánto de las propias vivencias y de los afectos más entrañables pueden considerarse literatura. Un principio aprendido junto a un maestro como Abelardo Castillo, es que no debe escribirse al calor de una emoción fuerte, porque la pasión juega en contra de la calidad literaria. Pero a fin de contrarrestar esto, es buena la práctica de dejar "decantar" un texto, que repose en el tiempo, y luego ver si resiste la prueba.
Al cabo de veinte años, nada menos, tengo un relato inspirado en una secuencia de dos fotos de mi infancia, tomadas en casa de mi abuela materna, en San Juan. Lo escribí como ejercicio en el taller literario de mi otro maestro, Vicente Zito Lema, para quien era más importante expresar los sentimientos que cualquier rigor literario.
Hace varios días que estoy pensando en publicarlo, y lo que por fin me decidió a hacerlo es que hoy, escuché a Héctor Larrea hablar con mucha emoción de su necesidad de reencontrarse con el niño que fue... parece que es una necesidad común a todos los seres humanos.
Cuando termines de comer la naranja y se haya ido ese pesado del primo Héctor, que últimamente te ha tomado para modelo para sus fotografías, sin que nadie nos vea, recorreremos la casa de la Mamy (qué ocurrencia ésta de decirle Mamy a la abuela, nada más que para confundir a la gente) ¿Estás lista? Bueno, vamos primero al living. Ya sé que te da miedo entrar solita, porque siempre está cerrado y oscuro, pero ahora estás conmigo, yo te cuido. ¿Esos cuadros? Son retratos de unos tíos que no conociste porque murieron siendo niños. Ahí está Lilita, de pie, apoyada en el brazo de un sillón. Sonríe con sus eternos seis años, la carita bordeada de bucles y la misma sonrisa de todas las mujeres de la familia. En otro cuadro, un poco más arriba, Rodolfo, un bebé gordo y cachetudo. Ambos murieron de fiebre tifoidea, con quince días de diferencia. Pero el rincón preferencial es para Carlos, el más llorado. Tenía veintidós años; en el retrato viste equipo deportivo y luce varias medallas, parado en medio de una pista de atletismo. Había viajado a la paterna Canadá, hablaba inglés a la perfección y era el que se perfilaba como continuador de los negocios familiares. Una peritonitis absurda lo segó.
Clara Celia Cano Caicedo, y sus hermanos Vicente y Dalmiro |
Este lugar es triste, hay demasiadas cosas viejas, demasiados recuerdos. Vamos a abrir la ventana. ¡Qué lindo está el solcito! ¿Ves el ciruelo florecido? ¡Cuántas abejas zumbando! Esta calle está asfaltada, no como las de tu barrio, y aquí todo está limpito y en orden. Pasan muchos autos y se escucha el silbato del tren. Shh…¿oís? ¡Caballos! Se acerca una carroza fúnebre. Sí, apretadita contra mí, fijate: seis caballos negros, y el cochero de frac y galera negra. Cómo suenan las herraduras en el pavimento… Detrás van los familiares del muerto, en varios coches. Gente rica, se ve.
Bajemos del sillón y vayamos ahora al comedor. La Mamy está haciendo mucho ruido de platos en la cocina. ¡Vive rompiendo cosas la pobre vieja! Ah…, ya sé, te tienta el teléfono. ¿A quién llamamos? A la tía Chicha, esa antipática que te dice gorda sin una pizca de cariño. Yo marco, vos decile “¿Familia Gallo? ¡Ay, perdón, me equivoqué de gallinero?”
¿Adónde vamos? No, al dormitorio de Héctor no; hay olor a pucho, a hombre, y a vos los hombres te dan miedo. Te gustan pero te asustan, y si alguno se pone muy cargoso, llorás como una sonsa. Vamos al baño. Aquí se puede jugar con la puerta cerrada. Podemos lavar el lavatorio con la esponja y el jabón LUX, y ponernos las cremas de la Mamy. No toques la taza donde deja la dentadura postiza, se puede romper. ¿La escuchaste anoche, cuando se hacía gárgaras? Y ella, como es sorda, ni se entera de que nos reímos a carcajadas.
En el dormitorio de la Mamy vamos a mirarnos en el espejo del ropero. Mirá: así vas a ser dentro de treinta años. Se te va a oscurecer el pelo, y ya no tendrás esos mofletes que los grandes te pellizcan cuando te dicen “¡qué rica!” Vas a conservar la sonrisa y la mirada franca. Un rictus amargo te bordeará la boca, desde los costados de la nariz, y la marca del ceño empañará tu dulzura.
Esta es la enorme cama de la Mamy. Ahora saco cuentas: hace veintiocho años que enviudó, y conserva esta cama todavía. Aquí es donde llora a sus muertos, y reza el rosario antes de dormirse roncando. Esta pieza parece una capilla, llena de imágenes de vírgenes y santos. A vos te gusta esa Santa Rosa de Lima que ella pone junto al velador y que luego se ve fosforescente cuando apaga la luz. Aquí lo único que tiene vida es la radio. ¿Querés que ponga Radio Colón? Te gustan las radios de Chile; ahora paso a onda corta: Minería, Cooperativa, Portales… También te gusta la música clásica: El Gran Cañón del Colorado, Scheherazade, por Radio Nacional de Buenos Aires.
Pero apurémonos, pasemos de nuevo por el comedor y salgamos al patio grande. Juguemos con la manguera. Sacate las zapatillas y las medias y mojate los pies, así. Qué lindo es andar descalza… Pero en este patio hay sólo baldosas, no hay tierrita, ni plantas como en tu casa. Bueno, vamos a cerrar el agua. Ya va a ser hora de almorzar. Te acompaño hasta adentro y me voy. No te pongas triste, otro día volveré. Iremos al río, o al fondo de tu casa y comeremos damascos recién cortados. No puedo quedarme porque la mamá y la Mamy no me conocen, y si les digo quién soy no me van a creer, aunque vean que me parezco a ellas y a vos, aunque les cante todo lo que sé de ellas y lo que les va a suceder en los próximos treinta años, con fechas y todo. Hay mucha gente grande que no se rinde ni ante la evidencia y te toma por loca. Chau, te quiero mucho.
Y dio la casualidad que mientras leía esto tan hermoso que escribiste, en la radio sonaba Serrat cantando " a menudo los hijos se nos parecen"..y tu Mamy se confundía con mi abuela Maruca y las fotos antiguas eran esas de marcos aparatosos y mitad fotos, mitad pinturas y aqui estoy...llorando emocionada con tu texto.
ResponderEliminarSe nota que en el fondo, hay personas que estamos estrechamente ligadas por vaya uno a saber que lazo que nos hace querer las mismas cosas.
Mi admiración y este enorme cariño que te tengo sin haberte visto nunca.
Qué lindo es esto, hermanarnos por la emoción,vibrar en la misma cuerda, gracias amiga y tocaya...
ResponderEliminarLaura, gracias por traer a la infancia en tu blog. La infancia es la Patria a la que uno siempre recuerda y muchas veces quiere volver. Gracias también por hacer referencia a un día y un libro tan especial para mi, Palabras Grávidas. Besos
ResponderEliminar¡Qué lindo, Laura! terminé emocionada y con los ojos nublados, es que también revivo mis emociones de infancia compartida, a pesar de diferencias de edades a esa altura ... muy bueno tu relato.
ResponderEliminarGracias, hermana... qué bueno que lo hayas leído, y que te emocione. Me gusta saber que lees mi blog, te mando un abrazo!
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