Ese hombre se había tomado el trabajo de responder a una carta mía en la que le envié el texto que sigue unos párrafos más abajo, en un gesto que lo hacía más digno de mi admiración.
Para qué voy a decir que mientras escuchaba la vocecita de mi hija leyendo sus palabras, yo lloraba y lloraba, como es costumbre desde que, hace muchos años, aprendí que no era bueno ser la mujer fuerte que se aguanta las lágrimas, como me mostraron con su ejemplo las mujeres de mi familia materna, duras mujeres de los valles andinos...
Para qué voy a decir que mientras escuchaba la vocecita de mi hija leyendo sus palabras, yo lloraba y lloraba, como es costumbre desde que, hace muchos años, aprendí que no era bueno ser la mujer fuerte que se aguanta las lágrimas, como me mostraron con su ejemplo las mujeres de mi familia materna, duras mujeres de los valles andinos...
(Primeros días de marzo de 1997)
Yo escribiré las crónicas de ausencia, ya que no las de viaje. El domingo a la noche, después de mucho esperar el ómnibus, se fueron tan de repente que ni siquiera me vieron agitando la mano para saludarlos. Crucé la avenida Vergara viendo cómo se alejaban los dos micros (que fueran dos me dio cierta tranquilidad, pensando que en la ruta se vigilan y se acompañan mutuamente), y emprendí el regreso a casa. Cuando ya no hubiera tenido posibilidad de gritar y que me escucharan, por ejemplo, en el caso de que se hubieran olvidado de algo, cuando, si acaso me hubiera atropellado un auto no se habrían enterado, se me anudó la garganta con una angustia incontenible (o sea, me puse a llorar), pensando: SON LO ÚNICO VALIOSO QUE TENGO, SI LES LLEGARA A PASAR ALGO, ¿QUÉ SENTIDO TENDRÍA LA VIDA PARA MÍ, QUÉ NUEVO SENTIDO DEBERÍA ENCONTRARLE PARA SEGUIR VIVIENDO?
Pensamiento trágico típico de mi condición de madre argentina con algunos antepasados españoles. Seguí puchereando hasta el cruce de las vías del San Martín y ya me recompuse.
Pensamiento trágico típico de mi condición de madre argentina con algunos antepasados españoles. Seguí puchereando hasta el cruce de las vías del San Martín y ya me recompuse.
Cuando llegué a casa me puse a ver televisión, tomé un café con leche con torta de chocolate preparada por Patricia. Conversé un rato con Inca, explicándole que íbamos a estar solas unos días, que al día siguiente se quedaría sola todo el día porque yo me iría a trabajar y que toda la semana sería así, pero ella me miraba con sus tristones ojos de perra buena, más buena y más fiel por haber sido recogida de la calle cuando la sarna y los parásitos se la estaban comiendo. El gato nos miraba con su habitual indiferencia, en realidad no sólo no participaba de nuestra conversación, simplemente no le importaba nada. Me dormí tarde, me desperté temprano, antes de las siete y media. La casa vacía, silencio absoluto. Hice toda clase de tareas domésticas, hasta que me fui a trabajar, sin decirle chau a nadie, sin besar a nadie. No estaba triste, pero me sentía rara.
Apenas llegué al trabajo empecé a esperar la llamada desde La Falda, y a ponerme nerviosa cuando se hacían las doce y no tenía noticias; renovadas angustias y diálogos interiores convenciéndome de que nada malo debía haberles ocurrido, porque a esa hora ya lo sabría. Hasta que me hablaron Patricia primero y luego Celia con sus vocecitas argentinas. Gran alivio, por fin.
Cuando por la noche llegué a casa, Inca se volvió loca saltando, lloriqueando, baboseándome, moviendo la cola. La encontré al principio medio dormida y como resignada al abandono, y en su alegría parecía decir, “bueno, yo creí que iba a ser peor”. En cambio el gato, impertérrito, echado en un rincón, se limitó a estirarse y a refregarse entre mis tobillos.
Ayer me acerqué a la Plaza de Mayo cuando la gente que se congregó frente a la revista Noticias se iba acercando para manifestar frente a la Casa de Gobierno. Todo el mundo llevaba pancartas con la foto de José Luis Cabezas, y los gritos eran “JUSTICIA”, “NO TENEMOS MIEDO” y “ CABEZAS, PRESENTE”. Era conmovedora la unidad en los ánimos de todos, tanto como el minuto de silencio del cual no pude participar una hora antes, pero que mostraron en el noticiero de las doce de la noche.
Qué raro me parece que hoy todo el mundo proteste por estas causas (hace veinte años hubiera sido exponerse a una masacre, o a desaparecer en las sombras de una noche cualquiera), pero que se aguante tanta indignidad en lo que respecta a la política en general. Parece que la gente sólo tiene capacidad de reaccionar cuando ocurre una desgracia violenta, pero ante la muerte taimada que nos va minando lentamente a todos, nadie se moviliza.
Por momentos sentí la escalofriante sensación de estar frente a un demonio a quien no hacen mella las protestas, pero no, es lo único que nos queda, gritar, pelear, aunque sepamos que está todo podrido, no hacerlo sería darles a nuestros hijos el peor ejemplo.
