lunes, 19 de diciembre de 2011

19 y 20 DE DICIEMBRE Y LA ESQUIZOFRENIA

Por estos días parece que hace diez años todos éramos militantes de la causa popular, nacional y revolucionaria, la teníamos clarita, y estuvimos a punto de dar la vida en las plazas de la Nación en llamas, a un tris de disolverse. Mi experiencia en ese diciembre, hace diez años, fue dolorosa, dura, en lo personal, y fue un pico alto en una crisis de conciencia política que venía arrastrando desde los ‘90. 
Desde el comienzo del sistema privado de jubilaciones y pensiones yo trabajé en una AFJP; cabeza de familia, con cuatro hijos chicos, surgió esa posibilidad a principios de 1994 y obtuve un puesto en una de las tantas que fueron quedando en el camino, por las sucesivas fusiones que se produjeron, las grandes se tragaron a las pequeñas.

Fui militante desde mi adolescencia hasta fines de los 80; decepcionada del peronismo, me acerqué al Frente de Izquierda Popular, de Jorge Abelardo Ramos, que en 1987 pasó a llamarse Movimiento Patriótico de Liberación, con una reivindicación bastante indigerible para mí, de las Fuerzas Armadas y de la guerra de Las Malvinas de 1982, pero bueno, no es el tema que quiero tocar ahora. Luego vino el menemismo, y el Colorado Ramos se volvió peronista de Menem, ahí, casi al final de su vida, defeccionó, obtuvo la Embajada de México entre 1989 y 1992. 
Recuerdo muy bien un congreso del partido en Mar del Plata, en el invierno de 1989, en el que "arengó a la tropa" para que apoyáramos a Menem... fue mi última incursión en la política de manera formal. Mi decepción fue enorme; me volqué a escribir, a aprender técnicas artesanales para subsistir, me resultaba muy difícil conseguir un trabajo formal con mi prole a cuestas. 
Dos años antes, habrá sido en abril de 1987, en una reunión política del MPL en Morón, (fui con mi marido, quien ya estaba enfermo y moriría el 20 de junio de una leucemia feroz), a pocos días de Semana Santa y el famoso "La casa está en orden" de Alfonsín padre, un compañero habló de que se venía para la Argentina el sistema privado de jubilaciones, copiado del modelo chileno. Y así fue nomás, seis años después se sancionó la Ley 24.241, y se crearon las AFJP. 

Ingresé a trabajar en una de ellas, sabiendo que se trataba de un régimen perverso que venía a destruir el antiguo sistema solidario de la seguridad social, ahora sólo podrían jubilarse quienes aportaran de manera continua entre los 18 y los 60 o 65 años, en un país donde la desocupación y el trabajo en negro crecían vertiginosamente, un país des-industrializado, las empresas estatales privatizadas, los ferrocarriles devastados, cientos de miles de desocupados transformados en remiseros y kiosqueros... Por esta conciencia de dónde me encontraba fue que nunca pasé de ser una empleada del montón, me debatía entre la necesidad del sueldo a fin de mes y formar parte de una maquinaria  monstruosa. Participé de tímidos y frustrados intentos de conformar un sindicato de empleados de AFJP, pero el miedo al despido era tan grande que todo se disolvía antes de concretarse, la amenaza, el control, la persecución, real o imaginaria, estaban siempre latentes. A supervisores y jefes llegaban quienes estaban dispuestos a cumplir los designios del sistema, salvo dolorosas excepciones de personas bien intencionadas que terminaron enfermándose y perdiendo el trabajo, pero con la dignidad en alto. Las diferencias entre los sueldos de los empleados rasos y los jefes y gerentes eran de una proporción astronómica.
El 30 de noviembre de 2001 ya había empezado la corrida cambiaria, los asuetos bancarios, se decretó el “Corralito”, el clima social estaba enrarecido, y, como ya era costumbre, las sedes de las AFJP eran blanco de protestas de jubilados. Ese día, nuestra jefa, una contadora con la camiseta de la empresa bien puesta, diría, tatuada en el cuerpo, nos reunió a todos para informarnos que a partir de ese momento, dejarían de pagarse las horas extras, lo cual no significaba que si había que trabajarlas, pudiéramos negarnos, no señor; solamente se nos ofrecía una compensación en tiempo, si acumulábamos extras podíamos tomarnos algún día para fines personales.

