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jueves, 30 de junio de 2022

DEMOLICIÓN

 

DEMOLICIÓN

¿Serán tiempo y espacio la misma cosa? Cuando decimos, por ejemplo, “estábamos en 1978”, ¿1978 era un lugar? Un lugar que ya no existe, desde luego, pero el tiempo resulta como esos paisajes cambiantes de dunas que se mueven por acción del viento, por eso es tan fácil perderse en un desierto de arena, todo igual y sin embargo, en movimiento constante, como el fluir del tiempo. Lo que se narra aquí sucedió no hace mucho; sin embargo, aunque fue un fenómeno en el que tiempo y espacio se confundieron, ningún medio de prensa, ni la radio, la televisión o las redes sociales hablaron una palabra del hecho. Por eso me veo obligada a contarlo.

Aquella mañana de invierno de 2018, del cráter que quedó en la esquina de Güemes y Oro salieron, como lava de una erupción volcánica, voces y figuras que estuvieron aprisionadas allí por más de cuarenta años. La primera arremetida de la topadora provocó un estruendo sordo. Cuando este se disipó y se levantó una nube de polvo empezaron a escucharse unos gritos ahogados, subterráneos. El operario de la máquina no los percibió, pero otros obreros y algún transeúnte curioso que se detuvo a mirar sí, y dieron la voz de alarma, porque creyeron que había personas atrapadas en ese edificio desocupado hacía meses. Se detuvo el trabajo, se dio cuenta a la policía y llegaron los bomberos con sus perros adiestrados para rescatar sobrevivientes entre los escombros. El operativo duró un par de horas, y aunque se repitieron las quejas y lamentos, no fue posible encontrar nada. Entre tareas de búsqueda y trámites burocráticos, se fue una jornada entera y la demolición quedó interrumpida hasta el día siguiente. Todo el mundo dejó la esquina, precintada con la usual cinta plástica de franjas oblicuas en el obligado amarillo con negro típico de la ciudad. El barrio volvió a su movimiento habitual, no demasiado agitado, especialmente después de las seis de la tarde en pleno invierno. El ruido y la acción están sobre la avenida Santa Fe, pero a una cuadra el tiempo retrocede a otras épocas. Un rato más  tarde cerraron los negocios de las inmediaciones, las familias se recogieron en sus departamentos. El tránsito sobre Fray Justo Santa María de Oro y Güemes era discreto, de manera que más de un desprevenido peatón que circulaba por la vereda escuchó lo que más temprano provocara la interrupción de la obra destructiva: quejidos de una mujer, sollozos vagos, gritos sofocados, alguna voz de auxilio tan débil que podía confundirse con una ráfaga de viento sobre las ramas de los plátanos. A más de uno se le erizó la espalda con aquellos sonidos, pero nadie tuvo el coraje de detenerse a investigar, ni siquiera una mujer que recordó otro momento espeluznante vivido a pocas cuadras de allí, en la esquina de Vidt y Paraguay, en el invierno de 1979: estaba cortada la luz en toda la zona cuando ella volvió de trabajar. En la oscuridad absoluta tanteaba el fondo de su bolso en busca de la llave para entrar al edificio donde vivía, y de pronto, unos alaridos desgarradores de mujer la dejaron atónita. Sin embargo, con el alivio de tener el llavero entre las manos, rápidamente abrió su puerta y a torpes zancadas subió por las escaleras, casi sin ver, hasta el quinto piso, sin querer entrometerse ni averiguar quién era aquella que gritaba, por qué, qué le estaban haciendo, tal vez algo habría hecho esa desgraciada, ¿a qué involucrarse en un asunto ajeno y desconocido? Ya dentro de su departamento aguzó la oreja pero no volvió a sentir gritos; aun así levantó la persiana y trató de ver hacia la calle: había un patrullero y uniformados con armas largas, se produjo un tumulto, luego el vehículo partió a toda velocidad y no vio ni escuchó nada más. Un rato después volvió la luz, de otros departamentos llegaba el sonido de la televisión, y todo fue nuevamente normal.

