- La única habitación libre en todo el hotel es la que tuve que alquilar: una con cama matrimonial...
Ella sonrió e hizo un gesto de fingida resignación.
- Una lapicera – aclaró él – dibujamos una línea en el medio, y cada uno duerme sin pasarse del límite.
Rieron los dos. El mozo se acercó y ordenaron el postre.
- ¿Qué será de nosotros? – preguntó el hombre, como pensando en voz alta. Ella no contestó. Arduas luchas interiores le habían costado este primer encuentro que sería íntimo, peleas con sus miedos y sus prejuicios. Cuando admitió en su fuero interno que este hombre tan buen mozo y seductor la atraía incluso desde antes de conocerlo, comenzó a preguntarse qué ocurriría si llegaban a la instancia del acercamiento físico. Porque no era cuestión de entregarse a sentir libremente sin previo análisis: era necesario conflictuarse, adelantarse a los acontecimientos y temer el fracaso, y hasta ir más allá en el tiempo anticipando lo que por imperio de la lógica podría ocurrir: que él, más de veinte años mayor, muriese primero. Entonces el horror al sufrimiento la hacía desistir de todo intento de amor. Y sin embargo, subterráneamente, sin pedir permiso y desoyendo cerebrales especulaciones, los sentimientos seguían su impetuoso curso, hasta llevarla a este instante en que él se preguntaba - y le pedía tal vez una respuesta, a ella que estaba muerta de miedo pero decidida a no respetar la línea hecha con lapicera en la mitad de la cama -; no, ella no podía responder qué sería de los dos en un futuro. En cambio le sostuvo la mirada, firme, dulcemente.
Salieron a la calle y partieron en el auto hacia el parque. La siesta estaba soleada pero fría. Él detuvo el coche bajo la sombra de los jacarandáes. La mujer pensó que tal vez irían al Museo; descartó el Zoológico por considerarlo anacrónico y pueril. ¿ Darían un paseo a pie por los jardines, rodeos previos al abordaje del hotel? Le pareció de mal gusto que él intentara acercarse allí, dentro del auto y a plena luz del día. Era consciente de que con su aspecto de abuelo, sus canas y su calva no daría una buena imagen besándose con ella, que bien podía pasar por su hija. Pero luego se reprochó haber temido tal cosa: él no hubiera sido tan impertinente. Simplemente conversaron. Él le anunció que la dejaría en el hotel a fin de que se instalara cómodamente, y mientras tanto iría a visitar a un hermano a quien no veía desde hacía unos meses.
A mi regreso estarás desnuda esperándome en la cama – soltó luego con desenfado. Y aun agregó:
- Desnuda y feliz.
No cabían dudas de que era un personaje. Aquellas bromas eran muestra de una autoestima a toda prueba, o de temores disfrazados. Puso en marcha nuevamente el auto y partieron por esas diagonales arboladas que él conocía tan bien. La ciudad fue su residencia estudiantil; más tarde, durante el primer gobierno de Perón, comenzó a trabajar en alguna repartición pública de la que tuvo que irse por no obedecer la imposición del luto por Evita. La mujer escuchaba sus relatos con interés, y sacaba la cuenta de los años que faltaban para que ella naciera cuando él se recibió de abogado.
-Yo estuve de acuerdo con la obra del gobierno peronista en la primera época. Pero el duelo por decreto me pareció una aberración.
Luego pasaron por la casa que fue de Ricardo Balbín. A propósito él recordó cómo estuvo a punto de ir preso, cuando demandó a Onganía luego del golpe militar del ’66, por haber violado la Constitución. Tenía más de treinta años; ella, nueve. De haber vivido en el mismo lugar quizá se habrían cruzado en la calle un día cualquiera. Ella no podía dejar de imaginar el cuadro: tomada de la mano de su mamá, o de su papá, con esos zapatos abrochados al costado que se pelaban en la punta de tanto correr o arrastrarse por el suelo, pasando sin ver a un señor grande de traje y corbata con un maletín en la mano, que tampoco reparaba en esa mocosa insignificante. En esos años habría provocado escándalo una relación amorosa semejante: una criatura impúber y un señor maduro. ¡Qué loca es la vida, y los cambios que provoca el transcurrir del tiempo!
- ¿En qué piensas? – preguntó suavemente el hombre.
- En nosotros – respondió ambiguamente ella. Con imprecisión entreveía, mirando hacia el futuro en su imaginación, a un anciano declinante, portador de cualquiera de las indignidades que conlleva la vejez: la pérdida de la memoria, la falta de control sobre ciertas funciones orgánicas, la adquisición de efluvios acres a través de la piel o el aliento. Recordó a su propio padre, dueño ya de tales síntomas y se vio a sí misma, en pleno climaterio, teniendo que hacerse cargo de otro viejo decrépito. Nuevamente acudieron los reproches a su mente. Una mezcla de enojo y lástima por su propia miseria.