Ese viernes ya teníamos planeado con un grupo de compañeros, ir a tomar algo a un bar de Puerto Madero, para disfrutar del "Happy Hour". No fue lo que se dice una actividad militante, ni mucho menos. Buena cerveza tirada, algunos tacos mexicanos y otras delicias, no celebrábamos otra cosa más que la amistad. Llegué muy tarde esa noche a mi casa, la segunda de mis hijas había salido para reunirse con sus amigas, y su novio, a su vez, se fue con sus amigos a un boliche de San Miguel. El sábado me levanté muy temprano porque quería acompañar a mi hijo a un campeonato de fútbol en su colegio, y así fue que volví cerca de las tres y media de la tarde, para encontrarme con la atroz noticia de que Hilario, el novio de Celia, había muerto esa madrugada, en un accidente automovilístico, al regresar (alcoholizado, conduciendo el auto de su padre) de esa salida con amigos. El mundo doméstico se derrumbó en ese fin de semana, y mi prioridad como madre era sostener a esa jovencísima viuda, que por esos días se preocupaba por el color del vestido para su fiesta de egresados... Mi preocupación no descansaba, vigilaba todo el tiempo la conducta de esa casi nena que se había portado como una mujer fuerte y madura durante todo el doloroso proceso en el que murió uno de los chicos que acompañaban a Hilario, y otro pasó varios meses en coma. Ella estuvo comprometida con ese drama en todo momento, con su grupo de amigas que se comportó maravillosamente. 
El 19 de diciembre, antes de las 9 de la mañana, cuando atravesé la Plaza de Mayo para llegar a mi trabajo, a dos cuadras, había mucha gente reunida y vi a algunos personajes conocidos, como Adolfo Pérez Esquivel, como Joaquín Morales Solá, Luis Zamora, el agua, el aceite, en fin... En la oficina escuchaba la radio, una FM que daba noticias alarmantes sobre los saqueos en el Gran Buenos Aires; por teléfono, mi hija mayor me informaba sobre lo que ocurría en Hurlingham, en el que era supermercado Norte, y de los ómnibus que recogían gente, inclusive en la cuadra donde vivíamos, para participar de los saqueos (la gran pregunta que nos hacíamos era quién contrató esos ómnibus)

Por temor a los ataques al edificio de Orígenes AFJP, pasado el mediodía nos dieron asueto, y también se suspendió la fiesta de fin de año de la empresa que sería esa noche, o la siguiente, no recuerdo bien. Cuando salí a la calle vi las veredas de la calle Balcarce al 300 rotas, faltaban pedazos de baldosas que eran utilizados como proyectiles contra la policía. En la esquina de Avenida Belgrano y Defensa, un automóvil incendiado. Recuerdo muy bien una sensación física, en la garganta, en el pecho, una mezcla de desazón y euforia, deseos reprimidos de tomar un pedazo de baldosa y arrojársela a algún símbolo de ese país que se estaba cayendo, pero mi opción no fue el heroísmo por esos días.

El subte no llegaba hasta Plaza de Mayo, y las vallas impedían avanzar hacia el lado de Corrientes. Una compañera que vivía en Ramos Mejía me acercó en su auto hasta Gaona y Vergara, donde tomé el colectivo para llegar a mi casa. La televisión sólo transmitía noticias, desde los lugares de los saqueos, y desde el centro de la ciudad, donde ya había represión a los manifestantes, la policía montada con su habitual prepotencia y furia homicida hacia los transeúntes, los gases lacrimógenos, los motoqueros dando vueltas enfrentándose a la policía, caos social, violencia. En casa, mi hija, la que más me requería por esos días, estaba enferma, uno de esos virus como la mononucleosis, o algo que nunca terminó de definirse, pero ese día, 19 de diciembre, tuve que llevarla a una guardia médica para que la atendieran. Reposo, hidratación, nada más, pero al fin su cuerpo había acusado el golpe terrible recibido días atrás.

El 20, jueves, fui a trabajar y los destrozos en la plaza y alrededores eran tremendos; restos de incendios,  veredas rotas, una palmera que vi arder por la televisión la noche anterior estaba toda chamuscada, frente al Banco Nación. También ese mediodía nos dejaron ir temprano, nuevamente mi compañera me acercó en su auto. En casa temprano, con mis cuatro polluelos, enterándonos de la tragedia por la radio y la tele. Vi a un vecinito que arrojaba piedras en los alrededores del Mc Donald's cerca del obelisco, el hijo de un antiguo compañero de militancia, al que por suerte no le ocurrió ninguna desgracia. Pero ya había varios muertos en la ciudad de Buenos Aires y en el resto del país. De la Rúa renunció y se fue con su indignidad en el famoso helicóptero, imagen grabada para siempre en la memoria de todos. El 21 no fui a trabajar, nadie fue a trabajar. 
Recuerdo la sucesión de cinco presidentes en pocos días, la arrogancia de Rodríguez Saa vociferando que no pagaría más la deuda externa, y luego la asunción de Duhalde y sus promesas. Ese fin de año fue triste, angustioso. Las estructuras de la Nación se habían tambaleado, en un mundo que se tambaleaba: tres meses antes habían ocurrido los atentados a las torres gemelas en Nueva York, y al Pentágono; mi hermana viajó precisamente en septiembre de 2001 a Gran Bretaña, a estudiar, pero con la esperanza de quedarse allí, porque en Argentina el futuro se presentaba negro. Sin embargo, cuando sobrevino la crisis de diciembre, recuerdo que desde allá se manifestaba desesperada por volver, porque quería ser protagonista en esto desconocido y nuevo que había estallado aquí.
Surgió la esperanza de las Asambleas barriales, concurrí a la que se realizaba en plena plaza de Hurlingham, con Eva, la tercera de mis hijas. A poco andar detecté el ansia de copamiento que mostraban algunos personajes, militantes de partidos de la ultra izquierda que se creyeron que había llegado el soñado momento de la revolución. Ja, qué chasco se llevaron, y qué daño hicieron, espantando a la gente bien intencionada que se acercó a las asambleas. 