Hay espíritus errantes, pero no todos son de personas muertas; algunos pertenecen a muertos en vida, gente que quedó atrapada en un lugar o una situación que nunca pudo superar. Otros, aunque sus cuerpos siguen cumpliendo sus funciones orgánicas, aunque trabajan, estudian, crían hijos, van a conciertos, cambian de parejas, se mudan de casa, en fin, lo que hace cualquier persona común y corriente, una parte de su alma queda aprisionada en un punto especial del mundo, como puede ser la esquina de Güemes y Oro, en el barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires. En los últimos años funcionó allí un hostal, (peor llamado “jóstel”) de esos que albergan a turistas de cualquier lugar de Europa o Latinoamérica, los típicos viajeros que gastan poco dinero en alojamiento en su recorrida por el país. Casas señoriales en antiguos barrios como San Telmo, o como esta de la esquina de Güemes y Oro, a una cuadra de Santa Fe y de lo que ahora se conoce como el Polo científico, sobre Godoy Cruz. Desde su construcción, a principios del siglo XX, fue propiedad de una familia aristocrática de la que poco se sabe. Lo que sí es seguro que sus primeros habitantes, en la decadencia de sus privilegios y su consiguiente empobrecimiento, debieron malvenderla, o tal vez fuera a remate. Pero en la década del ’70 cumplía otra función esa casa señorial: cobijaba a un grupo un tanto esotérico, mezcla de secta y organización política que llevaba el nombre de uno de sus integrantes más destacados, cuya inicial era la D. Ya en 2018, un intendente más interesado en los negocios inmobiliarios de sus amigos que en gobernar para el pueblo, la mandó a demoler.

Un chico cartonero, Braian, pasó por la demolición mucho más tarde y también escuchó unas quejas y sollozos de mujer, acomodó los cartones en su carrito y se acercó sin ver nada. Un remolino de viento le trajo hasta sus pies un papel, y bajo la luminaria callejera vio que era un pasaje de ómnibus: San Juan – Buenos Aires, 16 de julio de 1978. Ni siquiera su papá había nacido para esa fecha, pero recordó que su abuelo le había hablado del Mundial de fútbol ’78, y por supuesto, él había visto imágenes de los partidos de Argentina. Siguió su recorrido juntando cartones; caminó hasta Godoy Cruz y al llegar a Santa Fe, como otras veces, le regalaron unas porciones de pizza que guardó para compartir con su mamá y sus hermanos que andaban cerca haciendo su trabajo. Dio la vuelta a la manzana y volvió a la esquina de Güemes y Oro, y se sentó a descansar en la escalera de mármol a la entrada de la casa semiderruida. Ahora la voz susurrante de mujer provenía del sótano de la casa. Se acostó boca abajo sobre la vereda y trató de ver por unos ventiluces, pero estaba tan oscuro que nada podía distinguir. La voz, ahora más nítida, comenzó hablarle:

-¡Necesito salir de aquí! ¡Yo viví en esta casa unos meses, vine a Buenos Aires por unos días pero me quedé para siempre!

El muchacho, al principio asustado, carraspeó un poco como para demostrar que estaba ahí, dispuesto a escuchar.

-Hice un viaje de diecinueve horas en ómnibus. Recuerdo el paso por Campo de Mayo en plena oscuridad, daba miedo. Más tarde, en la ciudad, pasé por una avenida en medio de un operativo militar y al costado del cordón había un cuerpo tirado. Tuve miedo, pero quería conocer Buenos Aires, visitar a mi hermana y mis sobrinos que vivían aquí hacía unos meses. Mi idea era estar unos días y ver la posibilidad de radicarme también acá, pero no estaba decidida.

-¿Cómo te puedo ayudar a salir de ahí? – preguntó el pibe. -¿Llamo a la policía?

-No. Ya vinieron más  temprano, y también los bomberos, pero es que no es mi cuerpo el que está aquí: soy un espíritu, un fantasma, nunca pude salir de esta casa.

Entonces Braian sintió miedo, pero se animó a preguntar:

-¿Estás… muerta?

-No… no lo sé. Cuando llegué a Buenos Aires las calles estaban alfombradas de papelitos del Mundial. Yo vine con mi resto de libertad, pero me la robaron en esta casa.

La conversación se interrumpió cuando llegaron los hermanitos cartoneros con la madre y le pidieron al mayor que les diera de la pizza que había guardado. Se reunieron todos y luego de comer, se fueron con sus carros cargados de cartones y una variedad de objetos que habían recogido por las calles y veredas. Entonces la voz se transformó en sollozos nuevamente. Un gato que cruzaba raudamente detrás de una rata se espantó al oírlos y huyó. Desde un balcón vecino un perro ladraba con el lomo erizado.

