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martes, 21 de diciembre de 2010

ÚLTIMO CAPÍTULO!!!

XVII

Ahora, de paso en esta esquina de Sarmiento y Pellegrini, demorada por los recuerdos, cuando el sol ya se ocultaba y el cielo era de jirones índigo, rosa y gris, se sentía no una persona sino varias, deshechas y vueltas a hacer, acabada y renacida, como su nombre, Renata.
O definitivamente muerta. ¿Qué era si no este repliegue sobre sí misma, dedicada exclusivamente a sobrevivir, para mantener sola a sus hijos, con los sueños rotos, ella que aprendió desde muy pequeña que la vida era entrega a los demás, como Cristo, como Evita, como el Che, como los soldados de Malvinas, entrega para la salvación, para la transformación, para la liberación? Sin amor, con algún amante esporádico, hombres que la sentían tan autosuficiente que se le esfumaban después de un breve período de encantamiento, que, en el mejor de los casos, seguían siendo amigos.
En cuanto a la amistad, en una ciudad gigantesca como Buenos Aires era muy difícil no dispersarse. Conocía gente verdaderamente valiosa, hombres y mujeres con los cuales tenía muchos intereses en común, y sin embargo, las actividades de cada uno y las enormes distancias que había que recorrer para encontrarse, luego de largos cabildeos telefónicos para concertar horarios libres terminaban logrando que dejaran de verse. Tal vez pasaban meses o años hasta que un encuentro casual en el subte o en cualquier rincón de la ciudad les hiciera renovar los deseos de reunirse, pero la mayor parte de las veces todo quedaba en buenas intenciones.
En cambio otros, que habían sido sus amigos o compañeros en pasados tiempos, se felicitaba de ya no frecuentarlos ni mantener vínculo alguno, sobre todo cuando los veía aparecer en los medios de prensa como funcionarios o candidatos de cualquier partido político, ganados finalmente por un sistema que décadas atrás habían pretendido combatir.
Renata consideraba que sus dos hijos ya adolescentes emprenderían el vuelo cuando ella menos lo esperara, y se quedaría sola, con las manos y el corazón vacíos... Al fin también ella se había dejado tragar por el sistema, por este mundo globalizado que propugna la libertad del gallinero, donde gana el más astuto, donde ganar implica resignar ideales, someterse a las reglas, dejarse coger, cagar a los demás.
Ella que trabajaba en una radio sabía que sólo se podía difundir aquello que vendiera; hablar de lo que no provocara escozor al poder. Si hasta los periodistas aparentemente independientes tenían que acordar ciertas pautas para mantener sus programas vigentes. La tan soñada libertad de prensa no era más que libertad de empresa; los monopolios informativos marcaban la línea de lo que se debía decir y también –sobre todo- de lo que se debía callar.

 Volver a las raíces: he ahí la cuestión. Fue una rama que se extendió demasiado del tronco, “se fue en vicio” como decían las viejas hablando de sus enredaderas y malvones en los patios de otrora. ¿Qué habría sido de sus antiguos compañeros de colegio, de los compañeros de militancia política que al igual que ella no se habían prostituido? ¿Habría muerto don Ignacio, el profesor que relataba sus experiencias o sus fantasías, vaya a saber, bajo el cielo estrellado de Caucete? ¿Adónde estaría aquel curita salteño de cabellos duros como cerdas que comprendió su búsqueda religiosa y fue capaz de salirse de las reglas para que Renata tomara su tardía primera comunión?
Tarde había llegado a tantas cosas... al sexo, cuando ya hasta la liberación sexual femenina había pasado de moda; al encuentro de una vocación; al mundo laboral; al feminismo; al ateísmo, después de haber cargado con cuanto prejuicio y culpa fomenta la Santa Iglesia. Sentía que cuando ella recién estaba llegando, todo el mundo ya pegaba la vuelta.
Pero al menos después de este lapso de tiempo inconmensurable en que se quedó detenida en la esquina de Sarmiento y Pellegrini, estaba segura de haber llegado a una decisión acertada: volver a buscar, a sentir por fin esas raíces que perdió. Las raíces del rosal de dos rosas fragantes y una seca que era ella misma.
Ya buscaría la forma. ¿Con los chicos? Difícilmente ellos quisieran renunciar a su lugar en Buenos Aires, y ella no tenía por qué imponerles también el desarraigo. Quizá más adelante, cuando ya fueran independientes.
Sí, volver, de eso se trataba. Tal vez hasta podría ocurrir que desidealizara aquello lejano y soñado, tal vez confirmara veinte años después que su lugar estaba aquí, en la ciudad sin alma, y en ese caso, aquí también tendría un lugar propio. Deficiente, incompleto, pero propio. Se sintió liberada y feliz; la angustia que otras veces le oprimía la garganta se disipó. Como en muy escasas ocasiones se sentía experimentando una Epifanía.
 Ya estaba anocheciendo. Dos, tres, tal vez más mendigos de distintas edades se agrupaban en la vereda, con sus cartones y diarios, con las sobras de comida conseguidas en restaurantes o en tachos de basura, sucios, tristes, grotescos.
Volver: este repaso de su vida en un tiempo que no podía medir, detenida sin saber por qué en una esquina de Buenos Aires, le había servido para descubrir lo que necesitaba. Aquel rosal con dos o tres flores, aquel rosal con débiles raíces que no pudo soportar una tormenta (el del jardín de su casa, el de la foto de su hijita cuando tenía unos meses, se había secado, todo un símbolo), era ella misma. No había echado raíces fuertes ni en la tierra que dejó, ni aquí donde era uno de tantos seres solitarios, aislados, sin contención en la ciudad sin alma.
Se alejó de la marquesina y cruzó Carlos Pellegrini. No vio nada más. No vio que uno de los pordioseros vestido de pringosos harapos, con costras de roña en la piel y hediendo a orín era Raúl. No vio el semáforo de la 9 de Julio en rojo, no vio la manada de autos que se le venía encima a toda velocidad. No vio ni sintió nada más. Nunca.

