Tal vez si hubiera podido reconciliarse con el padre antes de su muerte hubiera logrado hacerlo también con el resto de los hombres. Si hasta aquel que amó y que le dejó esos dos hijos adorados le hizo la mala jugada de dejarla sola, en un abandono para siempre irreparable. ¡Cómo se había enojado al principio con él! ¿Cómo fue capaz de cometer semejante estupidez? ¡Morirse! ¡Pero hay que ser! Y lo peor de todo era que no se lo podía reclamar como no fuera encerrada en su habitación y llorando hasta quedar con la cara tan hinchada que al día siguiente tenía que pasarlo con los anteojos de sol adheridos a la cabeza.
Sólo para los aniversarios visitaba la tumba del marido, porque así como los ritos religiosos le producían tedio y mal humor, el culto fúnebre le parecía otro rasgo primitivo de la condición humana. Cuando iba al cementerio no sentía que estaba cerca de aquel ser a quien amó, porque imaginaba su carne corrupta, su piel negra y apergaminada, su pelo muerto y sin brillo como lana quemada, sus uñas que tal vez habían seguido creciendo ya bajo tierra. Eso que guardaba la tumba no podía ser aquel hombre a quien amó, y su nombre escrito en la placa de bronce con la fecha de su muerte no era sino una formalidad. Todo aquello que sintió por él y que vivió con él se hallaba guardado como un verdadero tesoro en su corazón.
Habitualmente escuchaba noticias sobre el descubrimiento de tumbas de NN, y empezaba a hacerse cotidiano el examen químico de ácido desoxirribonucleico para el reconocimiento de cadáveres. Se hablaba de exhumaciones y hasta a veces por televisión se mostraban restos humanos de posibles desaparecidos durante la dictadura militar. Entendía la necesidad de los familiares de aferrarse siquiera a esos huesitos dispersos, con la seguridad de que fueron aquella persona que tuvo nombre, voz, sentimientos, ideales. Pero se imaginaba a sí misma en la situación de tener que ver los restos de su marido y sentía náuseas.
Cuando tenía nueve años vio en un santuario la llamada “Virgen de Pachaco”, yendo hacia Calingasta. Pachaco es un paraje en plena precordillera adonde se llegaba por un camino de cornisa, con la dura montaña de un lado y el precipicio con el río San Juan del otro. A la tal virgen le adjudicaban poderes milagrosos. Los automovilistas, y sobre todo los camioneros que transportaban uva y manzanas hacia la ciudad, y seguramente muchos contrabandistas argentinos o chilenos, se detenían a prenderle velas, ofrendarle una flor silvestre y rezarle toscas oraciones. No era una santa con la popularidad de la Difunta Correa, ni tal vez tan milagrosa, pero tenía su modesto santuario enclavado en la montaña. En aquella recordada excursión con la familia, a bordo del camión de un tío, habían llegado hasta allí. Renata no olvidaría jamás esa momia que yacía en una caja de vidrio, dentro de una habitación de paredes blancas y piso de mosaicos rojos brillantes a fuerza de limpiarlo con un lampazo embebido en kerosén. Esa noche, indigestada por los nueve huevos duros que comió a lo largo de la jornada, tuvo horribles pesadillas en las que la virgen de Pachaco se levantaba de su lecho mortal y la perseguía con un lampazo en la mano...
En cambio una momia peruana de ochocientos años le había provocado cierta ternura en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Acurrucadita allí, como estuvo en su urna funeraria hasta que la descubrieron, con el pelo aun renegrido y trenzado, envuelta en un descolorido poncho tejido en telar y rodeada de cazos y utensilios, la hizo reflexionar sobre la transitoriedad de la vida, la escasa oportunidad de trascender y dejar huellas en este mundo.