La mañana siguiente continuaron los trabajos de demolición; todos los obreros tenían puestos tapones en los oídos, no sólo para protegerse del estruendo, sino para no volver a escuchar gritos ni llantos de fantasmas, sin saberlo eran como los hombres de Odiseo que atravesaban los dominios de las sirenas… Pero las voces salían de entre los ladrillos y baldosas blancas y negras. Cuando cayeron las paredes de la casa quedó el hueco desnudo de la esquina. Sobre la medianera, a la altura del primer piso, sus últimos ocupantes habían pintado una tosca imagen de Buda que ahora quedaba expuesta. Al día siguiente una pala mecánica juntó los escombros y se llenaron varios contenedores; algunos vecinos se llevaron fragmentos de balaustrada o baldosas sanas, materiales costosos de otra época. Se trabajó febrilmente hasta pasadas las cuatro de la tarde, y luego quedó todo en silencio, pero ahora la ausencia de la casa era tan ostensible, monstruosa, que a más de un vecino le rodó una lágrima por la mejilla. En cuanto el sol se ocultó empezó a correr un viento que se arremolinaba en la esquina levantando polvo de la demolición, pero también una lluvia de papelitos, como aquellos del Mundial ’78. La calle quedó cubierta de ellos y se empezaron a escuchar nuevos ruidos: además de los quejidos humanos y llantos de mujer, un rugido de muchedumbre futbolera, gritos, alguna carcajada.

Por la noche volvió Braian; el fantasma lo reconoció, llamándolo con un grito ahogado. Ya no había ventiluces que conectaran con el sótano, todo era un hueco profundo, pero la voz surgía indistintamente desde varios rincones del nuevo baldío.

-¡Necesito hablar, por favor!

El pibe se detuvo.

-Estábamos en dictadura cuando yo vine a vivir aquí. Secuestraban y mataban compañeros. Los milicos. Y nosotros corríamos peligro, por eso aquí nos reuníamos como si fuera un centro cultural, o algo así. En realidad militábamos, pero había jerarquías. Y yo estaba en el último rango de una organización verticalista y rígida. Por eso mi propia hermana, que estaba un poco por encima, me presionó y me obligó a quedarme aquí: ella necesitaba que le cuidara los nenes. Y también necesitaba dinero, por eso me convenció de retirar de la Caja de Ahorros lo único que tenía: diez mil pesos, con los que pensaba volver a San Juan y pagar una deuda que tenía allá. Nada le importó, no pensó en que yo debía buscarme un trabajo, seguir estudiando, nada. Mi deber militante era contribuir a la militancia de ella, ¿entendés? ¡Ser su niñera gratis!

-No, la verdad, no entiendo, pero me parece que tu hermana era bastante… Pero vos, ¿por qué le obedecías?

-Porque las cosas funcionaban así, había que hacer caso de la autoridad, no se podía cuestionar porque si no, quedabas afuera. Y ¿adónde podía ir yo con veinte años, provinciana, sin conocer a nadie en este monstruo de ciudad?

-Podías laburar de cartonera…

La ocurrencia hizo reír a la mujer fantasma. Y la risa fue creciendo en carcajadas, entonces el fantasma tomó cuerpo, se volvió un ser real. Para asombro del pibe, ella se acercó, le dio un beso y salió caminando hacia Santa Fe, por allí caminó unas cuadras y cuando se cansó subió a un colectivo hasta perderse quién sabe por qué rincón de Buenos Aires.

La demolición continuó hasta que de la antigua casa señorial no quedaron más que polvo y cascotes. Pero Braian seguía pasando todas las noches, no podía dejar de trabajar, y se le hizo costumbre descansar en esa esquina. Así fue que conoció a dos fantasmas risueños que también lograron liberarse y salir: el Negro Maciel y Omar Porto. Le contaron que en 1978 estuvieron aislados en una habitación de la terraza porque se contagiaron de tuberculosis. El Negro tenía familia, dos niños chiquitos, pero Omar no, era soltero, fumaba mucho y tenía los dientes más que amarillos, color marrón de tanta nicotina, pero también porque era de un lugar de La Pampa en el que el agua manchaba los dientes.

- La piba esa que se fue anoche estaba buena… yo la miraba de lejos porque debía mantenerme aislado, pero ella vivía en otra dependencia de la terraza. La hermana me tenía vigilado y no me dejaba ni hablarle.

- Bueno, a vos te gustaban todas, dijo el Negro Maciel.

- Che, Negro, yo creo que ya nos curamos de la  tuberculosis, ¿qué te parece si nos las tomamos?

