viernes, 29 de noviembre de 2024

CUMPLEAÑOS DE SILVIO Y RECUERDO PARA UNA EX AMIGA

 Cumpleaños de Silvio Rodríguez y recuerdo para una ex amiga

Hoy cumple 78 años Silvio Rodríguez, quien musicalizó y poetizó gran parte de mi vida de idealista de la Revolución (cubana y latinoamericana), demasiado idealista porque nunca me entreveré en lo pedestre de la política, en la parte sucia, de rosca y trenza, y negociaciones de esas que implican “tragar sapos”, como decía Perón. No tuve ese talento (como tantos otros)



En 1992 Silvio dio dos recitales en Buenos Aires, uno tal vez en junio, en el teatro Ópera. El segundo fue en el estadio de Vélez, en noviembre. Al primero fui con mi amiga Delia L., las dos solas. Al segundo, con ella, su hermana y su cuñada. Teníamos las entradas numeradas en una platea frente al escenario, pero cuando llegamos nuestros lugares ya estaban ocupados. Reclamamos a las personas que habían aposentado sus traseros allí, pero era como si le habláramos a una pared, me pareció inconcebible esa capacidad de fingir que no escuchaban ni veían a las cuatro mujeres que protestábamos ante sus narices. Entonces mi amiga, que tenía mucho carácter y dotes histriónicas, además de, dato muy importante para la época, un celular de esos que parecían una mancuerna para hacer ejercicios, me pidió que la acompañara a hablar con los organizadores del evento (francamente no recuerdo quiénes eran). Tuvimos que bajar varios niveles y como en un subsuelo del estadio encontramos a alguien ante quien Delia expuso la queja. Al principio el tipo se hizo el desentendido y arguyó que no podía hacer nada, que lamentaba, pero que nos buscáramos otra ubicación. Entonces ella subió el tono, y con total desparpajo le dijo: “¿Usted sabe quién soy yo?”, mientras blandía su exagerado celular. “¡Yo soy Delia L.!”. El tipo abrió los ojos como huevos fritos y seguramente habrá pensado, “esta es diputada, o funcionaria, o vaya a saber qué personaje importante”. Entonces cambió totalmente su actitud. Inmediatamente ofreció devolvernos el importe de las entradas, lo que aceptamos inmediatamente. Y cuando ya estaba empezando el recital de Silvio nos ubicamos como pudimos entre las gradas y nos quedamos hasta el final. Luego, con la platita devuelta nos fuimos a cenar a una parrilla por Liniers y la pasamos de lo mejor. El párrafo “¿Usted sabe quién soy yo? ¡Yo soy Delia L.!” quedó para siempre en la familia, y cada vez que había algún problema en un comercio, en la calle con el tránsito, hacíamos la broma de invocarlo para resolver la cuestión.

Lamentablemente, hace muchos años dejamos de ser amigas por un incidente desgraciado: mi perra mordió a su niño de cinco años en ese momento. Ella pretendía que yo sacrificara al animal, que nunca había mordido a nadie, ni tenía rabia, ni se justificaba semejante medida, pero ella decidió romper relaciones después de casi veinte años de amistad. Dejamos de vernos, y supe, promediando la pandemia de Covid, que había sido una de sus víctimas, hace dos o tres años.

Elijo esta bella canción, para mí una de las más inspiradas de Silvio, para homenajearlo a él por su cumpleaños y para recordar a aquella loca linda que fue mi amiga.

La gota de rocío 

https://www.youtube.com/watch?v=pwbGeYgubG0

miércoles, 13 de noviembre de 2024

SERES PARA LA MUERTE: A PROPÓSITO DE PEDRO PÁRAMO.

 


En estos días Netflix incorporó la película mexicana Pedro Páramo, inspirada en la novela de Juan Rulfo. Al principio me resistí a verla, por temor a una decepción, a que hubieran cometido un crimen con esa obra maravillosa de Rulfo. Pero luego me ganó la curiosidad y la vi: me gustó, me pareció fiel al texto, los personajes (un Pedro Páramo que en cierta forma justifica su maldad por una vida sufrida y sin amor), el clima ominoso y fúnebre se refleja en las escenas de luz macilenta u oscuridad, pero no se pierde la ternura de ese pueblo abandonado. 

Recordé algo que escribí hace cinco años para una materia de la carrera de Letras de la UNAHUR, que aquí comparto:




La errancia como destino de unos seres para la muerte. Oralidad y escritura en Los niños perdidos de Valeria Luiselli y Pedro Páramo de Juan Rulfo.

En este trabajo se analizan las obras de dos autores mexicanos, la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, publicada en 1953, y Los niños perdidos de Valeria Luiselli, ensayo de 2016. En ellas, a pesar de tratarse de géneros distintos y de que fueron escritas con más de seis décadas de diferencia, se pueden observar elementos comunes relacionados con las historias narradas, sus protagonistas, su oralidad, la lengua y el lenguaje utilizados, la figura del escritor como traductor. Paisajes y grupos humanos fuertemente enmarcados en un orden social y moral corrupto, degradado, desintegrado y muerto. Corrupción es un término que se utiliza tanto para describir el proceso orgánico de descomposición de los seres vivos, como también para designar acciones antiéticas cometidas con fines de enriquecimiento económico. Para acotar este estudio tomamos algunos fragmentos de las obras citadas a fin de ensayar un paralelismo entre ellos.

Motivaciones económicas para el desplazamiento.

Una primera observación se refiere a que tanto Juan Preciado (protagonista de la novela de Rulfo) en su viaje a Comala, como los niños y adolescentes centroamericanos y mexicanos que emigran hacia los Estados Unidos de Norteamérica, lo hacen por una necesidad económica. En el caso de Juan Preciado, por mandato de su madre se dirige hacia el pueblo de ella con la intención de reclamarle a su padre -a quien no conoce ni fue reconocido por él- la parte de la herencia que le corresponde.

Los niños migrantes, designados “perdidos” por la autora pierden su infancia y los derechos establecidos convencionalmente para su edad, pero también se arriesgan a perder identidad, integridad física y hasta la vida en ese peregrinar hacia un supuesto paraíso de bienestar material, representado por los Estados Unidos. En sus países de origen viven en la pobreza y la marginalidad, sufren violencia por parte de adultos e incluso de sus pares, reclutados para integrar pandillas vinculadas al narcotráfico. Pero sucede, en muchos casos, que en esa peregrinación encuentran la muerte y terminan como NN en fosas comunes (el caso de Tamaulipas)[1] o en algún punto del desierto de Arizona. Con un destino parecido,  Juan Preciado llega a un pueblo de fantasmas, habitado por antiguos vecinos ya muertos, adonde él mismo muere y resulta sepultado en una tumba compartida con Dorotea.

Los protagonistas de ambas obras tienen un punto de partida signado por la esperanza, pero los acecha un destino de fracaso y muerte. Juan Preciado y su madre fueron expulsados por el señor feudal de Comala, Pedro Páramo, dueño de un poder absoluto y acaparador de riquezas, mientras que los niños perdidos son los excluidos del neoliberalismo que les impide desarrollarse en sus lugares de origen, porque los estados no funcionan para brindarles amparo y contención, son simples satélites del país más poderoso que atrae y succiona a sus pobladores como una máquina destructiva.