Ya no creías que hubiera un “príncipe azul”, cuando él apareció. Pero, desgraciada, no podrás librarte del sufrimiento. Tu hombre es perfecto, pero no podrás vivir sin el temor de perderlo, porque por una ley natural es muy posible que él muera antes, con los más de veinte años que te aventaja en la vida. Así es que, perfecto y todo, se te puede morir. ¿Cuál es la alternativa? No afrontar el desafío de amarlo hoy, no animarte a ser feliz hoy, dejarlo ir. Una enorme estupidez, una cobardía imperdonable.
El precio de ser feliz hoy es tu posible sufrimiento futuro.
Al fin llegaron al hotel. Él se había registrado el día anterior; ella tuvo que hacerlo sintiendo las mal disimuladas miradas burlonas de los empleados. Pensarían esos estúpidos que el hombre era un tipo de plata, y ella, una aprovechadora. El cadete que los acompañó cargando los bolsos se mostró empalagosamente simpático, y recibió una propina generosa.
El hombre cerró la puerta con llave y como un buen anfitrión le mostró la pieza: un pequeño pasillo, el baño a la derecha; después, dos sillones mullidos alrededor de una mesita de vidrio; un televisor, detrás, el ventanal amplio desde el que se veía la catedral, y en el lado opuesto, la cama, ese ámbito donde quién sabe qué dulzuras, qué tensiones acaecerían un rato más tarde. Discreto y galante, con esa caballerosidad que a ella cautivaba dijo:
- Ponte cómoda, yo ya vengo. – y la besó. Ella lo rodeó con sus brazos.
- ¿Qué me vas a hacer? – preguntó él, fingiendo susto.
- Nada que no quieras – respondió la mujer.
Si él hubiera sido espontáneo, se habría quedado allí y habría probado qué cosas le hacía. Pero se desprendió del abrazo y salió. Al fin y al cabo, ahora o más tarde, sería.
Ella guardó su ropa, se desvistió, se dio un baño caliente y se metió en la cama. El silencio era perfecto para dormir. Apenas estaba conciliando el sueño cuando escuchó el ruido de la llave abriendo la puerta, y entonces el corazón se le desbocó. Ya no quedaba margen, él estaba de vuelta allí.
- No encontré a mi hermano. Saludé a mi cuñada y me vine.
Comenzó a cantar: "Strangers in the night", en inglés. Fue al baño. Ella lo oía y la ternura le iba ganando el corazón. Ese añorado bullicio de hombre contento que canta frente al espejo mientras se lava. Lo vio salir en calzoncillo, alto y delgado, blanco como un fantasma. Se disipó su vejez, el cuerpo erguido, las piernas firmes, fibrosas. Dejó prolijamente la ropa sobre una silla y vino a meterse en la cama, tiritando. Como si no hubiera hecho otra cosa en su vida se abrazó a ella, que estaba con una tibieza de horno entre las sábanas. De pronto la soltó y se incorporó de un respingo. Sentado metió la mano debajo de la almohada. Ella, desconcertada lo vio sacar un pijama con dibujos búlgaros, hacerlo un bollo con las dos manos y frotarlo hasta dejarlo completamente arrugado.
- Esto, para que crean que lo usé – explicó.
Los dos rieron a carcajadas y el pijama voló lejos. Y fue el antiguo preludio, el juego eterno, el fuego eterno. ¿Treinta años de diferencia? Tal vez en los recuerdos, en las formas. Sólo un rato después la emoción, el masculino temor de fallar jugaron la mala pasada. No fue tan vulgar de intentar justificarse, ni mentir que nunca le ocurrió. Todavía bromeó:
- ¡Quel fracas! -
Por toda respuesta ella lo atrajo hacia su pecho y le acarició la cara, las orejas. Se durmieron como si ya llevaran años juntos. Al despertar ninguno de los dos intentó reiniciar el juego. Ella no quiso tomar la iniciativa para evitar que su compañero se sintiera presionado, pero no dejó de pensar que si hubiese sido un joven impetuoso habrían hecho el amor como se debe.
Salieron un rato más tarde. En el cine él la abrazó; con sus dedos le rozaba el seno, el cuello, la oreja. Prometía una noche de gran erotismo.
Cenaron en un bello lugar, íntimo y cálido, lleno de plantas y madera en el piso, en el techo, en las paredes. No dejaban de conversar y de reírse.
- ¿Por qué no te conocí unos años antes? – preguntó él, y ella pensó que se dedicaba a hacer preguntas imposibles de responder. Unos años antes ambos estaban casados con otra persona. “¿Le habrá sido infiel a su mujer y por eso no tiene en cuenta que unos años antes esto habría sido imposible?”
Volvieron al hotel caminando, tomados del brazo. Él no paraba de contarle sus recuerdos de juventud en La Plata. Por suerte ella, a pesar de ser mucho menor, tenía memoria desde muy chiquitita y nada de lo que escuchaba le resultaba ajeno o falto de interés.
Retiraron su llave en la recepción del hotel. En el ascensor se besaron, y siguieron besándose al entrar en la habitación. Ella fue al baño. Cuando salió, él estaba sentado en uno de los sillones, en actitud distendida. La mujer se le acercó y se acurrucó sobre sus piernas, recostando la cabeza sobre su pecho.
- Amenaza de felicidad – susurró el hombre, en ese estilo de hablar para sí que ella empezaba a conocer.
Lo que siguió no es necesario que sea contado.
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