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miércoles, 23 de marzo de 2011

¡LA INSEGURIDAD NO TIENE LÍMITES!



Hace más de diez años, mientras esperaba mi turno para alquilar una película en un video club de la calle Boedo y Venezuela, escuché al dueño del negocio contar una historia verídica, ocurrida a una mujer de su familia. Ese relato me quedó resonando por varios días, y como me ocurre muchas veces, cuando lo tuve bien masticado me senté a escribirlo todo de un tirón. Después vino la etapa del pulido, de las correcciones, siempre necesarias. 
Pasó sin éxito por algunos concursos, hasta que en 2006, fue publicado en la revista literaria Babilonia, con ilustraciones de Damián Foresti. 
Para mí la mayor satisfacción fue que el "dueño" de la historia, el que desprevenido se la contó a un cliente mientras yo esperaba con el oído atento, cuando se la llevé escrita se mostró muy complacido, y luego de leerla, mucho más, no tuvo más que elogios y agradecimiento, por lo que me sentí absuelta por el hurto. Y así ando por la vida, escuchando e imaginando, masticando hasta llegar al momento de la acción, artera y premeditada, de ponerme a escribir...

(La revista Babilonia fue un emprendimiento cultural como tantos, hecho a pulmón, sin auspicios ni publicidad que duró, previsiblemente, muy pocos números...)



(Además de la edición de la  revista, en el sótano de la librería Babilonia, en una galería sita en Talcahuano y Marcelo T. de Alvear, se llevaron a cabo exposiciones fotográficas y pictóricas.)

(El staff permanente de la revista estaba integrado por Alejandro Duarte (Director) y Olivia Busse (Directora Ejecutiva). Me pregunto dónde estarán ahora y si seguirán emprendiendo aventuras inciertas...)


RESPIRACIÓN

Encontré la toalla blanca con una mancha que no tenía más temprano. Una mancha como las que dejaba cuando era chica y me lavaba las manos apurada y mal, y toda la suciedad quedaba en la tela. No me explico cómo pude descuidarme tanto, a veces creo que la vejez viene a pesar de mí misma, a pesar de que no creo en ella.

Cuando mis padres empezaron a mostrar signos de senilidad yo me propuse controlar el advenimiento de mi vejez, y supuse que la mejor manera sería tomar plena conciencia de los actos propios de una persona anciana. El problema es que se toma conciencia una vez que la cosa ya sucedió: yo era tan pulcra y cuidadosa que jamás me hubiera secado las manos hasta no tenerlas perfectamente limpias. Al decir era tan pulcra estoy aceptando que algo ha cambiado, pero no puedo precisar qué. Desde que él se fue vivo sola en esta enorme casa, a pesar de que mis sobrinos no se cansan de aconsejarme que la venda y me vaya a un departamento más céntrico.

Él, mi adorado Guillermo, se fue al cielo una siesta de primavera. Nos acostamos a dormir como todos los días. Habíamos almorzado una cazuela de mariscos bien sazonada con condimentos picantes, y bebido vino blanco del seco, como él decía que debía beberse con los mariscos, para despertar el duende ardoroso del amor. Pero entre nosotros ése ya no se despertaba: estábamos en una etapa en la que nos peleábamos por cualquier nimiedad, como que él me cambiaba los objetos de lugar y yo, según Guillermo, era terriblemente descuidada con sus pertenencias. También  su gordura me molestaba y tal vez él ya no me sentía atractiva.
Antes de dormir yo había dado mi vuelta  a la manzana para no tener pesadillas. En cambio Guillermo no quiso caminar porque estaba muy cansado. Su cara se había puesto colorada como una manzana. A pesar de todo, tuve pesadillas: soñé que un pedazo de mampostería se desplomaba sobre mí porque un ave gigantesca y negra caminaba por la terraza. Los escombros me aplastaban y no podía moverme ni siquiera para respirar. Me desperté transpirando y casi asfixiada, y aun despierta el peso de los escombros me oprimía el pecho. Deslicé mi mano y toqué una piedra helada: era el brazo sin vida de Guillermo. Me pregunto cuál habrá sido su último sueño, pero al menos en el instante final quiso abrazarme y eso me llena desde entonces de una secreta vanidad. 

Cuando volví del cementerio no lo noté porque había un murmullo constante en la casa: mis hermanos, hermanas, cuñados, cuñadas y sobrinos, los amigos de Guillermo, mis a         migas, todos tomaban café y charlaban, y hasta se reían y me arrancaban alguna sonrisa recordando algún episodio familiar de tiempo atrás. Me dolían los ojos de tan hinchados,  y en cuanto me quedé sola dormí durante dos días. Entonces sí, al despertarme escuché el silencio de la casa, que no era sólo falta de música o de conversaciones. Podía oír el tic tac de los relojes y el canto de los pájaros en el jardín, pero el silencio era, sobre todo, la ausencia de su respiración; me dí cuenta de que me había quedado sola porque ya nadie respiraba cerca de mí.
El duelo transcurrió sin sobresaltos durante el año siguiente. Luego empecé a sentirme cómoda en mi soledad, y a llorar discretamente al comenzar septiembre y ver los brotes reventones del ciruelo, que para el aniversario de la muerte se convierten en flores blanquísimas. Eso hasta hace unos meses en que un inquietante ritmo de respiración empezó a hacerse oír en algunos momentos del día, o de la noche. La menor de mis sobrinas estudia psicología y muy dulcemente mencionó la palabra esquizofrenia.