Traductor/ traidor

En este ensayo buscamos elementos comunes en dos obras de distinto género: una novela, ficción en la que abunda lo poético, y un ensayo basado en la experiencia de su autora como empleada al servicio de un organismo oficial estadounidense. En ambos casos hay un letrado que interpreta la oralidad de personas del pueblo y producen textos literarios: se trata de la traducción de un registro a otro con fines estéticos en un caso y de denuncia para la toma de conciencia de una realidad social que podría modificarse en el otro.

El valor estético de la obra de Rulfo se apuntala en la fuerza verosímil que produce la escritura al hacernos sentir la oralidad en un aquí-ahora del contador de historias. Este valor deviene también de la competencia discursiva con la cual, a la vez que se redescubre la idiosincrasia de las comunidades rurales, nos acerca a los universos de las culturas periféricas del mundo. La orfandad no es solo material (la pobreza y la impotencia de hombres y mujeres del campo) sino también y sobre todo espiritual-cultural.” [2]

El autor de la cita precedente menciona la palabra orfandad: Juan Preciado es un huérfano, ha perdido a su madre y nunca tuvo un padre verdadero, pero intenta recuperar su herencia identitaria y material. Los niños migrantes de Luiselli también son huérfanos aunque sus padres vivan, pero en muchos casos han perdido el vínculo cotidiano y afectivo con ellos y viajan solos. Los que consiguen atravesar todos los peligros llegan a Estados Unidos, pero necesitan un reconocimiento legal para no ser deportados a sus países, y en este trámite se encuentran con la autora, también inmigrante mexicana en aquella nación, a la espera de su “Green card”, documento de identidad para residentes permanentes que no poseen la nacionalidad estadounidense. Ella trabaja como traductora oficial, y su tarea consiste en someter a cada niño a un extenso cuestionario que luego será analizado para decidir si se les otorga el status de inmigrantes legales. Es en ese carácter que en muchos casos se verifica la “traición” que opera en su oficio, porque movida por la empatía en muchos casos “acomoda” las respuestas de sus entrevistados con el fin de favorecer su situación. Es un trabajo arduo que no implica solamente trasladar palabras de un idioma a otro, sino interpretar gestos, silencios, sistemas de pensamientos basados incluso en lenguas originarias de las regiones de donde provienen los niños.

“Por lo tanto, sería erróneo reducir el ejercicio de traducción a una mera transcripción o rendición fidedigna. En su ingenuidad, los niños, cuyas familias han sido dislocadas y que carecen de educación, no saben qué contestar, tienen miedo y desconfían. Luiselli ha de leer entre líneas, en los intersticios que van dejando las preguntas y sus respuestas. Reconoce la dificultad de plasmar las historias de los niños en un relato coherente, no solo por su peso emocional, sino también porque la corta edad de algunos y el trauma de todos hacen imposible la reconstrucción cronológica de los hechos” [3]

Juan Rulfo traduce a su pueblo para ser leído por un público culto, y parte de la crítica lo incluirá dentro del “boom latinoamericano”; Luiselli lo hace con fines concretos exigidos por su labor de traductora, pero en ambos casos hay un compromiso con su entorno y su tiempo. Los niños perdidos tienen también una versión en forma de novela, Desierto sonoro, basada en el viaje realizado por la autora y su familia desde Nueva York a Arizona, en el que su pequeña hija inquiere sobre las vidas de esos miles de niños que se desplazan y pregunta a su madre insistentemente sobre cómo termina esa historia. Anteriormente mencionamos la empatía que Valeria Luiselli aplica en su mirada del drama migratorio, porque es consciente de que su condición personal es infinitamente más ventajosa, ya que se trata de alguien de extracción social acomodada, cosmopolita, con estudios universitarios que elige voluntariamente radicarse en los Estados Unidos para trabajar y hacer un doctorado, y no empujada por una situación de apremiante necesidad como los niños y adolescentes con los que trabaja en Nueva York en la Corte migratoria de ese estado. Se manifiesta en ella una lucha interna entre la necesidad de ser también aceptada legalmente por Estados Unidos para realizar su propósito y la compasión por esos niños parias, impelidos a buscar un futuro mejor fuera de sus hogares, aunque también algunos ya venían sin hogar desde el origen. En la metáfora del techo roto se aúnan también las dos historias: como observa Jean Franco, Juan Preciado busca asilo en la casa de Donis y su hermana, que viven en aparente matrimonio. “Su casa tiene el techo roto –símbolo de la identidad fragmentada, de la ruptura radical en la visión del mundo. Saben vagamente que  hay un camino que pasa por el techo roto, pero no tienen idea de adónde pueda conducir: tampoco conocen la dirección de los otros caminos” [4]

De este párrafo podríamos realizar una imagen en espejo entre los habitantes de Comala y los niños migrantes: los primeros viven en el encierro, bajo un techo roto pero imposibilitados de salir a los caminos, a buscar otro destino. En cambio los niños perdidos no tienen techo, o lo tienen precario, y su mejor opción es el camino, la peregrinación en pos de un sueño de progreso. Unos y otros tienen sus vidas rotas por un sistema social y político perverso. El que representa Pedro Páramo se ve amenazado por la revolución mexicana; sin embargo el cacique entiende que le conviene negociar con los revolucionarios para permanecer, y en cierta forma logra neutralizarlos. Los niños de Luiselli carecen de toda posibilidad de enfrentar el poder absoluto del capitalismo y se someten a él. En la novela de Rulfo, sin embargo, triunfan las tradiciones del pueblo mexicano y trascienden la muerte. En Los niños perdidos se cumple la ley del más fuerte, llega hasta el final aquel que resiste y se sobrepone, negocia con la guardia fronteriza, sobrevive y cuenta una historia digna de atención por parte de los funcionarios de Migraciones.

La búsqueda del Paraíso, la posibilidad del Infierno

La cultura latinoamericana es heredera del catolicismo impuesto por la conquista española, y se mezcla con las creencias y ritos de las diversas tradiciones originarias. Un rasgo común a toda religión es el afán de trascendencia más allá de la muerte, evento al que especialmente en México se le rinde culto: a diferencia de otras culturas hay una familiaridad con la muerte, lo que habilita que se festeje una fecha luctuosa como es el Día de los fieles difuntos, el 1° de noviembre. Pero Comala, el mundo de los muertos creado por Juan Rulfo, parece ser más bien un limbo en el que las almas deambulan, y “viven”, no parecen aspirar a un cielo católico destinado a los buenos, en el que los pecadores como Miguel y Pedro Páramo, los hermanos incestuosos y otros personajes no tendrían cabida: el cielo y el infierno conviven en la eternidad.

Los niños peregrinos centroamericanos y mexicanos en su camino hacia la meca capitalista no piensan en el más allá, y sin embargo atraviesan toda clase de riesgos, inclusive la muerte. Pero su paraíso no es de índole espiritual ni religiosa, sus sueños los llevan al ideal de una vida mejor, con alimentación, vivienda y educación dignas. El infierno se presenta también en forma pedestre: la reproducción de sus vidas y costumbres dejadas atrás puede concretarse en un arrabal de Nueva York, y en él pueden ver frustradas sus ilusiones.