Diez años después siento un agradecido respeto por quienes entregaron su vida en aquellos días, pero confieso que recién volví a creer en la política cuando la presidencia de Néstor Kirchner ya llegaba a su fin y se perfilaba Cristina Fernández como su sucesora. En abril de 2008, un año antes de la estatización de los fondos de las AFJP y su disolución, me despidieron, hecho que viví como una liberación. Me indemnizaron y empezó una etapa bastante incierta en lo laboral, que dura hasta hoy. Pero me sentí tranquila con mi conciencia, ya no viviría en la esquizofrenia, ya había criado a mis hijos, cada uno de ellos tenía su independencia económica, ahora correría los riesgos sin involucrarlos. En 2009 dejé de tratar a personas que fueron amigas, pero su definición política, primero con el conflicto por la Resolución 125, y luego con las AFJP marcó la diferencia, y salí ganando.
El 19 y 20 de diciembre de 2001 viví el drama social puertas adentro; no fui una heroína, apenas una mujer común, sobreviviente una vez más, tratando de entender la realidad lo mejor posible. Hoy todo está mucho más claro.

lunes, 29 de agosto de 2011

EL SABIO JOSÉ

Ayer domingo muy cerca de la medianoche ví con mucho interés el último programa, al menos de un primer ciclo, de El Debate en la TV Pública conducido por Adrián Paenza, cuyo tema era "¿Son necesarias las religiones?", en el que dos intelectuales defendieron las posiciones a favor y en contra, el Teólogo Rubén Dri y el Doctor en Física Alberto de la Torre respectivamente. Estaban invitados también para realizar preguntas lo más objetivas posible, Noé Jitrik, crítico literario y periodista, y otra intelectual a quien confieso no conocer, no registré el nombre, y a pesar de haberlo buscado, no lo encuentro. 
Lamentablemente Noé Jitrik no entendió la consigna, y haciendo gala de una vieja maña que lo caracteriza, se puso a exponer su pensamiento, con una visible ansia de aprovechar el tiempo y el espacio que no le pertenecían para demostrar una inoportuna erudición. Fue evidente que Adrían Paenza se puso muy incómodo y lo tuvo que interrumpir, en las dos intervenciones de  Jitrik, su aporte fue paupérrimo, por no decir nulo, y su actitud soberbia, exasperante. 
Entonces recordé la ocasión en que José Saramago, (Premio Nobel de Literatura 1998, un escritor que rompió todos los moldes, porque era a la vez un filósofo profundo y poeta exquisito, un ateo militante que dio ejemplo con su vida de que no son necesarias las religiones para tener una conducta ética, para ser humilde, solidario, comprometido, trabajador y dejar un legado a la humanidad) asistió al Museo Nacional de Bellas Artes para dar una conferencia  en el año y mes del centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges. La conferencia programada finalmente se desvirtuó, y para conseguirlo,  el mencionado Noé Jitrik tuvo una participación activa. En aquella ocasión fue acompañado en el mismo cometido de intentar interrumpir y "moderar" a Saramago por el director del Museo Nacional de Bellas Artes, Jorge Glusberg.

Jorge Glusberg

Noé Jitrik
Se me ocurrió escribir entonces un texto en forma de fábula, que le envié por correo al maestro Saramago, y con gran sorpresa, poco tiempo después, tuve el acuse de recibo, una carta enviada por su secretaria en aquel entonces, en la que me agradecía la mía, y me informaba que el escritor la había leído, pero que por encontrarse en Chiapas reunido con el Subcomandante Marcos, no podía responderme él personalmente... (cuál no sería mi orgullo si lo hubiera hecho) 


Esta es la fábula:

Al sabio José lo invitaron a celebrar el centenario de un viejo egoísta y ciego que nunca supo otra cosa que escribir, por lo cual se pasó la vida pidiendo perdón por su ignorancia sobre todos los temas. El sabio José debía aportar a la fiesta el adorno más costoso: una joya de oro y pedrería heredada de un histrión italiano en Estocolmo. Y allá fue José, con gesto manso y divertido.
Los concurrentes desbordaron la capacidad del salón. Muchos fueron por el sencillo placer de escuchar las palabras de un hombre sabio, pero, ay, desgraciadamente, muchos más sólo por ver brillar la joya sueca. (Parece ser que ésta era como aquel famoso traje del rey que se paseaba desnudo en medio de su pueblo). Y se apretujaron todos, y los que habían llegado temprano y estaban sentados, se enojaron con los que se amontonaban de pie en los pasillos, impidiendo a los primeros la vista del podio sobre el cual actuarían los notables. Entonces comenzaron a levantarse airadas voces, algunas - las menos - en contra de quienes habían mal organizado la fiesta, permitiendo entrar a cuatrocientos donde cabían cien. Empezó una pelea de ciegos, que todos parecían serlo, sin ninguna mujer de médico que actuara con sensatez en aquella batahola. Solamente cuando alguien recordó que todos se habían congregado para conocer al sabio José se calmaron un poco los ánimos.
Los malos organizadores decidieron poner sillas y un equipo de sonido en los pasillos para que al menos escucharan los que ya no ingresarían al salón. Uno de ellos fue increpado porque entró a codazos, y como casi nadie sabía quién era, los que quisieron detenerlo pensaron que era un colado. Hubo quien se burló diciendo, "Ah, yo también diré que soy uno de los organizadores así me meto más adentro". Pasados unos minutos apareció un enorme vigilador y ordenó que todos se hicieran pequeños, que se aplastaran unos contra otros para dejar un pasillo por donde entrarían el sabio José y los notables, circunstancia que fue aprovechada por algunos inescrupulosos para avanzar un poco más, cerca del escenario. Y por ese pasillo formado por cuerpos humanos avanzó el sabio José, con los ojillos sonrientes y asombrado de ver tanta gente congregada a su alrededor, y hasta con talante humilde, meneando la cabeza, como diciendo, "¿Todo esto es por mí?" Los concurrentes prorrumpieron en aplausos; alguna sensible mujer lloraba, otros gritaban vivas. Cuando se restableció el silencio, el notable director del museo presentó innecesariamente a José el Sabio y, haciendo gala de gran estupidez, como si estuviera lanzando al mundo una gran verdad filosófica, afirmó que el día más feliz de José había sido aquel en que supo que era el heredero de la joya sueca. José entonces, como pidiendo permiso, dijo a todos que la felicidad sólo proviene de las cosas pequeñas, y que el día en que se dirigía a Estocolmo a recibir el galardón se sintió el hombre más solo del mundo.
Luego tomó la palabra el otro notable que fuera confundido con un colado, quien por su condición de periodista había sido puesto allí para tirar de la lengua de José el Sabio. Cómo iba a desperdiciar tamaño auditorio: empezó a perorar acerca del mundo y sus alrededores, con lo cual desató nuevamente la ira de los asistentes, quienes empezaron a gritar vehementemente que se callara, que todos estaban allí para escuchar a José. La escena se repitió por lo menos tres veces a lo largo de las dos horas en que transcurrió el evento, porque la tentación de competir con el sabio parecía ser irresistible para los notables. Y las sencillas palabras de José no hacían sino destacar la pobreza intelectual y la soberbia de los que lo flanqueaban.- Soy ateo -, dijo; soy comunista; si tantos miles se dicen católicos sin culpa alguna, permítaseme que me proclame comunista. No me gusta este mundo del cual en poco tiempo me iré, pero todavía lucho por cambiarlo. Las ideas no han muerto: el Mercado es una idea. Lástima que el Papa no anunció antes que el Cielo y el Infierno no existen: se habrían evitado miles de muertes innecesarias...
Una niña se retiró de la sala a punto de desmayarse por falta de aire para respirar, pero se quedó afuera con su madre escuchando con respetuosa atención por los parlantes que amplificaban la dulce voz de José.