Hurlingham, 15 de enero de 1999.
 ¿Por pura casualidad? Se cumplen cincuenta y cinco años del terremoto de 1944 en San Juan.


martes, 14 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 16

Tal vez si hubiera podido reconciliarse con el padre antes de su muerte hubiera logrado hacerlo también con el resto de los hombres.  Si hasta aquel que amó y que le dejó esos dos hijos adorados le hizo la mala jugada de dejarla sola, en un abandono para siempre irreparable. ¡Cómo se había enojado al principio con él! ¿Cómo fue capaz de cometer semejante estupidez? ¡Morirse! ¡Pero hay que ser! Y lo peor de todo era que no se lo podía reclamar como no fuera encerrada en su habitación y llorando hasta quedar con la cara tan hinchada que al día siguiente tenía que pasarlo con los anteojos de sol adheridos a la cabeza.
Sólo para los aniversarios visitaba la tumba del marido, porque así como los ritos religiosos le producían tedio y mal humor, el culto fúnebre le parecía otro rasgo primitivo de la condición humana. Cuando iba al cementerio no sentía que estaba cerca de aquel ser a quien amó, porque imaginaba su carne corrupta, su piel negra y apergaminada, su pelo muerto y sin brillo como lana quemada, sus uñas que tal vez habían seguido creciendo ya bajo tierra. Eso que guardaba la tumba no podía ser aquel hombre a quien amó, y su nombre escrito en la placa de bronce con la fecha de su muerte no era sino una formalidad. Todo aquello que sintió por él y que vivió con él se hallaba guardado como un verdadero tesoro en su corazón.
Habitualmente escuchaba noticias sobre el descubrimiento de tumbas de NN, y empezaba a hacerse cotidiano el examen químico de ácido desoxirribonucleico  para el reconocimiento de cadáveres. Se hablaba de exhumaciones y hasta a veces por televisión se mostraban restos humanos de posibles desaparecidos durante la dictadura militar. Entendía la necesidad de los familiares de aferrarse siquiera a esos huesitos dispersos, con la seguridad de que fueron aquella persona que tuvo nombre, voz, sentimientos, ideales. Pero se imaginaba a sí misma en la situación de tener que ver los restos de su marido y sentía náuseas.

Cuando tenía nueve años vio en un santuario la llamada “Virgen de Pachaco”, yendo hacia Calingasta. Pachaco es un paraje en plena precordillera adonde se llegaba por un camino de cornisa, con la dura montaña de un lado y el precipicio con el río San Juan del otro. A la tal virgen le adjudicaban poderes milagrosos. Los automovilistas, y sobre todo los camioneros que transportaban uva y manzanas hacia la ciudad, y seguramente muchos contrabandistas argentinos o chilenos, se detenían a prenderle velas, ofrendarle una flor silvestre y rezarle toscas oraciones. No era una santa con la popularidad de la Difunta Correa, ni tal vez tan milagrosa, pero tenía su modesto santuario enclavado en la montaña. En aquella recordada excursión con la familia, a bordo del camión de un tío, habían llegado hasta allí. Renata no olvidaría jamás esa momia que yacía en una caja de vidrio, dentro de una habitación de paredes blancas y piso de mosaicos rojos brillantes a fuerza de limpiarlo con un lampazo embebido en kerosén. Esa noche, indigestada por los nueve huevos duros que comió a lo largo de la jornada, tuvo horribles pesadillas en las que la virgen de Pachaco se levantaba de su lecho mortal y la perseguía con un lampazo en la mano...
En cambio una momia peruana de ochocientos años le había provocado cierta ternura en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Acurrucadita allí, como estuvo en su urna funeraria hasta que la descubrieron, con el pelo aun renegrido y trenzado, envuelta en un descolorido poncho tejido en telar y rodeada de cazos y utensilios, la hizo reflexionar sobre la transitoriedad de la vida, la escasa oportunidad de trascender y dejar huellas en este mundo.

