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viernes, 19 de noviembre de 2010

CAPÍTULO TRECE

 Confinado en una parroquia de Merlo se murió de puro cansado nomás. Jamás olvidaría Renata aquel encuentro con el sacerdote, unos meses después de la internación de Raúl. Ella lo había llamado para contarle lo sucedido; él prometió ir a ver a su antiguo discípulo, y así lo hizo. Unos días después le devolvió el llamado y la invitó a visitarlo en su nuevo destino. Allá fue Renata con sus hijos. Fue toda una excursión. Salieron un domingo después de almuerzo: en colectivo hasta Once, y desde allí, en tren a Merlo. Los chicos lo disfrutaron porque pasear en tren era para ellos todo un acontecimiento. Nada sabían de los hacinamientos de lunes a viernes de que era escenario ese mismo vagón semivacío en el que ahora viajaban. En cambio Renata tarareaba “Los obreros de Morón” que tantas veces había escuchado por la radio.
Llegados a Merlo todavía tuvieron  que tomar otro colectivo que los mareó con sus vueltas y vueltas y los dejó llenos de tierra en su trajín por las calles polvorientas de los suburbios. La pequeña iglesia estaba en un barrio muy pobre, de casas prefabricadas, o construidas a pulmón por sus habitantes, a medio terminar, algunas sin pintar, con cercos de ligustrina o de alambre  tejido, con jardines toscos o huertas promisorias; gallinas paseando por la vereda ante la mirada indiferente de algún cuzco adormilado; un potrillo pastando sin ataduras en la banquina. María y Nicolás abrían los ojos más y más para no perderse un solo detalle de este mundo desconocido que hasta ese día se les había ocultado a escasos kilómetros de su modesta pero confortable casita de Villa del Parque.
La puerta de la Iglesia estaba cerrada. Renata golpeó con sus nudillos en la casa parroquial. Atendió un joven cura de pelo rojizo y ojos azules que la dejaron inquieta. Por un momento sintió como si estuviera en otro tiempo, porque ese hombre era el propio Raymundo O’Neill treinta años más joven. Fue muy amable y los hizo pasar, dando afectuosos masajes en las cabecitas de los niños. Entonces llegó el verdadero, añoso, Irlandés. Le presentó el joven a Renata.
-          Es el padre Pablo. Hoy me vino a visitar, y si podemos, celebraremos la misa juntos a las siete. Si querés quedarte hasta esa hora, vos y tus hijos son bienvenidos.
Mientras ella sacaba mentalmente  la cuenta de a qué hora llegaría de vuelta a su casa si se quedaba hasta la hora de la misa, su anfitrión le ordenaba al joven que trajera algo para tomar. Los chicos encontraron enseguida con qué jugar: un cachorrito negro de  raza puro perro, al cual se le sumaron un rato después unos hermanitos tan ordinarios y tiernos como él. La mamá dormía echada en el patio, a la sombra de un horno de barro.
-          Ese pibe que te recibió es mi hijo.- le arrojó el sacerdote a Renata.
Como la cara de ella debió ser muy elocuente, él le ahorró palabras.
-          Me enamoré una vez de una mujer maravillosa, y ya ves, fue una bendición.
Ahora comprendía muchas cosas que le quedaron sin resolver en la primera charla que tuvo con aquel tipo excepcional.
- Lo malo es que a pesar de mis consejos, abrazó la misma profesión que yo. Y bueno... Lo

único que yo le deseo es que sea feliz con lo que tiene. Y que sea responsable siempre de sus

decisiones y de sus actos, aunque se mande alguna cagada, que la asuma. ¡Oh!, perdón por el

lenguaje. Acostumbrado a hablar sólo entre hombres, a veces se me escapa.
 Por asumir sus responsabilidades el Irlandés estaba marginado. A sus años, cuando por sus condiciones podría haber llegado a Obispo, estaba relegado allí, viviendo en la pobreza. Su primer punto en contra se lo anotó cuando, a poco de haber ingresado como sacerdote castrense pidió ser trasladado porque no aguantó estar sabiendo los espantos que ocurrían durante el Proceso.
 - Tal vez mi pecado fue no denunciar, no arrostrar aquello como lo hizo Angelelli, y tantos otros. Claro, hubiera terminado como ellos. Ahora aquí vivo entre la gente sencilla y humilde, que es la verdadera gente. Tenemos un grupo de Alcohólicos Anónimos y se está formando otro de contención a los drogadictos y sus familias. Es un azote que se va metiendo día a día, como una epidemia, y mientras tengamos los gobernantes que tenemos, no se podrá parar. En Ituzaingó tengo un colega muy joven que se dedica más a los chicos y la droga, el padre Mario. Lo peor es que uno se las tiene que ver con mafias muy peligrosas. Un día aparecés muerto y te inventan la historia de un crimen pasional, pero en realidad es porque metiste demasiado la nariz donde a muchos les molesta…
 Renata tuvo ganas de preguntarle si Dios se había quedado dormido, o si estaba mirando para otro lado, pero no se animó a una discusión teológica con un amigo, que además, llevaba las de ganar.  Pero este cura era una caja de sorpresas:
 -          Y, m’hijita, si no nos movemos nosotros, nadie hará nada, porque nuestro Señor está descansando desde que terminó todo el día séptimo...