Finalmente, el sabio dijo que como a él lo habían invitado para dar una conferencia, preparó un tema para disertar: "Las campanas y el derecho" era el título de la conferencia que nadie pudo escuchar, porque los notables, arrogantes, habían cambiado las reglas del juego y no dejaron que el sabio hablara con absoluta libertad. La madre de la niña que estuvo a punto de desmayarse pensó que tal vez fuera porque la verdad en boca de un sabio puede resultar peligrosa para algunos, para aquellos que quieren sólo la exposición de una joya de oro y pedrería en un museo, pero se empeñan en no menear ideas que hagan tambalear el estado de las cosas.

AGOSTO DE 1999 (en ocasión de la asistencia de José Saramago a los actos en conmemoración del Centenario de Jorge Luis Borges)


Gracias a esta maravilla que es Internet encontré la transcripción de aquel evento en el que un par de intelectuales argentinos, Jorge Glusberg , Director del Museo Nacional de Bellas Artes y especialmente Noé Jitrik, hicieron un memorable papelón, una demostración de solepsismo y soberbia inauditos, frente a un gran hombre, un filósofo, tan enorme y tan sencillo que con su palabra y su pensamiento lo iluminaba todo, y los eclipsaba a ellos. Vale la pena leerla:



AVISO: Años después compruebo que la página de El interpretador que tenía el registro detallado del papelón narrado ha sido levantada.

miércoles, 17 de agosto de 2011

ANTES QUE TERMINE EL 17 DE AGOSTO

Qué difícil es no caer en lugares comunes cuando se trata de homenajear a San Martín. Crecimos imaginándolo montado sobre un corcel blanco en la inmensidad de unos Andes de telón. O creyendo que nació General, y que todo lo tenía resuelto como por arte de magia.
¿Cuándo nos pusimos a pensar que la obra por la que trascendió sólo pudo lograrla por tener muy claro contra quién y contra qué luchaba? A partir de ahí se puso a trabajar. También creímos toda la vida que los hombres de antes eran geniales y que las cosas se hacían solas. San Martín empezó su carrera militar a los doce años, y para llegar a cruzar los Andes tuvo que movilizar a muchísima gente. Y pelearse con los que estaban en su contra por intereses económicos o de clase. Y desobedecer a los gobernantes.



¿Cuándo nos enteramos de que el gobierno de Buenos quiso abortar la Campaña al Perú para que San Martín sofocara a los federales de Artigas que “molestaban” a los porteños? El pobre Artigas tenía que pedir ayuda a Buenos Aires porque, del otro lado, los portugueses no descansaban en su afán imperialista sobre la Banda Oriental. A buen puerto iba por leña…
Pero San Martín, desde Mendoza, contestó al Director Supremo que tenía un ataque de gota. A vuelta de correo le llegó la destitución como gobernador. No le importó: él tenía claro su objetivo, y tenía a la gente del pueblo en su apoyo. Continuó con la campaña al Perú hasta las últimas consecuencias.
¿Quién nos explicó que en realidad San Martín se retiró de la lucha cediéndole el lugar a Bolívar, no porque fuera “menos político” como escuchamos por ahí, o porque fuera un mal estratega? Esa fue solo una cuestión de poder, y San Martín había perdido el apoyo material del gobierno porteño. No bastaba la genialidad: hacía falta dinero, ropa, alimentos, armas para mantener un ejército vencedor. Bolívar contaba con talento y todo lo demás, y San Martín, fiel al proyecto de la Patria Grande reconoció en Bolívar a su continuador.
Así tenemos que recordarlo, y preguntarnos para nuestra vida de hoy, desde nuestro lugar, qué objetivos tenemos, quiénes están de nuestro lado y contra quién debemos luchar; saber pedir ayuda, no perder tiempo ni energías en luchas equivocadas. Desobedecer a los que quieren confundirnos, y seguir adelante, seguramente no sobre un brioso caballo blanco, sino mas bien tosiendo como asmáticos en la grupa de una mula…