Acaba de morirse de mala vejez el muy hijo de puta, dieciocho años después de la primera vez en que mentalmente le deseé una  muerte trágica, llena de culpas pero con fervor. Era mi manera de amarlo, que me dejara al menos su imagen de hombre joven y potente. Ahí está ahora, ni una miserable sombra de ese casi adolescente de la fotografía en La Laja que yo guardaba entre mis cuadernos. Yo lo había matado ya hacía tiempo. Sólo faltaba esta rigidez, y el frío que imagino porque no me atrevo a tocarlo.
Por mis deseos y su fracaso era un muerto en vida. Frustrado estudiante de abogacía, frustrado empresario, comerciante, funcionario, astrónomo, poeta, marido, padre.
Nunca le escuché hablar más que de fantasiosos proyectos irrealizables transformados luego en estrepitosos fracasos. Siempre achacándole todo a su mala suerte. “Cuando yo voy al circo se suspenden las pruebas”, decía. Debió de ser un suicida, yo necesitaba que un día se suicidara y fantaseaba con eso.
Gozaba imaginando de qué manera lo haría. Él tenía, recuerdo, una escopeta y un rifle. Descarté la escopeta por ser más difícil de manipular, la escopeta necesita estar firme para acertar el disparo, hay que sostenerla con fuerza para contrarrestar ese movimiento seco y brusco que produce al disparar el proyectil, y si se falla el tiro puede salir desviado; a un suicida no debe fallarle el tiro. Yo lo veía en cambio de pie en su dormitorio, apoyando la garganta en el caño del rifle. Para cazar usaba unas balas de punta hueca. Por divertirse, un día disparó contra un sapo. Un pedazo desapareció en el charco. El resto despegó hacia arriba como un cohete y tardó unos quince segundos en caer.
Me latía el corazón imaginado el espectáculo: jirones de sesos pegados en el techo. Después, los vecinos, mis compañeros de colegio; el velorio a cajón cerrado, la compasión de todos, y yo en el medio como una especie de heroína.
Otras veces, cuando andaba con ese humor de perros porque todo le salía mal y se iba en el Di Tella (nunca supe adónde iba en ese estado, qué hacía), yo deseaba con toda mi alma que no volviera más, que se desbarrancara por ahí, que lo atropellara un tren, pero al anochecer volvía, él a casa y mi vida a la normalidad, es decir, a la sumisión, a la chatura, siempre cargando con una culpa ajena, igual que la pobre perra sobre la que aliviaba su ira a patadas. Yo era también una especie de perra apaleada, siempre volviendo a intentar la bendición de su afecto, su aceptación, meándome a chorritos por el miedo. Cínica me decía, me lo dijo siempre, aun antes de que yo pudiera comprender semejante palabra, cínica, como un can. Nunca me atreví a volverme contra él y morderlo. Siempre que lo herí fue subrepticiamente y lejos de su mirada, pero me faltó crueldad, eso no me lo perdono. La crueldad que debía dirigir contra él se volvía en mi contra. Siempre encontré la manera de autodestruirme. Como casarme embarazada; no lo premedité, me salió así. Todavía le di ocasión para que en un “gesto de grandeza” me lo perdonara.
Años más tarde encontraría la forma de castigarme, peleándose con mi marido. Me juré no verlo nunca más, y volví a desearle la muerte con vehemencia. En lugar de morirse el muy hijo de puta, murió mi marido. Entonces vino a verme, a compadecerme. Y desaproveché la oportunidad de echarlo a patadas. Todavía tuve que mantenerlo en sus últimos años, y en lugar de dejarlo morir, lo interné, gestioné el marcapasos, lo acompañé en las dos operaciones...
Había que verlo presa del pánico, sintiéndose débil y cercano al fin. Declamó intenciones de cambiar, de ser más tolerante, más bueno. Pero en cambio, en cuanto recuperó sus fuerzas volvió a ser el mismo cascarrabias, soberbio, egoísta de siempre. Nunca un rasgo de ternuranunca un gesto de humildad. Podría haberlo matado: incendiar su habitación mientras dormía, abrir todas las llaves del gas y dejarlo encerrado, o pegarle un simple empujón, si estaba flaco y tembleque como un verdadero anciano acabado, este que quisiera nunca haber llegado a ver. Pero él me enseñó a ser cobarde y no fui capaz.
Ya vienen los de la funeraria a cerrar el cajón. Uno de ellos invita a los deudos a despedirse del muerto, como si estuviera anunciando la última función de un circo, pasen, señores, pasen y vean.
Mi hijo de seis años me pregunta si ahora el abuelito se va al cielo, con los ojos llorosos y una sombra de prematuro escepticismo. No puedo evitarlo: en cuclillas lo abrazo y me pongo a llorar, yo que durante años pensé festejar este día. Debo haberlo querido al muy hijo de puta.
 Con qué defectuoso amor debió haberlo querido. La pareja ideal que formaban Fernando y Lucy cuando ocurrió el terremoto de 1944 fue la que le enseñó el amor. Pero a lo largo de su convivencia Renata supo que no había tal pareja ideal, que estuvieron seguramente enamorados en los primeros años pero después se dedicaron a cimentar el modelo típico del macho autoritario y la mujer sometida, ella siempre en el medio protegiendo a sus hijas de la severidad de él, cultivando un miedo reverencial hacia sus arbitrariedades, ataques de ira en los que rompía cuadros, vasos o relojes y nadie podía osar detenerlo.
Aquel primer noviecito que Renata había pateado un rato antes del temblor del 9 de julio de 1971 fue el motivo de que su padre la retirara del colegio donde cursaba primer año de la secundaria, a fin de evitar que siguieran viéndose a escondidas y de que ocurrieran cosas horribles con su hija, tales como que ese degenerado de dieciséis años ajara su virginidad. Lo que ignoraba Fernando es que había ejercido de tal manera la represión sobre ella que la había vuelto incapaz de permitirse siquiera ir más allá de una tomadita de manos o de un beso con los labios cerrados que el pobre muchachito se había pasado rogándole por cartas mezcladas con versos de Pablo Neruda que aviesamente firmaba como propios.
Renata fue tan buena alumna, que en cuanto su padre se marchó a tentar suerte en La Rioja con nuevos negocios y posibilidades de trabajo, y porque la crisis familiar se tornó insostenible, pudo reincorporarse al colegio y no perdió el curso escolar.
Pasó tres años sin ver a su padre. Al principio, tenía noticias de él porque, después de que Lucy había jurado divorciarse, empezaron a escribirse cartas. Él mandaba algo de dinero para mantenerlas, pero no lo suficiente, así que su madre salió a trabajar vendiendo libros en cuotas, casa por casa. Una mujer que nació en cuna de oro, que hasta que se casó a los veintiún años jamás había entrado en una cocina, porque en el hogar paterno había personal doméstico especializado para cada trabajo, una mujer que luego se dedicó sólo a las tareas de ama de casa durante más de veinte años, de repente se vio impelida a salir a la calle a ganarse el cobre con qué subsistir. Lo hizo con toda la solvencia de que fue capaz durante un tiempo. Pero era demasiado el peso para sus cincuenta y un años. Se enfermó: un derrame biliar determinó que se la interviniera de urgencia y el cirujano le extrajo infinidad de  cálculos grandes como carozos de duraznos. Fue una de las escasas oportunidades en que Renata vio a su madre disminuida, esa mujer fuerte, dura como el granito. Mientras guardó reposo, ella y sus hermanas tenían que higienizarla, fajarla, hacer todas las tareas de la casa. Renata apenas tenía trece años.