Era julio de 1976. Uno o dos días antes había nacido mi ahijado. Mi madre viajó desde La Rioja a San Juan para conocer al nuevo nieto, y trajo la noticia, amarga, dolorosa como un puñal. El pelado, el Obispo que ahuyentó a las  señoras gordas de la “alta sociedad riojana” que iban a lucir sus rollos forrados de sedas a la Catedral, y que se exiliaron en la muy aristocrática Iglesia de la Merced, aquel que como San Francisco Solano convocaba multitudes que se prosternaban ante el Niño Jesús Alcalde en la fiesta del Tinkunaku, al calor del mediodía todos los 31 de diciembre, había muerto. Sicarios del terrorismo estatal le habían preparado la celada, y todo quedó como si se hubiese tratado de un accidente. Murió como un perro, su cuerpo y el del sacerdote que lo acompañaba  tirados durante horas en la ruta desierta. No hubo una justicia que peleara el caso, tuvieron que pasar años para que el miedo dejara al menos expresar la rabia impotente por tamaño crimen. El dolor y el desamparo de su pueblo por adopción no bastaron para devolverle la vida. Y era apenas el comienzo de un camino  sin retorno en  Latinoamérica.

Conque este hombre que trabajaba de cura tenía un hijo y no lo consideraba un pecado, sino una bendición. Conque admitía haber sido partícipe al menos con el silencio del horror del Proceso (como tantos  otros, pero es que no  todos nacemos para mártires o santos). Claro; hubo una mujer que cuando lo conoció se dijo “qué desperdicio”, y no lo dejó pasar así nomás. ¿Qué habría sido de ella? ¿Habría muerto? ¿Se habría casado después y ahora sería una abuela? Renata no se atrevió a preguntar. Lo cierto es que el padre Pablo llevaba también el antiguo apellido céltico.
Casi no hablaron de Raúl. La tarde transcurrió en una charla sobre el momento difícil que se estaba viviendo porque cada vez más gente se veía empujada a la marginalidad, y la preocupación común era cómo contrarrestarlo. Los noventa se iniciaban como el resabio de una guerra. Como las “réplicas” de un terremoto, esos remezones que vienen después del temblor grande. Durante meses, le contó Renata al Irlandés, la tierra se seguía moviendo hasta reacomodarse. A cualquier hora del día o de la noche se sucedían temblores de menor intensidad al que les dio inicio. Uno de ellos lo vivió en el departamento de una compañera de estudios, en el cuarto piso de un edificio de diez plantas, construido sobre rodillos, según un sistema japonés, que hacía que en días de viento se meciera de un lado a otro como un árbol. Un edificio flexible. Una tarde, entrado ya el año 1978, estudiaba Historia del Arte con Gloria, la jachallera cómica no sólo por su manera cantarina de hablar, sino porque todo lo tomaba para la chacota, a pesar de haber sufrido mucho desde jovencita. De pronto sintieron que el departamento se bamboleaba para un lado y para otro.
- ¡Quedate quieta! – gritó Gloria al ver la cara de pánico de Renata.
 Era la primera vez que ésta pasaba un sismo a veinte metros del suelo, e instintivamente fue a pararse para salir corriendo. Por eso Gloria se lo impidió, porque no había adónde correr. Los ascensores eran una trampa en caso de cortarse la luz; la necesidad de salir a cielo abierto podía resultar una tentación para arrojarse por una ventana (cosa que le había ocurrido a mucha gente desesperada). La única alternativa era quedarse quietas en el lugar y confiar en la experiencia sísmica y la pericia profesional de los arquitectos japoneses que habían inventado semejante maravilla.
Azorada, Renata vio cómo el televisor de su amiga, que estaba en una mesita con ruedas, se desplazaba por más de un metro y medio.
El cura joven se sumó cautamente a la reunión luego de haberlos dejado hablar solos, en un gesto de discreción. Estaba ocasionalmente de visita, porque su lugar de residencia permanente era en el extremo opuesto del Gran Buenos Aires, y la madre iglesia agradecida, no fuera a ser que cundiera el mal ejemplo de curas que se atrevan a ser padres (y no sólo a engendrar hijos accidentalmente).
Finalmente Renata decidió volverse a la Capital, con los chicos que estaban con sus cachetes colorados por el sol y sucios de tierra, pero felices. No se sintió obligada a dar explicaciones. Su amigo sabía que no soportaba el tedio de la misa, ni la representación teatral de la consagración, ni la antropofagia sublimada de la eucaristía.
Sólo al despedirse, el sacerdote le habló de Raúl:
- Creo que va a salir pronto. Lo ví mejor y ya no lo medican tanto. Pero está empeñado en