Cuando mi hija mayor cursaba quinto grado de la escuela N° 86 del Barrio La Esperanza, de Hurlingham, en 1991, su maestra, Rosario Cisneros, recientemente fallecida, me convocó para ayudarla a organizar un número artístico con los alumnos, en el acto conmemorativo del 17 de Agosto. Se me ocurrió escribir una pequeña obra de teatro, pero me interesaba poner de manifiesto esos aspectos revolucionarios de José de San Martín, que a los chicos sedujeron rápidamente, porque descubrieron un matiz humano de aquel prócer distante y broncíneo que se les transmitía desde el preescolar. Así fue que Oscar, Lucas, Eduardo, Sergio,  Andrea, Mariela y Patricia se ofrecieron como actores para representar la obra, y los ensayos se hicieron en mi casa. Luego lo de siempre, las mamás inventando trajes y birretes, y maquillajes para poner barbas y bigotes a esas caritas lampiñas. Fue una experiencia hermosa, y llegado el día del acto, se lucieron todos. La maestra delegó en mí la tarea, en un gesto de confianza absoluta, si bien yo le mostré el texto de la obra, ella la aprobó y dejó que yo llevara adelante todo. 

Sin embargo, eran momentos de plena vigencia del Neoliberalismo menemista; no era conveniente despertar el germen de la rebeldía en los niños, ni mucho menos propiciar la libertad de pensamiento, ni el espíritu crítico, ni la creatividad. La directora de la escuela, recuerdo que se llamaba Alicia, pero la pobre era tan mediocre que he olvidado su apellido, pocos días después llamó severamente la atención de la maestra, por el contenido de la obra de teatro que habían representado sus alumnos. 
A continuación, la obra de teatro subversiva que salió de mi inspiración:



PERSONAJES: Alumna 1 y Alumna 2; Maestra; San Martín; Rondeau; Artigas; Juan Pueblo.


MAESTRA: Y ahora, dos alumnas de quinto grado recitarán una poesía en homenaje al Padre de la Patria.

ALUMNA 1:  “ El Héroe Niño:  Un niño americano
                                                   se educaba en Madrid …

ALUMNA 2:                          …porque en su tiempo España
                                                  era la dueña aquí…”  (1)

SAN MARTIN: ( Ingresa, interrumpiendo) ¡Ufa, siempre lo mismo! Hace años que escucho y veo las mismas cosas en estos actos...

MAESTRA: ¡General San Martín!

SAN MARTIN: (dirigiéndose a las alumnas) ¿Les gustaría que les cuente una travesura mía que no es muy conocida?

ALUMNAS 1 y2: ¡Sí, por favor!

SAN MARTIN: ¿Me permite, señorita maestra!

MAESTRA: Sí. General San Martín. Siéntese, por favor(le acerca una silla. Las alumnas se sientan en el piso, frente al Gral. San Martín)

SAN MARTIN: Ustedes saben que hace muchos años me tocó organizar en Mendoza, el Ejército para cruzar Los Andes. Eso llevó mucho tiempo, y costó muchos sacrificios. La gente criolla puso todo su corazón en esa campaña, porque había que pelear contra los españoles que querían seguir siendo los dueños aquí.  Una mañana recibí una carta que venía de Buenos Aires. Era de Rondeau, el Director Supremo.

ALUMNA 2: ¿Director Supremo?

SAN MARTIN: Sí, algo así como el Presidente (ingresa Rondeau), y la carta decía...

RONDEAU: Mi querido General, va a tener que venirse a Buenos Aires. Anda ese criollo Artigas de la Banda Oriental. Tiene ideas muy raras ese hombre...

ARTIGAS:(entrando) Claro. Le parece raro que yo quiera que la tierra sea para los que la labran. Que cada provincia tenga su independencia, sin pedirle permiso a Buenos Aires para cualquier cosa...(se va)

RONDEAU: Véngase, General , que a ese uruguayo le vamos a tener que dar un escarmiento (se va)

ALUMNA 1: ¿Y usted qué hizo, Don José?

SAN MARTÍN: Yo le contesté al Director con una mentirita. Le mandé una carta diciéndole que estaba enfermo, que tenía una flor de gripe y que me era imposible viajar a Buenos Aires. ¿Cómo iba a usar mi ejército para pelear contra Artigas, que era un hermano y también luchaba contra los españoles, como yo?

MAESTRA: Qué importante es saber quiénes son nuestros amigos y quiénes no.

SAN MARTIN: Por supuesto. Por eso me quedé en Mendoza, juntando gente, juntando ropa abrigada, alimentos, mulas y caballos para cruzar Los Andes. Eso era lo que más importaba en esos tiempos.

MAESTRA: Pero, Don José, a los chicos les enseñamos a no mentir...

SAN MARTÍN: Así es, hija, pero lo que yo hice fue una pequeña travesura, lo que se dice una mentira piadosa. No se preocupe, porque los niños entienden las cosas con el corazón, más que con la cabecita.

