jueves, 21 de julio de 2011

ROZANDO LA POESÍA

Mi padre soñó con ser poeta y escribió algunas poesías muy bellas. No se dedicó a la literatura como hubiera debido, para cultivar su don natural, se dispersó en muchos talentos diversos y se diluyó. Parece que una manía familiar rigió su conducta, mi abuelo, que también se llamaba Ramón, y el mayor de mis tíos, fueron a su vez escritores frustrados. Es el fantasma que me ronda y me angustia, como podrá comprenderse…

Por alguna razón, sólo en la adolescencia me dejé llevar por el arrebato poético e intenté escribir algo en versos, mi padre me enseñó elementos de la métrica y la rima, y me indujo a la lectura de los poetas que él admiraba.

Estos podían ir de Francisco de Quevedo a Leopoldo Lugones, de Rubén Darío a Jorge Luis Borges, de Miguel Hernández a César Vallejo. Él me leía en voz alta y la poesía entonces dejaba de ser algo abstracto para conectarse con el paisaje, con la vida cotidiana, mis experiencias infantiles, el descubrimiento del mundo y la naturaleza se vinculan fuertemente  con viejas y queridas poesías, que vibran en mi oído en la voz emocionada de mi padre.

César Vallejo 
Sin embargo, mi haraganería pudo más y no abordé el género, siempre me pareció que estaba vedado para mí y que era algo reservado a talentos mayores. Más tarde accedí a la poesía en prosa de un grande contemporáneo: Eduardo Galeano. Él no necesita versificar para escribir poesía. José Saramago es otro poeta que escribe en prosa (escribe, sí, porque no ha muerto)

He reunido algunos textos breves escritos en los últimos veinte años, he descartado otros, líbreme el buen gusto de la cursilería… Tienen que ver con sentimientos, con amores y desamores, muertes cercanas, la vida y su esplendor.


INSTANTE

Un instante de tu ternura
Un beso leve, un roce apenas
De tu piel, valen toda
La espera, la inquietud
Todo el silencio.


INSENSIBLE

Ví a la muerte barriendo un patio. Debo haberle pasado cerca otras veces, pero la veo recién ahora, cuando acabo de dejar de un golpe todos mis vicios: el cigarrillo, el alcohol, el sexo. Los he dejado y no me duelen. No siento. Veo suceder cosas a mi alrededor pero ninguna me toca, ni siquiera la muerte.
No me duele ni siquiera ese teléfono que no para de no sonar.


LA GRIETA

Al principio era apenas perceptible. Daba la impresión de un cabello. Con pasar la mano hubiera bastado para dejar la superficie limpia. Pero luego de algunos intentos se hizo evidente: era una trizadura. Habría que haberlo cuidado más; no moverlo, dejarlo reposar. Pero claro, también la inmovilidad absoluta lo hubiera llevado a atrofiarse, y, aunque por otro camino, a la destrucción.
Tal vez por efecto de la fuerza de gravedad, por las vibraciones, en fin, por el paso del tiempo se fue acrecentando, en longitud y en profundidad. En su abertura se fue depositando el polvo. Un poquito cada día, indolentemente. Se afeó, se arruinó. No hubo mezcla ni maquillaje con qué reparar la grieta, ni disimularla.
De la tierra acumulada en ese intersticio brotó una vieja semilla. Y abrió una flor, bella como unos ojos zarcos.


PALABRAS

Después del estallido dijiste "No te vayas nunca". En el silencio, tus palabras eran el grito desesperado de quien intenta perpetuar la felicidad, cuando ya ese rayo de eternidad empezó a escaparse. Un deseo tan vano como el de no morir. Cualquiera haya sido tu nombre, lo dijiste, lo repites siempre, lo seguirás diciendo. Te lo he escuchado infinitas veces. Pero ni yo permanezco, ni vos te quedas.








GESTOS

Estoy ávida de gestos. Las palabras sólo sirven para confundir. Ocultan lo que pretenden mostrar. Esconden, distorsionan, disfrazan, encubren, engañan.
Los gestos en cambio, desnudos como la piel, vivos como los latidos, claros como mirarse a los ojos. Esos sí dicen verdad.