hacer los trámites de anulación del matrimonio, porque el pobre no sabe que eso es un

manoseo burocrático que lleva años y años. Es preferible que se separen nomás, si total la

iglesia ya tiene una pastoral para divorciados...
Renata no podía asegurarlo, pero le pareció percibir un tono irónico en esta propuesta…
 Se vieron una o dos veces más. La última, en los pasillos de la radio en que trabajaba Renata. Él había ido con chicos de un Taller Protegido que elaboraba pan y facturas. Su figura espigada y bella sobresalía entre aquellos seres sonrientes, como animalitos, deformes por el síndrome de Down o por  alguna tara neurológica. Lo rodeaban  y él tenía para todos una expresión de contención, de afecto. El Irlandés la saludó apurado pero cariñoso, como siempre.
-          Vení a verme cuando quieras – fue lo último que le dijo.
 Cuando Renata se decidió a complacer su invitación y llamó por teléfono a la parroquia, ya hacía ocho meses que había muerto. Lo consumió uno de esos cánceres fulminantes conque la gente que se cansa de luchar se evade del mundo. ¿Y adónde va? ¿Adónde se van los muertos queridos? Era la gran pregunta sin resolver. Los ritos primitivos, mágicos y antropofágicos de la Iglesia Católica, que indiscutiblemente insufló cultura al mundo desde dos mil años atrás, alejaron a Renata  de la religión. Pero la necesidad de religarse le resultaba inevitable. Volver  a la armonía  mítica inicial, a la unidad cósmica, a la naturaleza.  De ahí su inquietud  por lo que  pudiera ocurrir más allá de la muerte. Desde la adolescencia soñaba conque el espíritu, liberado del cuerpo accedería por fin al conocimiento de todas las cosas. Se imaginaba en suspenso sobre el espacio sideral, paseando por toda  la Vía Láctea, enterándose por fin de esos misterios incomprensibles  del Universo que en noches del diáfano cielo sanjuanino espió desde su sillita de totora, junto al padre raramente tierno que le transmitía sus conocimientos de astrónomo autodidacta.

Durante su infancia se desarrolló la justa aerospacial entre Rusia y Estados Unidos, disputándose la hegemonía en todos los campos; ella vio pasar innumerables veces esas luciérnagas artificiales que giraban en órbita alrededor de la Tierra. ¿Por qué no podía ser que las almas de los muertos verdaderamente fueran al cielo, pero no a ese cielo estúpido y ocioso de estar sentado a la diestra del dios de barba blanca sobre nubes algodonosas? El cielo debería ser el lugar ideal para ver abarcando todas las cosas. Conocerlo todo, comprender el sentido de este mundo absurdo, mal hecho, injusto. Encontrar la razón de tanto dolor humano, de tanto sacrificio.

Entre la parva de papeles arrugados que era el corazón de Renata estaba también el recuerdo de Pedro Cerezo. Mucho antes de deshacerse definitivamente del marido neurótico, se diluyó el fulminante amor del locutor. Sólo quedaban las cartas a la radio y las palabras de él dichas a un tú que ella sabía muy bien a quién estaban dirigidas. Fue un amor tan eterno como un perfume, tan fugaz como una canción.