(Entra Juan Pueblo)

ALUMNA 1: ¿Y usted, señor, quién es?

JUAN PUEBLO: Yo soy Juan Pueblo, y quiero dedicarle al General San Martín estos versos del Martín Fierro:

                                        Los hermanos sean unidos
                                        porque esa es la ley primera
                                        tengan unión verdadera
                                        en cualquier tiempo que sea
                                        porque si entre ellos pelean
                                        los devoran los de afuera.


                                               FIN

(1) "El héroe niño" es una poesía escrita por el poeta y periodista Germán Berdiales (1896-1975), y la copio a continuación: 


El héroe niño

Un niño americano
se educaba en Madrid
porque en su tiempo, España
era la dueña de aquí.
Apenas trece años
estaba por cumplir
cuando honroso uniforme
quiso el niño vestir.
Marchó a tierra de moros
para ir a recibir
el bautismo de fuego
y ser soldado al fin.
En el sitio de Orán
se le vio combatir
por treinta y siete horas
soportó el fuego allí.
Y era poco más alto
que su propio fusil.
Se llamaba José,
José de San Martín.
                            Germán Berdiales




miércoles, 3 de agosto de 2011

VOLVER A LOS 34...




Tenía 34 años, cuatro hijos pequeños, trabajaba y los educaba con la ayuda de su tía y de una chica que trabajaba en casa, (de quien algún día contaré su historia, porque fue un fenomenal caso de voluntad de superación) y además, en lo más  furioso del menemismo, pretendía militar, escribir, hacer algo por cambiar la realidad. Fue difícil mantener las convicciones en aquella época, seguir siendo idealista aunque eso no cotizara en el mercado. Hace exactamente veinte años escribí lo que sigue:


EL HILO TIENE DOS PUNTAS

                                              
Hoy no puedo escribir acerca de otra cosa que no sea mi imposibilidad de escribir. Me pregunto cuál es el mecanismo que pone en funcionamiento la necesidad física de escribir? ¿Por qué a veces las ideas se presentan ordenadamente hilvanadas y la lapicera corre ágilmente sobre los renglones dando como resultado algo, si no bello, al menos coherente? ¿Por qué otras veces me asaltan como fogonazos inconexos otras ideas que no alcanzan para armar una unidad?  Estoy en un momento de esos. Se me ocurre ver a Vicente como un Quijote frente a Ginés de Pasamonte y los condenados a galeras; me conmueve su deseo insatisfecho de servir a sus cuatro hijas sentadas alrededor de una misma mesa. Escucho “Volver a los diecisiete” por Mercedes Sosa y siento un estremecimiento. Se me antoja pensar que, según lo poco que mi rudimentario cerebro puede alcanzar a rasguñar de la teoría de la relatividad, si la materia pudiera desplazarse a la velocidad de la luz se transformaría en energía, tal vez lo que conocemos como energía (la luz, la electricidad) podría ser materia transformada, tal vez la luz que veo sea un ser, o miles, millones de seres con espíritu que se manifiestan en forma de luz, pero que llenan el espacio de una presencia silenciosa, y sería interesante descubrir la forma de entrar en comunicación con ellos.
¿Cómo hacer para poner conscientemente en funcionamiento ese mecanismo y no esperar que la bronca, o el éxtasis amoroso, o la lectura de un texto me predispongan para escribir? Primera punta del hilo: (alguien podrá exclamar ¨chocolate por la noticia”) el acto de escribir tiene relación directa con lo afectivo. Claro, pero no se está permanentemente con los afectos exacerbados y a flor de piel. No se está permanentemente melancólica, angustiada, enamorada, excitada, enojada, alegre. ¿Cómo hacen los escritores con carnet para sentarse todos los días a escribir metódicamente? Y si pudiera saberlo, ¿me serviría como una receta magistral? A esta altura creo que no, que yo debo buscar mi fórmula, y no por una cuestión de soberbia, sino de autoconocimiento y de aprendizaje, si es que quiero poner en obra mis fantasías de escritora. Tal vez para ese muchachito de anteojos y pelo largo que suele mirarme con cara de Edipo mal resuelto sería sencillo probando con alucinógenos, lo cual para mí, toda una madre de familia que sólo en casos extremos suministra antibióticos a sus hijos y cura los propios dolores con apenas una bayaspirina muy de tarde en tarde, suena sencillamente horroroso.

También puede ser que no quiero hoy ciertos estímulos ya conocidos, verbigracia, alguna canción de Silvio Rodríguez, porque ya sé que derivan en una melancolía estéril. Entonces, ¿qué hacer? Las opciones que se presentan son escasas: irme a dormir (ya es pasada la medianoche y me espera una jornada de mucho trabajo), o bien caminar hasta la cocina, calentar agua y tomar unos buenos mates amargos, lo que, además, me permitiría estirar las piernas que ya tengo un punto menos que acalambradas, y hacer una de esas contorsiones con las que creo acomodar mis pobres vértebras escolióticas (¡al menos inventé una palabra!) o bien ponerme a leer alguno de los libros que me ha prestado mi buen amigo Pablo. He optado finalmente por los mates, y continúo. Me asaltan de improviso unos versos de Lugones: “Érase una caverna de agua sombría el cielo; / El trueno a la distancia rodaba su peñón”.  Ha comenzado a llover, y si volviera a los diecisiete la lluvia me inspiraría alguna sentida cursilería. Pero nada; la lluvia, desde hace trece años no es más que una odiosa rutina que me estropea los lavados y me retrasa los planchados. La lluvia tiene otro significado antes de los veinte años y en San Juan, o en La Rioja.