Acaba de morirse de mala vejez el muy hijo de puta, dieciocho años después de la primera vez en que mentalmente le deseé una muerte trágica, llena de culpas pero con fervor. Era mi manera de amarlo, que me dejara al menos su imagen de hombre joven y potente. Ahí está ahora, ni una miserable sombra de ese casi adolescente de la fotografía en La Laja que yo guardaba entre mis cuadernos. Yo lo había matado ya hacía tiempo. Sólo faltaba esta rigidez, y el frío que imagino porque no me atrevo a tocarlo.
Por mis deseos y su fracaso era un muerto en vida. Frustrado estudiante de abogacía, frustrado empresario, comerciante, funcionario, astrónomo, poeta, marido, padre.
Nunca le escuché hablar más que de fantasiosos proyectos irrealizables transformados luego en estrepitosos fracasos. Siempre achacándole todo a su mala suerte. “Cuando yo voy al circo se suspenden las pruebas”, decía. Debió de ser un suicida, yo necesitaba que un día se suicidara y fantaseaba con eso.
Gozaba imaginando de qué manera lo haría. Él tenía, recuerdo, una escopeta y un rifle. Descarté la escopeta por ser más difícil de manipular, la escopeta necesita estar firme para acertar el disparo, hay que sostenerla con fuerza para contrarrestar ese movimiento seco y brusco que produce al disparar el proyectil, y si se falla el tiro puede salir desviado; a un suicida no debe fallarle el tiro. Yo lo veía en cambio de pie en su dormitorio, apoyando la garganta en el caño del rifle. Para cazar usaba unas balas de punta hueca. Por divertirse, un día disparó contra un sapo. Un pedazo desapareció en el charco. El resto despegó hacia arriba como un cohete y tardó unos quince segundos en caer.
Me latía el corazón imaginado el espectáculo: jirones de sesos pegados en el techo. Después, los vecinos, mis compañeros de colegio; el velorio a cajón cerrado, la compasión de todos, y yo en el medio como una especie de heroína.
Otras veces, cuando andaba con ese humor de perros porque todo le salía mal y se iba en el Di Tella (nunca supe adónde iba en ese estado, qué hacía), yo deseaba con toda mi alma que no volviera más, que se desbarrancara por ahí, que lo atropellara un tren, pero al anochecer volvía, él a casa y mi vida a la normalidad, es decir, a la sumisión, a la chatura, siempre cargando con una culpa ajena, igual que la pobre perra sobre la que aliviaba su ira a patadas. Yo era también una especie de perra apaleada, siempre volviendo a intentar la bendición de su afecto, su aceptación, meándome a chorritos por el miedo. Cínica me decía, me lo dijo siempre, aun antes de que yo pudiera comprender semejante palabra, cínica, como un can. Nunca me atreví a volverme contra él y morderlo. Siempre que lo herí fue subrepticiamente y lejos de su mirada, pero me faltó crueldad, eso no me lo perdono. La crueldad que debía dirigir contra él se volvía en mi contra. Siempre encontré la manera de autodestruirme. Como casarme embarazada; no lo premedité, me salió así. Todavía le di ocasión para que en un “gesto de grandeza” me lo perdonara.
Años más tarde encontraría la forma de castigarme, peleándose con mi marido. Me juré no verlo nunca más, y volví a desearle la muerte con vehemencia. En lugar de morirse el muy hijo de puta, murió mi marido. Entonces vino a verme, a compadecerme. Y desaproveché la oportunidad de echarlo a patadas. Todavía tuve que mantenerlo en sus últimos años, y en lugar de dejarlo morir, lo interné, gestioné el marcapasos, lo acompañé en las dos operaciones...
Había que verlo presa del pánico, sintiéndose débil y cercano al fin. Declamó intenciones de cambiar, de ser más tolerante, más bueno. Pero en cambio, en cuanto recuperó sus fuerzas volvió a ser el mismo cascarrabias, soberbio, egoísta de siempre. Nunca un rasgo de ternura, nunca un gesto de humildad. Podría haberlo matado: incendiar su habitación mientras dormía, abrir todas las llaves del gas y dejarlo encerrado, o pegarle un simple empujón, si estaba flaco y tembleque como un verdadero anciano acabado, este que quisiera nunca haber llegado a ver. Pero él me enseñó a ser cobarde y no fui capaz.