También ellos abandonaron su apariencia de fantasmas etéreos y se corporizaron. Saltaron del hueco a la vereda y se fueron caminando, riendo a carcajadas y se perdieron en la oscuridad. Luego surgieron tres fantasmas tan densos que, por más que Braian quiso seguir andando para reunirse con su familia, sintió un peso enorme que lo retenía en el piso, como si sus pies pesaran toneladas; era como esos sueños en que uno quiere moverse, correr, pero está clavado en el mismo lugar. Sintió miedo; los tres fantasmas lo rodearon y pudo ver sus rostros: eran jóvenes, parecían de alrededor de treinta años. Conversaban entre ellos y así pudo saber sus nombres: Simón, Rubén y Demetrio. Hablaban de una reunión en la sede de la Unión Obrera Metalúrgica, con Lorenzo Miguel. Braian se animó a preguntar quién era ese. Simón le contó que era un sindicalista muy importante al que había que acercarse para tener un lugar de poder. Perón había muerto, pero el proyecto debía continuar. Su jefe los envió a esa reunión, pero al salir de allí fueron secuestrados y luego sus cuerpos se encontraron calcinados dentro de un Ford Falcon, en el Parque Centenario. Cuando el chico recobró algo de presencia de ánimo preguntó: ¿Entonces ustedes sí… están muertos? El semblante de los tres fantasmas fue suficiente para saber la respuesta. Lloraban… nombraban a sus hijos chiquitos…

- Nunca se investigó nuestra muerte.

- Los compañeros no podían hablar del tema, era tabú.

- No se sabe a ciencia cierta quién nos mandó a matar.

El pibe sintió mucha lástima, ya no miedo. Pudo moverse entonces, estiró las piernas, respiró profundamente el aire invernal. Entonces los fantasmas se elevaron, le dijeron adiós y se fueron en dirección al Río de la Plata, donde están sus nombres inscriptos en el Muro de la memoria.

Noche tras noche el pibe cartonero fue como un médium que ayudaba a liberar fantasmas. Así sucedió con los de Nilda y Víctor, dos jóvenes que integraban aquella organización de los 70 y que, pese a las restricciones y autorrepresiones que se imponían allí (las parejas debían contar con la aprobación de la plana directiva) ellos se las arreglaron para unirse. Como si fuera una proyección en una pantalla, reapareció la destruida escalera con balaustrada de madera torneada. En un momento en que Víctor subía, Nilda bajó atropelladamente de manera que se cayó, rodó y él tuvo que atajarla para que no se rompiera la cara. Como en una película quedaron abrazados en el rellano y no pudieron evitar el beso. Desde el primer piso una mirada admonitoria los observaba. Pero ellos pudieron dar ese salto hacia la realidad, bajaron, la escalera y todo lo espectral se diluyó, y tomados de la mano, se fueron camino del Sur. 

Miedo, pero mucho miedo, sintió Braian una noche en que surgió un verdadero demonio, desde lo más profundo del subsuelo, entre vapores húmedos y olor a podredumbre. Unas ratas salieron chillando, aterrorizadas, cuando apareció el fantasma de Miguel Ó., un ser esquelético de ojos saltones y sonrisa sardónica. Ese no estaba muerto, qué va: era el mismísimo Director de Arquitectura y Planeamiento Urbano de la ciudad de Buenos Aires que había firmado de puño y letra la autorización para demoler la casona de Oro y Güemes. Pero se había quedado aprisionado allí durante años, por traidor. Sobre la pared desnuda de la antigua casa se vio proyectado  un episodio de muchas décadas atrás, en el que este personaje ordenaba a una compañera recién llegada del interior, que no conocía la ciudad, a llevarle un mensaje a su hermana desde la Plaza de Mayo hasta Flores, en la calle Rivera Indarte y Rivadavia.

- ¿Y cómo voy? Preguntó ella.

- Ah, no sé, averiguá. ¿Vos querés hacer la revolución? Arreglátelas…

- Pero… no conozco, tengo miedo de perderme…

- Vos no te podés perder, mirá que fuera de esta organización te va a ir muy mal…

Luego, como en otro cuadro de la película se veía a los mismos personajes pero navegando en un velero por el Paraná de las Palmas. Miguel Ó. daba instrucciones a los tripulantes:

- ¡Echar bordo a estribor! ¡Izar foque! ¡Cuidado con la botavara!

Al timón iba la compañera que tuvo que arreglárselas para hacerle un mandado personal al capitán de la embarcación, y aunque no fue intencional, al hacer la maniobra que el tipo ordenaba cortó una ola del río y levantó una lengua de agua que dio en la cara de Miguel Ó., tan fría que lo dejó sin respiración un instante, y sin habla, para jolgorio del resto de los tripulantes.

