viernes, 26 de noviembre de 2010

CAPÍTULO CATORCE

Claro; había otro con quien darse los besos reales, transmisores de gérmenes y nada platónicos. Fue uno de esos pasajeros en su vida que no dejaron mayores huellas. Habiendo sido preparada para mujer de un solo hombre por siempre, todavía sentía cierta culpa si establecía una relación basada sólo en la atracción física. Una tarde iba a su habitual sesión de terapia, que ahora cumplía más tarde, al final del día de trabajo. Se había demorado más de la cuenta y  para llegar a tiempo paró un taxi. Al abrir la puerta casi se cayó al suelo por el impacto que le produjo la música a todo volumen en el interior del auto. Intentó decirle al conductor adónde iba y gritó:
 -    ¡Hasta Billinghurst y Charcas!      
 El taxista bajó el volumen en mitad de la frase, con lo cual Renata se sintió absolutamente ridícula, gritando en medio del silencio. El tipo se echó a reír, y ella lo vio por el espejo retrovisor. Era un atrevido de los que usaban el pelo largo atado en una cola, cuando todavía no se había impuesto esa moda entre los hombres. Tenía unos ojos verdes de gitano, y una sonrisa demoledora. Reguló el volumen de la música y lo dejó a un nivel aceptable.
 - ¿ La Sinfonía Inconclusa de Schubert? – aventuró Renata.
-  ¡Sí señora!- respondió él entusiasmado.
 A partir de ese momento el viaje se transformó en un divertido concurso en el que el taxista tarareaba unos acordes y ella adivinaba a qué obra y autor pertenecían. Cuando llegaron a Billinghurst y Mansilla paró el auto. Renata aclaró:
 -          Falta una cuadra…
-          Sí, ¿estás muy apurada?
-          Sí, tengo sesión de terapia.
-          Me gustaría verte otra vez- le respondió él muy convincente.
-          No sé, quizá en otro viaje…
 Él se rió.
-          ¿Sabés cuántas posibilidades hay de que vuelvas a tomar el mismo taxi en Buenos Aires? Una entre un millón. Y de que suba otra mujer hermosa como vos, y que además sea amante de la música clásica y conozca tanto, muchas menos.
 Renata callaba pero sonreía. ¡Qué lindo tipo! No era más que un taxista que le deparó el azar, ella era una señora y no podía andar relacionándose con cualquiera. Mientras hacía avanzar el auto nuevamente él insistió:
-          Si me das tu teléfono, un día te llamo y vamos a tomar un café.
Tal vez por resolver rápidamente la situación y no llegar tarde a terapia, o decididamente porque el tipo le encantó, se escuchó recitar su número telefónico. Pagó y bajó, y se quedó con la placentera sensación de ser mirada por unos ojos verdes sonrientes que le derritieron el corazón. Decididamente era una loca, tal como lo había pronosticado Raúl, pero era excitante esta nueva condición. La avergonzaba un poco sentir prejuicios porque se trataba de un taxista; en el medio en que se movió toda la vida sólo se valoraba a las personas que ejercían alguna profesión relacionada con el intelecto, pero la angustia de estar transgrediendo tales cánones quedó neutralizada cuando en la conversación él le contó que le faltaban pocas materias para recibirse de psicólogo.
La llamó dos días después a las diez de la noche. Había terminado su jornada de trabajo y hablaba desde un teléfono público. Renata estaba acostando a sus hijos.
 -          ¿Podemos vernos ahora? – preguntó él.
-          Mirá, estoy con mis hijos, no tengo con quién dejarlos...
-          Y bueno, dentro de un rato, cuando estén dormidos, paso a buscarte...
 Era un audaz.
 -          Mejor lo dejamos para mañana.
-          Eso es muchísimo tiempo – galanteó él, y a ella le encantó.
-          Mañana, ¿sí?
-          Como usted diga, señora.
 A la noche siguiente la volvió a llamar. Esta vez Renata le mintió que había conseguido con quién dejar los chicos. La verdad era que él le dio una buena idea: esperar a que se durmieran y dejarlos con todos los recaudos de seguridad del caso: la llave del gas cerrada, las puertas y ventanas trabadas, ni ventiladores encendidos ni espirales contra los mosquitos.  Sólo se trataba de ir a tomar un café, y no podía tener tanta mala suerte de que ocurriera algo malo. Tal vez sí tenía una necesidad inconsciente de asegurarse un motivo para sentirse culpable, por las dudas, si no, ¿para qué se es mujer en este mundo, si desde Eva hasta el verano de 1991 siempre hay que cargar con alguna culpa adicional a la de la manzana primigenia?
Se bañó, se puso linda con una blusa de hilo color rosa con bordados en la pechera y una pollera negra a la rodilla pero con un discreto tajo, se puso un poco de rubor y delineador de ojos y se perfumó. A las once los chicos dormían profundamente. Renata los besó como pidiéndoles perdón y atendió los golpes en la puerta. Cerró cuidadosamente y se quedó escuchando por si alguno de sus hijos se había despertado. Nada.
Entonces salió con Antonio. Él le abrió caballerescamente la puerta. Ella lo observó caminando hacia el lado opuesto del coche: un cuerpo armonioso, fibroso, una piel aceitunada, y ese pelo largo recogido que le quedaba tan bien... Era joven, tal vez cuarentón, pero con un aire adolescente. Él subió, cerró la puerta y antes de darle arranque al auto la miró y aspiró su perfume exclamando “¡Huummm!” con una sensualidad que a Renata le hizo subir las pulsaciones.
Fueron a un bar en Villa Devoto, un cálido lugar con mucha madera y plantas naturales, y música suave. Mientras bebían café se inició el juego de seducción inicial en el que lo que se cuenta y lo que  se escucha es exactamente aquello que conduce en algún momento a la cama. Antonio estaba separado. Había sido montonero y estuvo desaparecido durante un tiempo en la época del proceso. Fue uno de tantos que pasaron por algún campo clandestino de detención, pero tuvo la suerte de sobrevivir a las torturas. En aquel tiempo estaba en la Universidad de Buenos Aires más que nada como un medio para hacer política, y no por el específico interés de hacer una carrera. Entonces estaba casado, y tenía dos hijos pequeños. Pero cuando recobró la libertad se encontró conque la mujer le hizo el planteo definitivo:
 -          O la política o yo.
 A lo que él respondió:
-          O el amor o nada.
 Ella ya no lo amaba.
 -          ¿Y los chicos? – preguntó Renata.
-          Están hermosos – y sus ojos verdes brillaron. El mayor ya termina el secundario, y la piba está en segundo año. Esa me tiene loco, es divina.
-          ¿Así que el papá y los hijos son estudiantes?
-  Sí, hace un par de años me decidí a retomar la carrera. ¿Por qué no? No llegaré a ser una eminencia en la profesión, a lo mejor me transformo en otro profesional que no consigue más trabajo que el de taxista, pero yo quiero terminar.
“Ya está” pensaba Renata, adherente incondicional a sus prejuicios inevitables por su condición de clase media, “es un tipo interesante”. Y además, tan atractivo...
Cerca de la una de la mañana Antonio le preguntó si ya quería volver, y ella asintió. En el auto él intentó apoyar su mano sobre la pierna de Renata después de poner un cambio, pero ella se la tomó con suavidad y la colocó sobre el volante sin decir nada. Él sonrió con esa sonrisa que derretía hasta el empedrado de las callecitas de Villa del Parque. Se detuvieron frente a la casa de Renata. Antonio se reclinó sobre la puerta del coche con el brazo izquierdo apoyado en el volante y la miró con ansias:
 -          ¿Al menos me vas a dar un beso?
-          No – le contestó ella.
-          ¿Y la próxima vez que nos veamos?
 Renata sólo se encogió de hombros y bajó del auto. Él también bajó y la acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse le preguntó:
 -          ¿Sabés que sos muy linda? – y le dio un beso en la mejilla rozando con la comisura de sus labios los labios de Renata, como accidentalmente. – Te llamo.
-          Chau – contestó ella, y entró a la casa.
 Ya dentro escuchó cómo arrancaba el auto y se alejaba. Todo su cuerpo estaba invadido de una sensación de bienestar, de alegría. Se descalzó y fue a ver a sus niños. Todo estaba en paz: dormían como ángeles. Acarició esas caritas de cachetes sonrosados y saludables y besó la frente de cada uno. Se acostó todavía sintiéndose plena, y antes de dormirse estuvo repasando ese encuentro con Antonio. La había cautivado. ¿Estaría mal ser tan enamoradiza? ¿O estaba cobrándole a la vida deudas viejas? Porque haber llegado a los veintitrés años casi virgen al matrimonio (peor aun, embarazada) desde su óptica actual fue una soberana estupidez. Cuánto se había perdido de disfrutar... En otro momento menos placentero, obedeciendo a su natural pesimista habría meditado sobre que todo lo bueno le llegaba tarde. Verdaderamente no estaba preparada para el disfrute, era un aprendizaje que había iniciado muy poco tiempo atrás, con su fugaz relación con Pedro. Se durmió feliz. A la madrugada se despertó en la culminación de un sueño erótico, y sintió el orgasmo ya en plena conciencia. La imagen de Antonio se le instaló en la mente, sus ojos verdes, su sonrisa, su boca carnosa que le había pedido un beso...