Ya vienen los de la funeraria a cerrar el cajón. Uno de ellos invita a los deudos a despedirse del muerto, como si estuviera anunciando la última función de un circo, pasen, señores, pasen y vean.
Mi hijo de seis años me pregunta si ahora el abuelito se va al cielo, con los ojos llorosos y una sombra de prematuro escepticismo. No puedo evitarlo: en cuclillas lo abrazo y me pongo a llorar, yo que durante años pensé festejar este día. Debo haberlo querido al muy hijo de puta.
Aquel primer noviecito que Renata había pateado un rato antes del temblor del 9 de julio de 1971 fue el motivo de que su padre la retirara del colegio donde cursaba primer año de la secundaria, a fin de evitar que siguieran viéndose a escondidas y de que ocurrieran cosas horribles con su hija, tales como que ese degenerado de dieciséis años ajara su virginidad. Lo que ignoraba Fernando es que había ejercido de tal manera la represión sobre ella que la había vuelto incapaz de permitirse siquiera ir más allá de una tomadita de manos o de un beso con los labios cerrados que el pobre muchachito se había pasado rogándole por cartas mezcladas con versos de Pablo Neruda que aviesamente firmaba como propios.
Renata fue tan buena alumna, que en cuanto su padre se marchó a tentar suerte en La Rioja con nuevos negocios y posibilidades de trabajo, y porque la crisis familiar se tornó insostenible, pudo reincorporarse al colegio y no perdió el curso escolar.
Pasó tres años sin ver a su padre. Al principio, tenía noticias de él porque, después de que Lucy había jurado divorciarse, empezaron a escribirse cartas. Él mandaba algo de dinero para mantenerlas, pero no lo suficiente, así que su madre salió a trabajar vendiendo libros en cuotas, casa por casa. Una mujer que nació en cuna de oro, que hasta que se casó a los veintiún años jamás había entrado en una cocina, porque en el hogar paterno había personal doméstico especializado para cada trabajo, una mujer que luego se dedicó sólo a las tareas de ama de casa durante más de veinte años, de repente se vio impelida a salir a la calle a ganarse el cobre con qué subsistir. Lo hizo con toda la solvencia de que fue capaz durante un tiempo. Pero era demasiado el peso para sus cincuenta y un años. Se enfermó: un derrame biliar determinó que se la interviniera de urgencia y el cirujano le extrajo infinidad de cálculos grandes como carozos de duraznos. Fue una de las escasas oportunidades en que Renata vio a su madre disminuida, esa mujer fuerte, dura como el granito. Mientras guardó reposo, ella y sus hermanas tenían que higienizarla, fajarla, hacer todas las tareas de la casa. Renata apenas tenía trece años.
Poco tiempo después, olvidada de los sufrimientos que Fernando le había hecho padecer, accedió a una reconciliación y viajó a su encuentro en La Rioja.
Renata encontró en su hermana mayor el reemplazo de la madre ausente. Pero esa orfandad la marcó para toda la vida. Sobre todo, el abandono y el desamor del padre. Jamás se lo perdonaría, ni siquiera muerto pudo perdonarlo. Sólo lamentaba no haber aprendido a tener una mejor relación con el sexo opuesto, porque ya en la madurez se tornó una constante relacionarse con hombres que indefectiblemente terminaban abandonándola. O al menos, ella sentía que la abandonaban. Y probablemente, hacía todo lo necesario para que la abandonaran. O bien, ella tomaba la iniciativa de terminar las relaciones antes de que el abandono se concretase.
Años de terapia no le ayudaron a resolver ese trauma. Terminó yendo a sus sesiones por inercia, y dejó de ir cuando descubrió que ya le mentía a su psicólogo, que le había tomado el tiempo para engañarlo y soslayar aquellas cosas que la desestructuraran y la hicieran sufrir. Tenía horror al sufrimiento, pero cuando un dolor la acuciaba, esa armadura de fortaleza aprendida de muy niña la hacía aparecer como enfrentándolo, cuando en realidad lo que hacía era negarlo, no sentir... Su construcción era antisísmica: hecha para resistir todo cataclismo.
