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miércoles, 23 de noviembre de 2022
continuación del capítulo 7
- Así que cumplí con la Difuntita, le recé un poco y le prendí una vela, porque agua no tenía de dónde sacar, y le pedí por favor que me dejara continuar el viaje. Y así fue, pues. Unos gendarmes me acercaron después hasta donde dejé la camioneta, me subí y enseguida arrancó la muy desgraciada. Desde entonces, nunca dejo de entrar a ver a la Difunta, si no se ofende y se las cobra...
Siendo chiquito el sitio me aterraba, aun de día. Pero mi madre logró que perdiera el miedo, pues por cada travesura me amenazaba con dejarme solo en el Arroyo “la próxima vez”. Como nunca llegó el castigo, concluí con lógica infantil en que yo debía ser el propio Mandinga.
jueves, 10 de noviembre de 2022
DE FRANCO LUCIANI AL ALLEGRO DI FIOCCO
domingo, 30 de octubre de 2022
JÁLOGÜIN 1983
jueves, 30 de junio de 2022
DEMOLICIÓN
DEMOLICIÓN
¿Serán tiempo y espacio la misma cosa? Cuando decimos, por ejemplo,
“estábamos en 1978”, ¿1978 era un lugar? Un lugar que ya no existe, desde
luego, pero el tiempo resulta como esos paisajes cambiantes de dunas que se
mueven por acción del viento, por eso es tan fácil perderse en un desierto
de arena, todo igual y sin embargo, en movimiento constante, como el fluir
del tiempo. Lo que se narra aquí sucedió no hace mucho; sin embargo, aunque
fue un fenómeno en el que tiempo y espacio se confundieron, ningún medio de
prensa, ni la radio, la televisión o las redes sociales hablaron una palabra
del hecho. Por eso me veo obligada a contarlo.
Aquella mañana de invierno de 2018, del cráter que quedó en la esquina de
Güemes y Oro salieron, como lava de una erupción volcánica, voces y
figuras que estuvieron aprisionadas allí por más de cuarenta años. La
primera arremetida de la topadora provocó un estruendo sordo. Cuando este se
disipó y se levantó una nube de polvo empezaron a escucharse unos gritos
ahogados, subterráneos. El operario de la máquina no los percibió, pero
otros obreros y algún transeúnte curioso que se detuvo a mirar sí, y dieron
la voz de alarma, porque creyeron que había personas atrapadas en ese
edificio desocupado hacía meses. Se detuvo el trabajo, se dio cuenta a la
policía y llegaron los bomberos con sus perros adiestrados para rescatar
sobrevivientes entre los escombros. El operativo duró un par de horas, y
aunque se repitieron las quejas y lamentos, no fue posible encontrar nada.
Entre tareas de búsqueda y trámites burocráticos, se fue una jornada entera
y la demolición quedó interrumpida hasta el día siguiente. Todo el mundo
dejó la esquina, precintada con la usual cinta plástica de franjas oblicuas
en el obligado amarillo con negro típico de la ciudad. El barrio volvió a su
movimiento habitual, no demasiado agitado, especialmente después de las seis
de la tarde en pleno invierno. El ruido y la acción están sobre la avenida
Santa Fe, pero a una cuadra el tiempo retrocede a otras épocas. Un rato
más tarde cerraron los
negocios de las inmediaciones, las familias se recogieron en sus
departamentos. El tránsito sobre Fray Justo Santa María de Oro y Güemes era
discreto, de manera que más de un desprevenido peatón que circulaba por la
vereda escuchó lo que más temprano provocara la interrupción de la obra
destructiva: quejidos de una mujer, sollozos vagos, gritos sofocados, alguna
voz de auxilio tan débil que podía confundirse con una ráfaga de viento
sobre las ramas de los plátanos. A más de uno se le erizó la espalda con
aquellos sonidos, pero nadie tuvo el coraje de detenerse a investigar, ni
siquiera una mujer que recordó otro momento espeluznante vivido a pocas
cuadras de allí, en la esquina de Vidt y Paraguay, en el invierno de 1979:
estaba cortada la luz en toda la zona cuando ella volvió de trabajar. En la
oscuridad absoluta tanteaba el fondo de su bolso en busca de la llave para
entrar al edificio donde vivía, y de pronto, unos alaridos desgarradores de
mujer la dejaron atónita. Sin embargo, con el alivio de tener el llavero
entre las manos, rápidamente abrió su puerta y a torpes zancadas subió por
las escaleras, casi sin ver, hasta el quinto piso, sin querer entrometerse
ni averiguar quién era aquella que gritaba, por qué, qué le estaban
haciendo, tal vez
algo habría hecho esa
desgraciada, ¿a qué involucrarse en un asunto ajeno y desconocido? Ya dentro
de su departamento aguzó la oreja pero no volvió a sentir gritos; aun así
levantó la persiana y trató de ver hacia la calle: había un patrullero y
uniformados con armas largas, se produjo un tumulto, luego el vehículo
partió a toda velocidad y no vio ni escuchó nada más. Un rato después volvió
la luz, de otros departamentos llegaba el sonido de la televisión, y todo
fue nuevamente normal.
