Matilda vive en una isla del Delta desde que era una beba. Iba con su mamá en un viaje habitual en la lancha colectiva, antes de cumplir tres años; arrodillada sobre el asiento y mirando hacia el exterior formuló en voz alta una pregunta:
- Agua del río, ¿adónde vas?
La pregunta no fue hecha a su
madre, ni a otro adulto, ni siquiera a otro niño o niña. Le preguntó al río, y
esa pregunta la dijo en voz alta, pero quién sabe qué otros interrogantes se
formaron en su cabecita mientras veía correr las casas de la orilla, formarse
olas al paso de la lancha, oscilar los juncos en un vaivén armonioso hacia uno
y otro lado.
A los tres años la mayoría de
los chicos comienza a manifestar un ansia insaciable de saber el por qué de
todas las cosas. Sus interlocutores son los adultos más cercanos, en cuyas
respuestas confían, pero no siempre las obtienen de manera satisfactoria.
Probablemente los adultos no estén preparados para dar todas las respuestas,
pero mucho menos, para aceptar que, en ocasiones, no conocen la respuesta adecuada.
Responder “no sé” propiciaría una búsqueda conjunta, y también, una actitud
filosófica que fomentara el asombro y la pregunta como camino, más que la
necesidad de arribar a una respuesta que cierre el problema. Fomentar el
asombro enriquece la curiosidad del niño y lo entrena para continuar buscando
saber. El adulto que perdió su capacidad de asombro y su curiosidad responde “¡Dejame vivir!” al niño que lo acosa con sus preguntas. De esa
forma no hace sino truncar una capacidad aparentemente innata de filosofar. Y
es que la filosofía no resuelve los problemas sino que los crea.