“10/11/90
“Querido Pedro:
                          “Encontré (como Cervantes el de Cide Hamete Benengeli, el moro) un manuscrito de autora desconocida que me costó leer porque estaba borroneado, deduzco, por sus lágrimas. Lo transcribo aquí para que lo leas, ya que, como dijiste durante el programa del viernes pasado, últimamente le estás dando mucho espacio a las cuestiones del amor y de la vida.
“¡Hombres, hombres, que el Diablo los entienda! El único no conflictuado, el único a quien comprendí cuanto supe y pude, sin dudas, sin sobresaltos, sin angustias, me duró apenas siete años, al cabo de los cuales no tuvo mejor idea que enfermarse y morir, el muy tonto!”
“Los que conocí y traté después parecen todos confeccionados con el mismo molde: solitarios, necesitados de afecto y comprensión, pero remisos a toda posibilidad de que los amen y los comprendan. Cuando un sueño de amor los roza, se enlaberintan entre las galerías de la Biblioteca y se hunden en su melancolía preguntándose “¿quién me podrá amar?” ¡Quién los podrá amar! ¡Nadie!, mientras vivan enamorados de sí mismos y de sus cosas. Si una mujer “tiende sus redes” a un hombre para cazarlo con aviesas intenciones matrimoniales, él huye despavorido. En cambio, si ella propone un amor para vivir momentos de felicidad, él se aleja diciendo: “es una loca”. Y justifica su postura deduciendo, basado en la trasnochada idea de algún abuelo cordobés, que si la mujer fuera buena Dios tendría una, olvidando que el Dios en el que creen eligió a una mujer para engendrar al Mesías, sin la intervención de hombre alguno.”
“Sin embargo, se embelesan leyendo ese poema supuestamente escrito por el Gran Ciego (en realidad fue escrito por alguna poetisa menor, en homenaje a Borges), esperando tal vez llegar a los 85 para comprenderlo, sin haber podido ponerlo en práctica.”
“¡Ay, qué difícil este trabajo de ser mujer! ¡Cuánta energía, cuánta decisión, cuánta afectividad, cuánto entusiasmo por vivir nos queda a las mujeres sin poder canalizar! “Cuanto más conozco al hombre, más quiero… a la mujer”. Lástima que no me da el estómago para hacerme lesbiana. Lástima que me gusten tanto los hombres y no pueda reemplazar con nada la ternura, el afecto, la pasión que saben prodigar…cuando se les da la gana.
¡Oh, Alfonsina, que Dios te haya dado paz!  “Y si llama él no le digas que estoy, etc.” Pobre infeliz. ¿Qué te va a llamar? Aunque el teléfono funcione normalmente otra vez, no esperes que te llame, porque está muerto de miedo, porque cree que no tiene nada para decirte, porque ignora absolutamente que vos lo extrañas, que no sos de hierro y necesitas de su abrazo y de su pecho para poder llorar tanto llanto contenido.”

Hasta aquí lo que llegó a mis manos, junto con un poema irreverente y soez que no me atrevo a mostrarte.
Según lo que pude investigar, esta ignota aspirante a escritora se internó, emulando a Alfonsina Storni, en las putrefactas y asquerosas aguas del Reconquista, a la altura de la Ruta 201, donde murió no por lo caudaloso del río sino por su alto grado de contaminación, y luego de un fallido intento de ser arrollada por el tren que realiza su recorrido entre Federico Lacroze y Campo de Mayo, porque ese día hubo paro de señaleros y ella no acostumbraba leer el diario. Pobre mina. Seguiré investigando, tal vez  un día podamos hacerle un homenaje póstumo.”

Otras veces dejaba el tono irónico y escribía cartas melancólicas y dulces:

“Llevo tu perfume en mi mejilla. Un beso breve como el golpe de un sello; tu perfume, como tinta estampada prolonga tu presencia en mí. Por la radio, tu voz, tu querida voz y en mi piel tu perfume. Estás impregnado en  mi alma y te llevo, perfume indeleble, estampado por un beso breve. Paganini, Carmen, Liszt son bocanadas de aire llenas de tu perfume. Ráfagas de eternidad. Conjuros contra el olvido.”

Y aunque casi no se veían, se comunicaban todavía, ella por escrito, él respondiendo en

mensajes cifrados por la radio.