Hay espíritus errantes, pero no todos son de personas muertas; algunos
pertenecen a muertos en vida, gente que quedó atrapada en un lugar o una
situación que nunca pudo superar. Otros, aunque sus cuerpos siguen
cumpliendo sus funciones orgánicas, aunque trabajan, estudian, crían hijos,
van a conciertos, cambian de parejas, se mudan de casa, en fin, lo que hace
cualquier persona común y corriente, una parte de su alma queda aprisionada
en un punto especial del mundo, como puede ser la esquina de Güemes y Oro,
en el barrio de Palermo, ciudad de Buenos Aires. En los últimos años
funcionó allí un hostal, (peor llamado “jóstel”) de esos que albergan a
turistas de cualquier lugar de Europa o Latinoamérica, los típicos viajeros
que gastan poco dinero en alojamiento en su recorrida por el país. Casas
señoriales en antiguos barrios como San Telmo, o como esta de la esquina de
Güemes y Oro, a una cuadra de Santa Fe y de lo que ahora se conoce como el
Polo científico, sobre Godoy Cruz. Desde su construcción, a principios del
siglo XX, fue propiedad de una familia aristocrática de la que poco se sabe.
Lo que sí es seguro que sus primeros habitantes, en la decadencia de sus
privilegios y su consiguiente empobrecimiento, debieron malvenderla, o tal
vez fuera a remate. Pero en la década del ’70 cumplía otra función esa casa
señorial: cobijaba a un grupo un tanto esotérico, mezcla de secta y
organización política que llevaba el nombre de uno de sus integrantes más
destacados, cuya inicial era la D. Ya en 2018, un intendente más interesado
en los negocios inmobiliarios de sus amigos que en gobernar para el pueblo,
la mandó a demoler.
Un chico cartonero, Braian, pasó por la demolición mucho más tarde y
también escuchó unas quejas y sollozos de mujer, acomodó los cartones en su
carrito y se acercó sin ver nada. Un remolino de viento le trajo hasta sus
pies un papel, y bajo la luminaria callejera vio que era un pasaje de
ómnibus: San Juan – Buenos Aires, 16 de julio de 1978. Ni siquiera su papá
había nacido para esa fecha, pero recordó que su abuelo le había hablado del
Mundial de fútbol ’78, y por supuesto, él había visto imágenes de los
partidos de Argentina. Siguió su recorrido juntando cartones; caminó hasta
Godoy Cruz y al llegar a Santa Fe, como otras veces, le regalaron unas
porciones de pizza que guardó para compartir con su mamá y sus hermanos que
andaban cerca haciendo su trabajo. Dio la vuelta a la manzana y volvió a la
esquina de Güemes y Oro, y se sentó a descansar en la escalera de mármol a
la entrada de la casa semiderruida. Ahora la voz susurrante de mujer
provenía del sótano de la casa. Se acostó boca abajo sobre la vereda y trató
de ver por unos ventiluces, pero estaba tan oscuro que nada podía
distinguir. La voz, ahora más nítida, comenzó hablarle:
-¡Necesito salir de aquí! ¡Yo viví en esta casa unos meses, vine a Buenos
Aires por unos días pero me quedé para siempre!
El muchacho, al principio asustado, carraspeó un poco como para demostrar
que estaba ahí, dispuesto a escuchar.
-Hice un viaje de diecinueve horas en ómnibus. Recuerdo el paso por Campo
de Mayo en plena oscuridad, daba miedo. Más tarde, en la ciudad, pasé por
una avenida en medio de un operativo militar y al costado del cordón había
un cuerpo tirado. Tuve miedo, pero quería conocer Buenos Aires, visitar a mi
hermana y mis sobrinos que vivían aquí hacía unos meses. Mi idea era estar
unos días y ver la posibilidad de radicarme también acá, pero no estaba
decidida.
-¿Cómo te puedo ayudar a salir de ahí? – preguntó el pibe. -¿Llamo a la
policía?
-No. Ya vinieron más temprano, y también los bomberos, pero es que no es mi cuerpo el que está
aquí: soy un espíritu, un fantasma, nunca pude salir de esta casa.
Entonces Braian sintió miedo, pero se animó a preguntar:
-¿Estás… muerta?
-No… no lo sé. Cuando llegué a Buenos Aires las calles estaban alfombradas
de papelitos del Mundial. Yo vine con mi resto de libertad, pero me la
robaron en esta casa.