Al filo del vigésimo primer siglo creemos que se ha dicho todo ya acerca del amor. Sin embargo, una tarde cualquiera de cualquier enero un hombre y una mujer se encuentran, y sin saber por qué, comienzan a andar un camino no trazado.
Te descubro, te admiro; mi atrevimiento te sorprende. La casualidad no existe: ¡tenemos tantas cosas en común!
Mi vida pende del cable del teléfono. ¿Vendrás?
Voy ya.
Dame unos minutos más para que se duerman los chicos, para ponerme linda como una novia adolescente.
Mi corazón se acelera. Llegas. ¿Cómo describir la ternura que siento al abrir la puerta y ver tus ojos, tu sonrisa, tu pelo, tu belleza de hombre, tus gestos?
Del amor está todo por decir si me tomas en tus brazos  y un beso dulce, cálido nos enciende. Y aunque seamos sólo dos entre miles de millones, aunque en el Golfo Pérsico se estén matando por cientos en este mismo instante, no existe nada más en el mundo que vos y yo, y esta divina locura de hacer el amor en mi cama de una plaza, de amarnos con alegre fruición, como jugando un juego extenuante.
Y luego hablar, confiarnos cosas, prolongar la ternura, conocernos poco a poco. El amor es nuevo, único, maravilloso. Nadie sabe nada del amor, sólo vos y yo.

Visto a la distancia, Antonio fue solamente un hito más en el camino. En los períodos en que Renata pasaba sin un hombre sentía que su cuerpo empezaba a perder significado. Poco a poco esa unidad que formaban su cabeza, cuello, hombros, brazos, torso, pecho, ombligo, pubis, nalgas, muslos, piernas, pies, en su mente empezaba a distorsionarse, a deformarse. Eran los momentos en que se sentía fea, o gorda, o vieja a pesar de sus poco más de treinta años. La presencia de un hombre que la deseara y que le prestara su cuerpo para sentir el propio, le ponían el mundo físico nuevamente en su lugar. Por eso Antonio cumplió casi exclusivamente esa función, porque su deseo frustrado estaba puesto en Pedro. Aquellas cosas mágicas que le ocurrían con él y que se relacionaban más con el espíritu no pasaban ni remotamente con Antonio, salvo su afición común por la música clásica. Parecía por momentos que una nube negra lo cubría y se volvía hermético, a pesar de su natural juguetón. El hecho de haber sido un militante montonero y temporariamente desaparecido le dejó como una necesidad de inspirar lástima Era su manera de seducir, y de eso ya había tenido bastante Renata en su experiencia matrimonial con Raúl. Entonces quedaba el lenguaje de la piel. Lo que transmiten las pieles en contacto no hay idioma que pueda nombrarlo.
 -          Habría que organizar simposios, congresos, seminarios, retiros, todo evento posible dedicado exclusivamente al ejercicio de las caricias – le decía Antonio desnudo, laxo, tendido a su lado.
Renata callaba y en su silencio imaginaba ese mismo cuerpo sometido a la agresión salvaje de las torturas. Pobrecito; cuánto debió sufrir, cómo no iba a fantasear con esas ideas locas sobre congresos de caricias, si tendría impreso en sus células tanto dolor por reparar...

