Durante más de veinte años viví en una localidad del Gran Buenos Aires, a unos treinta kilómetros de la Plaza del Congreso. Pasé por varios trabajos, todos en Capital Federal (eso que ahora llaman CABA)
Me pasé viajando en tren y subterráneo un promedio de tres horas diarias, de lunes a viernes, a veces también los sábados... a grosso modo, la cuenta da más de setenta mil horas. Lo único que compensaba ese tiempo perdido, y me alejaba del suicidio, era la lectura. Fue la etapa en que leí más profusamente; si conseguía asiento leía con comodidad, si no, leía de pie en desafiante equilibrio, y a veces, haciendo pesas, si el libro era de gran porte como un Ulises de Joyce que pesa como 800 gramos...
Pero la lectura no me impedía observar a mi alrededor, conocer de memoria quién subía en cada estación, identificar caras, saber quiénes eran amigos, compañeros de estudio, intercambiar miradas con muchachos buenos mozos, y hasta intentar algún levante... recuerdo un flaco que subía en Martín Coronado, tenía unos ojos verdes increíbles, pero justamente, ese, jamás reparó en mí.
También me sabía de memoria el pregón de cada vendedor, su timbre de voz, sus tics, sus engaños...hasta había un ciego que no era ciego, pero nadie se atrevió jamás a demostrarlo.
De esta observación surgieron historias, como siempre, más o menos verídicas, más o menos cómicas, o crueles. La que publico hoy puede que la haya escrito a fines del 2000, no lo puedo afirmar, porque contrariamente a mi costumbre, no le puse fecha al original. Pero sí tengo claro que fue durante lo peor del neoliberalismo menemista (o delaruísta, que es casi lo mismo)
NAVIDAD
Arrecia el calor en el vagón lleno. La mujer, mulata, esmirriada, el labio inferior colgante, comienza a hablar:
- Señoes pasajeros, me podrían ayuár... Teo cuatro quiaturas pa dale de comé, po favó, señoes pasajeros...
El vuelto que el heladero me acaba de dar, una moneda de un peso, se me incrusta en la palma de la mano. La aprieto para que la mendiga no la vea, no le puedo dar semejante cantidad, si a veces yo misma tengo que estar contando las moneditas para viajar.
- ... que tengan una felíz navidá, yo no tengo pá comé, me podrían ayudá pa dale de comé a misijos, que la virgencita de Luján los bendiga, muchas gracias señoes pasajeros...
La mujer ya empezó a caminar, y de su labio colgante pende un hilo de baba. Hace mucho calor, y si no me apuro se derretirá mi helado, esta mulata de mierda me arruinó el placer de tomar un helado en semejante tarde de calor, un 24 de diciembre. Está viniendo hacia el fondo del vagón donde estoy sentada, y no me puedo poner a guardar la moneda justo ahora porque ella me verá y creerá que le voy a dar algo.
... y que tengan una felíz navidá. Señoes pasajeros, teo cuatro quiaturas me podrían ayuár, que Dió los bendiga.
Aprieto la moneda con la mano derecha y con la izquierda sostengo el palito del helado; bajo el brazo tengo la cartera y una bolsa de plástico. Nunca estoy en la calle a esta hora, hoy nos dieron asueto por la Navidad, y el tren está por partir. No tengo nada que festejar, hace tiempo que esta fecha ha perdido para mí todo significado, pero vivir en sociedad implica que tendré que cocinar algo especial, y que comeremos y beberemos hasta el hartazgo, en familia, y a las doce de la noche, en medio del estruendo de los petardos y las bengalas nos diremos "feliz Navidad" aunque sepamos que, si es verdad que por esta fecha, hace dos mil años nació Jesús, ya no nos alcanza su prédica de pobreza , humildad y amor. Por eso no le creo este discurso a la mulata que dice tener cuatro hijos, que no tiene para darles de comer, no le creo que esté deseando a cien desconocidos que la virgencita nos bendiga y que pasemos una feliz navidad, porque la pobre es tan idiota que lo dice todo mecánicamente, no siente nada de lo que está diciendo, peor aún, es incapaz de sentir resentimiento por todos los que estamos sentados en el vagón, la mayoría con paquetes y bolsas, botellas de sidra y panes dulces (esas limosnas que las empresas dan a sus empleados). Entonces decido guardar nomás la moneda de un peso en mi monedero, porque ya terminé el helado, tengo la mano izquierda desocupada, aunque un poco pegajosa con el chocolate. Abro dificultosamente la cartera y me limpio los dedos con un pañuelito de papel, busco el monedero en el fondo; nunca encuentro nada en esta cartera, lo de siempre, las carteras, sean grandes o chicas sólo sirven para que todo se pierda dentro.
- Señoes pasajeros, me podrían ayuár, tengo cuatro quiaturas y no tengo pá comé, que pasen una felíz navidá...
Cambio de mano la bolsa de plástico, no quiero molestar a mi vecino de asiento que está dormitando, entonces se me cae la moneda, se cae a los pies de la mulata que está llegando a donde me encuentro sentada. Ella sorbe la baba que le chorrea y se agacha a recoger el peso , y con unos ojos de perrito apaleado me mira y me dice:
- Chas gracia, señoa, que la virgencita de Luján la bendiga y que tenga una felíz navidá.
El guarda hace sonar el silbato y la mendiga, de un salto, baja al andén.
Me parece muy bueno el clima de incomodidad logrado, es una vivencia cotidiana eso de sentir la culpa por la marginalidad de otros, especialmente mujeres y niños, sentir que nos interpelan y sentir también la impotencia por no tener capacidad para solucionar sus problemas, entonces optamos por no ver, no oír, encerrarnos y mirarnos el ombligo...
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