¡Hijos! hoy es mi cuarto día sin ellos. Esta tarde, después del trabajo me iré a una exposición de fotografías de Cabezas. Pobre tipo. En su vida se habrá imaginado que iba a terminar siendo un símbolo, una bandera, ni que alcanzaría tanta trascendencia después de su muerte.
El próximo fin de semana no iré a Paraná, no solamente porque no tengo plata, sino porque me quiero quedar en casa, intentar disfrutar de la soledad, e ir al casamiento de Adolfo por la tarde. Después no sé, tal vez me vaya al cine, o a lo de alguna amiga.
Y llegué al día quinto. Ayer me llamó María Laura y quedamos en que viajaré el segundo viernes de marzo a Paraná. Fue una lástima que no pudiera venir al casamiento de nuestro amigo. Fue muy pomposa la ceremonia, hasta un poco ridícula, pero como le tengo tanto cariño se lo perdono. El muy sinvergüenza me pegó un abrazo cuando me acerqué a saludarlo en el atrio, que si no hubiera sido que se estaba casando, quién sabe qué derivaciones tenía semejante apretada...
El domingo lo pasé sola y tranquila en casa; salí por la mañana a andar en bicicleta, comí cualquier cosa, leí el diario, dormí... Y preparé la casa para recibirlos, puse sábanas limpias en las camas de todos
Volvieron los adorables monstruitos: con sus vociferaciones, con sus gritos, sus risotadas, sus olores a chivo. Hablan los cuatro a la vez para contarme sus aventuras; se divirtieron, se rieron de sí mismos y de los demás; conocieron lugares nuevos, disfrutaron de la naturaleza, la destruyeron un poco matando peces y trayéndose medio cerro en forma de piedritas multicolores. Me alegro de haberles enseñado a ser libres, libres de mente y de cuerpo. Creo que son felices, todo lo felices que pueden ser a pesar de sus carencias.
A estos mismos chicos, exactamente dos años después, luego de cenar una noche de los primeros días de marzo, me puse a leerles algunos párrafos del libro “Patas Arriba – La Escuela del Mundo al Revés”, de ese hermoso escritor uruguayo que se llama Eduardo Galeano. Los uruguayos en general, y su país, me resultan entrañables, queribles, pero en particular hay cuatro de ellos que me conmueven hasta los tuétanos: Artigas, Benedetti, Zitarrosa y Galeano.
Pues bien, con el televisor apagado, que es una bendición, comencé la lectura a mis hijos: 18, 15, 14 (Patricia, María Celia y Eva) y 12 años (Fernando), los cuatro sin papá desde que eran muy chiquitos por obra y desgracia de una leucemia hija de puta. Sus caritas fijas en mí, y sus oídos pendientes de las palabras, bellas como joyas, duras como la verdad que duele. A duras penas pude terminar de leer el acápite del capítulo “Los alumnos”, en la página 11, porque una angustia incontenible (¡otra vez! ¿será la misma?) me ahogó, y me puse a llorar mientras decía con palabras de Galeano: “Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños.”
Ellos me abrazaron, me contuvieron, lloraron conmigo, y cuando pude hablar nuevamente les expliqué mis motivos. Ellos gozan de la magia y de la suerte de ser niños, a pesar de la maldita escuela del mundo al revés. No están al margen de ella, también los toca su repugnante pedagogía, pero tienen herramientas con qué neutralizar tanta mierda. Sin embargo, mi angustia y mi llanto fueron (son) producto del miedo de que sucumban, de que sean tragados, de que se vuelvan tilingos, insensibles, de que se deshumanicen. Pero no: poder leerles a Galeano, poder llorar con ellos, y ser una familia de osos abrazados, y conversar de todas estas cosas, los hace fuertes, los vacuna contra la tilinguería, les mantiene viva la sensibilidad, les fortalece la humanidad. Cultivan amistades, salen, juegan, aman las plantas y los animales, dicen lo que sienten y se hacen valer. No son temerarios, pero tampoco son miedosos.
Ellos me abrazaron, me contuvieron, lloraron conmigo, y cuando pude hablar nuevamente les expliqué mis motivos. Ellos gozan de la magia y de la suerte de ser niños, a pesar de la maldita escuela del mundo al revés. No están al margen de ella, también los toca su repugnante pedagogía, pero tienen herramientas con qué neutralizar tanta mierda. Sin embargo, mi angustia y mi llanto fueron (son) producto del miedo de que sucumban, de que sean tragados, de que se vuelvan tilingos, insensibles, de que se deshumanicen. Pero no: poder leerles a Galeano, poder llorar con ellos, y ser una familia de osos abrazados, y conversar de todas estas cosas, los hace fuertes, los vacuna contra la tilinguería, les mantiene viva la sensibilidad, les fortalece la humanidad. Cultivan amistades, salen, juegan, aman las plantas y los animales, dicen lo que sienten y se hacen valer. No son temerarios, pero tampoco son miedosos.
La mayor asumió su rol y abrazándome me dijo, casi en tono admonitorio: “¡Mami, mami, vos y tu miedo de equivocarte!”
Hurlingham, 21 de Marzo de 1999.