“Y en los profundos campos silbaba la perdiz”. Sí, vivir en Hurlingham es como vivir en el campo. Pero aquí no se escuchan silbos de gallináceas sino motores de aviones de variado porte que aterrizan en la base aérea de Palomar. Bocinas de trenes. Gritos de niños. Discusiones y rotura de vidrios en el conventillo de la cuadra. Algún tiro lejano. Sirenas de policía, de bomberos. Aquí no hay profundos campos. Lo más hondo que puede notarse es la diferencia entre los chalets de la gente adinerada y las villas que bordean las vías del San Martín o el Río Reconquista. Yo me siento como si estuviera en el medio, escribiendo cosas que no llegarán ni a los habitantes de fastuosas casas ni a los de casillas de chapa. ¿O será que me apego demasiado a antiguos esquemas? ¿Será que los ando extrañando porque no puedo tragarme el cuento del fin de la historia, de la muerte de las ideologías y todos esos eufemismos que utilizan los que tienen el poder para justificar la forma lenta pero terrorífica conque quieren diezmarnos? Los que tienen el poder. La toma del poder. La actualización doctrinaria. El trasvasamiento generacional. Me acuerdo. Eran cosas con las que yo, supuestamente, tenía que ver, y en un plazo no muy largo. Tenía diecisiete años, la mitad de los que tengo. Mi poder ahora es cada día más limitado.

A veces me siento como una cucaracha que va adaptándose al medio y sus condiciones, a las diferentes formas de exterminio. Y lo que quedó de la generación que precede a la mía ha naufragado en un mar de politiquería, conflictos existenciales, corrupción, dólares, desilusión, nostalgia, traición. Todo lo que un Enrique Pinti podría describir arrancando carcajadas. Antes éramos idealistas pero solemnes. Hemos perdido la solemnidad, hemos aprendido a cultivar el humor, pero somos unos carneros incapaces de jugarnos por nada. Jugamos, eso sí: al Quini 6, al Loto, Prode, Súbito, tapitas de Pepsi. Hay que salvarse.
Jugarse, salvarse. En tantas y tan largas reuniones sahumadas con Particulares 30, ¿no aprendimos que individualmente no se puede?
Intuyo que me voy orientando para encontrar la otra punta del hilo. Poder escribir, tener tema, tener constancia, tiene que ver con lo afectivo, y los afectos suponen compromiso.
Comprometerme con la realidad, pero no la de los informativos. La realidad subterránea, vibrante, clamorosa, para cuya captación no sólo es necesario entrenar la lapicera, sino ahondar la mirada, aguzar el oído, tender las manos.




jueves, 21 de julio de 2011

ROZANDO LA POESÍA

Mi padre soñó con ser poeta y escribió algunas poesías muy bellas. No se dedicó a la literatura como hubiera debido, para cultivar su don natural, se dispersó en muchos talentos diversos y se diluyó. Parece que una manía familiar rigió su conducta, mi abuelo, que también se llamaba Ramón, y el mayor de mis tíos, fueron a su vez escritores frustrados. Es el fantasma que me ronda y me angustia, como podrá comprenderse…

Por alguna razón, sólo en la adolescencia me dejé llevar por el arrebato poético e intenté escribir algo en versos, mi padre me enseñó elementos de la métrica y la rima, y me indujo a la lectura de los poetas que él admiraba.

Estos podían ir de Francisco de Quevedo a Leopoldo Lugones, de Rubén Darío a Jorge Luis Borges, de Miguel Hernández a César Vallejo. Él me leía en voz alta y la poesía entonces dejaba de ser algo abstracto para conectarse con el paisaje, con la vida cotidiana, mis experiencias infantiles, el descubrimiento del mundo y la naturaleza se vinculan fuertemente  con viejas y queridas poesías, que vibran en mi oído en la voz emocionada de mi padre.

César Vallejo 
Sin embargo, mi haraganería pudo más y no abordé el género, siempre me pareció que estaba vedado para mí y que era algo reservado a talentos mayores. Más tarde accedí a la poesía en prosa de un grande contemporáneo: Eduardo Galeano. Él no necesita versificar para escribir poesía. José Saramago es otro poeta que escribe en prosa (escribe, sí, porque no ha muerto)

He reunido algunos textos breves escritos en los últimos veinte años, he descartado otros, líbreme el buen gusto de la cursilería… Tienen que ver con sentimientos, con amores y desamores, muertes cercanas, la vida y su esplendor.


INSTANTE

Un instante de tu ternura
Un beso leve, un roce apenas
De tu piel, valen toda
La espera, la inquietud
Todo el silencio.


INSENSIBLE

Ví a la muerte barriendo un patio. Debo haberle pasado cerca otras veces, pero la veo recién ahora, cuando acabo de dejar de un golpe todos mis vicios: el cigarrillo, el alcohol, el sexo. Los he dejado y no me duelen. No siento. Veo suceder cosas a mi alrededor pero ninguna me toca, ni siquiera la muerte.
No me duele ni siquiera ese teléfono que no para de no sonar.