ESCRITURA


Hace mucho que no te escribo nada por andar cifrándote la piel. Como esos mensajes secretos que escribíamos con jugo de limón sobre papel cuando éramos niños, y que revelábamos al pasar sobre una llama, al encenderse nuestro fueguito tu piel muestra los mensajes de amor que voy grabando con mis besos y caricias. Como la piel de algunas frutas, la tuya está llena de caminos y mapas, de huellas y señales, es el lugar del mundo en el que me refugio, mi descanso, mi solar. “Por aquí estuvo ella” dice tu piel, y por donde pasé quiero volver siempre. Y aunque el deseo me dicta quedarme, es mejor seguir teniendo la oportunidad de regresar.


PARAÍSO

A veces siento nostalgia de una casa en Mar del Plata, en invierno, adivinando el sonido del mar tras los ventanales. Un refugio, un amor apacible, libros para leer, libros por escribir. Lejos, atravesando un jardín, el mundo, o mejor, el infierno. Dentro, una música, Mozart, leños ardiendo, Clístenes agazapado, por robarse un bocadillo.
Un sabor de paraíso perdido rodea una casa, adonde entré a hurtadillas alguna vez. Melancólicas brumas la envuelven. Allí estará, solo, con sus recuerdos, con sus ausencias. Lástima.




PATRICIA

Hay una mariposa de alas negras y amarillas que quedó atrapada en el invernadero.
Ella la descubre y dando voces la libera, le ordena irse, le abre el camino, ríe. Se queda mirando cómo vuela hacia el cielo; está feliz. Todo ser viviente tiene en ella un hada protectora.
Vuelve a mezclarse entre las plantas floridas y verdes: ellas viven de su mano y la nutren. La muerte es algo ajeno, lejano.
Enero de 2002



DICIEMBRE

Era diciembre pero no hacía calor.
Tus hermanos, tu padre y cinco adolescentes atribulados cargaron con tu peso hasta el coche fúnebre. Hijo mío, ¿qué te hiciste? Tu carita de niño triste no se me borrará por el resto de mis días, dormido allí, tendido, tu boquita de sonrisa escondedora cerrada para siempre, ¿por qué, por qué?
Era diciembre pero un viento frío le volaba a tu novia el cabello ceniciento. Mujercita pequeña y blanca, de pie, sin doblarse junto al féretro, pobre hijita mía, ¿qué le hiciste?
La tierra abre una boca enorme para tragarte, allí has quedado, se desgranan los terrones para cubrirte. Ella arroja una flor blanca en la que depositó un beso, un último beso frío, como este diciembre frío, el más horroroso diciembre del siglo.

Pasaron el verano y el otoño. Pronto terminará también el invierno, y así sucederán los días y los años. Cada noche te recuerdo y camino imaginariamente sobre el césped que te cubre, allá, tan solitario. La tristeza no termina. Sólo cuando a ella la ilumine de sonrisas un nuevo amor empezaré a olvidarte, querido Hilario.

Agosto de 2002





HOMBRE QUE COME PAN

Un día ciego, bajo la tierra, hay un hombre que inocentemente come pan. Son las ocho y media de la mañana del 31 de diciembre. En un vagón de subte menos colmado que otros días, un hombrecito barbado y  joven saca de su bolso un pan y se pone a comerlo. Tiene unos ojos grandes y claros, y una cara de niño a la que la barba da cierta solemnidad. El vagón está lleno de gente triste que parece ir a ningún lado; en estas catacumbas todos parecen muertos, sólo el hombre que come pan tiene vida, y es apenas el gesto tierno de masticar.  Algo milagroso ocurre en ese hombre, hoy debería ser un día de fiesta, pero es que se está terminando el año más triste en mucho tiempo, y nadie tiene espíritu festivo.
Sólo una módica felicidad se escapa de ese hombre que come pan en el vagón de subte.
Diciembre de 2002




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