La conversación se interrumpió cuando llegaron los hermanitos cartoneros
con la madre y le pidieron al mayor que les diera de la pizza que había
guardado. Se reunieron todos y luego de comer, se fueron con sus carros
cargados de cartones y una variedad de objetos que habían recogido por las
calles y veredas. Entonces la voz se transformó en sollozos nuevamente. Un
gato que cruzaba raudamente detrás de una rata se espantó al oírlos y huyó.
Desde un balcón vecino un perro ladraba con el lomo erizado.
La mañana siguiente continuaron los trabajos de demolición; todos los
obreros tenían puestos tapones en los oídos, no sólo para protegerse del
estruendo, sino para no volver a escuchar gritos ni llantos de fantasmas,
sin saberlo eran como los hombres de Odiseo que atravesaban los dominios de
las sirenas… Pero las voces salían de entre los ladrillos y baldosas blancas
y negras. Cuando cayeron las paredes de la casa quedó el hueco desnudo de la
esquina. Sobre la medianera, a la altura del primer piso, sus últimos
ocupantes habían pintado una tosca imagen de Buda que ahora quedaba
expuesta. Al día siguiente una pala mecánica juntó los escombros y se
llenaron varios contenedores; algunos vecinos se llevaron fragmentos de
balaustrada o baldosas sanas, materiales costosos de otra época. Se trabajó
febrilmente hasta pasadas las cuatro de la tarde, y luego quedó todo en
silencio, pero ahora la ausencia de la casa era tan ostensible, monstruosa,
que a más de un vecino le rodó una lágrima por la mejilla. En cuanto el sol
se ocultó empezó a correr un viento que se arremolinaba en la esquina
levantando polvo de la demolición, pero también una lluvia de papelitos,
como aquellos del Mundial ’78. La calle quedó cubierta de ellos y se
empezaron a escuchar nuevos ruidos: además de los quejidos humanos y llantos
de mujer, un rugido de muchedumbre futbolera, gritos, alguna carcajada.
Por la noche volvió Braian; el fantasma lo reconoció, llamándolo con un
grito ahogado. Ya no había ventiluces que conectaran con el sótano, todo era
un hueco profundo, pero la voz surgía indistintamente desde varios rincones
del nuevo baldío.
-¡Necesito hablar, por favor!
El pibe se detuvo.
-Estábamos en dictadura cuando yo vine a vivir aquí. Secuestraban y mataban
compañeros. Los milicos. Y nosotros corríamos peligro, por eso aquí nos
reuníamos como si fuera un centro cultural, o algo así. En realidad
militábamos, pero había jerarquías. Y yo estaba en el último rango de una
organización verticalista y rígida. Por eso mi propia hermana, que estaba un
poco por encima, me presionó y me obligó a quedarme aquí: ella necesitaba
que le cuidara los nenes. Y también necesitaba dinero, por eso me convenció
de retirar de la Caja de Ahorros lo único que tenía: diez mil pesos, con los
que pensaba volver a San Juan y pagar una deuda que tenía allá. Nada le
importó, no pensó en que yo debía buscarme un trabajo, seguir estudiando,
nada. Mi deber militante era contribuir a la militancia de ella, ¿entendés?
¡Ser su niñera gratis!
-No, la verdad, no entiendo, pero me parece que tu hermana era bastante…
Pero vos, ¿por qué le obedecías?
-Porque las cosas funcionaban así, había que hacer caso de la autoridad, no
se podía cuestionar porque si no, quedabas afuera. Y ¿adónde podía ir yo con
veinte años, provinciana, sin conocer a nadie en este monstruo de
ciudad?
-Podías laburar de cartonera…
La ocurrencia hizo reír a la mujer fantasma. Y la risa fue creciendo en
carcajadas, entonces el fantasma tomó cuerpo, se volvió un ser real. Para
asombro del pibe, ella se acercó, le dio un beso y salió caminando hacia
Santa Fe, por allí caminó unas cuadras y cuando se cansó subió a un
colectivo hasta perderse quién sabe por qué rincón de Buenos Aires.
La demolición continuó hasta que de la antigua casa señorial no quedaron
más que polvo y cascotes. Pero Braian seguía pasando todas las noches, no
podía dejar de trabajar, y se le hizo costumbre descansar en esa esquina.
Así fue que conoció a dos fantasmas risueños que también lograron liberarse
y salir: el Negro Maciel y Omar Porto. Le contaron que en 1978 estuvieron
aislados en una habitación de la terraza porque se contagiaron de
tuberculosis. El Negro tenía familia, dos niños chiquitos, pero Omar no, era
soltero, fumaba mucho y tenía los dientes más que amarillos, color marrón de
tanta nicotina, pero también porque era de un lugar de La Pampa en el que el
agua manchaba los dientes.
- La piba esa que se fue anoche estaba buena… yo la miraba de lejos porque
debía mantenerme aislado, pero ella vivía en otra dependencia de la terraza.