Poco tiempo después, olvidada de los sufrimientos que Fernando le había hecho padecer, accedió a una reconciliación y viajó a su encuentro en La Rioja.
Renata encontró en su hermana mayor el reemplazo de la madre ausente. Pero esa orfandad la marcó para toda la vida. Sobre todo, el abandono y el desamor del padre. Jamás se lo perdonaría, ni siquiera muerto pudo perdonarlo. Sólo lamentaba no haber aprendido a tener una mejor relación con el sexo opuesto, porque ya en la madurez se tornó una constante relacionarse con hombres que indefectiblemente terminaban abandonándola. O al menos, ella sentía que la abandonaban. Y probablemente, hacía todo lo necesario para que la abandonaran. O bien, ella tomaba la iniciativa de terminar las relaciones antes de que el abandono se concretase.
Años de terapia no le ayudaron a resolver ese trauma. Terminó yendo a sus sesiones por inercia, y dejó de ir cuando descubrió que ya le mentía a su psicólogo, que le había tomado el tiempo para engañarlo y soslayar aquellas cosas que la desestructuraran y la hicieran sufrir. Tenía horror al sufrimiento, pero cuando un dolor la acuciaba, esa armadura de fortaleza aprendida de muy niña la hacía aparecer como enfrentándolo, cuando en realidad lo que hacía era negarlo, no sentir... Su construcción era antisísmica: hecha para resistir todo cataclismo.
 Mientras una ráfaga de aire frío le golpea la mejilla recuerda un “ensueño dirigido” que su psicólogo le propuso en cierta oportunidad. Ella debió acostarse en el piso del estudio, sobre la moquette, cerrar los ojos y relajar poco a poco los músculos de todo su cuerpo, con la consigna de permanecer en silencio y sólo escuchar lo que Augusto, el terapeuta, con una voz suave y arrulladora le iba indicando:
-          Imaginá que sos una planta. Sos una planta que está bajo el sol, el cielo está limpio y azul.
Ella recordó un rosal de rosas rojas que tuvo una vez en su jardín y que más tarde se secó. Y fue ese rosal en su imaginación.
 -          Ahora sentí tus raíces. Sentí muy bien cómo se agarran tus raíces a la tierra.
 Renata no podía sentirlas. No encontraba las raíces, las había perdido. Se angustió y tuvo deseos de hablar, pero recordó la consigna. Augusto debió notar su tensión.
 -          Estás bien relajada, con los ojos cerrados. Sos una planta; ahora mirá cómo es tu tronco. ¿Cómo son las ramas? ¿Tenés muchas hojas? ¿Tenés flores? ¿Cuántas flores tenés?
 Aquel rosal que Renata recordaba en el cantero de su casa nunca dio demasiadas rosas. Tenía bien grabada en la memoria una fotografía de su hijita de cinco meses con los pequeños pies descalzos en el coche-cuna, tomada junto al rosal.
 -          Ahora mirá qué hay a tu alrededor: adelante, a los costados, atrás... ¿Qué ves?
 Desde su lugar de rosal solo veía el resto del jardín, parte de la casa, la calle, porque no se le ocurría que como rosal pudiera tener una visión a todo su alrededor, despojada de la estructura humana con ojos que sólo miran hacia delante y con el movimiento de giro limitado de la cabeza. Y como las raíces sólo podía imaginarlas como a los propios pies presos dentro de la tierra, no concebía la posibilidad de volverse hacia atrás, de girar para ver en redondo.
El psicólogo continuó:
 -          Ha empezado a nublarse. El cielo se está oscureciendo. Se escuchan truenos. Truenos cada vez más cercanos. El cielo está negro y empieza a llover. Llueve muy fuerte, hay viento. Los truenos y relámpagos se suceden. Cae un rayo.
 Para entonces, Renata, con los ojos cerrados, en su imaginación dejó de ser el rosal y se volvió ella misma de seis años, en su casa de San Juan, bien resguardada de la tormenta, dentro de su habitación.
 -          Ahora la tormenta va amainando. De a poco deja de llover. ¿Cómo han quedado tus ramas?
 Renata cayó en la cuenta de cómo se había escapado de su lugar de rosal, y la trampa que le había hecho al juego.
 -          Bueno. De a poquito te vas despertando. Ahora sos Renata, y vas sintiendo tu cuerpo, tus pies, tus piernas, tu tronco, tus brazos y manos, tu cabeza. Vas moviendo la cabeza hacia un lado, hacia el otro. De a poquito vas abriendo los  ojos.
 Renata volvió a ver el techo del consultorio. Augusto empezó a preguntarle cómo había sido cada experiencia a medida que él iba dirigiendo su sueño de rosal. A ella le quedó impresa para siempre esa sensación de no tener raíces, de no poder sentir más que los pies aprisionados y sin embargo, cuando debería haberse quedado soportando el temporal bajo su forma de rosal, se escapó, se volvió chiquita y se refugió adentro de la casa.
Pero lo que más la angustió en aquella sesión fue cuando Augusto le preguntó cuántas flores tenía.
 -          Dos, o tres – respondió ella.
-          ¿Dos? ¿O tres? – remarcó él.
-          No sé – titubeó Renata. – Dos..., no, no, tres...
-          Vos tenés dos hijos, ¿no?
 A Renata le extrañó la pregunta y contestó casi con fastidio, porque eso era algo que su psicólogo sabía.
 -          ¡Claro!
-          Pero pudiste haber tenido tres, ¿no es así?
 Un torrente de llanto la desbordó. Sintió que Augusto era un hijo de puta, pero se dejó consolar por él, que la contuvo, y sólo dio por terminada la sesión cuando la vio más calmada.
 No tuvo oportunidad de reconciliarse con su padre. Renata esperó siempre que él se le acercara y tuviera una actitud humilde y amorosa hacia ella. Lo esperó en vano. Pero la soberbia que ella le achacaba y no le podía perdonar era también su pecado más grave, aprendido y cultivado. A pesar de las sugerencias de su hermana mayor, nunca fue capaz de tomar la iniciativa. Nunca venció el rechazo físico que le causaba el viejo. Había olvidado cuándo fue la última vez que le dio un beso. No tenía recuerdos de que el padre la hubiese besado alguna vez, más allá de los saludos de encuentro o despedida en las temporadas en que la relación era más o menos armoniosa. Siempre le pareció extraño ver a sus amigas en contacto físico muy estrecho con sus padres, hasta le resultaba en ocasiones chocante, pero en el fondo sentía cierta envidia. Un acendrado horror al incesto la alejaba de la piel del padre.
 Me acababa de bañar y estaba sobre mi cama, envuelta en un toallón blanco. Estaba en mi dormitorio, sola, pero la desnudez completa era sólo posible bajo la ducha. Estaba buscando ropa para vestirme y no escuché los golpes en la puerta. Entonces pegué un salto cuando sentí que se abría y vi a mi padre. Pegué un salto, y él también. Dio un violento portazo y se fue, gritándome que era una descuidada, que si no había oído sus golpes. Yo me sentía asquerosa e inmoral; mi padre me había visto  envuelta en un toallón, con el pelo mojado y desgreñado, y me había demostrado su disgusto.
Sólo años después me atreví a sospechar si ese disgusto no sería otra cosa que la represión del deseo que seguramente le provocó verme así.