“Ahora hay niños y adolescentes migrantes viviendo en Long Island, y la crisis va a seguir y va a empeorar. Todo se va a ir a la mierda y nada va a mejorar para nadie si todos esos niños y adolescentes se quedan aquí pero sin integrarse a sus nuevas comunidades. Todos tienen que lidiar, además de con sus situaciones migratorias inciertas, con los procesos de reunificación familiar, con el hecho de que se vio interrumpida su educación, con que no saben inglés, con los traumas abrumadores de sus experiencias pasadas y presentes” (Luiselli, 59 pdf)

En Pedro Páramo casi no hay niños; sólo el episodio de Susana San Juan obligada por su padre a descender a la profundidad de un socavón en una mina de oro, para buscar un tesoro. Se trata de una escena violenta en cuanto a su significado: una niña sometida a la humillación y al horror, porque allí se encuentra con un esqueleto humano, pero la codicia del padre no repara en el trauma que eso le ocasiona a Susana, quien años más tarde pierde la razón luego del asesinato de su marido, y se sugiere que tiene una relación incestuosa con el padre. Esa infancia remite a las infancias de los niños de Luiselli: niños vejados, violentados, abusados, obligados a descender a los infiernos, arrojados a la delincuencia y, fácil es de suponer, también a la locura.

“-¿Y yo quién soy?

-Tú eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan.

En la mente de Susana San Juan comenzaron a caminar las ideas, primero lentamente, luego se detuvieron, para después echar a correr de tal modo que no alcanzó sino a decir:

-No es cierto. No es cierto.

-Este mundo que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro

polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Por qué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?

-¿No lo sabías?

-¿Estás loca?

-Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?” (Rulfo, 84-85)

 

Seres para la muerte (Conclusión)

Volvemos a la frase incluida en el título de esta monografía, surgida de una reflexión del filósofo alemán Martín Heidegger en su libro Ser y  tiempo. Parece una obviedad afirmar que toda vida es un tránsito entre el nacimiento y la muerte. Sin embargo el sentido de esta idea invita a pensar en el modo en que se lleva a cabo ese tránsito. En su artículo, Jean Franco alude a la locución latina “memento mori”, recuerda que morirás: “En el orden moral católico, el memento mori recordaba a los hombres y a las mujeres el hecho de que eran seres-para-la-muerte y los obligaba así a darse cuenta de los verdaderos valores”[5]. Esa moral católica no es la que triunfa en Comala: los “verdaderos valores” se han desvirtuado, perdido, corrompido. Sin embargo, ese pueblo olvidado, subdesarrollado y polvoriento, logra la gloria por medio de la literatura: es Juan Rulfo quien le da  trascendencia, quien lo vuelve digno de memoria y eterno. Juan Preciado no consigue conocer a su padre ni reclamar su herencia, pero queda para siempre como protagonista de una historia narrada por muchas voces que dicen sus fragmentos en murmullos.

En cuanto a Los niños perdidos, ostentan un destino de errancia que es condición humana, desde los primeros pobladores que salieron de África para abarcar todos los continentes a lo largo de milenios: movidos por circunstancias ingratas salen a buscar la felicidad en esa constante tensión entre Eros y Thanatos. Y sus pobres vidas de niños excluidos, surgidos de barriadas y pueblos de países subdesarrollados, si logran sortear todos los obstáculos y peligros a los que se exponen, también son rescatadas: ellos se expresan como pueden oralmente, una traductora plasma sus dichos en documentos oficiales y luego escribe un libro, o más, pero también incentiva a grupos militantes a  trabajar por la dignidad de los inmigrantes y porque el país más poderoso del mundo tenga algo de humanidad para brindar a esos seres que desean nada menos que vivir.

 

Bibliografía

Juan Rulfo [1953] (1975) Pedro Páramo y El llano en llamas. Barcelona. Planeta

Valeria Luiselli (2016) Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas. Madrid: Sexto Piso

Franco, Jean, “El viaje al país de los muertos”, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, Joseph Sommers (comp.), México, Sep-Setentas, 1974.

Logie, I. (2020). Los niños perdidos, de Valeria Luiselli: el intérprete ante las vidas “dignas de duelo”. IBEROAMERICANA. América Latina-España-Portugal, 20(75), 103-116. Ramos, J. (2017). “Tierra Blanca. Los zapatos de Elvin (notas sobre el refugio)”. Recial, 8(12). Recuperado a partir de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/recial/article/view/18614

Ramos, J. (2017). “Tierra Blanca. Los zapatos de Elvin (notas sobre el refugio)”. Recial, 8(12). Recuperado a partir de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/recial/article/view/18614

Otras fuentes consultadas:

Jurado F., (2011). Oralidad y orfandad en la escritura de Juan Rulfo. Enunciación 16 (2) 76-86 https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/3906

Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Dirección General del Medio Universitario, Programa de DD HH. (2019) Autores varios: Violencia y terror. Hallazgos sobre fosas clandestinas en México 2006-2017. http://www.cmdpdh.org/publicaciones-pdf/violencia-y-terror-hallazgos-sobre-fosas-clandestinas-en-mexico.pdf

 



[1] http://www.cmdpdh.org/publicaciones-pdf/violencia-y-terror-hallazgos-sobre-fosas-clandestinas-en-mexico.pdf

[2] Jurado F., (2011). Oralidad y orfandad en la escritura de Juan Rulfo. Enunciación 16 (2) 76-86

 

[3] Logie, I. (2020). Los niños perdidos, de Valeria Luiselli: el intérprete ante las vidas “dignas de duelo”. IBEROAMERICANA. América Latina-España-Portugal, 20(75), Pág. 107

[4] Franco, Jean, “El viaje al país de los muertos”, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, Joseph Sommers (comp.), México, Sep-Setentas, 1974. Pág. 871

