El centenario de dos
mujeres
En 1919 nacieron mi mamá y Evita. Una, la hija de un gringo que llegó a la Argentina y al poco tiempo se hizo rico: dueño de fincas, viñedos y frutales, y de explotaciones mineras en San Juan. Se casó con una criolla sanjuanina veinte años menor, una niña de apenas catorce años que parió once hijos. De las dos últimas, mellizas, una fue mi mamá. En cambio, Evita fue hija “ilegítima” de una mujer pobre y un estanciero que, al menos, le dio su apellido, pero murió dejando cinco huérfanos. Mi mamá fue una niña de la sociedad provinciana y disfrutó de la riqueza amasada por su padre hasta la adolescencia, porque la muerte del gringo significó la decadencia de su fortuna. Mientras tanto Evita, a los quince años dejó a su familia para buscarse la vida en Buenos Aires.
Mi madre se casó a los 21 con un buen mozo de
“buen apellido” aunque pobre, y la pobreza marcó su vida para siempre, pero no
le borró sus ínfulas de clase alta. Cumplió su mandato de ser madre y ama de
casa. Sobrevivió al terremoto del 15 de enero de 1944 que destruyó en segundos
la ciudad de San Juan: a causa de ese terremoto, Evita conoció a Perón y pronto
saltó a la vida pública. El gobierno peronista creó el Ministerio de la
reconstrucción y para 1952, año en que Evita murió, mis padres y hermanas ya
vivían en una casa propia que pudieron comprar porque las condiciones
económicas eran propicias para los menos favorecidos, en el barrio llamado Sosa
Molina, en homenaje a un Interventor de la provincia de San Juan, cercano a
Perón. Sin embargo, el gorilismo de clase persistía, y mis padres celebraron el
cambio de nombre luego del golpe de estado: Huazihul, por un legendario cacique
huarpe.
Yo nací durante la dictadura de Aramburu, la
llamada Revolución libertadora… En mi casa había un ejemplar de La razón de mi
vida, porque seguramente mi hermana mayor lo había leído obligatoriamente en
sus primeros años de escuela primaria. Recuerdo muy bien que ese libro tenía
tachaduras sobre la foto de Evita, e inscripciones insultantes hacia ella y
Perón. Un odio cultivado hasta 1970, en que las hijas de mi mamá festejamos el
secuestro, juicio sumarísimo y ejecución del asesino y gorila Pedro Eugenio
Aramburu. Las hijas nos hicimos peronistas y militamos en la gloriosa JP, no
sin conflicto familiar. Fue un trago difícil para mis viejos, aunque llegaron a
simpatizar con el Tío Cámpora. Pero
no quiero dispersarme: Evita y mi mamá nacieron en 1919, Evita el 7 de mayo, mi
mamá el 29 de septiembre. Evita murió a los 33 años, consumida de pasión por
los humildes y fue mito desde mucho antes, durante esos siete años en que se
consagró a Perón y a los descamisados. Mi mamá murió casi con 96 años, y aunque
nunca bajó sus presunciones de reina de Inglaterra, al menos reconoció que los
gobiernos de Néstor y de Cristina Kirchner fueron lo mejor que sucedió en la
Argentina en décadas. Ella pudo jubilarse gracias a Néstor, y en sus últimos
años se hizo kirchnerista. Me consta que sufrió la muerte de Néstor, y que votó
a Cristina, a quien admiró y amó a su manera.
Mi mamá y Evita recorrieron dos caminos muy
diferentes, pero al fin convergieron de alguna manera en pleno siglo XXI. En
estos tiempos de protagonismo femenino, de luchas por ampliar los derechos de
las mujeres me siento hija de ambas, como también de las Madres y Abuelas de
Plaza de Mayo.
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