Con su madre le ocurría algo parecido. No podía abrazarla, ni besarla. Recordaba que siendo chiquita Lucy la rechazaba si ella se ponía cariñosa y le decía que era pesada, zalamera, cargosa. Por eso durante muchos años estuvo sin el afecto que transmiten las pieles cálidas, los besos, los abrazos, las manos entrelazadas, los dedos que revuelven cabellos. Represión, horror al incesto y a la homosexualidad la tuvieron cercada en una fría prisión. Si no hubiese sido por la ciclotimia de su fe (y porque si es verdad que la fe es un don, ella nació sin que ese ángel la rozara con sus alas), tal vez hubiera sido monja.
Primero con los tiernos cuerpecitos de sus sobrinos, y después tímidamente con los sucesivos novios que de a poco la fueron educando en el amor sin llegar a la genitalidad, y por último con el que fue su primer marido, hizo un aprendizaje de sensaciones placenteras. Pero tuvo que pasar después por muchos brazos de hombres para completarlo. Cuando quedó viuda a los treinta años no tenía la menor idea de la capacidad que su sistema nervioso tenía atesorada para hacerla depositaria de tanto placer. Lo que los años de soledad no le enseñaron fue a disociarse de manera de sentir el placer sin culpa y sin esperar que se correspondiera con un amor de compartir: el pan, la alegría, el dolor, los hijos, los amigos, las ideas, los gustos... el amor de pareja cristiana, el amor de ser “en la calle codo a codo” “mucho más que dos”, como tan bellamente lo dijera Mario Benedetti. Entonces pasaba por los brazos de distintos hombres que no se quedaban con ella, porque la consideraban demasiada mina para tanto compromiso. A más de uno escuchó decir: “Vos te merecés lo mejor”. Obviamente, quien lo decía no se consideraba lo mejor, pero a Renata eso le sonaba como una excusa para la huida.
Al menos la consolaba ver a otras mujeres que pasaban por la misma situación. ¿Es que los hombres estaban asustados ante el crecimiento de las mujeres? ¿Es que las mujeres, por parecérseles habían perdido atributos de la femineidad? Pero si la femineidad consistía en ser unas estúpidas sin pensamientos propios y sin decisión, entonces los que tenían que ponerse a tono eran ellos... En fin, Renata se devanaba los sesos sopesando cuál sería el punto de equilibrio, y entre un pasajero y otro de su tren pasaban largas temporadas de soledad, de sueños eróticos que la sorprendían en las madrugadas en que ya no volvía a dormirse por el temor de no cumplir con la responsabilidad del trabajo, de la casa, de los hijos.
Difíciles tiempos le había tocado vivir. Pero tampoco su madre había sido más feliz. Otra clase de cruz tuvo que soportar: la de la sumisión a un tirano doméstico. Y Renata no le envidiaba un ápice de su suerte. Ahora estaba liberada de aquella esclavitud y disfrutaba de la vida a su manera, viajando con contingentes de jubilados que recorrían el país, o mimando a sus nietos.










