miércoles, 3 de agosto de 2011

VOLVER A LOS 34...




Tenía 34 años, cuatro hijos pequeños, trabajaba y los educaba con la ayuda de su tía y de una chica que trabajaba en casa, (de quien algún día contaré su historia, porque fue un fenomenal caso de voluntad de superación) y además, en lo más  furioso del menemismo, pretendía militar, escribir, hacer algo por cambiar la realidad. Fue difícil mantener las convicciones en aquella época, seguir siendo idealista aunque eso no cotizara en el mercado. Hace exactamente veinte años escribí lo que sigue:


EL HILO TIENE DOS PUNTAS

                                              
Hoy no puedo escribir acerca de otra cosa que no sea mi imposibilidad de escribir. Me pregunto cuál es el mecanismo que pone en funcionamiento la necesidad física de escribir? ¿Por qué a veces las ideas se presentan ordenadamente hilvanadas y la lapicera corre ágilmente sobre los renglones dando como resultado algo, si no bello, al menos coherente? ¿Por qué otras veces me asaltan como fogonazos inconexos otras ideas que no alcanzan para armar una unidad?  Estoy en un momento de esos. Se me ocurre ver a Vicente como un Quijote frente a Ginés de Pasamonte y los condenados a galeras; me conmueve su deseo insatisfecho de servir a sus cuatro hijas sentadas alrededor de una misma mesa. Escucho “Volver a los diecisiete” por Mercedes Sosa y siento un estremecimiento. Se me antoja pensar que, según lo poco que mi rudimentario cerebro puede alcanzar a rasguñar de la teoría de la relatividad, si la materia pudiera desplazarse a la velocidad de la luz se transformaría en energía, tal vez lo que conocemos como energía (la luz, la electricidad) podría ser materia transformada, tal vez la luz que veo sea un ser, o miles, millones de seres con espíritu que se manifiestan en forma de luz, pero que llenan el espacio de una presencia silenciosa, y sería interesante descubrir la forma de entrar en comunicación con ellos.
¿Cómo hacer para poner conscientemente en funcionamiento ese mecanismo y no esperar que la bronca, o el éxtasis amoroso, o la lectura de un texto me predispongan para escribir? Primera punta del hilo: (alguien podrá exclamar ¨chocolate por la noticia”) el acto de escribir tiene relación directa con lo afectivo. Claro, pero no se está permanentemente con los afectos exacerbados y a flor de piel. No se está permanentemente melancólica, angustiada, enamorada, excitada, enojada, alegre. ¿Cómo hacen los escritores con carnet para sentarse todos los días a escribir metódicamente? Y si pudiera saberlo, ¿me serviría como una receta magistral? A esta altura creo que no, que yo debo buscar mi fórmula, y no por una cuestión de soberbia, sino de autoconocimiento y de aprendizaje, si es que quiero poner en obra mis fantasías de escritora. Tal vez para ese muchachito de anteojos y pelo largo que suele mirarme con cara de Edipo mal resuelto sería sencillo probando con alucinógenos, lo cual para mí, toda una madre de familia que sólo en casos extremos suministra antibióticos a sus hijos y cura los propios dolores con apenas una bayaspirina muy de tarde en tarde, suena sencillamente horroroso.

También puede ser que no quiero hoy ciertos estímulos ya conocidos, verbigracia, alguna canción de Silvio Rodríguez, porque ya sé que derivan en una melancolía estéril. Entonces, ¿qué hacer? Las opciones que se presentan son escasas: irme a dormir (ya es pasada la medianoche y me espera una jornada de mucho trabajo), o bien caminar hasta la cocina, calentar agua y tomar unos buenos mates amargos, lo que, además, me permitiría estirar las piernas que ya tengo un punto menos que acalambradas, y hacer una de esas contorsiones con las que creo acomodar mis pobres vértebras escolióticas (¡al menos inventé una palabra!) o bien ponerme a leer alguno de los libros que me ha prestado mi buen amigo Pablo. He optado finalmente por los mates, y continúo. Me asaltan de improviso unos versos de Lugones: “Érase una caverna de agua sombría el cielo; / El trueno a la distancia rodaba su peñón”.  Ha comenzado a llover, y si volviera a los diecisiete la lluvia me inspiraría alguna sentida cursilería. Pero nada; la lluvia, desde hace trece años no es más que una odiosa rutina que me estropea los lavados y me retrasa los planchados. La lluvia tiene otro significado antes de los veinte años y en San Juan, o en La Rioja.

“Y en los profundos campos silbaba la perdiz”. Sí, vivir en Hurlingham es como vivir en el campo. Pero aquí no se escuchan silbos de gallináceas sino motores de aviones de variado porte que aterrizan en la base aérea de Palomar. Bocinas de trenes. Gritos de niños. Discusiones y rotura de vidrios en el conventillo de la cuadra. Algún tiro lejano. Sirenas de policía, de bomberos. Aquí no hay profundos campos. Lo más hondo que puede notarse es la diferencia entre los chalets de la gente adinerada y las villas que bordean las vías del San Martín o el Río Reconquista. Yo me siento como si estuviera en el medio, escribiendo cosas que no llegarán ni a los habitantes de fastuosas casas ni a los de casillas de chapa. ¿O será que me apego demasiado a antiguos esquemas? ¿Será que los ando extrañando porque no puedo tragarme el cuento del fin de la historia, de la muerte de las ideologías y todos esos eufemismos que utilizan los que tienen el poder para justificar la forma lenta pero terrorífica conque quieren diezmarnos? Los que tienen el poder. La toma del poder. La actualización doctrinaria. El trasvasamiento generacional. Me acuerdo. Eran cosas con las que yo, supuestamente, tenía que ver, y en un plazo no muy largo. Tenía diecisiete años, la mitad de los que tengo. Mi poder ahora es cada día más limitado.

A veces me siento como una cucaracha que va adaptándose al medio y sus condiciones, a las diferentes formas de exterminio. Y lo que quedó de la generación que precede a la mía ha naufragado en un mar de politiquería, conflictos existenciales, corrupción, dólares, desilusión, nostalgia, traición. Todo lo que un Enrique Pinti podría describir arrancando carcajadas. Antes éramos idealistas pero solemnes. Hemos perdido la solemnidad, hemos aprendido a cultivar el humor, pero somos unos carneros incapaces de jugarnos por nada. Jugamos, eso sí: al Quini 6, al Loto, Prode, Súbito, tapitas de Pepsi. Hay que salvarse.
Jugarse, salvarse. En tantas y tan largas reuniones sahumadas con Particulares 30, ¿no aprendimos que individualmente no se puede?
Intuyo que me voy orientando para encontrar la otra punta del hilo. Poder escribir, tener tema, tener constancia, tiene que ver con lo afectivo, y los afectos suponen compromiso.
Comprometerme con la realidad, pero no la de los informativos. La realidad subterránea, vibrante, clamorosa, para cuya captación no sólo es necesario entrenar la lapicera, sino ahondar la mirada, aguzar el oído, tender las manos.




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