La hermana me tenía vigilado y no me dejaba ni hablarle.
- Bueno, a vos te gustaban todas, dijo el Negro Maciel.
- Che, Negro, yo creo que ya nos curamos de la tuberculosis, ¿qué te parece si nos las tomamos?
También ellos abandonaron su apariencia de fantasmas etéreos y se
corporizaron. Saltaron del hueco a la vereda y se fueron caminando, riendo a
carcajadas y se perdieron en la oscuridad. Luego surgieron tres fantasmas
tan densos que, por más que Braian quiso seguir andando para reunirse con su
familia, sintió un peso enorme que lo retenía en el piso, como si sus pies
pesaran toneladas; era como esos sueños en que uno quiere moverse, correr,
pero está clavado en el mismo lugar. Sintió miedo; los tres fantasmas lo
rodearon y pudo ver sus rostros: eran jóvenes, parecían de alrededor de
treinta años. Conversaban entre ellos y así pudo saber sus nombres: Simón,
Rubén y Demetrio. Hablaban de una reunión en la sede de la Unión Obrera
Metalúrgica, con Lorenzo Miguel. Braian se animó a preguntar quién era ese.
Simón le contó que era un sindicalista muy importante al que había que
acercarse para tener un lugar de poder. Perón había muerto, pero el proyecto
debía continuar. Su jefe los envió a esa reunión, pero al salir de allí
fueron secuestrados y luego sus cuerpos se encontraron calcinados dentro de
un Ford Falcon, en el Parque Centenario. Cuando el chico recobró algo de
presencia de ánimo preguntó: ¿Entonces ustedes sí… están muertos? El
semblante de los tres fantasmas fue suficiente para saber la respuesta.
Lloraban… nombraban a sus hijos chiquitos…
- Nunca se investigó nuestra muerte.
- Los compañeros no podían hablar del tema, era tabú.
- No se sabe a ciencia cierta quién nos mandó a matar.
El pibe sintió mucha lástima, ya no miedo. Pudo moverse entonces, estiró
las piernas, respiró profundamente el aire invernal. Entonces los fantasmas
se elevaron, le dijeron adiós y se fueron en dirección al Río de la Plata,
donde están sus nombres inscriptos en el Muro de la memoria.
Noche tras noche el pibe cartonero fue como un médium que ayudaba a liberar
fantasmas. Así sucedió con los de Nilda y Víctor, dos jóvenes que integraban
aquella organización de los 70 y que, pese a las restricciones y
autorrepresiones que se imponían allí (las parejas debían contar con la
aprobación de la plana directiva) ellos se las arreglaron para unirse. Como
si fuera una proyección en una pantalla, reapareció la destruida escalera
con balaustrada de madera torneada. En un momento en que Víctor subía, Nilda
bajó atropelladamente de manera que se cayó, rodó y él tuvo que atajarla
para que no se rompiera la cara. Como en una película quedaron abrazados en
el rellano y no pudieron evitar el beso. Desde el primer piso una mirada
admonitoria los observaba. Pero ellos pudieron dar ese salto hacia la
realidad, bajaron, la escalera y todo lo espectral se diluyó, y tomados de
la mano, se fueron camino del Sur.
Miedo, pero mucho miedo, sintió Braian una noche en que surgió un verdadero
demonio, desde lo más profundo del subsuelo, entre vapores húmedos y olor a
podredumbre. Unas ratas salieron chillando, aterrorizadas, cuando apareció
el fantasma de Miguel Ó., un ser esquelético de ojos saltones y sonrisa
sardónica. Ese no estaba muerto, qué va: era el mismísimo Director de
Arquitectura y Planeamiento Urbano de la ciudad de Buenos Aires que había
firmado de puño y letra la autorización para demoler la casona de Oro y
Güemes. Pero se había quedado aprisionado allí durante años, por traidor.
Sobre la pared desnuda de la antigua casa se vio proyectado un episodio de muchas décadas atrás, en el que este personaje ordenaba a
una compañera recién llegada del interior, que no conocía la ciudad, a
llevarle un mensaje a su hermana desde la Plaza de Mayo hasta Flores, en la
calle Rivera Indarte y Rivadavia.
- ¿Y cómo voy? Preguntó ella.
- Ah, no sé, averiguá. ¿Vos querés hacer la revolución? Arreglátelas…
- Pero… no conozco, tengo miedo de perderme…
- Vos no te podés perder, mirá que fuera de esta organización te va a ir
muy mal…
Luego, como en otro cuadro de la película se veía a los mismos personajes
pero navegando en un velero por el Paraná de las Palmas. Miguel Ó. daba
instrucciones a los tripulantes:
- ¡Echar bordo a estribor! ¡Izar foque! ¡Cuidado con la botavara!