 



lunes, 6 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 15 (AMOR DE VERANO)

xv 
Unas ráfagas de viento parecido al que sopla en la costa le desordenaban el cabello. Todavía en septiembre estaba muy lejana la posibilidad de unas vacaciones en el mar, y más lejanas aun considerando lo ajustado de su presupuesto, siempre dejando de pagar una deuda para poder pagar otra más urgente. Pero la añoranza era inevitable. Sobre todo porque hacía tiempo que unos recuerdos marinos la tironeaban insistentemente.

 Si algo le faltaba a una melancólica como yo, era esta nostalgia que ya siento por …¿Necochea?
Quiero decirte que me divertí muchísimo en los ratos que estuvimos juntos. Me gustaría volver para cobrarle a la vida lo que nos debe: llegar a ver un atardecer ocho minutos antes; escuchar juntos el silencio del mar en Las Grutas; algún delicioso chapuzón como el del primer día.
Me voy mucho más rica de lo que era hace nueve días. Aprendí, por ejemplo, que de febrero a abril hay una eternidad…
Sos un loco hermoso.
Fueron sus primeras vacaciones de viuda. Se animó a irse en carpa con sus niños a Las Grutas, unos quince kilómetros al sur de Necochea. La animó el grupo de amigos y compañeros de militancia que la contuvieron durante la enfermedad y la muerte de su marido: la entrañable Irene y su marido “cama afuera”, Luis; el gordo Andrés, tan generoso, tan mano suelta, tan afeminado; Ricardo y Magdalena, una pareja por la que nadie hubiera dado un centavo: él tenía veintiún años; ella treinta y cinco y dos hijas de sendos maridos anteriores, y sin embargo, muchos años después seguirían juntos dándole batalla a la vida; Gabriela y Rubén, que tenían un bebé de la misma edad de Nicolás pero con problemas neurológicos. Cuando Renata los veía juntos pensaba que al menos podían afrontar su drama de a dos; ella en cambio había quedado sola para hacer de padre y madre. En fin, aquellos diez días de enero de 1988 fueron inolvidables.

Cuando el mar era el relato familiar de un viaje hecho unos días antes de cumplir un año, y unas fotos en blanco y negro en las que aparecía yo (una gordita sentada en la arena con una cofia y malla de “abeja”), la vida transcurría morosa entre los álamos sanjuaninos. Golondrinas como brasitas negras, al decir de Falú, cruzaban el atardecer. Grandes caudales de agua sólo era posible ver en algunos veranos, cuando el río San Juan aumentaba varias veces su volumen, bajando turbio y desaforado.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             

En Necochea los esperaban los compañeros lugareños que habían organizado aquel campamento, y allí se reunieron con otros venidos de distintos puntos del país. Renata no podía evitar sentir sus hormonas alborotadas ante algunos de aquellos camaradas jóvenes y hermosos, pero no se atrevió a avanzar. Le gustaba un rubio que tocaba la guitarra y cantaba canciones de Silvio Rodríguez, pero también la inquietaba un morocho, Marcelo, alto y potente como un potro sin domar. Pero ella estaba en un lugar muy complejo: por un lado era la admirada mujer que luchó a brazo partido hasta las últimas consecuencias contra una enfermedad artera que se llevó a su amor, y sin embargo siguió sin derrumbarse por sus hijos. Estaba saliendo recién de su cascarón de mujer de un solo hombre al que estuvo unida por amor. Jamás por su cabeza había pasado la posibilidad de una aventura de verano sin consecuencias, ni siquiera cuando tuvo quince años. Y estaban sus hijos, que la absorbían la mayor parte del tiempo. Así es que participaba de los fogones que se hacían en la playa por la noche, y cantaba con el rubio “Yo digo que las estrellas le dan gracias a la noche/ porque encima de otro coche no pueden lucir tan bellas...”, y sentía su aliento cerca, mientras el morocho la contemplaba insinuante sentado en una roca salpicada por las olas. Pero luego ella se metía en su carpa a dormir con sus hijos, mientras el rubio se deslizaba en la carpa de otra, y el morocho hacía el amor con una necochense sobre un poncho tendido en la arena.
En aquellas vacaciones ni se enteró que había impactado a otro de los compañeros de Necochea: Isidro de Souza, un arquitecto de cuarenta años, flacucho, pelo crespo y largo, muy simpático, con una sonrisa franca y voz dulzona de tenor. Era un atado de nervios, enamorado de su profesión y de su ciudad. Mientras duró el campamento actuó como anfitrión llevando y trayendo cosas y gente, de la ciudad a Las Grutas y viceversa, sin descanso, y siempre acompañado de sus hijos, una chica de catorce años y un varón de siete. Su mujer también estaba en la misma organización, pero no se hizo ver demasiado por el campamento. A decir verdad, Renata ni siquiera recordaba cómo era su cara. En general, todas las esposas de los necochenses tomaron una actitud más bien de rechazo hacia las forasteras, sobre todo si estaban solas, porque significaban la amenaza de convertirse en cornudas en un abrir y cerrar de ojos. Y peor si se trataba de las que habían llegado desde Buenos Aires, unas locas de atar todas sin distingos, para los prejuicios provincianos. Sólo las militantes, las que sabían de luchas y soledades como la inefable Patricia León se portaron como verdaderas compañeras. Renata encontró en ella un alma gemela, y luego cultivaron una amistad más allá de la diáspora que sufrió después el grupo, cuando triunfó el modelo neoliberal, posmoderno y primermundista que terminó tragándose a muchos que alguna vez pasaron por revolucionarios, y catapultándolos a funciones públicas muy cercanas al poder.
Una noche, después de cenar, debajo de la enorme carpa que servía de comedor y sala de estar y alrededor de la cual habían dispuesto las carpas para cada pareja o familia, se improvisó un auditorio. Sobre una sábana blanca Isidro proyectó un audiovisual basado en la historia de Necochea elaborado desde su mirada de arquitecto con ideas revolucionarias y nacionales. Mientras las diapositivas se sucedían, él relataba cómo aquellas tierras habían sido primero dominio de indios que luego fueron domesticados por los jesuitas. El padre Cardiel, un pionero de dos siglos atrás, había andado a pie y a lomo de mula toda la región, evangelizando y ganando voluntades para la civilización. La ciudad se fue construyendo sobre la ribera del río Quequén, que tuvo uno de los primeros puertos de la zona. Se construyó un puente sobre el río Quequén y ello facilitó el acceso al lugar de gente de otros puntos de la provincia, y sobre todo, de la capital. La ola inmigratoria también arrastró a mujeres y hombres de diversas nacionalidades hacia aquel paraíso surero. Los indígenas, primero bajo el gobierno de Rosas, y más tarde el de Roca, siguieron sufriendo el ataque que los diezmaba y los hacía retroceder cada vez más hacia el sur, y entonces destruyeron el puente. Nada fue fácil, pero un nuevo puente fue erigido: el puerto de Quequén debía tener su conexión con tierra.
Luego vino el comercio internacional y el progreso, el modelo económico liberal, y la Argentina pasó a ser la perla más preciada de la corona británica. Unos pocos se apropiaron de miles de hectáreas para usufructo privado, mientras la clase trabajadora se instalaba en las márgenes geográficas y económicas, pero luchaba y se mantenía sin aflojar. Los señores europeizantes comenzaron a copiar estilos arquitectónicos de lugares exóticos: construyeron enormes palacios utilizando el hierro sin tener en cuenta que el aire marino oxidaría todo carcomiendo hasta las bases de esos monstruos. Isidro se apasionaba y demostraba indignado cómo, si hubiese primado el sentido común, se hubieran hecho bellísimas construcciones utilizando materia prima del lugar, casas de troncos, de piedras. Pero tuvieron que pasar muchos años para eso. Los gobiernos populares y con sentido nacional, en primer lugar expropiaron aquellos latifundios; se construyeron viviendas, escuelas y hospitales para la gente. Las playas dejaron de ser un lujo al alcance exclusivamente de la clase alta, y la clase trabajadora tuvo la posibilidad de extender hacia la costa la ciudad que daba la espalda al mar, con sus casitas alegres y funcionales. En lo que fue la estancia de una viuda pudiente se concretó una gran forestación que detuviera la acción erosionante del viento marino y evitara el avance de las estériles arenas. Y el casco de aquella estancia fue más tarde sede del Museo Histórico Regional.
Todo aquello que Isidro contaba le descubría a Renata un mundo insospechado y apasionante, y las imágenes estaban tan bien coordinadas con el discurso, que resultó una velada realmente agradable y útil para todos. Aplaudieron a rabiar al modesto arquitecto que sonreía y sus pequeños ojillos celestes brillaban satisfechos. Renata se quedó sin saber cuánto de ese brillo iba dirigido hacia su persona.
Unos meses después lo volvió a ver, pero cuando se iniciaba su relación con Raúl. Viajó con éste nuevamente a Necochea a una convención a fines de ese mismo año, pero ella apenas reparó en el arquitecto. Sólo compartieron la mesa del almuerzo, pero no formaron parte de la misma comisión, ni tuvieron ningún contacto. Y a mediados de 1989, ya casada con Raúl, se encontraron en un congreso en Mar del Plata, pero entonces apenas recordaba Renata haberlo visto.
De verdad, por momentos me pongo a saborear cada recuerdo que tengo con vos, y no con melancolía. Sos un acontecimiento feliz en mi vida. Desde que estaba en Necochea me anda rondando una palabra por la cabeza: Epifanía. La busqué en los diccionarios comunes y no sale más que la festividad del 6 de enero. Pero tiene que ver con eso, con un acontecimiento feliz, algo maravilloso que de repente se muestra, o que habiendo estado ahí, de repente uno tiene la capacidad de ver. Entonces pienso en los tiempos, y me acuerdo cuando estábamos en ese rincón único desde donde vimos el atardecer y vos me decías que hubieras querido que nuestro encuentro se diera años antes… Y sin embargo, éste es el tiempo, lo que había, o lo que iba a haber, recién ahora se nos reveló. Yo estoy feliz de que haya sido así.