LA GRIETA

Al principio era apenas perceptible. Daba la impresión de un cabello. Con pasar la mano hubiera bastado para dejar la superficie limpia. Pero luego de algunos intentos se hizo evidente: era una trizadura. Habría que haberlo cuidado más; no moverlo, dejarlo reposar. Pero claro, también la inmovilidad absoluta lo hubiera llevado a atrofiarse, y, aunque por otro camino, a la destrucción.
Tal vez por efecto de la fuerza de gravedad, por las vibraciones, en fin, por el paso del tiempo se fue acrecentando, en longitud y en profundidad. En su abertura se fue depositando el polvo. Un poquito cada día, indolentemente. Se afeó, se arruinó. No hubo mezcla ni maquillaje con qué reparar la grieta, ni disimularla.
De la tierra acumulada en ese intersticio brotó una vieja semilla. Y abrió una flor, bella como unos ojos zarcos.


PALABRAS

Después del estallido dijiste "No te vayas nunca". En el silencio, tus palabras eran el grito desesperado de quien intenta perpetuar la felicidad, cuando ya ese rayo de eternidad empezó a escaparse. Un deseo tan vano como el de no morir. Cualquiera haya sido tu nombre, lo dijiste, lo repites siempre, lo seguirás diciendo. Te lo he escuchado infinitas veces. Pero ni yo permanezco, ni vos te quedas.








GESTOS

Estoy ávida de gestos. Las palabras sólo sirven para confundir. Ocultan lo que pretenden mostrar. Esconden, distorsionan, disfrazan, encubren, engañan.
Los gestos en cambio, desnudos como la piel, vivos como los latidos, claros como mirarse a los ojos. Esos sí dicen verdad.



ESCRITURA


Hace mucho que no te escribo nada por andar cifrándote la piel. Como esos mensajes secretos que escribíamos con jugo de limón sobre papel cuando éramos niños, y que revelábamos al pasar sobre una llama, al encenderse nuestro fueguito tu piel muestra los mensajes de amor que voy grabando con mis besos y caricias. Como la piel de algunas frutas, la tuya está llena de caminos y mapas, de huellas y señales, es el lugar del mundo en el que me refugio, mi descanso, mi solar. “Por aquí estuvo ella” dice tu piel, y por donde pasé quiero volver siempre. Y aunque el deseo me dicta quedarme, es mejor seguir teniendo la oportunidad de regresar.


PARAÍSO

A veces siento nostalgia de una casa en Mar del Plata, en invierno, adivinando el sonido del mar tras los ventanales. Un refugio, un amor apacible, libros para leer, libros por escribir. Lejos, atravesando un jardín, el mundo, o mejor, el infierno. Dentro, una música, Mozart, leños ardiendo, Clístenes agazapado, por robarse un bocadillo.
Un sabor de paraíso perdido rodea una casa, adonde entré a hurtadillas alguna vez. Melancólicas brumas la envuelven. Allí estará, solo, con sus recuerdos, con sus ausencias. Lástima.




PATRICIA

Hay una mariposa de alas negras y amarillas que quedó atrapada en el invernadero.
Ella la descubre y dando voces la libera, le ordena irse, le abre el camino, ríe. Se queda mirando cómo vuela hacia el cielo; está feliz. Todo ser viviente tiene en ella un hada protectora.
Vuelve a mezclarse entre las plantas floridas y verdes: ellas viven de su mano y la nutren. La muerte es algo ajeno, lejano.
Enero de 2002



DICIEMBRE

Era diciembre pero no hacía calor.
Tus hermanos, tu padre y cinco adolescentes atribulados cargaron con tu peso hasta el coche fúnebre. Hijo mío, ¿qué te hiciste? Tu carita de niño triste no se me borrará por el resto de mis días, dormido allí, tendido, tu boquita de sonrisa escondedora cerrada para siempre, ¿por qué, por qué?
Era diciembre pero un viento frío le volaba a tu novia el cabello ceniciento. Mujercita pequeña y blanca, de pie, sin doblarse junto al féretro, pobre hijita mía, ¿qué le hiciste?
La tierra abre una boca enorme para tragarte, allí has quedado, se desgranan los terrones para cubrirte. Ella arroja una flor blanca en la que depositó un beso, un último beso frío, como este diciembre frío, el más horroroso diciembre del siglo.

Pasaron el verano y el otoño. Pronto terminará también el invierno, y así sucederán los días y los años. Cada noche te recuerdo y camino imaginariamente sobre el césped que te cubre, allá, tan solitario. La tristeza no termina. Sólo cuando a ella la ilumine de sonrisas un nuevo amor empezaré a olvidarte, querido Hilario.

Agosto de 2002





HOMBRE QUE COME PAN

Un día ciego, bajo la tierra, hay un hombre que inocentemente come pan. Son las ocho y media de la mañana del 31 de diciembre. En un vagón de subte menos colmado que otros días, un hombrecito barbado y  joven saca de su bolso un pan y se pone a comerlo. Tiene unos ojos grandes y claros, y una cara de niño a la que la barba da cierta solemnidad. El vagón está lleno de gente triste que parece ir a ningún lado; en estas catacumbas todos parecen muertos, sólo el hombre que come pan tiene vida, y es apenas el gesto tierno de masticar.  Algo milagroso ocurre en ese hombre, hoy debería ser un día de fiesta, pero es que se está terminando el año más triste en mucho tiempo, y nadie tiene espíritu festivo.
Sólo una módica felicidad se escapa de ese hombre que come pan en el vagón de subte.
Diciembre de 2002