Me has dejado dulces dolores en el cuerpo. Mi alma está plácida. Mi mente... algo inquieta. Me pregunto cómo es posible no enamorarse. Es bueno que no me propongas no enamorarnos. Me siento libre, te doy libertad.
No proyecto, no planifico. Siento que de a poquito te vas metiendo por las trizaduras de mi corazón, que de a poquito voy ocupando un lugar en tu enigmática vida, y por ahora, el lenguaje con que nos comunicamos es el de nuestros cuerpos, que alegre, despreocupadamente viven, ríen, gozan.

Había un aspecto oscuro en la relación con Antonio. Era como si la clandestinidad fuera su estilo de vida a pesar de haber pasado ya la época de la persecución y del miedo. Él vivía siempre como escondiéndose, o escondiendo algo. Renata nunca supo dónde vivía, ni fueron juntos jamás al cine, o a un espectáculo público. Sólo se encontraban en algún café, y para hacer el amor en algún hotel, o en la casa de ella cuando los chicos ya dormían. Por eso no alcanzó a ser alguien que dejara huellas profundas. Se agotó enseguida.
Renata seguía convencida de la necesidad de buscar el hombre que resumiera todas las condiciones para un amor de verdad: un compañero para todas las horas. Y sin embargo, todos, en algún momento se esfumaban. ¿La abandonaban? ¿Como su padre? ¿Es que ella no los satisfacía, no era como ellos querían y entonces la dejaban? ¿O era que ella había aprendido a amar a quien hace sólo lo que uno quiere? ¿Era ella quien los dejaba, o quien hacía que se alejaran porque no los aceptaba tal como venían? Con sus complejos, con sus locuras, con sus defectos de fábrica o sus fallas por el uso.
Lo que más le molestaba de Antonio era que resultaba absolutamente impredecible. La llamaba cuando a él se le ocurría, la pasaba a buscar o la visitaba tarde por la noche en su casa, hacían el amor y se iba de madrugada para luego, con esa vocación de desaparecido que le quedó impresa, borrarse por un tiempo. Con todo lo cual, Renata que gracias a su terapia sabía que todo lo que no podía controlar la sacaba de quicio, optó por terminar con la relación. Pero fue otro más que cada tanto, aun habiendo pasado años, la llamaba por teléfono e intentaba un acercamiento.
Paulatinamente dejó de escuchar la radio. Empezó a trabajar en prensa y difusión para artistas de teatro y grupos de danzas, y esto le insumía tiempo también por la mañana, de manera que tuvo que arreglárselas pagando a una señora que su amiga Irene le recomendó para dejar al cuidado de sus hijos, mientras ella se dedicaba a redactar y distribuir gacetillas de prensa por todos los medios de difusión. Más de una vez se cruzó con Pedro, pero ahora sólo por cuestiones laborales. Precisamente el día de la segunda audiencia por el juicio de divorcio con Raúl, al despedirse de éste en Carlos Pellegrini y Sarmiento tuvo que seguir viaje hasta la radio de la calle Maipú. Allí la esperaba un grupo de actores vocacionales que por entonces luchaba para llegar con una obra de Rodolfo Walsh a algún teatro de la calle Corrientes (y casi lo logró: estuvieron por tres meses a media cuadra de Corrientes...). Al margen de ciertas diferencias ideológicas, Renata reconocía agradecida la bonhomía de Pedro por prestar su micrófono para difundir cuanto tuviera que ver con la cultura popular. En cada encuentro de estos se sentía rara pensando que con ese hombre que ahora no le despertaba el menor deseo había vivido una pasión intensa.
 - ¿Cómo estás? – le preguntaba amigablemente él. Seguramente ya le había perdonado que hubiera sido tan intransigente, tan demandante en el amor, con esa tendencia al “todo o nada” que la dejaba siempre sola.
Años después, de vez en cuando sintonizaba por algunos minutos aquel ya legendario programa. Ya no era lo mismo, pero Pedro Cerezo por momentos le hablaba a un tú. “Este es un vivo que se levanta minas por la radio” había dicho Raúl, y tal vez tuvo razón. No obstante, el que ella supo ser, estaba absolutamente convencida, fue singular, único.
 Lo que Renata sí olvidó para siempre fueron los detalles relacionados con el juicio de divorcio. Sí sabía que le dejó un sabor repugnante por la formalidad con que se llevó a cabo. Lo único que podía precisar era que el juzgado se encontraba sobre la calle Talcahuano, a media cuadra del Palacio de Justicia. El Juez era un señorón de Barrio Norte que a todas luces ya tenía todo conversado de antemano con ambos abogados: la doctora Levigne que representaba a Raúl, y el doctor De Rosa que representaba a Renata. Como para esta altura Raúl ya estaba momentáneamente sanado de su brote neurótico depresivo, aceptaba las consignas preestablecidas (y aprobadas por papá): ambos debían contarle al magistrado que la convivencia se había tornado insostenible, que ya no cohabitaban (de hecho, no vivían juntos desde hacía más de dos años), que ninguno reclamaba alimentos del otro. Para nada se mencionó la existencia de los hijos de Renata porque hubiera sido un detalle que complicaría las cosas, y ella sentía asco porque era como si los estuviera negando. En fin, había que darle un trámite rápido al asunto, y fue necesario actuar y quedar ante el juez como un par de imbéciles que se habían casado porque sí, y que ahora habían decidido descasarse. Todo el sufrimiento, el daño psicológico de ambos, el resentimiento irreparable de Renata por aquel embarazo que pudo haberse evitado y que terminó en aborto, el daño a sus niños, eso parecía no tener ningún peso (y de hecho hubiera sido una locura mencionarlo) en el transcurso de los escasos minutos de fría conversación con un profesional al que parecía no importarle un bledo de lo que estaba escuchando, y que, como repitiendo un texto ya sabido de memoria los instó a intentar una reconciliación hasta el plazo de la segunda audiencia. Faltó que al despedirse hasta dos meses después se asomara a la puerta y gritara: “A ver, que pase la siguiente pareja por divorciar...”
El único miedo de Renata era que Raúl no pudiera contenerse y mencionara lo de su infidelidad con Pedro (de la existencia de Antonio ni se había enterado, ni de algún otro que andaba pululando por ahí, porque si bien no era una belleza despampanante, era una mujer atractiva, inteligente y no le faltaban candidatos)
Si Raúl llegaba a salir con semejante domingo 7 delante del Juez otro sería el cantar, porque entonces ya no habría divorcio por mutuo acuerdo, sino culpabilidad de parte de ella, y eso hubiera resultado terrible. Así también ella no tuvo más remedio que callarse las pocas pero significativas (sobre todo porque ocurrieron en presencia de los niños) agresiones físicas de que fue objeto por parte de Raúl. Fue un pacto de caballeros y lo cumplieron.
Tal vez el hecho de que la formalidad del divorcio resultara al fin tan cómoda hizo desistir a Raúl de la anulación del matrimonio religioso.