Para el verano de 1995, Renata apenas recordaba la imagen de Isidro de Souza. Un fin de semana de enero, aprovechando que sus hijos paseaban por las Sierras de Córdoba con su abuela, se marchó con Irene a Necochea. Las había invitado Patricia León, con esa hospitalidad que hace a alguna gente poner su casa a disposición de las visitas, con tanta generosidad que hasta se ofende si el invitado menciona la sola posibilidad de comprar algo para el almuerzo.
Caminando por el Parque Miguel Lillo se encontraron con Isidro. Ya no llevaba el pelo largo y estaba un poco más gordo, pero era el mismo atado de nervios con aquellos ojillos celestes que se volvían una línea al sonreír. Él no supo disimular su especial alegría al volver a ver a Renata; en cambio para ella fue una sorpresa que él la recordara con tanto interés. Jamás pensó que un tipo como él hubiera reparado en ella alguna vez, era de los hombres que consideraba totalmente fuera de su alcance, por puro prejuicio, o porque muchas veces se subestimaba sin razón. En cambio Irene tenía otra idea:
 -          Éste vive alzado. Cualquier colectivo lo deja bien.
-          ¡Ah, gracias! No te imaginás cuánto levanta mi autoestima lo que me decís – le contestó Renata muerta de risa.

De cualquier manera aceptaron su invitación a recorrer el Museo que dirigía. Lo estaba levantando después de años de abandono, le estaba poniendo toda su pasión y creatividad. Les mostró todo cuanto atesoraban sus salas y después, se sentaron en el parque, a tomar mate bajo la sombra de enormes árboles.
No alcanzó el fin de semana más que para ese encuentro y un paseo en un estrafalario vehículo que él mismo había construido y preparado para circular por la playa. En un momento en que Irene estaba retirada, contemplando el lejano horizonte marino, Isidro le sugirió a Renata que ese año se tomara vacaciones en Necochea. Él podía ayudarla a conseguir un alquiler barato. Intercambiaron sus números de teléfono y se despidieron con la promesa de verse pronto.
Renata sabía que muchas veces el curso de su vida dependió más del azar, o de la decisión de otros. Pero en otras ocasiones era ella quien veía claramente lo que ocurriría con sólo habérselo propuesto. En aquella ocasión ya tenía la decisión tomada: sus vacaciones, en el mes de febrero, las pasaría en Necochea con sus hijos. Ellos eran muy pequeños la primera vez que estuvieron allí y no recordaban nada, así es que se merecían unos días junto al mar, en un lugar hermoso y tranquilo como aquél. Y ella, además de todo eso, se merecía probar qué era lo que ocurría con ese hombre que la había cautivado con su personalidad avasallante.

Isidro dejó el auto estacionado al final de una huella que terminaba en una duna.