[5] Franco, Jean. Op.Cit., Pág. 875


domingo, 10 de diciembre de 2023

A 40 AÑOS DE RECUPERADA LA DEMOCRACIA: DE PERROS Y MACHIRULOS

DE PERROS Y MACHIRULOS A los veinticinco años tenía una bebita, militaba en política en la última época de la dictadura, atendía su casa y tenía un perro atorrante que vivía yéndose a la calle, era la mascota de toda la cuadra y alrededores. El Negro; en varias ocasiones desapareció por varios días, pero luego volvía, bastante estropeado, flaco y muerto de hambre. Su gracia más destacada era saltar por la medianera y desplumarle los pollos al vecino, un militar retirado, sordo e impertinente, que solía atronar con sus estornudos. Ella le gritaba desde la cocina “¡Salud!”, pero el viejo ni se enteraba. El Negro hacía toda clase de fechorías, rompía las sábanas y toallas colgadas al sol, volcaba el tacho de basura y hasta mordisqueaba pañales descartables sucios. Cuando la nena empezó a comer en su sillita alta, el perro limpiaba el piso de todo lo que a ella se le caía. Pero era verdaderamente un demonio ese animal, tanto, que la mujer quería deshacerse de él de cualquier manera. Averiguó que podía envenenarlo con extracto de nicotina, muy fácil de elaborar con los puchos de los ceniceros, pero no tuvo corazón. Recordó los perros que tuvo en su infancia y que murieron envenenados con estricnina, los intentos desesperados de su padre por salvarles la vida, los estertores espantosos que sufrían y la muerte horrible en la que terminaban. Un día, durante una reunión política, con el perro yendo y viniendo entre los compañeros que lo saludaban y mimaban (hay que reconocer que era simpático y comprador el muy atorrante) la mujer tuvo la mala idea de mencionar lo cansada que la tenía el sinvergüenza, y lo que había pensado hacer para mandarlo al otro mundo. ¡Para qué! Saltó Norberto, también apodado el Negro, y se despachó diciéndole que era una mala mujer, que se merecía lo peor, en fin, un poco en tono de broma, pero visiblemente indignado. No hubo forma de hacerle entender que sólo fue un pensamiento en un momento de enojo porque el perro había hecho tiras una sábana colgada en la soga, pero desde ese momento quedó un resquemor, una desconfianza entre ambos.
Norberto era un hombre rudo, cincuentón. De su época de preso durante alguna de las dictaduras posteriores al derrocamiento de Perón decía que había estado “en la universidad” y contaba anécdotas tremendas, tanto de los malos tratos recibidos en la cárcel como de la camaradería y solidaridad experimentada con sus compañeros de encierro. Estaba casado, tenía dos hijos adolescentes, y era lo que para entonces se consideraba un macho peronista. Bien macho, como que no permitía que su mujer trabajara y se ponía furioso si alguien mencionaba que su hija en cualquier momento tendría un novio. Entonces circulaba el típico “chiste” de la escopeta del padre para ahuyentar a los pretendientes. Otro compañero de ese tiempo previo a la vuelta de la democracia era Juan José, tenía un apellido alemán que bien podría traducirse como “Plata suave”, o algo por el estilo. Otro modelo de peronista de la primera hora, de los que habían vivido el 17 de octubre del ’45 en la Plaza de Mayo cuando eran adolescentes. En los actos de campaña siempre hablaba en una tarima o escenario, y repetía como un latiguillo que el peronismo es un movimiento, porque lo que no se mueve se estanca y lo que se estanca se pudre.
Ya todo el mundo sabía que en algún momento del discurso iba a pronunciar esas palabras y lo tomaban para la chacota. Juan José bautizó a la beba como Isabelita, lo que no le causaba mucha gracia a su mamá. Se reunían con otras compañeras y compañeros en una Unidad básica del barrio, que no duró abierta mucho después de las elecciones de octubre de 1983, en las que perdió el peronismo. No obstante, el 10 de diciembre, día en que asumió Alfonsín, hubo empanadas, vino, música, un borracho del conventillo cantando milongas reas como “Amablemente”, aquella en la que el tipo encontró a la mina con otro, la mandó a cebarle unos mates y luego, amablemente, le encajó treinta y cuatro puñaladas, lo que todo el mundo festejaba con risas y aplausos. Cuarenta años después resulta increíble, en el ambiente se respiraba machismo, el mundo era notoriamente masculino, las mujeres sólo acompañaban, en las reuniones participaban y opinaban, pero las decisiones las tomaban los hombres. Ellas se encargaban de las tareas domésticas también en el local político, limpiar, preparar el mate o café, hacer empanadas para las fiestas, en fin, todas esas tareas por siempre consideradas femeninas. De aquel grupo salieron dos concejales mujeres, pero siempre estuvieron rodeadas y custodiadas por Norberto, Juan José y otros hombres. Les hacían de choferes, guardaespaldas, no las dejaban ni a sol ni a sombra. Una, soltera eterna, la otra viuda sin haber tenido jamás el cadáver del marido, porque lo desaparecieron los milicos. Eran mujeres bravas, esas se salían del canon femenino aun para la época, pero en algunos aspectos conservaban ese pensamiento tradicional acerca de los roles según el género, bastante homofobia, lo que era moneda corriente para entonces.
Una vez cerrada la Unidad básica el grupo se fue disolviendo, los que habían accedido a cargos políticos se dedicaron a sus tareas, y fueron dispersándose, dejaron de verse con la asiduidad que lo hicieron antes. El local central estaba ubicado en Morón, así que a veces se reencontraban allí. Las vidas personales de cada uno fueron tomando distintos rumbos también, más hijos, trabajo, estudios, enfermedades, muertes. Unos años después, tal vez en los ’90, Norberto fue protagonista (aunque nunca se enteró) de un hecho que pudo ser un escándalo, pero por obra de la solidaridad de género no pasó de ser un chisme murmurado por lo bajo. Como buen macho que se precie, tenía una amante. Tal vez su santa mujer lo sabía y callaba, se aguantaba, porque total, era con ella que dormía todas las noches. A ella y a los chicos nunca les había faltado nada. Ahora tenía a los nietos, y ellos llenaban su vida. El Negro, ahora con más de sesenta años y todo tendría sus necesidades y ella ya no tenía ganas… él se buscaba por ahí lo que ella no le daba. Toda la vida el marido volvió tarde a la casa, por las reuniones políticas, por sus actividades, ella ni preguntaba. Pero una noche no volvió. Eran las ocho cuando ella se levantó y notó la ausencia de Norberto, se preocupó algo, pero pensó que tal vez en cualquier momento aparecería. Salió a hacer compras para el almuerzo, como cualquier día, la carnicería, la verdulería, la panadería, la rutina de siempre, conversó con algún vecino o vecina y regresó a su casa. El Negro no había vuelto. Ya eran cerca de las once. Empezó a cocinar, y a eso de las doce decidió llamar a su hijo. -Mamá, estoy en el laburo, ¿qué pasa? – Ella le explicó la situación. -Bueno, no te preocupes, ya va a aparecer. Pero no apareció. Ahora llamó a su hija, y esta sí se preocupó. -Voy para allá- Al rato llegó la hija con su bebé. Ya era más de la una. Almorzaron juntas, pero nerviosas. No habían decidido aún qué hacer, a quién llamar para preguntar cuando sonó el timbre. Era la policía; venían a avisar que habían encontrado a Norberto en su auto, fallecido: un infarto, un ACV, algo que debería confirmar la autopsia. Por protocolo tendría que ir algún familiar a reconocer el cadáver, aunque lo habían identificado porque tenía todos los documentos encima.
Cumplidas todas las formalidades ocurrió el velatorio, cochería céntrica de Morón, se llenó de compañeros peronistas, algún diputado, algún senador provincial, algún eterno candidato a intendente que no fue… la familia llorosa, digna, luto, coronas con letreros “TUS COMPAÑEROS DE LA AGRUPACIÓN TAL”, “CONCEJO DELIBERANTE”. El entierro, con discursos largos y discursos breves, en fin, los habituales y repetidos ritos de la muerte. Por supuesto, entre los dolientes estaba su amigo Juan José “Plata Suave”. Muy callado y con cara circunspecta, por momentos se lo notaba incómodo, evasivo. Tenía sus motivos. Esa madrugada recibió un llamado telefónico desesperado. Era la amante de Norberto, supongamos que se llamara Mirtha. El hombre se le había muerto en la cama y ella no sabía qué hacer: si llamaba a la policía se iba a ver involucrada como sospechosa de un crimen, todo el mundo se iba a enterar de su relación clandestina, habría sido un escándalo gigantesco para el mundillo de la política local. Y la única persona de confianza que podía ayudarla era Juan José, el gran amigo y compañero del Negro. Él se levantó y salió disparado hacia la casa de Mirtha. Rápidamente, y antes de que actuara el rigor mortis, vistieron al muerto, lo peinaron y lo sacaron a la calle. Con la ayuda de un linyera joven y morrudo a quien Juan José tiró unos mangos, lo depositaron sentadito al volante de su auto, y lo dejaron ahí, esperando lo que efectivamente ocurrió unas horas después, que lo encontrara alguien y diera parte a la policía. El chisme llegó un tiempo después a oídos de la compañerita (ya una mujer madura), aquella que fue juzgada por Norberto por desear matar a un perro atorrante. Comparado con las tropelías y complicidades de estos machos de pelo en pecho, aquello realmente resultaba una nimiedad. Sintió lástima por esa muerte tan poco digna, pero ningún respeto. Casi como un perro, muerto en la calle.

