Los culpables son tus ojos
La música sonaba alta, vibraba en
el pecho e invitaba a bailar. Un poco desgarbado y con cierta timidez en el
cuerpo, pero con una mirada capaz de
atravesar una roca, el muchachito se acercó a la mujer; ella, que lo había
visto de lejos sin darle importancia lo miró a los ojos y hubo una llamarada
inexplicable. Él la tomó de la mano, su aparente timidez se disipó y salieron a
bailar la chacarera. Un dúo cantaba: “Pobrecito
corazón/ A sufrir has comenzado/ Por vivir una ilusión/ Que de ti se anda
burlando/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”. Los
bailarines dibujaban las figuras de la danza sin dejar de mirarse, había un
lazo casi tangible que los ataba y sin embargo volaban con gracia, con alegría
gozosa. Los ojos negros, moriscos de él, los ojos almendrados y verde oliva de
ella sostenían la mirada. A su alrededor la gente, el bullicio, el ambiente
vaporoso y ahumado quedaron en suspenso. Sólo la música y ellos en el centro de
la pista tensaban una cuerda de erotismo. “Mi
querido corazón/ Sé que estás encarcelado/ Encerrado en la prisión/ De tu pecho
enamorado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”
Encarcelado el corazón del
muchacho, porque con poco más de veinte años ya tenía un compromiso de boda. La
mujer en cambio, estrenaba libertad a los treinta y descubría un mundo nuevo a
cada paso, como bailar en Trocha angosta,
la legendaria peña de la Avenida Independencia. Pero allí no estaba la
futura esposa, había amigos comunes que compartían una mesa y festejaban la
música y el baile. A la chacarera sincopada le siguieron otras, escondidos,
gatos, y la pareja irradiaba entusiasmo. Pero cuando llegó el momento de la
zamba él se excusó, ella volvió a la mesa con el grupo que bebía y conversaba a
viva voz. Unos minutos después, quien subía a la tarima de los artistas era el
bailarín de los ojos negros, pero esta vez con un violín y acompañado por
guitarras, bombo y un cantor. La cuerda tensa se aflojó ahora porque había
llegado a un punto insoportable. Ella volvió a bailar con otros compañeros,
pero él no le perdía pisada mientras pulsaba el violín.
La noche avanzaba entre copas y
danza, rondas de chacareras y escondidos. Los dos bailarines casi no habían
cruzado palabra hasta que coincidieron en la mesa de los amigos. Allí acordaron
que él vería un antiguo violín que ella guardaba en su casa, el que tocaba su
padre cuando era joven y que nadie había vuelto a hacer sonar. El arco estaba
roto, el estuche viejo y raído, pero debía tener algún valor y quizás podría
venderlo. Bebieron cerveza, charlaron y rieron. Cuando clareaba salieron a la
calle con el grupo de chicas y muchachos. Hacía mucho frío; se repartieron en
dos taxis para ir a algún café a terminar la velada, entonces viajaron pegados,
los cuerpos que al bailar no se habían rozado ahora vibraban uno junto al otro.
Él se animó a abrazarla y ella lo dejó hacer y recostó su cabeza en el pecho
del bailarín violinista. Ya a plena luz de día se separaron con la promesa de
verse, la excusa era la venta del instrumento. Pero antes de ese encuentro hubo
otro en el que volvieron a bailar. Esta vez, la euforia de las chacareras se
vio coronada con una zamba. La seducción fue poderosa, sus caras encendidas y
los ojos enamorados, sonrientes, en una contemplación mutua, mística. En los
arrestos se acercaban casi hasta el beso, y luego se alejaban para desearse
más. Los pañuelos se entrelazaban para anudar los cuerpos en movimiento, pero
después se desenredaban suavemente. Las palabras no fueron necesarias. Salieron
del salón y en la vereda se abrazaron. Caminaron lentamente hacia un hotel, con
los corazones desbocados. Pero en la soledad del cuarto espejado y de luces
tenues pareció esfumarse el sortilegio. Los gestos del amor fueron los de
cualquier pareja en ese trance, y sin embargo, nada sucedió. Él no trató de
justificarse explicando que nunca le había ocurrió, ella no fue condescendiente
diciéndole que ya iba a poder. Fue todo más brutal: la imposibilidad era
consecuencia de una adicción a drogas fuertes, estaba en tratamiento médico, aun
sin resultados. Creyó que tanta atracción durante la danza se vería reflejada
entre las sábanas. Ella sufrió la decepción y se sintió un poco usada como
prueba de laboratorio. Pero no estaba enamorada de ese chico, no tendría
consecuencias emocionales graves. Charlaron un rato en la cama, fumaron, luego
se vistieron y salieron hacia la avenida Corrientes. Allí él le regaló unos
discos de Pavarotti, que hacía furor por esos días. Y se despidieron sin pena
ni promesas.