Durante los dos meses que transcurrieron hasta la segunda audiencia que por un capricho de su mente se había puesto a recordar esta tarde en la esquina de Sarmiento y Pellegrini, al conjuro de unas ramas de jacarandá que se movían sopladas por el vientecillo primaveral y la decoración de una vidriera que se resistía al posmodernismo, ya había terminado su fugaz amor con Pedro Cerezo, ya había conocido las delicias de los amores con un ex desaparecido melómano, se había cimentado en su trabajo de productora radial y asesora de prensa y difusión de artistas de los más variados géneros, había dejado de ser ama de casa con dedicación exclusiva y había aprendido a delegar el cuidado de sus hijos sin desentenderse de lo esencial en su educación. Mujer al fin, se transformó, como gustaba decir Irene, en un lagarto al que le cortan la cola y la regenera, una y otra vez.
Borrosamente se le aparecía en la memoria la imagen del juez circunspecto, enfundado en su traje gris, muy engominado y ocupando un anticuado sillón de cuero verde, sosteniéndose la pera con la mano para escuchar la exposición que Renata y Raúl hacían, justificando su pedido de que la ley determinara que ya no los unía ni los uniría jamás vínculo alguno. Firmado todo lo cual, ya no hubo más que decir, y fuera del despacho del magistrado acordaron con sus respectivos abogados que, luego de dictaminada la sentencia y una vez que la misma fuera copiada al margen del acta de matrimonio, cada uno tendría su ejemplar. Porque bien podía ser que cualquiera de los dos alguna vez quisiera reincidir en la experiencia del matrimonio. A Renata esa posibilidad le parecía tan absurda y remota como la de hacerse ciudadana bengalí.
 Una vez en la vereda de la calle Talcahuano se despidieron los cuatro. Pero casualmente Raúl tenía que ir hacia el lado de Corrientes, y muy afablemente preguntó a Renata si podían ir juntos. Ella no quiso ser descortés; en realidad ya no tenía enojo con él, ni motivos para pelearse. Así fue que caminaron juntos por Corrientes hasta cruzar la avenida 9 de Julio. Ella debía pasar a retirar unas fotocopias de una librería antes de ir a la radio de la calle Maipú. En el trayecto fueron conversando animadamente; Raúl le contó que estaba trabajando por fin como maestro (¡pobres chicos!, pensó Renata), ejerciendo una suplencia, pero que para el año siguiente ya se había inscripto para un cargo como titular.
Por suerte se trataba de un distrito escolar lejano a Villa del Parque, dato que a Renata proporcionó gran alivio. Y así fue que llegaron a Carlos Pellegrini y Sarmiento, y como no tenían nada más que decirse, y ella debía ir a trabajar, se despidieron con un beso anodino, y no se volvieron a ver jamás.

viernes, 19 de noviembre de 2010

CAPÍTULO TRECE

 Confinado en una parroquia de Merlo se murió de puro cansado nomás. Jamás olvidaría Renata aquel encuentro con el sacerdote, unos meses después de la internación de Raúl. Ella lo había llamado para contarle lo sucedido; él prometió ir a ver a su antiguo discípulo, y así lo hizo. Unos días después le devolvió el llamado y la invitó a visitarlo en su nuevo destino. Allá fue Renata con sus hijos. Fue toda una excursión. Salieron un domingo después de almuerzo: en colectivo hasta Once, y desde allí, en tren a Merlo. Los chicos lo disfrutaron porque pasear en tren era para ellos todo un acontecimiento. Nada sabían de los hacinamientos de lunes a viernes de que era escenario ese mismo vagón semivacío en el que ahora viajaban. En cambio Renata tarareaba “Los obreros de Morón” que tantas veces había escuchado por la radio.
Llegados a Merlo todavía tuvieron  que tomar otro colectivo que los mareó con sus vueltas y vueltas y los dejó llenos de tierra en su trajín por las calles polvorientas de los suburbios. La pequeña iglesia estaba en un barrio muy pobre, de casas prefabricadas, o construidas a pulmón por sus habitantes, a medio terminar, algunas sin pintar, con cercos de ligustrina o de alambre  tejido, con jardines toscos o huertas promisorias; gallinas paseando por la vereda ante la mirada indiferente de algún cuzco adormilado; un potrillo pastando sin ataduras en la banquina. María y Nicolás abrían los ojos más y más para no perderse un solo detalle de este mundo desconocido que hasta ese día se les había ocultado a escasos kilómetros de su modesta pero confortable casita de Villa del Parque.
La puerta de la Iglesia estaba cerrada. Renata golpeó con sus nudillos en la casa parroquial. Atendió un joven cura de pelo rojizo y ojos azules que la dejaron inquieta. Por un momento sintió como si estuviera en otro tiempo, porque ese hombre era el propio Raymundo O’Neill treinta años más joven. Fue muy amable y los hizo pasar, dando afectuosos masajes en las cabecitas de los niños. Entonces llegó el verdadero, añoso, Irlandés. Le presentó el joven a Renata.
-          Es el padre Pablo. Hoy me vino a visitar, y si podemos, celebraremos la misa juntos a las siete. Si querés quedarte hasta esa hora, vos y tus hijos son bienvenidos.
Mientras ella sacaba mentalmente  la cuenta de a qué hora llegaría de vuelta a su casa si se quedaba hasta la hora de la misa, su anfitrión le ordenaba al joven que trajera algo para tomar. Los chicos encontraron enseguida con qué jugar: un cachorrito negro de  raza puro perro, al cual se le sumaron un rato después unos hermanitos tan ordinarios y tiernos como él. La mamá dormía echada en el patio, a la sombra de un horno de barro.
-          Ese pibe que te recibió es mi hijo.- le arrojó el sacerdote a Renata.
Como la cara de ella debió ser muy elocuente, él le ahorró palabras.
-          Me enamoré una vez de una mujer maravillosa, y ya ves, fue una bendición.
Ahora comprendía muchas cosas que le quedaron sin resolver en la primera charla que tuvo con aquel tipo excepcional.
- Lo malo es que a pesar de mis consejos, abrazó la misma profesión que yo. Y bueno... Lo