Al timón iba la compañera que tuvo que arreglárselas para hacerle un
mandado personal al capitán de la embarcación, y aunque no fue intencional,
al hacer la maniobra que el tipo ordenaba cortó una ola del río y levantó
una lengua de agua que dio en la cara de Miguel Ó., tan fría que lo dejó sin
respiración un instante, y sin habla, para jolgorio del resto de los
tripulantes.
Con el paso de los años, este que pintaba para gran cuadro dirigente se
cambió de bando y se puso a trabajar con los enemigos del pueblo, los que se
entregaron en cuerpo y alma al neoliberalismo más cruel que dejó en la
miseria a tantas familias, como la de Braian. Éste ya no sintió miedo por el
demonio Miguel Ó., más bien sintió asco. Por eso no quiso ayudarlo a
corporizarse: cuando el fantasma le tendió la mano para poder salir del
pozo, él salió corriendo y gritó: ¡Andá, pudrite! Se abrió la tierra en la
esquina de Güemes y Oro, se vio un abismo de magma ardiendo, y Miguel Ó.
cayó con un alarido. Tal vez si hubiera pronunciado la palabra "perdón”,
quién sabe, habría podido liberarse.
La siguiente noche apareció Fabricio V., un fantasmita alegre, casi de la
misma edad que Braian. “¿Por qué estás aquí?” preguntó este. “¡Por gil!”,
contestó el otro. Como me pasó al día siguiente del golpe de 1976: en lugar
de irme a mi provincia, o quedarme guardado en mi casa, o en lo de algún
compañero, me fui a ver qué pasaba al local del partido. Estaba lleno de
milicos en medio de un allanamiento; me agarraron de las pestañas y me
metieron en un carro celular. Estuve preso un año, y la saqué barata porque
me liberaron. Otros compañeros estuvieron cinco años adentro, y otros
desaparecieron.
Como en La invención de Morel, cada noche Braian veía una fantasmagórica
proyección, un fragmento de vidas antiguas. Esa noche vio a Fabricio V. en
una isla del canal Honda y Hambrientos corriendo detrás de un enorme bagre
que saltaba entre charcos que quedaron luego de una marea, intentando volver
al río. A los gritos, Fabricio pretendía agarrarlo entre sus brazos, pero el
pez se le soltaba y finalmente logró escaparse. Había chicas y muchachos
paleando barro, dando forma a una dársena donde se guardaban las
embarcaciones del grupo que pasaba por club náutico en plena dictadura, pero
que supuestamente formaba cuadros para, algún día, tomar el poder… Braian
habría querido que Fabricio no se corporizara para salir de su prisión
porque podía hacerse su amigo, pero fue generoso, le tendió la mano y lo
ayudó a saltar del pozo horrible que dejó la demolición. Se abrazaron y
Fabricio se perdió entre las calles de Palermo.
Con la salida de los fantasmas se iban apagando las voces que se escucharon
al principio de la demolición. Quedaban cada vez menos en los rincones
ocultos y profundos del pozo donde estuvo alguna vez la antigua casona. Los
de las personas ya muertas eran pesados, grises, de una tristeza densa. Los
de quienes aún estaban vivos mostraban alegría por liberarse, como si su
existencia hubiera estado en suspenso. Silvia, que se hizo monja pero había
estado enamorada de un ex marino, Marta, la hermana del sacerdote asesinado
por ser peronista, Carlos, el cantante de ópera, Eduardo, el cordobés
descendiente de friulanos que ponía a rezar a todo el mundo en la isla del
Delta, Alberto, el que se hundió con la lancha incendiada pero se salvó,
noche a noche iban saliendo ayudados por Braian, el cartonero.
Cuando llegó la primavera empezaron los trabajos de construcción de un
edificio de incontables pisos y departamentos, promocionados por una
inmobiliaria y con precios altísimos en dólares. La esquina fue vallada con
una empalizada que ocultó el hueco, y cuando Braian pasaba por las noches ya
no se podía acercar a charlar con sus fantasmas amigos (si es que alguno
quedaba) para ayudarles a salir al mundo real, actual. Luego de mucho
recorrer las calles levantando cartones y acomodándolos en su carro, y
juntando otros objetos que podían ser útiles, una noche en que su mamá y sus
hermanos no salieron, se le hizo muy tarde para volver a su casa en el
conurbano. Estaba muy cansado, comió unas empanadas que le dieron en la
pizzería de Santa Fe y Godoy Cruz, y se acomodó para descansar cerca de la
nueva obra en construcción. Se quedó dormido. Por la mañana despertó
sobresaltado escuchando unos gritos furiosos, al principio no se dio cuenta
de que iban dirigidos a él. Cuando tuvo bien abiertos los ojos vio la cara
del mismísimo Miguel Ó., el demonio que se había hundido en lo más profundo
del pozo. Vestido con una camisa blanca y corbata y una campera de gamuza,
vociferaba: “¡Vamos, vamos, fuera de aquí, pibe! ¡Tomátelas! Aquí la gente
tiene que trabajar, vamos, fuera con ese carro lleno de porquerías, y que no
te vuelva a ver por este lado”.