“Ay, ay, ay, mi corazón/ Arbolito deshojado/ Un otoño se quedó/ solito
y abandonado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?/ Niña de
mi corazón/ Tus ojos me han atrapado/ Con los besos que me dio/ tu boca estando
en mis brazos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”
Pasó un tiempo prudencial. Un día
acordaron por teléfono que ella le llevaría el violín a su casa, en la calle
Riobamba, donde vivía con su familia. La recibió el padre, era la hora
convenida, pero el muchacho no estaba. Se quedó esperando un tiempo mientras
charlaba con el hombre, y cuando pasó un rato largo, a instancias del señor
decidió dejar el violín para retirarlo otro día. Se sentía incómoda por el
plantón y por la actitud un tanto melosa del padre, un típico patriarca
provinciano que trataba de hacerse el simpático.
Nunca más se vieron; perdió el
violín, con la sospecha de que debía valer buena plata y que tanto el muchacho
del amor volcánico como su padre y el resto de la familia eran una manga de
sinvergüenzas. Nunca más la atendió por teléfono, volvió a ir a la casa pero el
tipo desapareció. Se hacía negar por los padres, por los hermanos. “Dolorido corazón/ Hoy vives desconsolado/ Por
perder esa pasión/ Que se te fue de las manos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para
qué me habrás mirado?”
Tampoco volvieron a cruzarse en
la peña de la Avenida Independencia, ni en ningún otro ámbito del folklore.
Ella no supo si se había ido de Buenos Aires, y su dolor más grande fue perder
aquel violín de estudio que perteneció a su papá, quien tocaba música de cámara
con su mamá al piano, cuando eran novios. Eso le pesaba mucho más que la pasión
perdida. Odió al seductor, tan joven y tan sinvergüenza, pero se condenó a sí
misma por haber sido tan confiada. ¡Dos veces estafada!
Pasaron treinta años y por esas
cosas de las redes sociales y las plataformas musicales un día ella lo descubrió,
tocando un violín que sonaba espantoso, desafinado; él, irreconocible, calvo,
consumido y ojeroso, con un aspecto lamentable; nada quedaba de aquellos ojos
capaces de derretir un témpano. La furia que sintiera cuando ocurrió la estafa
y el abandono ya se había borrado, ahora al ver esa penosa imagen tuvo lástima.
Se notaban en el hombre que alguna vez la encendió de pasión, los estragos del
alcohol y de las drogas. Un pobre tipo al que ahora sí que no querría
encontrarse de frente ni por casualidad.
“A mi pobre corazón/ Las puertas les has cerrado/ Los encantos de un
amor/ Con doble llave y candado./ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me
habrás mirado?”
Habría preferido no ver esos
videos, tal vez habría sido más romántico enterarse de que él había muerto
joven, pero no, ahí estaba con todo su aspecto miserable y triste, tocando el
violín en un tugurio de mala muerte, vaya a saber dónde, cuando de muchacho
prometía un talento que podría haberse destacado en el mundillo del folklore.
Un hermano suyo que tocaba la guitarra y cantaba terminó animando fiestas con
un grupo de cumbia de los del montón, sueños de triunfo rotos. “Añuritay, corazón/ Tal vez te hayan
hechizado/ Las penurias de un adiós/ Que a tus sueños despertaron./ Los
culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?” [i]
[i]
“Para qué me habrás mirado”, chacarera de Cuti y Roberto Carabajal.
https://www.youtube.com/watch?v=KVRLt8dwyAA&ab_channel=Cuti%26RobertoCarabajal-Topic