único que yo le deseo es que sea feliz con lo que tiene. Y que sea responsable siempre de sus

decisiones y de sus actos, aunque se mande alguna cagada, que la asuma. ¡Oh!, perdón por el

lenguaje. Acostumbrado a hablar sólo entre hombres, a veces se me escapa.
 Por asumir sus responsabilidades el Irlandés estaba marginado. A sus años, cuando por sus condiciones podría haber llegado a Obispo, estaba relegado allí, viviendo en la pobreza. Su primer punto en contra se lo anotó cuando, a poco de haber ingresado como sacerdote castrense pidió ser trasladado porque no aguantó estar sabiendo los espantos que ocurrían durante el Proceso.
 - Tal vez mi pecado fue no denunciar, no arrostrar aquello como lo hizo Angelelli, y tantos otros. Claro, hubiera terminado como ellos. Ahora aquí vivo entre la gente sencilla y humilde, que es la verdadera gente. Tenemos un grupo de Alcohólicos Anónimos y se está formando otro de contención a los drogadictos y sus familias. Es un azote que se va metiendo día a día, como una epidemia, y mientras tengamos los gobernantes que tenemos, no se podrá parar. En Ituzaingó tengo un colega muy joven que se dedica más a los chicos y la droga, el padre Mario. Lo peor es que uno se las tiene que ver con mafias muy peligrosas. Un día aparecés muerto y te inventan la historia de un crimen pasional, pero en realidad es porque metiste demasiado la nariz donde a muchos les molesta…
 Renata tuvo ganas de preguntarle si Dios se había quedado dormido, o si estaba mirando para otro lado, pero no se animó a una discusión teológica con un amigo, que además, llevaba las de ganar.  Pero este cura era una caja de sorpresas:
 -          Y, m’hijita, si no nos movemos nosotros, nadie hará nada, porque nuestro Señor está descansando desde que terminó todo el día séptimo...

Era julio de 1976. Uno o dos días antes había nacido mi ahijado. Mi madre viajó desde La Rioja a San Juan para conocer al nuevo nieto, y trajo la noticia, amarga, dolorosa como un puñal. El pelado, el Obispo que ahuyentó a las  señoras gordas de la “alta sociedad riojana” que iban a lucir sus rollos forrados de sedas a la Catedral, y que se exiliaron en la muy aristocrática Iglesia de la Merced, aquel que como San Francisco Solano convocaba multitudes que se prosternaban ante el Niño Jesús Alcalde en la fiesta del Tinkunaku, al calor del mediodía todos los 31 de diciembre, había muerto. Sicarios del terrorismo estatal le habían preparado la celada, y todo quedó como si se hubiese tratado de un accidente. Murió como un perro, su cuerpo y el del sacerdote que lo acompañaba  tirados durante horas en la ruta desierta. No hubo una justicia que peleara el caso, tuvieron que pasar años para que el miedo dejara al menos expresar la rabia impotente por tamaño crimen. El dolor y el desamparo de su pueblo por adopción no bastaron para devolverle la vida. Y era apenas el comienzo de un camino  sin retorno en  Latinoamérica.