lunes, 16 de octubre de 2023

MAR DE LAS PAMPAS

Tengo sentimientos contradictorios hacia este lugar. Supe de su existencia hace más de treinta años, cuando participaba del taller literario de Vicente Zito Lema y también de la redacción del frustrado segundo ciclo de la revista Fin de Siglo (el primero terminó en 1987) En noviembre de 1991 sacamos un “número cero”, en pleno gobierno menemista, con hiperinflación y miseria, cuando en Rosario la gente mataba gatos para alimentarse. La tapa de ese ejemplar era una composición fotográfica: un plato en una mesa servida con cubiertos lujosos y dentro del plato, rodeado de una guarnición de verduras, un busto de San Martín. El título general era: “LA SOCIEDAD ARGENTINA ESTÁ LOCA”.
Después vinieron días de mucho trabajo, reuniones de redacción, buscar notas, entrevistas, avisos publicitarios. El número uno debía salir antes de fin de año, pero, inexplicablemente, el director, Vicente Zito Lema, desapareció: no estaba en su casa de Flores donde solíamos reunirnos, no había manera de establecer contacto con él ni con su mujer holandesa. En el grupo cundió la desazón. Luego supimos que Vicente sufría depresión y se había refugiado en su casa (aún en construcción) de Mar de las Pampas. Se comentaba que aquella había sido proyectada como una casa de muñecas, con muchas ventanas de cristal. Nunca la conocí; en ocasiones en que estuve por poco tiempo –muchos años después- me habría encantado verla, pero no tuve a nadie que me indicara su ubicación.
Me enojé mucho con aquella defección de Vicente; el grupo quedó resentido y terminó disolviéndose. No volvimos a juntarnos para levantar el proyecto de la revista Fin de Siglo que quedó trunco para siempre, tampoco continuó el taller literario, al menos con aquellos compañeros. Por eso para mí Mar de las Pampas tiene una connotación negativa, más la contradicción (hija de la incomprensión): ¿cómo, un militante, un hombre de izquierda, podía darse esos dos lujos: deprimirse y tener recursos para construir una casa lujosa en un lugar exclusivo de difícil acceso y muy poco conocido, reservado a cierta clase social. En esa época no toleraba esas ambiciones pequeño burguesas, la austeridad y la pobreza eran valores que cultivaba a rajatabla en mi vida personal. En 2008 participé de un congreso de paisajismo acompañando a mi hija, con quien trabajábamos en jardinería. El viaje fue muy divertido, la estancia agradable, conocí gente de un ambiente ajeno a mí, en general personas interesadas por el cuidado del medio ambiente, pero había desde el gran paisajista que vivía en Punta del Este y proyectaba jardines carísimos para ricachones, hasta el funcionario con preocupaciones sociales que defendía (y ejecutaba) políticas de espacios verdes públicos y participativos. En aquella ocasión fuimos en excursión al Faro Querandí, donde hay una reserva natural. Nos trasladamos en un camión Unimog de la Segunda Guerra. La guía, Rocío Salas, era una luchadora, guardaparque muy joven y con mucho conocimiento, que por desgracia falleció no hace mucho tiempo, a causa de un cáncer. De nuevo lo contradictorio en derredor de Mar de las Pampas: lo superfluo, el lujo, el dinero, pero también lo social y lo ambiental, la vida y la muerte.
En dos ocasiones más estuve de paseo, recorriendo el centro comercial con amigas. Tan lujoso y artificial, tan caro. Aun así compré alguna prenda, y el último ejemplar de un libro que busqué antes en Buenos Aires pero estaba agotado. Ahora disfruto unas breves vacaciones y estoy alojada en un bonito “apart hotel” con todas las comodidades, tal vez excesivas. Vine con la idea de descansar, tomar sol y absorber vitamina D (de la que ando careciendo, como cuando era una bebita); leer, escribir, comer algo rico, caminar, adorar al mar con su atractivo misterioso.
Pero mi cabeza nunca deja de analizar (mi abuela materna decía: “Si querís vivir feliz, no analicís, niña, no analicís”) Mar de las Pampas es un pueblo prefabricado: no hay producción alguna, su economía se restringe exclusivamente al negocio inmobiliario, al turismo y al comercio. Sus bosques son implantados, llenos de especies introducidas. El agradable aroma de los pinos inunda todo, pero no hay árboles nativos. Hay pocas aves, algunos horneros, tordos, calandrias, unos pocos zorzales y benteveos. En cambio está lleno de chimangos oportunistas, que viven a costa de la basura generada por los humanos. Hay casas de un lujo inaudito, millones de dólares en piedras, ladrillos y ventanales de cristal, la mayoría deshabitados la mayor parte del año. Entonces yo camino, disfruto y padezco al mismo tiempo, por momentos me pregunto, ¿por qué vine a este lugar? Y me prometo que no volveré jamás. Y por otro lado, haciendo honor al mote de “peroncheta” que me endilga mi hija, me doy una vida burguesa, almuerzo cazuela de mariscos con un Chardonay helado y me parezco a cualquier señora llena de guita que, seguramente, vota a Patricia Bullrich (sólo que yo vine gracias al Previaje). 8/10/2023

lunes, 1 de mayo de 2023

CUALQUIER SIMILITUD CON LA REALIDAD, NO ES MERA COINCIDENCIA.