-          ¡Rápido, rápido! – gritó y tomó de la mano a Renata. – ¡Tenemos ocho minutos!
Cuando llegaron en frenética carrera contra la arena en la que se hundían sus pies, saltando matas de dientes de león y evitando espinas de arbustos, corriendo de la mano como dos criaturas, rápido, rápido, por fin alcanzaron el punto desde donde podía verse la caída del sol sobre el mar.
Se quedaron absortos allí, todavía tomados de la mano, sobre una duna alta, un mirador natural que abarcaba, allá abajo, la anchura de la playa y luego el mar del que les llegaba el apagado estruendo. El semicírculo rojo ya sin rayos se hundía en el confín. Cuando acabó de esconderse, agitados todavía, se sentaron en la arena. Isidro detrás de Renata le hizo de respaldo y la rodeó con sus piernas y brazos. Ella sentía su aliento en la oreja, en el cuello, en la mejilla. Mudos, sólo miraban el paisaje solitario. Apenas un pescador desprevenido –acaso un turista, o un lugareño- pasaba con su caña sin sospechar la presencia de ellos arriba.
Así permanecieron hasta que empezó a anochecer. Isidro dijo, como pensando en voz alta:

-          Lástima, Negra, que no nos encontramos antes. Vos me gustaste siempre.
-          ¿Ah sí? – contestó ella, sinceramente sorprendida, dando vuelta la cabeza para mirarlo a los ojos, indagante.
-          ¡Claro! Pero vos no me dabas bola. La primera vez que viniste, con tus hijos chiquititos, no me animé. Y después, estabas con ese pobre loquito de Raúl, y ya no pude...
-          ¿Y qué pasa con tu mujer?
-          Nada. Si no, no estaría aquí con vos.

Claro, una obviedad. Ella lo sabía muy bien. Quien es infiel no lo es por deporte. El infiel es un ser no amado, en busca de alguien que lo ame.
No dijeron más por un rato. Estar acurrucada allí en los brazos de Isidro, en ese rincón solitario de Necochea, camino a Las Grutas proporcionaba a Renata una paz y un placer indescriptibles. Ya sospechaba ella que en vivir esos momentos mágicos, restallantes, consistía la felicidad.
Isidro, ágil, se levantó y le tendió la mano.

-          Vámonos antes que sea de noche.

Bajaron, otra vez hundiéndose en la arena, y a los saltos hasta llegar al Renault 12.

-          Tengo el equipo de mate preparado – dijo Isidro entusiasmado – pero vayamos más cerca de la ruta.

Aquel lugar era muy romántico pero demasiado solitario, y un tanto peligroso. Anduvieron algunas cuadras en dirección a la ruta y se detuvieron en un recodo del bosque. Él cebó mate y charlaron, de todo, de sus vidas, de sus proyectos, de sus actividades. Ya era completamente de noche. Sin rodeos, sin engaños, espontáneamente, Isidro dejó atrás, en el piso del coche el canasto con el termo y el mate, reclinó el asiento de Renata y la besó. Por primera vez, pasados largamente los treinta años ella supo lo que era hacer el amor dentro de un auto. Se fueron desnudando el uno al otro con las manos, con las bocas y los dientes, se fueron acariciando en la claridad tenue de las luces de estacionamiento. Él tenía una piel suavísima, llena de pecas. Hicieron un amor desprolijo pero tierno y ardoroso. Y ella, tarde en la vida pero muy a tiempo en la ocasión, al fin vencía otro de sus prejuicios: no sólo en una cama era posible gozar hasta la locura.

- Negra, sos un volcán – le dijo Isidro con la cabeza apoyada en sus pechos. Ella le acariciaba el pelo.

Los volvió a la realidad la luz de unos faros de camioneta que se acercaba en sentido contrario. Se vistieron rápidamente, se recompusieron y volvieron a la ciudad. Renata fue a buscar a sus hijos a la casa de Patricia León, que en un gesto cómplice de amiga se los llevó a pasear.
Dos días después, cuando los niños aun dormían Isidro pasó a buscar a Renata, antes de las siete de la mañana. Esta vez también ella vivió una experiencia inédita: hacer el amor en el suelo pelado, bajo una carpa apenas improvisada con tres parantes, entre la fronda del bosque lindero a la playa. Fue realmente divertido. ¡Cómo se rió al ver las rodillas de Isidro llenas de barro! Un verdadero revolcón. Y luego de los obligados mates, se bañaron en un mar sereno de olas parejitas.
Fue un amor de verano, como se debe, y como Renata no había experimentado en su primera juventud, con una postdata otoñal: en abril se encontraron en Mar del Plata, un fin de semana. Y además de disfrutar de la ciudad hermosa, solitaria en esa temporada y por lo tanto más bella, se gastaron los cuerpos con amor de amantes con plena conciencia de serlo, sin otra expectativa. Después de ese abril, “mes de gloria y de mar” como escribió Isidro en la dedicatoria de un precioso dibujo que le regaló a Renata, se escribieron algunas cartas y se hablaron muchas veces por teléfono, pero no volvieron a verse.

Será que vivir es construir recuerdos incesantemente. Te dejé en la Estación Mar del Plata, bajando del tren que ya arrancaba, y nos saludamos con la mano y una sonrisa tierna en los ojos. Vos, de vuelta a Necochea, solo en tu auto, y yo, sola hacia Buenos Aires, y todo porque el tiempo no se puede detener. Me enfrasqué en la lectura para no ceder al lagrimeo, lo cual me costó dos o tres estaciones.
Desnudo cantabas “Reloj, no marques las horas/ haz esta noche perpetua”, y yo te dije que si eso fuera posible no existirían los recuerdos. “Que no existan” fue tu respuesta. ¿En eso consistirá la eternidad? ¿La abolición de “la ansiedad y el alivio de oír tu voz”?