Conque este hombre que trabajaba de cura tenía un hijo y no lo consideraba un pecado, sino una bendición. Conque admitía haber sido partícipe al menos con el silencio del horror del Proceso (como tantos  otros, pero es que no  todos nacemos para mártires o santos). Claro; hubo una mujer que cuando lo conoció se dijo “qué desperdicio”, y no lo dejó pasar así nomás. ¿Qué habría sido de ella? ¿Habría muerto? ¿Se habría casado después y ahora sería una abuela? Renata no se atrevió a preguntar. Lo cierto es que el padre Pablo llevaba también el antiguo apellido céltico.
Casi no hablaron de Raúl. La tarde transcurrió en una charla sobre el momento difícil que se estaba viviendo porque cada vez más gente se veía empujada a la marginalidad, y la preocupación común era cómo contrarrestarlo. Los noventa se iniciaban como el resabio de una guerra. Como las “réplicas” de un terremoto, esos remezones que vienen después del temblor grande. Durante meses, le contó Renata al Irlandés, la tierra se seguía moviendo hasta reacomodarse. A cualquier hora del día o de la noche se sucedían temblores de menor intensidad al que les dio inicio. Uno de ellos lo vivió en el departamento de una compañera de estudios, en el cuarto piso de un edificio de diez plantas, construido sobre rodillos, según un sistema japonés, que hacía que en días de viento se meciera de un lado a otro como un árbol. Un edificio flexible. Una tarde, entrado ya el año 1978, estudiaba Historia del Arte con Gloria, la jachallera cómica no sólo por su manera cantarina de hablar, sino porque todo lo tomaba para la chacota, a pesar de haber sufrido mucho desde jovencita. De pronto sintieron que el departamento se bamboleaba para un lado y para otro.
- ¡Quedate quieta! – gritó Gloria al ver la cara de pánico de Renata.
 Era la primera vez que ésta pasaba un sismo a veinte metros del suelo, e instintivamente fue a pararse para salir corriendo. Por eso Gloria se lo impidió, porque no había adónde correr. Los ascensores eran una trampa en caso de cortarse la luz; la necesidad de salir a cielo abierto podía resultar una tentación para arrojarse por una ventana (cosa que le había ocurrido a mucha gente desesperada). La única alternativa era quedarse quietas en el lugar y confiar en la experiencia sísmica y la pericia profesional de los arquitectos japoneses que habían inventado semejante maravilla.
Azorada, Renata vio cómo el televisor de su amiga, que estaba en una mesita con ruedas, se desplazaba por más de un metro y medio.
El cura joven se sumó cautamente a la reunión luego de haberlos dejado hablar solos, en un gesto de discreción. Estaba ocasionalmente de visita, porque su lugar de residencia permanente era en el extremo opuesto del Gran Buenos Aires, y la madre iglesia agradecida, no fuera a ser que cundiera el mal ejemplo de curas que se atrevan a ser padres (y no sólo a engendrar hijos accidentalmente).
Finalmente Renata decidió volverse a la Capital, con los chicos que estaban con sus cachetes colorados por el sol y sucios de tierra, pero felices. No se sintió obligada a dar explicaciones. Su amigo sabía que no soportaba el tedio de la misa, ni la representación teatral de la consagración, ni la antropofagia sublimada de la eucaristía.
Sólo al despedirse, el sacerdote le habló de Raúl:
- Creo que va a salir pronto. Lo ví mejor y ya no lo medican tanto. Pero está empeñado en

hacer los trámites de anulación del matrimonio, porque el pobre no sabe que eso es un

manoseo burocrático que lleva años y años. Es preferible que se separen nomás, si total la

iglesia ya tiene una pastoral para divorciados...
Renata no podía asegurarlo, pero le pareció percibir un tono irónico en esta propuesta…
 Se vieron una o dos veces más. La última, en los pasillos de la radio en que trabajaba Renata. Él había ido con chicos de un Taller Protegido que elaboraba pan y facturas. Su figura espigada y bella sobresalía entre aquellos seres sonrientes, como animalitos, deformes por el síndrome de Down o por  alguna tara neurológica. Lo rodeaban  y él tenía para todos una expresión de contención, de afecto. El Irlandés la saludó apurado pero cariñoso, como siempre.
-          Vení a verme cuando quieras – fue lo último que le dijo.
 Cuando Renata se decidió a complacer su invitación y llamó por teléfono a la parroquia, ya hacía ocho meses que había muerto. Lo consumió uno de esos cánceres fulminantes conque la gente que se cansa de luchar se evade del mundo. ¿Y adónde va? ¿Adónde se van los muertos queridos? Era la gran pregunta sin resolver. Los ritos primitivos, mágicos y antropofágicos de la Iglesia Católica, que indiscutiblemente insufló cultura al mundo desde dos mil años atrás, alejaron a Renata  de la religión. Pero la necesidad de religarse le resultaba inevitable. Volver  a la armonía  mítica inicial, a la unidad cósmica, a la naturaleza.  De ahí su inquietud  por lo que  pudiera ocurrir más allá de la muerte. Desde la adolescencia soñaba conque el espíritu, liberado del cuerpo accedería por fin al conocimiento de todas las cosas. Se imaginaba en suspenso sobre el espacio sideral, paseando por toda  la Vía Láctea, enterándose por fin de esos misterios incomprensibles  del Universo que en noches del diáfano cielo sanjuanino espió desde su sillita de totora, junto al padre raramente tierno que le transmitía sus conocimientos de astrónomo autodidacta.

Durante su infancia se desarrolló la justa aerospacial entre Rusia y Estados Unidos, disputándose la hegemonía en todos los campos; ella vio pasar innumerables veces esas luciérnagas artificiales que giraban en órbita alrededor de la Tierra. ¿Por qué no podía ser que las almas de los muertos verdaderamente fueran al cielo, pero no a ese cielo estúpido y ocioso de estar sentado a la diestra del dios de barba blanca sobre nubes algodonosas? El cielo debería ser el lugar ideal para ver abarcando todas las cosas. Conocerlo todo, comprender el sentido de este mundo absurdo, mal hecho, injusto. Encontrar la razón de tanto dolor humano, de tanto sacrificio.

Entre la parva de papeles arrugados que era el corazón de Renata estaba también el recuerdo de Pedro Cerezo. Mucho antes de deshacerse definitivamente del marido neurótico, se diluyó el fulminante amor del locutor. Sólo quedaban las cartas a la radio y las palabras de él dichas a un tú que ella sabía muy bien a quién estaban dirigidas. Fue un amor tan eterno como un perfume, tan fugaz como una canción.