sábado, 30 de abril de 2022
CÓMO HACERTE SABER (QUE NO LO ESCRIBIÓ) MARIO BENEDETTI
Cómo hacerte saber (que no lo escribió) Mario
Benedetti
Hace unos años un contacto de Facebook publicó
un pseudo poema atribuido a Mario Benedetti, poeta uruguayo al que, leyendo un
poco, se le conoce su estilo desenfadado, a veces cínico, otras veces tierno,
pero nunca berreta. Por discreción, a esa señora le mandé un mensaje privado
(para no arruinar su publicación ni invadir su “muro”) diciéndole con la mayor
delicadeza posible, e intentando no ser pedante, que ese texto nunca podría
haber sido escrito por el gran poeta uruguayo. Como respuesta, la muy imbécil –se
debe pronunciar imbécil acentuando y prolongando la letra E para enfatizar el
desprecio y la indignación- me eliminó de sus contactos y me bloqueó. Perdí la
batalla. Hoy veo que proliferan grupos con nombres tales como “Benedetti.
Frases y poemas”, “Frases y reflexiones de Mario Benedetti”, entre otros,
dedicados a difundir esos textos que vaya a saber quién escribió pero siente
vergüenza de firmar, entonces se los achaca al pobre viejo finado. Y lo peor es
que hay toda una caterva de imbéciles (pronunciar como ya se dijo) que no se
toman el trabajo de verificar la autoría del texto en cuestión, y replican “compartiendo”
en sus muros, y encima dicen “les comparto”. Incluidos estudiantes de Letras.
Otro tanto sucede con Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y José Saramago, por ejemplo. Con Borges lo intentaron, circuló mucho tiempo una berretada que hablaba de no lavarse los dientes y andar descalzo para “haber sido” más feliz, pero ya es imposible seguir engañando a incautos.
Hace muchos años, cuando Gabriel García Márquez
vivía aun, le preguntaron en un reportaje por un panfleto propio de la
literatura de autoayuda que circulaba con su firma, y respondió que si él
hubiera escrito tal cosa se moriría de la vergüenza.
A Saramago, que fue un ateo militante hasta los
casi 90 años en que murió, le atribuyen un escrito que afirma que los hijos son
propiedad de Dios, o algo por el estilo. Por suerte la Fundación José Saramago
salió a aclararlo.
Me pregunto si no hay elementos legales para
demandar a estos delincuentes cibernéticos que se dedican a esta actividad tan
denigrante. Si yo fuera heredera de Mario Benedetti no les daría tregua. Y a quienes
replican y difunden así, alegremente, déjenme decirles, de parte de don Mario:
Váyanse a la mierda.
jueves, 24 de marzo de 2022
24 de Marzo de 1976
Cuando me levanté vi las caras largas de mi hermana y mi cuñado (él era secretario del intendente de Rivadavia, un municipio cercano a la ciudad de San Juan): el golpe que se venía anunciando ya era una realidad. Se sucedían los comunicados de la Junta Militar. Con otros compañeros y compañeras nos fuimos a recorrer los despachos de los integrantes de nuestra "orga" que también eran funcionarios, ninguno sobrepasaba los 30 años... Yo tenía 19 y estaba empezando una carrera universitaria.
viernes, 18 de marzo de 2022
LOS JÓVENES QUE FUERON
Cuando yo nací mis padres tenían la
edad que hoy tienen mis hijas. Fui criada sin dulzura, con una forma seca de
amor, pero llena de cuidados, a veces excesivos. Fui sobreprotegida porque
tenía un problema bronquial, entonces mis padres me impedían realizar
actividades que me causaran agitación, hasta un ataque de risa podía provocarme
un ahogo y dificultarme la respiración. A diferencia de los padres del Che
Guevara, quien practicaba rugby, natación y ciclismo a pesar de ser asmático,
los míos me tenían como una delicada planta, (bien alimentada, eso sí) siempre
quietita, jugando en solitario, dibujando y leyendo mucho. Yo deseaba
participar en actividades de montañismo, bailar y aprender a nadar, pero todo
me estaba vedado, también porque éramos pobres y nada de eso resultaba
gratuito. Esa frustración me causó enojo con mis viejos, sumada a su rigidez,
su autoritarismo, sus reglas morales idénticas a las del catolicismo, sin ser
ellos religiosos ni creyentes. Todo eso junto hizo que me volviera rebelde e hiciera
cosas a escondidas, muchas de ellas nada beneficiosas como fumar desde muy
chica, o exponerme a cualquier peligro en tiempos en que ser mujer significaba
ser muy vulnerable, mucho más que ahora, especialmente en una provincia
conservadora y pacata como San Juan: las mujeres debíamos ser sumisas y
recatadas antes que felices.