- Imaginá que sos una planta. Sos una planta que está bajo el sol, el cielo está limpio y azul.
Ella recordó un rosal de rosas rojas que tuvo una vez en su jardín y que más tarde se secó. Y fue ese rosal en su imaginación.
El psicólogo continuó:
Pero lo que más la angustió en aquella sesión fue cuando Augusto le preguntó cuántas flores tenía.
- ¿Dos? ¿O tres? – remarcó él.
- No sé – titubeó Renata. – Dos..., no, no, tres...
- Vos tenés dos hijos, ¿no?
- Pero pudiste haber tenido tres, ¿no es así?
Sólo años después me atreví a sospechar si ese disgusto no sería otra cosa que la represión del deseo que seguramente le provocó verme así.
Con su madre le ocurría algo parecido. No podía abrazarla, ni besarla. Recordaba que siendo chiquita Lucy la rechazaba si ella se ponía cariñosa y le decía que era pesada, zalamera, cargosa. Por eso durante muchos años estuvo sin el afecto que transmiten las pieles cálidas, los besos, los abrazos, las manos entrelazadas, los dedos que revuelven cabellos. Represión, horror al incesto y a la homosexualidad la tuvieron cercada en una fría prisión. Si no hubiese sido por la ciclotimia de su fe (y porque si es verdad que la fe es un don, ella nació sin que ese ángel la rozara con sus alas), tal vez hubiera sido monja.
Primero con los tiernos cuerpecitos de sus sobrinos, y después tímidamente con los sucesivos novios que de a poco la fueron educando en el amor sin llegar a la genitalidad, y por último con el que fue su primer marido, hizo un aprendizaje de sensaciones placenteras. Pero tuvo que pasar después por muchos brazos de hombres para completarlo. Cuando quedó viuda a los treinta años no tenía la menor idea de la capacidad que su sistema nervioso tenía atesorada para hacerla depositaria de tanto placer. Lo que los años de soledad no le enseñaron fue a disociarse de manera de sentir el placer sin culpa y sin esperar que se correspondiera con un amor de compartir: el pan, la alegría, el dolor, los hijos, los amigos, las ideas, los gustos... el amor de pareja cristiana, el amor de ser “en la calle codo a codo” “mucho más que dos”, como tan bellamente lo dijera Mario Benedetti. Entonces pasaba por los brazos de distintos hombres que no se quedaban con ella, porque la consideraban demasiada mina para tanto compromiso. A más de uno escuchó decir: “Vos te merecés lo mejor”. Obviamente, quien lo decía no se consideraba lo mejor, pero a Renata eso le sonaba como una excusa para la huida.
Al menos la consolaba ver a otras mujeres que pasaban por la misma situación. ¿Es que los hombres estaban asustados ante el crecimiento de las mujeres? ¿Es que las mujeres, por parecérseles habían perdido atributos de la femineidad? Pero si la femineidad consistía en ser unas estúpidas sin pensamientos propios y sin decisión, entonces los que tenían que ponerse a tono eran ellos... En fin, Renata se devanaba los sesos sopesando cuál sería el punto de equilibrio, y entre un pasajero y otro de su tren pasaban largas temporadas de soledad, de sueños eróticos que la sorprendían en las madrugadas en que ya no volvía a dormirse por el temor de no cumplir con la responsabilidad del trabajo, de la casa, de los hijos.
Difíciles tiempos le había tocado vivir. Pero tampoco su madre había sido más feliz. Otra clase de cruz tuvo que soportar: la de la sumisión a un tirano doméstico. Y Renata no le envidiaba un ápice de su suerte. Ahora estaba liberada de aquella esclavitud y disfrutaba de la vida a su manera, viajando con contingentes de jubilados que recorrían el país, o mimando a sus nietos.
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