“10/11/90
“Querido Pedro:
                          “Encontré (como Cervantes el de Cide Hamete Benengeli, el moro) un manuscrito de autora desconocida que me costó leer porque estaba borroneado, deduzco, por sus lágrimas. Lo transcribo aquí para que lo leas, ya que, como dijiste durante el programa del viernes pasado, últimamente le estás dando mucho espacio a las cuestiones del amor y de la vida.
“¡Hombres, hombres, que el Diablo los entienda! El único no conflictuado, el único a quien comprendí cuanto supe y pude, sin dudas, sin sobresaltos, sin angustias, me duró apenas siete años, al cabo de los cuales no tuvo mejor idea que enfermarse y morir, el muy tonto!”
“Los que conocí y traté después parecen todos confeccionados con el mismo molde: solitarios, necesitados de afecto y comprensión, pero remisos a toda posibilidad de que los amen y los comprendan. Cuando un sueño de amor los roza, se enlaberintan entre las galerías de la Biblioteca y se hunden en su melancolía preguntándose “¿quién me podrá amar?” ¡Quién los podrá amar! ¡Nadie!, mientras vivan enamorados de sí mismos y de sus cosas. Si una mujer “tiende sus redes” a un hombre para cazarlo con aviesas intenciones matrimoniales, él huye despavorido. En cambio, si ella propone un amor para vivir momentos de felicidad, él se aleja diciendo: “es una loca”. Y justifica su postura deduciendo, basado en la trasnochada idea de algún abuelo cordobés, que si la mujer fuera buena Dios tendría una, olvidando que el Dios en el que creen eligió a una mujer para engendrar al Mesías, sin la intervención de hombre alguno.”
“Sin embargo, se embelesan leyendo ese poema supuestamente escrito por el Gran Ciego (en realidad fue escrito por alguna poetisa menor, en homenaje a Borges), esperando tal vez llegar a los 85 para comprenderlo, sin haber podido ponerlo en práctica.”
“¡Ay, qué difícil este trabajo de ser mujer! ¡Cuánta energía, cuánta decisión, cuánta afectividad, cuánto entusiasmo por vivir nos queda a las mujeres sin poder canalizar! “Cuanto más conozco al hombre, más quiero… a la mujer”. Lástima que no me da el estómago para hacerme lesbiana. Lástima que me gusten tanto los hombres y no pueda reemplazar con nada la ternura, el afecto, la pasión que saben prodigar…cuando se les da la gana.
¡Oh, Alfonsina, que Dios te haya dado paz!  “Y si llama él no le digas que estoy, etc.” Pobre infeliz. ¿Qué te va a llamar? Aunque el teléfono funcione normalmente otra vez, no esperes que te llame, porque está muerto de miedo, porque cree que no tiene nada para decirte, porque ignora absolutamente que vos lo extrañas, que no sos de hierro y necesitas de su abrazo y de su pecho para poder llorar tanto llanto contenido.”

Hasta aquí lo que llegó a mis manos, junto con un poema irreverente y soez que no me atrevo a mostrarte.
Según lo que pude investigar, esta ignota aspirante a escritora se internó, emulando a Alfonsina Storni, en las putrefactas y asquerosas aguas del Reconquista, a la altura de la Ruta 201, donde murió no por lo caudaloso del río sino por su alto grado de contaminación, y luego de un fallido intento de ser arrollada por el tren que realiza su recorrido entre Federico Lacroze y Campo de Mayo, porque ese día hubo paro de señaleros y ella no acostumbraba leer el diario. Pobre mina. Seguiré investigando, tal vez  un día podamos hacerle un homenaje póstumo.”

Otras veces dejaba el tono irónico y escribía cartas melancólicas y dulces:

“Llevo tu perfume en mi mejilla. Un beso breve como el golpe de un sello; tu perfume, como tinta estampada prolonga tu presencia en mí. Por la radio, tu voz, tu querida voz y en mi piel tu perfume. Estás impregnado en  mi alma y te llevo, perfume indeleble, estampado por un beso breve. Paganini, Carmen, Liszt son bocanadas de aire llenas de tu perfume. Ráfagas de eternidad. Conjuros contra el olvido.”

Y aunque casi no se veían, se comunicaban todavía, ella por escrito, él respondiendo en

mensajes cifrados por la radio.

“27/11/90
“Querido Pedro:
“No dejo de maravillarme como la primera vez ante cada nueva afinación de nuestras cuerdas. El miércoles 21 te escribí eso que pretende ser un poema y cuyo valor reside, únicamente, en el sentimiento que puse sin esfuerzo alguno. Me acababas de prestar un libro sobre la obra de Bioy Casares en el que pude leer párrafos interesantísimos sobre el manejo que el escritor hace de la sinestesia. Hoy por la radio te preguntabas y me preguntabas adónde irán las sensaciones. Leíste algo de lo que no entendí una sola palabra pero que me conmovió profundamente, junto con algunas disquisiciones acerca de la eternidad. Pero no termina con esto mi asombro. En esas líneas que llegaron tardíamente a tus manos yo te hablaba de Alfonsina Storni, y vos recitabas “Fiero amor”...
En fin, yo no sé adónde van todas estas cosas extrañas y deliciosas, ni de dónde nos vienen. Si sé que transitan por mi corazón, que es una calle precariamente asfaltada por la que súbita y permanentemente circulan camiones con acoplado, y así está quedando de maltrecho. Tal vez un cardiólogo me aconsejaría apagar la radio, pero yo no le haría caso. Nadie sabe, ni lo podría creer si yo intentara contarlo, cuánto disfruto y sufro al mismo tiempo  por tu causa ( y porque yo quiero ).
Disfruto cada minuto de esos encuentros intensos en que te siento tan  cerca, tan metido en mí. Sufro por no poder estar al mismo tiempo con vos, por las miradas, los apretones de manos, los besos que se me quedan agolpados queriendo soltarse. Entonces surge como una necesidad natural la idea, el sentido de eternidad a la que accedemos por breves ráfagas, por instantáneos destellos.”
“¿Será este un amor imaginario? Pues entonces, imagino que te amo, Pedro Cerezo, nacido bajo el signo de Cáncer en Córdoba, con domicilio constituido en Buenos Aires, de profesión locutor con carnet del ISER, entretenedor y otras hierbas, a quien por no sé qué cósmica jugada de ajedrez se le ha cruzado en rauda oblicuidad de alfil una loca llamada
                                                          Renata.”

Se tornó un juego histérico a las escondidas. Renata le dejaba sus cartas en la recepción de la radio antes de entrar en su trabajo. Al día siguiente él le dedicaba algún párrafo a manera de respuesta. Ya ni siquiera se comunicaban por teléfono porque ella dejó de llamarlo cuando fue evidente que Pedro ya no quería verla. El tono de las cartas variaba desde lo irónico a lo melancólico; desde el reclamo despechado al humor sarcástico.