Una editorial virtual me invitó a participar de una antología de cuentos, a propósito del Día del Escritor que se celebra en junio. La propuesta parecía interesante, pero el asunto es que cada participante debería pagar unos 50 dólares para la publicación, y luego comprar los ejemplares impresos que desee. Todo negocio para la editorial (RUBIN es el nombre) Les agradecí la invitación, pero les dije que prefiero seguir siendo una escritora desconocida a la que no leen más de veinte personas, con suerte. Va el cuento que podría haber enviado:
Llegó por fin el día de la presentación. Él, con su experiencia de escritor consagrado había leído los cuentos, sugerido correcciones con sus opiniones tajantes pero acertadas, las mismas que desplegaba en los talleres literarios que dictaba para aumentar los magros ingresos de un matrimonio de escritores. Ella era profesora universitaria, él en cambio no terminó el secundario, pero era un erudito autodidacta. Poseía una biblioteca de más de dos mil volúmenes en una habitación del departamento en el que vivían. No tenían hijos, sólo un gato blanco con manchas negras al que atribuían el poder de bendecir a los escritores que concurrían a visitarlos: si el gato se sentaba junto a uno de ellos y se dejaba acariciar era signo de que tendría éxito: a más ronroneo, mejores augurios.
Algún cuento del marido dejaba entrever que era estéril, pero bueno, en el taller él recomendaba no confundir la voz del narrador con el autor, se trataba de ficción. Llevaban algunos años casados, eso sí, él dejaba bien en claro que había accedido al matrimonio para complacerla a ella, que no dejaba de ser una muchacha de provincia. A la mujer se la veía aún enamorada; en algunas sesiones de taller en las que participaba para aportar algún elemento académico se notaba su mirada de admiración hacia su marido, bastante mayor que ella. En cambio él era un tipo recio que no dejaba asomar sus sentimientos, lo que no significa que no los tuviera. Un rato antes de las siete de la tarde empezaron a llegar los invitados al subsuelo de la galería de la calle Florida: escritores amigos, asistentes al taller, periodistas del suplemento Cultura de los principales diarios, lectores, estudiantes de la facultad, algún curioso atraído por las prometedoras copas de vino dispuestas en una mesa al costado del salón. La escritora apareció acompañada por las dos personas que luego compartirían el estrado para la presentación del libro, quienes llegado el momento se sentaron una a cada lado de ella. Se la veía exultante: era una bella mujer, de sonrisa franca y ojos luminosos. Era su día, estaba a punto de exponer al público su primer volumen de cuentos, y aunque ya tenía la experiencia de escribir en revistas literarias importantes, para ella era un gran paso en su carrera. Se hicieron las siete y el marido aun no llegaba, por lo que se decidió esperar unos minutos. El salón estaba colmado, había personas de pie, algunos jóvenes sentados en el piso, mucho bullicio. Eran tiempos en que el teléfono celular casi no se conocía, por lo tanto, no había forma de constatar a qué hora llegaría el hombre para iniciar el evento, se suponía que estaba en tránsito desde las cercanías de Once hasta pleno centro. A las siete y cuarto la expresión de la mujer ya se había ensombrecido un tanto, se la notaba un poco fastidiosa. A las siete y media, el bullicio del público era ensordecedor, y la cara de la escritora era de franca contrariedad. El salón se había alquilado por un par de horas y el tiempo se estaba yendo, por lo que los organizadores resolvieron dar comienzo al programa. La autora y sus dos acompañantes ocuparon sus lugares sentados a la mesa que se había dispuesto sobre una tarima, mantel blanco, arreglo floral muy colorido, tres botellas de agua y sus respectivas copas. Cada uno tenía sus anotadores garabateados, una guía para lo que iban a desarrollar frente al público, y a un costado había una pila de los libros que luego la gente podría comprar, uno de ellos puesto en forma vertical para que se viera la tapa con el título y un bonito diseño artístico.
Habrán pasado diez minutos; uno de los presentadores hablaba de las cualidades narrativas, de la poesía contenida en esas menos de doscientas páginas, de la impronta profundamente bonaerense puesta de manifiesto en algunos paisajes y personajes descriptos, en los diálogos certeros… cuando de pronto se abrió la puerta que daba a la calle, arriba, y a grandes zancadas bajó por la escalera el marido impuntual, el más famoso y con más prestigio ganado de los integrantes de la pareja. Se hizo un silencio y todas las miradas se posaron en él, quien atravesó el salón con expresión sonriente, expulsando el humo del cigarrillo que acababa de tirar. Algún admirador inició un aplauso que no tuvo demasiado eco, volvió a generarse un murmullo, y aunque la mujer trataba de mantener su compostura, no pudo evitar fulminar al tipo con la mirada. Él se sentó a un costado y el orador que había interrumpido su discurso lo retomó, todo volvió a una aparente normalidad, aunque se notaba una tirantez, una incomodidad casi tangible. Todo siguió según lo programado y al final se sirvió el vino con algún bocadillo, lo habitual en las reuniones de este género. En un grupo de asistentes alguien comentó por lo bajo que Freud se habría hecho un festín con ese afán de robar protagonismo del escritor famoso. Los vecinos del departamento de la pareja escucharon esa noche gritos y golpes, alguna silla que voló, algún libro que se estrelló contra un vidrio y los maullidos de un gato en fuga. Esos detalles que sirven para que alguien escriba a su vez, un cuento.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