Con el paso de los años, este que pintaba para gran cuadro dirigente se cambió de bando y se puso a trabajar con los enemigos del pueblo, los que se entregaron en cuerpo y alma al neoliberalismo más cruel que dejó en la miseria a tantas familias, como la de Braian. Éste ya no sintió miedo por el demonio Miguel Ó., más bien sintió asco. Por eso no quiso ayudarlo a corporizarse: cuando el fantasma le tendió la mano para poder salir del pozo, él salió corriendo y gritó: ¡Andá, pudrite! Se abrió la tierra en la esquina de Güemes y Oro, se vio un abismo de magma ardiendo, y Miguel Ó. cayó con un alarido. Tal vez si hubiera pronunciado la palabra "perdón”, quién sabe, habría podido liberarse.

La siguiente noche apareció Fabricio V., un fantasmita alegre, casi de la misma edad que Braian. “¿Por qué estás aquí?” preguntó este. “¡Por gil!”, contestó el otro. Como me pasó al día siguiente del golpe de 1976: en lugar de irme a mi provincia, o quedarme guardado en mi casa, o en lo de algún compañero, me fui a ver qué pasaba al local del partido. Estaba lleno de milicos en medio de un allanamiento; me agarraron de las pestañas y me metieron en un carro celular. Estuve preso un año, y la saqué barata porque me liberaron. Otros compañeros estuvieron cinco años adentro, y otros desaparecieron.

Como en La invención de Morel, cada noche Braian veía una fantasmagórica proyección, un fragmento de vidas antiguas. Esa noche vio a Fabricio V. en una isla del canal Honda y Hambrientos corriendo detrás de un enorme bagre que saltaba entre charcos que quedaron luego de una marea, intentando volver al río. A los gritos, Fabricio pretendía agarrarlo entre sus brazos, pero el pez se le soltaba y finalmente logró escaparse. Había chicas y muchachos paleando barro, dando forma a una dársena donde se guardaban las embarcaciones del grupo que pasaba por club náutico en plena dictadura, pero que supuestamente formaba cuadros para, algún día, tomar el poder… Braian habría querido que Fabricio no se corporizara para salir de su prisión porque podía hacerse su amigo, pero fue generoso, le tendió la mano y lo ayudó a saltar del pozo horrible que dejó la demolición. Se abrazaron y Fabricio se perdió entre las calles de Palermo.

Con la salida de los fantasmas se iban apagando las voces que se escucharon al principio de la demolición. Quedaban cada vez menos en los rincones ocultos y profundos del pozo donde estuvo alguna vez la antigua casona. Los de las personas ya muertas eran pesados, grises, de una tristeza densa. Los de quienes aún estaban vivos mostraban alegría por liberarse, como si su existencia hubiera estado en suspenso. Silvia, que se hizo monja pero había estado enamorada de un ex marino, Marta, la hermana del sacerdote asesinado por ser peronista, Carlos, el cantante de ópera, Eduardo, el cordobés descendiente de friulanos que ponía a rezar a todo el mundo en la isla del Delta, Alberto, el que se hundió con la lancha incendiada pero se salvó, noche a noche iban saliendo ayudados por Braian, el cartonero.

Cuando llegó la primavera empezaron los trabajos de construcción de un edificio de incontables pisos y departamentos, promocionados por una inmobiliaria y con precios altísimos en dólares. La esquina fue vallada con una empalizada que ocultó el hueco, y cuando Braian pasaba por las noches ya no se podía acercar a charlar con sus fantasmas amigos (si es que alguno quedaba) para ayudarles a salir al mundo real, actual. Luego de mucho recorrer las calles levantando cartones y acomodándolos en su carro, y juntando otros objetos que podían ser útiles, una noche en que su mamá y sus hermanos no salieron, se le hizo muy tarde para volver a su casa en el conurbano. Estaba muy cansado, comió unas empanadas que le dieron en la pizzería de Santa Fe y Godoy Cruz, y se acomodó para descansar cerca de la nueva obra en construcción. Se quedó dormido. Por la mañana despertó sobresaltado escuchando unos gritos furiosos, al principio no se dio cuenta de que iban dirigidos a él. Cuando tuvo bien abiertos los ojos vio la cara del mismísimo Miguel Ó., el demonio que se había hundido en lo más profundo del pozo. Vestido con una camisa blanca y corbata y una campera de gamuza, vociferaba: “¡Vamos, vamos, fuera de aquí, pibe! ¡Tomátelas! Aquí la gente tiene que trabajar, vamos, fuera con ese carro lleno de porquerías, y que no te vuelva a ver por este lado”.


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