“10/12/90:
“Mi querido Harry Houdini:
Fui la entusiasta voluntaria entre el público que accedió a atarte con cuerdas y cadenas para ver luego cómo desaparecías al cabo de tu primera actuación, en medio de los aplausos. Recuerdo tres momentos de una de las primeras funciones: uno, cuando me dijiste que me sentías como algo personal, tuyo. Otro, cuando me preguntaste: “Y, piba, ¿qué pasa si nos enamoramos y nos hacemos pelota?” Y otro, cuando me escribiste sobre una servilleta del bar: “QUÉ LINDO ES TENERTE CERCA. AHORA. YA. SIEMPRE. ¿NO?”
Debió funcionar una alarma para mí, pero estaba desconectada. Si yo hubiera entendido...
Era para vos algo personal: como el micrófono, como un elemento más de tu trabajo; tenías miedo de enamorarte porque considerás que el amor te hace daño. Y el mensaje de la servilleta fue mal puntuado; en realidad debí leerlo así: “QUÉ LINDO ES TENERTE CERCA AHORA, YA. ¡SIEMPRE NO!” Por eso es que enseguida comenzó a decaer tu entusiasmo. Empezaste a parapetarte en tu supuesta condición de loco. Después te mostraste incómodo con mis llamados: tu dulzura se tornó acritud. No volviste a manifestar que me extrañabas, ni moviste un dedo para verme. Los pocos encuentros que tuvimos fueron obra de mi empeño. Tus excusas eran problemas personales o laborales. Yo monologaba (como lo hago ahora) en mis cartas, y vos callabas, o en el mejor de los casos, me mandabas mensajes velados por la radio, cuando no eran decididamente eróticos, lo cual me hacía mucho mal. La anterior a ésta se perdió, o se traspapeló. ¿Ésta también correrá esa suerte...?
Tu silencio no era el de quien calla y otorga, sino de quien mata cruelmente con la indiferencia. Me consumía la angustia, y a pesar de mí misma llegaba el momento en que volvía a marcar tu número esperando un milagro. El lunes 3 no fui a trabajar por el disturbio de los Carapintada, y me pasé la tarde preguntándome dónde estarías y si corrías peligro. Hasta que no pude más y te llamé: escuché tu voz y corté, me bastó saber que estabas en tu casa y bien. El miércoles volví a llamarte, pero esta vez cortaste vos, y como Houdini, te esfumaste. En lugar de encarar la situación y decirme “no quiero verte más”, te escapás. Sé que no te soy indiferente; comprendo que tus miedos te tienen asustado. Pero eso es algo que yo no puedo resolver. Supongo que tus anteriores mujeres deben haber sido excelentes minas a las que también dejaste aplaudiéndote mientras te liberabas de cadenas y lazos. Como aquella “lejana caracola”  que ningún “tiempo de otoño” te devolverá. Lástima, Pedro. Yo estoy muy triste, pero no me quita el sueño pensar en qué pude haber fallado: sólo te ofrecía mi corazón. Fue algo breve pero maravilloso. Muchos cambios positivos en mi vida tengo que agradecértelos, vos lo sabés. Y si bien se rompió nomás la magia, no me arrepiento en absoluto de lo que viví con vos.
Pero, ¡cuántas cosas me quedaron para darte! Mucha ternura, mucha pasión, mucha paz. ¿Ráfagas de eternidad? ¡Cuánto te hubiera amado!

                         Renata”

 A casi diez años de aquel amor tan sui-generis, mirando el cielo a través de las ramas de jacarandá que sombrean la vereda de Carlos Pellegrini y Sarmiento, Renata ha olvidado la pasión y recuerda bien a Pedro Cerezo, sin rencores. Dejó de verlo, pero pasó mucho tiempo todavía escuchándolo. Y cual las réplicas de los terremotos, de vez en cuando le mandaba alguna poesía, alguna carta.

12/4/91:
               ...Estoy contenta de haber reanudado un diálogo tan particular con vos, porque es una bella experiencia esta posibilidad de comunicarnos a distancia, en forma puramente espiritual  y obviando las cosas ingratas o desgastantes de una relación común y corriente.
Al contrario de la muchacha confundida que difama a su antiguo amor porque no respondió a sus expectativas, y a pesar de que sos “el perfecto blanco para que un solo gesto (¿mío?) te destruya”, quiero decirte que me alegro sinceramente al saber que estás bien, y guardo de tu persona el mejor de los recuerdos. Me quedé con lo mejor de vos, y pretendo darte lo mejor de mí. Yo también estoy en un buen momento, aprendiendo día a día a vivir aquí y ahora, a no angustiarme por lo que vendrá, ni martirizarme por lo que ya pasó. Viviendo, en una palabra.”

“...Desde que dejé de ser un ama de casa cuasi perfecta leo mucho más, no hay nada que me de más placer. A veces recuerdo tu departamento atestado de libros y siento una envidia nada sana, francamente. ¡Qué ironía! Si la nuestra no fuera una relación platónica podría leer tantos libros tuyos a cambio, por ejemplo, de un puchero cocinado por mí, incluidos unos choclos bien sazonados con manteca y sal, que vos comerías haciendo ruido y sacándote alguna que otra “barba” de entre los dientes con la uña del dedo meñique. Pero, en fin, mejor están así las cosas, y al menos tenemos la seguridad de que jamás nos vamos a pelear a causa del modo de apretar el tubo de dentífrico...”
“...Descubrí, entre mis muchos libros, uno que no había leído, o mejor dicho, que intenté leer sin poder pasar de la página ocho: El Castillo, de Kafka. Esta vez superé la marca y voy por la página setenta y seis. Ayer subrayé esta frase: “A quien uno ha olvidado puede llegar a conocer nuevamente”. Ahora imaginá un silencio, de esos que vos manejás tan bien...”
“Y bien, desde aquí, donde estoy “sentada en las vagas lindes de tu alma”, me despido hasta la próxima con un imaginario, impoluto y platónico beso.

                                           Renata”