continuación del capítulo 7

Eran tiempos del desgobierno militar autotitulado Proceso de Reorganización Nacional. El gobernador provincial era una marioneta civil, que tal vez tenía buenas intenciones, pero no contaba ni con presupuesto, ni con decisión política autónoma para hacer frente a la situación. La radio (¡cuándo no!) organizó en forma inmediata un sistema de voluntariado, fuera para donación de ropas, enseres y alimentos o para la remoción de escombros, salvataje y primeros auxilios en los lugares en que la situación era grave. Renata no dudó un instante y se alistó, como tantos otros militantes clandestinos de los desarticulados partidos políticos. Era una forma de agruparse cuando el poder lo prohibía, para ponerle el cuerpo y el alma a una causa noble.
En tres días cursó un catecismo de emergencia con el cura de una capilla que se mantuvo en pie, cerca de Caucete, mientras  pelaba verduras para los guisos que en el salón contiguo a la iglesia servían a las familias refugiadas. Era un presbítero joven con tonada salteña, marcado por el sello de aquella iglesia progresista de los setenta. Apenas un repaso de los rezos principales, de los diez mandamientos y otras cuestiones teológicas. Porque la práctica consistía en limpiarle los mocos a los niñitos cuyas madres tenían que amamantar a otro más pequeño, o curar las heridas de un anciano golpeado al caer sobre sus piernas un pedazo de viga de quebracho. Nunca la convenció aquello de que en la hostia estaba el cuerpo de Cristo, y en el cáliz su sangre. En cambio la persuadían aquellos pobres cristos vivos y mortales con los que convivió una temporada. A ellos los movía la fe: los terremotos los mandaba Dios, y ¿qué podían hacer sino quedarse allí, y empezar de nuevo? Al menos estaba la posibilidad de volver a sembrar la tierra y criar sus animalitos –gallinas, cabras, algún cerdo -; la tierra, a veces se sacudía enojada, pero era generosa en sus entrañas fértiles. Y ellos no tenían ni dinero ni instrucción para buscarse un destino mejor en otro lado.
A años luz de aquellos días del terremoto, en el corazón de la ciudad desalmada, casi no le quedaban elementos para comprender la fe y la resignación de aquella gente sencilla y desposeída que conoció trabajando entre los damnificados. Gente que de haber tenido siempre poco, pasó en dos minutos a no tener nada, pero que todavía  llevaba el ánimo en alto para empezar de nuevo, en el mismo lugar. Muy diferente a los desposeídos, marginales y desarraigados que a fines de los noventa pueblan Buenos Aires y que no tienen ni siquiera voluntad de intentar un proyecto, porque el futuro se perfila como un boquete negro, como la flor sanguinolenta de un balazo dado o recibido, lo mismo da cuando lo único que presta fuerzas para retardar la muerte (o acelerarla sin sufrir) es un poco de polvo de cocaína. Allá en Caucete, en Marayes, en Bermejo y en Vallecito, todavía primaba la idiosincrasia heredada de los españoles: la gente resumía una fe tenaz con la resignación por la muerte de un familiar “porque Dios lo quiso” “porque ahora está con el Señor y ya no sufrirá más”.
Rodeada por esa gente sencilla tomó la primera comunión el 13 de diciembre, día de Santa Lucía. Por la noche hubo festejo con empanadas bien jugosas y vino, y los más animosos se quedaron hasta entrada la madrugada alrededor de un fogón a cielo abierto. Un cielo negro como el que Renata no había vuelto a ver desde que llegó a Buenos Aires, en el que se dibujaba como una ancha cinta de raso blanco la Vía Láctea, sin una nube que estorbara ese panorama cósmico. El curita salteño cantó unas zambas tristonas con su guitarra. Salvador, el dueño de la camioneta que tanto hacía de ambulancia como de transporte de alimentos, contó cómo por aquellos parajes había que encomendarse a la Difuntita Correa, porque ésta, si bien era milagrosa, también era muy cobradora. A él le constaba, porque en cierta oportunidad en que viajaba a San Luis transportando mercadería, como iba retrasado siguió por la ruta sin detenerse en el santuario de Vallecitos. “A la vuelta paso y le prendo una vela”, se dijo el hombre aquella vez. Apenas un par de kilómetros más adelante la camioneta se detuvo y no quiso arrancar más. Revisó el carburador, las bujías, estaba todo funcionando perfectamente. La batería tenía carga nueva, y llevaba nafta suficiente como para ir y volver. Pero el arranque no quería saber nada. La opción era quedarse al costado de la ruta y esperar que se hiciera de día, porque a esa hora no andaba nadie, y si pasaba algún automovilista difícilmente se detendría a ayudarlo, porque muchas veces los asaltantes de caminos usaban la táctica de aparentar haber sufrido un desperfecto mecánico para robar y asesinar a los incautos. Pero algo le dijo que si se llegaba hasta el santuario de la Difunta, aunque más no fuera a rezarle una oración o dejarle una botellita de agua, todo se solucionaría. Cerró bien la camioneta y la dejó con sus balizas, cruzó la ruta y esperó a que alguien quisiera recogerlo para desandar el camino hasta la capillita. Unos quince minutos después avistó un auto y se puso a hacer dedo: era un matrimonio joven y accedieron a llevarlo.
-  Así que cumplí con la Difuntita, le recé un poco y le prendí una vela, porque agua no tenía de dónde sacar, y le pedí por favor que me dejara continuar el viaje. Y así fue, pues. Unos gendarmes me acercaron después hasta donde dejé la camioneta, me subí y enseguida arrancó la muy desgraciada. Desde entonces, nunca dejo de entrar a ver a la Difunta, si no se ofende y se las cobra...
A los más jovencitos hubo que contarles quién era la Deolinda Correa, la famosa Difunta, porque desde que nacieron habían escuchado hablar de ella y habían concurrido con sus mayores a cumplir promesas de subir las escaleras de rodillas, habían contemplado las ofrendas que la gente dejaba, desde trajes de novia hasta autos de carrera como el Torino del campeón Eduardo Copello, o habían presenciado las peregrinaciones a pie que desde la ciudad de San Juan, a casi ochenta kilómetros, hacían sus devotos. Pero desconocían que aquella santa aun no reconocida oficialmente por la Iglesia Católica, fue una sencilla mujer que vivió en el siglo XIX y que en tiempos del gobernador Nazario Benavídez, su esposo fue reclutado por la montonera de Facundo Quiroga. Ella no se resignó a quedarse sola con su pequeño hijo de meses, y confiada en el conocimiento que tenía del camino hacia La Rioja, que era a donde había sido trasladado su hombre, seguramente no de muy buen grado, decidió seguirlo a pie y encontrarlo días más tarde. Ella sabía de unas vertientes de agua cristalina donde podría descansar y abastecerse para el viaje. Salió desde San Juan cargando al hijo en brazos y con una alforja donde llevaba algunos alimentos y una cantimplora. Pero nunca encontró el manantial, porque la naturaleza es caprichosa y lo había secado. Igualmente, terca en su empeño por reencontrarse con el hombre amado, quiso seguir, y siguió hasta donde sus fuerzas se lo permitieron. En el lugar donde ahora se guarda su cuerpo enterrado y sus fieles levantaron el santuario, la encontraron muerta unos arrieros. Su hijo había sobrevivido gracias a la leche materna, mamando aun después de que a ella la venció la sed y el agotamiento, y eso la tornó milagrosa.
Después intervino en la conversación a la luz del fogón Don Ignacio, un profesor de historia y literatura jubilado, quien también trabajaba como voluntario, una de esas personas que nunca envejece porque siempre le encuentra un nuevo objetivo a su vida. Era oriundo de un pueblito riojano y relató algo que le ocurrió muchos años atrás, cuando tuvo que hacer la conscripción en el Regimiento de Granaderos a Caballo, en Buenos Aires. Hablaba parsimoniosamente y atrapaba a todos con sus cuentos, y tal vez a pequeños hechos les agregaba tanto detalle sabroso, que no importaba si eran verdades o fabulaciones.