Pero vuelvo a mis padres y lo que hicieron conmigo, que fue apenas lo que pudieron, de acuerdo con su historia, su experiencia y sus limitaciones. Cuando nací mi papá tenía casi 40 y mi mamá aún no cumplía los 38. Tres años antes habían perdido a Cecilia, una bebita que sólo vivió ocho meses. Recién ahora que soy abuela se me ocurre pensar que los pobres, luego de aquel trauma debieron sobreprotegerme por temor a que algo terrible pasara también conmigo. Cuando ya llevan muertos varios años soy capaz de comprender su escasa flexibilidad y los perdono. Pobres viejos, pobres aquellos jóvenes que fueron, los veo como a mis hijas que crían a los suyos y van aprendiendo sobre la marcha. Parece que así nomás es la vida. Los perdono y espero que ellos me hayan perdonado lo que pude hacerles sufrir.
En la Isla inundada, Febrero de 2022.
domingo, 2 de enero de 2022
LOS CULPABLES SON TUS OJOS
Los culpables son tus ojos
La música sonaba alta, vibraba en
el pecho e invitaba a bailar. Un poco desgarbado y con cierta timidez en el
cuerpo, pero con una mirada capaz de
atravesar una roca, el muchachito se acercó a la mujer; ella, que lo había
visto de lejos sin darle importancia lo miró a los ojos y hubo una llamarada
inexplicable. Él la tomó de la mano, su aparente timidez se disipó y salieron a
bailar la chacarera. Un dúo cantaba: “Pobrecito
corazón/ A sufrir has comenzado/ Por vivir una ilusión/ Que de ti se anda
burlando/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”. Los
bailarines dibujaban las figuras de la danza sin dejar de mirarse, había un
lazo casi tangible que los ataba y sin embargo volaban con gracia, con alegría
gozosa. Los ojos negros, moriscos de él, los ojos almendrados y verde oliva de
ella sostenían la mirada. A su alrededor la gente, el bullicio, el ambiente
vaporoso y ahumado quedaron en suspenso. Sólo la música y ellos en el centro de
la pista tensaban una cuerda de erotismo. “Mi
querido corazón/ Sé que estás encarcelado/ Encerrado en la prisión/ De tu pecho
enamorado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”
Encarcelado el corazón del
muchacho, porque con poco más de veinte años ya tenía un compromiso de boda. La
mujer en cambio, estrenaba libertad a los treinta y descubría un mundo nuevo a
cada paso, como bailar en Trocha angosta,
la legendaria peña de la Avenida Independencia. Pero allí no estaba la
futura esposa, había amigos comunes que compartían una mesa y festejaban la
música y el baile. A la chacarera sincopada le siguieron otras, escondidos,
gatos, y la pareja irradiaba entusiasmo. Pero cuando llegó el momento de la
zamba él se excusó, ella volvió a la mesa con el grupo que bebía y conversaba a
viva voz. Unos minutos después, quien subía a la tarima de los artistas era el
bailarín de los ojos negros, pero esta vez con un violín y acompañado por
guitarras, bombo y un cantor. La cuerda tensa se aflojó ahora porque había
llegado a un punto insoportable. Ella volvió a bailar con otros compañeros,
pero él no le perdía pisada mientras pulsaba el violín.
La noche avanzaba entre copas y
danza, rondas de chacareras y escondidos. Los dos bailarines casi no habían
cruzado palabra hasta que coincidieron en la mesa de los amigos. Allí acordaron
que él vería un antiguo violín que ella guardaba en su casa, el que tocaba su
padre cuando era joven y que nadie había vuelto a hacer sonar. El arco estaba
roto, el estuche viejo y raído, pero debía tener algún valor y quizás podría
venderlo. Bebieron cerveza, charlaron y rieron. Cuando clareaba salieron a la
calle con el grupo de chicas y muchachos. Hacía mucho frío; se repartieron en
dos taxis para ir a algún café a terminar la velada, entonces viajaron pegados,
los cuerpos que al bailar no se habían rozado ahora vibraban uno junto al otro.