Cierta madrugada me desperté y creí sentir la presencia de Guillermo nuevamente cerca de mí. Y es que el silencio absoluto que era la muerte de su respiración se había disipado. Alguien o algo respiraba bajo el mismo techo que yo. No tuve miedo, ni lo tengo ahora al encontrar (como cuando él vivía) los objetos cambiados de lugar, o la toalla blanca manchada de suciedad. Porque dudo entre creer que fui yo que me estoy volviendo vieja, o el fantasma de Guillermo. ¿Por qué tendría que temerle? Si es él, nada malo puede pasarme. Y sobre todo, por las noches me reconforta escuchar el ritmo de su respiración, porque  inclusive ahora respira mejor, sin esa  tensión, sin ese esfuerzo que le imponían las arterias obstruidas que lo llevaron a la tumba.
Lo que me resulta extraño es encontrar huellas de alguien que ha comido sobre la mesa de la cocina. Una mañana, al ir a preparar el desayuno, hallé un jarro con leche tibia sobre una hornalla. Es verdad que a veces Zulema, la mucama, llega antes de que yo me levante y desayuna, pero aquello ocurrió un  jueves, y Zulema sólo viene a limpiar los lunes, miércoles y viernes. No he hablado con ningún médium, pero antes de  todo esto no sabía que los espíritus comieran o tomaran leche, será porque no estaba familiarizada con la muerte. Lo extraño es que parece ser que después de muerto le cambiaron los gustos a mi adorado Guillermo, porque la última vez que bebió leche fue hace treinta años: hacía poco tiempo que vivíamos en esta casa, no teníamos heladera y yo  había olvidado dejar la leche al sereno. Por la mañana  estaba cortada y él no lo advirtió hasta que se encontró con ese sabor agrio en la boca. No sólo se disgustó conmigo sino que nunca quiso volver a probar otra cosa que café negro o té de la India.                                                         

Al fantasma le gusta cualquiera de las habitaciones de la casa para estar durante el día, porque sus huellas aparecen indistintamente en una o en otra. Zulema se queja de las colillas y cenizas que encuentra desparramadas por el piso y cree que el culpable es mi sobrino Amílcar, el único fumador de todos. Yo no discuto con ella, no le he mencionado la presencia de Guillermo en la casa porque temo que se asuste y no quiera volver. En cambio no protesta por las cáscaras de nuez o los papeles de chocolate,  sólo suspira y dice “¡Cómo nos cambian los años, señora, quién diría!” Sin embargo, la única habitación en donde el fantasma pasa la noche es la mía, la que compartimos durante tantos años, y eso me reconforta porque entonces me siento acompañada y me duermo en paz.
La primera vez que les conté a mis sobrinos parte de esto que estoy viviendo (si les cuento todo me mandarán al manicomio sin pedirme opinión) me dijeron que tal vez no estaba durmiendo bien, o que a lo mejor me convendría hacer un viaje de placer con otros ancianos de esos que van a darse baños curativos en Río Hondo, me ofrecieron su casa para pasar una temporada, en fin, diversas alternativas para distraerme y cambiar de aire. Y por supuesto, lo de vender la casa. Lo último que haría en mi vida es deshacerme de este solar. No me hallaría en ninguna otra casa que no tuviera estas cinco habitaciones, este  comedor cálido y amplio, estos baños cómodos, esta cocina soleada en invierno y fresquísima en verano. Pero sobre todo, ¿cómo abandonar su fantasma? No  tengo la seguridad de que se vendría conmigo a cualquier otro lugar. 
  
Hace dos noches, después de limpiar las migas de pan que él dejó sobre el mantel (siempre el mismo incorregible, en vida jamás conseguí que colaborara en lo más mínimo con las tareas domésticas) y de lavar el vaso con restos de vino tinto escuché que salía hacia el patio por la puerta del estudio, lo que me hizo dudar de si debía dejar todo cerrado con llave o no, pero luego me di cuenta de que los fantasmas entran y salen por donde quieren, así que por miedo a los vivos cerré nomás y me fui a dormir. Parece que anduvo de juerga, porque no escuché su respiración durante el resto del tiempo. Ayer por la mañana encontré la manta de llama catamarqueña tirada en el umbral de la puerta trasera, y me conmovió comprobar que había dormido casi a la intemperie. ¿Entonces debí dejarle alguna puerta abierta? Pobrecito.


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Esta medianoche fue apresado un malviviente,  luego de un confuso episodio en que una anciana en camisón llegara hasta la comisaría, manifestando que un desconocido había intentado estrangularla. La señora se disponía a descansar cuando extendió una mano para alinear las chinelas al borde de la cama, y se encontró con el brazo de un hombre que yacía debajo del lecho. Aterrorizada huyó por una puerta balcón, de la que el individuo saltó para darle alcance, y tras un forcejeo en que él oprimió el cuello de la mujer, ésta logró escapar para hacer la denuncia policial. Según una versión, el vagabundo se había instalado hace más de un año en la casa de la mujer y vivía cómodamente allí, sin haber sido visto jamás por los vecinos, hasta hace unas horas.









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