-“ Puesto que el premio otorgado por la Asociación Sanmartiniana era sólo la mitad del pasaje, me vi en la necesidad de conseguir el resto por mi cuenta. A pesar de haber nacido en Sañogasta y de gozar (como cualquier provinciano en Buenos Aires) de la fama poco halagüeña de lento, entre mis compañeros de conscripción pasaba por “vivo”. Modestia aparte, no fui nada tonto cuando me instalé en plena Plaza Constitución a pedir colaboración a todo el que pasara por allí. Entusiasmado con mi papel, una vez obtenida la cantidad necesaria continué la representación. No quedó cuento del tío a qué recurrir: ¡Oh, el taxista se fue con todo mi equipaje! ¡Ah, la dueña de la pensión, ladrona fina! ¡Maldita mi suerte! Pero…gracias, señor. Todavía queda gente buena en Buenos Aires. “Pobre muchacho”, me decían mis engañados. Y yo prometía: “cuando usted vaya a La Rioja, yo sabré retribuir su gesto”, o “Señora, usted es como la pobre madre que dejé tan lejos”. “Hijo, cuídese, que no le vuelva a pasar”.
A veces el teatro llegaba a conmoverme a mí mismo. ¿Quién no juega con los sentimientos, ajenos y propios, a los veinte años? Logré reunir el valor de dos pasajes, y no más porque a las nueve de la noche debía estar de regreso en el Regimiento. El tren partió la noche siguiente. Mi equipaje era una pequeña valija con ropa necesaria para una semana y, por supuesto, mi uniforme de granadero. En la cartera llevaba una copia de mi trabajo sobre San Martín y el dinero que había recaudado.
Frente a mí viajaba un matrimonio mayor con un niño de tres o cuatro años, quien me bombardeó con sus “por qué”.
-¿Por qué tenés el pelo tan cortito?
- Porque soy soldado.
-¿Y andás en jeep?
- No, ando a caballo.
- ¿Por qué?
- Porque soy un granadero; el cuerpo de Granaderos fue creado hace muchos años por San Martín, para pelear contra los españoles en San Lorenzo...
Así, tuve que contar la historia a los abuelos.
-¿Pero nunca antes había escrito usted?- preguntaba ella. –Mire que para ganar un concurso así, habrá que tener experiencia, digo yo…
A la hora de comer no tuve dudas de la simpatía que había despertado en esa buena gente: me invitaron a compartir su mesa. Más tarde pude retribuir la atención, y en una parada del tren bajé a comprar cigarrillos para el señor y caramelos para el changuito, con lo cual terminé de perfilar mis virtudes ante mis compañeros de viaje. Ellos descendieron en La Rioja. Nos despedimos como si hubiéramos sido conocidos de toda la vida.
El tren volvió a partir; aun me quedaban varios kilómetros. Después de veinte horas y algo más, llegué ¡por fin! a Nonogasta. Eran las siete de la tarde y estaba anocheciendo. Como en casa no sabían de mi llegada, nadie fue a esperarme.
Bajé del tren y fui directamente a cambiarme de ropa: quería lucir mi uniforme por el pueblo, y sobre todo, llegar a casa con él encima. Mi madre se sentiría orgullosa.
Con la última luz  del día, en el estrecho cuarto de baño de la estación y ante un ruinoso espejo, acomodé lo mejor que pude mi chaqueta azul y mi birrete; con el pañuelo sacudí las botas y por último alisé prolijamente el penacho rojo. Al salir hacia la calle, los empleados de la estación me miraron con asombro. Desde mis ciento noventa centímetros de altura les dirigí una mirada indiferente y salí, muy ufano. Aun fui objeto de admiración al cruzar la plaza. Pero, a tranco largo, obviando miradas curiosas y ladridos de perros, salí del poblado. Me esperaba la ruta abierta entre los cerros. Y yo, que no era un soldado de infantería, debía caminar quince kilómetros, a menos que algún automovilista comedido se apiadara de mí, lo cual parecía poco probable, sobre todo, porque no pasaba ninguno. De modo que avancé sin detenerme en cavilaciones inútiles, con paso marcial. Mis pulmones se llenaron del aire puro de las sierras, que por ser ya noche cerrada se había puesto frío.
Después de andar un buen rato comenzó a decaer mi entusiasmo. Por suerte entonces un camionero me recogió. Él iba a un bañado distante sólo dos kilómetros. Escuetamente le conté mi historia con la que se divirtió no poco. Al bajarme, el buen hombre me gritó desde el camión:
-¡Rece un Padrenuestro al llegar al Arroyo!
El Arroyo de la Trinidad es un río seco que atraviesa la ruta, poco antes de llegar a Sañogasta. Recordé las historias que contaban los viejos de mi pueblo: decían que por las noches Mandinga salía a asustar a los cristianos. Hasta mi padre aseguraba haberlo visto…la única noche que llegó a casa con no sé qué tufillo a bodega…
Siendo chiquito el sitio me aterraba, aun de día. Pero mi madre logró que perdiera el miedo, pues por cada travesura me amenazaba con dejarme solo en el Arroyo “la próxima vez”. Como nunca llegó el castigo, concluí con lógica infantil en que yo debía ser el propio Mandinga.
Con la luna alta proseguí mi camino. Las botas, que brillaban al salir de la estación, ya estaban cubiertas de polvo, pero yo me empeñaba en mantenerlas limpias, para desgracia de mi pañuelo. El terreno iba poniéndose arenoso, y esto retardaba mi andar. De trecho en trecho, la huida de algún zorro entre el jarillal quebraba el silencio rotundo. Al fin mis botas, cubiertas de arena, terminaron venciéndome; decidí no ocuparme más de ellas por el momento. En cambio, desvié mi atención hacia la noche que me rodeaba. El cielo estaba inundado de luna. A mi paso, el monte repetía una, cien, mil veces la imagen del algarrobo, con sus ramas prolíficas y nudosas. ¡Cuántos mensajes llevaría la brisa desde ellas al jarillal, desde el jarillal a la hierba…! Gozaba imaginando que quizá un susurro decía: “¡Han nacido veinte suris!”, y que la noticia correría hasta el último confín donde quisiera llevarla el viento. Podía ser también que una vieja liebre anunciara horrorizada: “¡Hermanas, huyamos! ¡El puma baja de la montaña!”
Me detuve a escuchar el ruido del silencio: musical maravilla que casi había olvidado en Buenos Aires. Pero ese silencio, propio de la quietud del campo, en lugar de brindarme paz excitaba mis nervios. Me di cuenta de que necesitaba del seco chirriar de la arena bajo mis botas para sentir menos la soledad infinita que envolvía aquel rincón del planeta. Emprendí nuevamente la marcha, ahora más dificultosa por lo blando del terreno. Sin duda estaba acercándome al Arroyo de la Trinidad. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Sonreí por dentro recordando el consejo del camionero.
Según pude ver, el río había crecido recientemente. Mis ojos, acostumbrados a la luz nocturna percibían las manchas de humedad, y en el aire había un perfume a tierra mojada. A la derecha del camino se abría una hondonada, y por un instante pude ver, abajo, entre el follaje y los cactus, las luces de mi pueblo. Retrocedí unos pasos para volver a verlas, con el corazón rebosante de contento. A lo lejos, un zorro soltó su carcajada.
Retorné a la marcha, y al punto brilló algo frente a mí, en la orilla opuesta del río. Suspiré y proseguí, lentamente. ¿Había brillado algo realmente? Antes de responder a mi propia pregunta escuché un tintineo, un choque metálico. Volvió a refulgir algo a la luz de la luna, en la misma dirección. Entonces me detuve, conteniendo la respiración, e inmediatamente cesó el tintineo y se apagó el brillo. Dentro de mi pecho el corazón se dilataba. Un repentino acceso de amor propio hizo que me avergonzara de mis temores. ¡Un granadero, un hombre de veinte años…! Volví a caminar, tratando de tranquilizarme, pero, maldita mi suerte, ya no podía dudarlo: el bulto brillante, ¡el Diablo!, venía hacia mí nuevamente, meneando su capa y golpeando su tridente contra las piedras. Quise avanzar, pero las piernas no me respondieron, y entonces también Mandinga se detuvo. ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo! Solito fue escapándose un Padrenuestro de mis labios. Pero ¿qué hacer? Debía continuar, ¿o había llegado la hora del castigo por cada arruga de mi madre? Ya iba por el medio del Arroyo creyendo que nunca acabaría de cruzarlo, mientras, cada vez más cerca, brillaba y crujía mi enemigo.
Estaba a punto de desvanecerme, cuando escuché una voz temblona.
-          ¿Quién and’ahi?
¡Santo Dios! Mi cabeza reventaba. Estático, como un bloque de mármol quedé sobre mis piernas, sin fuerzas ya para avanzar. En tanto, el dueño de la voz venía resueltamente a mi encuentro:
- ¡Con esta cruz te v’iá matar, Satanás!- gritaba desaforadamente.
Agucé la vista y me encontré cara a cara con el viejo Félix Bazán, un vecino de toda la vida. Traía colgados al hombro el pico y la pala, y en la mano una crucecita de plata.
- ¡Soy yo, Don Félix, el Ignacio!- tartamudeé por fin. Estaba a salvo, pero el corazón me daba brutales golpes, y esperaba desplomarme en cualquier momento. El pobre viejo arrojó las herramientas y santiguándose me dijo:
-          ¡Vay’ hombre! ¿Y qui’hacís con esa facha? ¡Si te hi confundío con el mesmito Mandinga!”