Él se animó a abrazarla y ella lo dejó hacer y recostó su cabeza en el pecho
del bailarín violinista. Ya a plena luz de día se separaron con la promesa de
verse, la excusa era la venta del instrumento. Pero antes de ese encuentro hubo
otro en el que volvieron a bailar. Esta vez, la euforia de las chacareras se
vio coronada con una zamba. La seducción fue poderosa, sus caras encendidas y
los ojos enamorados, sonrientes, en una contemplación mutua, mística. En los
arrestos se acercaban casi hasta el beso, y luego se alejaban para desearse
más. Los pañuelos se entrelazaban para anudar los cuerpos en movimiento, pero
después se desenredaban suavemente. Las palabras no fueron necesarias. Salieron
del salón y en la vereda se abrazaron. Caminaron lentamente hacia un hotel, con
los corazones desbocados. Pero en la soledad del cuarto espejado y de luces
tenues pareció esfumarse el sortilegio. Los gestos del amor fueron los de
cualquier pareja en ese trance, y sin embargo, nada sucedió. Él no trató de
justificarse explicando que nunca le había ocurrió, ella no fue condescendiente
diciéndole que ya iba a poder. Fue todo más brutal: la imposibilidad era
consecuencia de una adicción a drogas fuertes, estaba en tratamiento médico, aun
sin resultados. Creyó que tanta atracción durante la danza se vería reflejada
entre las sábanas. Ella sufrió la decepción y se sintió un poco usada como
prueba de laboratorio. Pero no estaba enamorada de ese chico, no tendría
consecuencias emocionales graves. Charlaron un rato en la cama, fumaron, luego
se vistieron y salieron hacia la avenida Corrientes. Allí él le regaló unos
discos de Pavarotti, que hacía furor por esos días. Y se despidieron sin pena
ni promesas.
“Ay, ay, ay, mi corazón/ Arbolito deshojado/ Un otoño se quedó/ solito
y abandonado/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?/ Niña de
mi corazón/ Tus ojos me han atrapado/ Con los besos que me dio/ tu boca estando
en mis brazos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?”
Pasó un tiempo prudencial. Un día
acordaron por teléfono que ella le llevaría el violín a su casa, en la calle
Riobamba, donde vivía con su familia. La recibió el padre, era la hora
convenida, pero el muchacho no estaba. Se quedó esperando un tiempo mientras
charlaba con el hombre, y cuando pasó un rato largo, a instancias del señor
decidió dejar el violín para retirarlo otro día. Se sentía incómoda por el
plantón y por la actitud un tanto melosa del padre, un típico patriarca
provinciano que trataba de hacerse el simpático.
Nunca más se vieron; perdió el
violín, con la sospecha de que debía valer buena plata y que tanto el muchacho
del amor volcánico como su padre y el resto de la familia eran una manga de
sinvergüenzas. Nunca más la atendió por teléfono, volvió a ir a la casa pero el
tipo desapareció. Se hacía negar por los padres, por los hermanos. “Dolorido corazón/ Hoy vives desconsolado/ Por
perder esa pasión/ Que se te fue de las manos/ Los culpables son tus ojos/ ¿Para
qué me habrás mirado?”
Tampoco volvieron a cruzarse en
la peña de la Avenida Independencia, ni en ningún otro ámbito del folklore.
Ella no supo si se había ido de Buenos Aires, y su dolor más grande fue perder
aquel violín de estudio que perteneció a su papá, quien tocaba música de cámara
con su mamá al piano, cuando eran novios. Eso le pesaba mucho más que la pasión
perdida. Odió al seductor, tan joven y tan sinvergüenza, pero se condenó a sí
misma por haber sido tan confiada. ¡Dos veces estafada!
Pasaron treinta años y por esas
cosas de las redes sociales y las plataformas musicales un día ella lo descubrió,
tocando un violín que sonaba espantoso, desafinado; él, irreconocible, calvo,
consumido y ojeroso, con un aspecto lamentable; nada quedaba de aquellos ojos
capaces de derretir un témpano. La furia que sintiera cuando ocurrió la estafa
y el abandono ya se había borrado, ahora al ver esa penosa imagen tuvo lástima.
Se notaban en el hombre que alguna vez la encendió de pasión, los estragos del
alcohol y de las drogas. Un pobre tipo al que ahora sí que no querría
encontrarse de frente ni por casualidad.
“A mi pobre corazón/ Las puertas les has cerrado/ Los encantos de un
amor/ Con doble llave y candado./ Los culpables son tus ojos/ ¿Para qué me
habrás mirado?”
Habría preferido no ver esos
videos, tal vez habría sido más romántico enterarse de que él había muerto
joven, pero no, ahí estaba con todo su aspecto miserable y triste, tocando el
violín en un tugurio de mala muerte, vaya a saber dónde, cuando de muchacho
prometía un talento que podría haberse destacado en el mundillo del folklore.
Un hermano suyo que tocaba la guitarra y cantaba terminó animando fiestas con
un grupo de cumbia de los del montón, sueños de triunfo rotos. “Añuritay, corazón/ Tal vez te hayan
hechizado/ Las penurias de un adiós/ Que a tus sueños despertaron./ Los
culpables son tus ojos/ ¿Para qué me habrás mirado?” [i]
[i]
“Para qué me habrás mirado”, chacarera de Cuti y Roberto Carabajal.
https://www.youtube.com/watch?v=KVRLt8dwyAA&ab_channel=Cuti%26RobertoCarabajal-Topic