“27/11/90
“Querido Pedro:
“No dejo de maravillarme como la primera vez ante cada nueva afinación de nuestras cuerdas. El miércoles 21 te escribí eso que pretende ser un poema y cuyo valor reside, únicamente, en el sentimiento que puse sin esfuerzo alguno. Me acababas de prestar un libro sobre la obra de Bioy Casares en el que pude leer párrafos interesantísimos sobre el manejo que el escritor hace de la sinestesia. Hoy por la radio te preguntabas y me preguntabas adónde irán las sensaciones. Leíste algo de lo que no entendí una sola palabra pero que me conmovió profundamente, junto con algunas disquisiciones acerca de la eternidad. Pero no termina con esto mi asombro. En esas líneas que llegaron tardíamente a tus manos yo te hablaba de Alfonsina Storni, y vos recitabas “Fiero amor”...
En fin, yo no sé adónde van todas estas cosas extrañas y deliciosas, ni de dónde nos vienen. Si sé que transitan por mi corazón, que es una calle precariamente asfaltada por la que súbita y permanentemente circulan camiones con acoplado, y así está quedando de maltrecho. Tal vez un cardiólogo me aconsejaría apagar la radio, pero yo no le haría caso. Nadie sabe, ni lo podría creer si yo intentara contarlo, cuánto disfruto y sufro al mismo tiempo  por tu causa ( y porque yo quiero ).
Disfruto cada minuto de esos encuentros intensos en que te siento tan  cerca, tan metido en mí. Sufro por no poder estar al mismo tiempo con vos, por las miradas, los apretones de manos, los besos que se me quedan agolpados queriendo soltarse. Entonces surge como una necesidad natural la idea, el sentido de eternidad a la que accedemos por breves ráfagas, por instantáneos destellos.”
“¿Será este un amor imaginario? Pues entonces, imagino que te amo, Pedro Cerezo, nacido bajo el signo de Cáncer en Córdoba, con domicilio constituido en Buenos Aires, de profesión locutor con carnet del ISER, entretenedor y otras hierbas, a quien por no sé qué cósmica jugada de ajedrez se le ha cruzado en rauda oblicuidad de alfil una loca llamada
                                                          Renata.”

Se tornó un juego histérico a las escondidas. Renata le dejaba sus cartas en la recepción de la radio antes de entrar en su trabajo. Al día siguiente él le dedicaba algún párrafo a manera de respuesta. Ya ni siquiera se comunicaban por teléfono porque ella dejó de llamarlo cuando fue evidente que Pedro ya no quería verla. El tono de las cartas variaba desde lo irónico a lo melancólico; desde el reclamo despechado al humor sarcástico.

“10/12/90:
“Mi querido Harry Houdini:
Fui la entusiasta voluntaria entre el público que accedió a atarte con cuerdas y cadenas para ver luego cómo desaparecías al cabo de tu primera actuación, en medio de los aplausos. Recuerdo tres momentos de una de las primeras funciones: uno, cuando me dijiste que me sentías como algo personal, tuyo. Otro, cuando me preguntaste: “Y, piba, ¿qué pasa si nos enamoramos y nos hacemos pelota?” Y otro, cuando me escribiste sobre una servilleta del bar: “QUÉ LINDO ES TENERTE CERCA. AHORA. YA. SIEMPRE. ¿NO?”
Debió funcionar una alarma para mí, pero estaba desconectada. Si yo hubiera entendido...
Era para vos algo personal: como el micrófono, como un elemento más de tu trabajo; tenías miedo de enamorarte porque considerás que el amor te hace daño. Y el mensaje de la servilleta fue mal puntuado; en realidad debí leerlo así: “QUÉ LINDO ES TENERTE CERCA AHORA, YA. ¡SIEMPRE NO!” Por eso es que enseguida comenzó a decaer tu entusiasmo. Empezaste a parapetarte en tu supuesta condición de loco. Después te mostraste incómodo con mis llamados: tu dulzura se tornó acritud. No volviste a manifestar que me extrañabas, ni moviste un dedo para verme. Los pocos encuentros que tuvimos fueron obra de mi empeño. Tus excusas eran problemas personales o laborales. Yo monologaba (como lo hago ahora) en mis cartas, y vos callabas, o en el mejor de los casos, me mandabas mensajes velados por la radio, cuando no eran decididamente eróticos, lo cual me hacía mucho mal. La anterior a ésta se perdió, o se traspapeló. ¿Ésta también correrá esa suerte...?
Tu silencio no era el de quien calla y otorga, sino de quien mata cruelmente con la indiferencia. Me consumía la angustia, y a pesar de mí misma llegaba el momento en que volvía a marcar tu número esperando un milagro. El lunes 3 no fui a trabajar por el disturbio de los Carapintada, y me pasé la tarde preguntándome dónde estarías y si corrías peligro. Hasta que no pude más y te llamé: escuché tu voz y corté, me bastó saber que estabas en tu casa y bien. El miércoles volví a llamarte, pero esta vez cortaste vos, y como Houdini, te esfumaste. En lugar de encarar la situación y decirme “no quiero verte más”, te escapás. Sé que no te soy indiferente; comprendo que tus miedos te tienen asustado. Pero eso es algo que yo no puedo resolver. Supongo que tus anteriores mujeres deben haber sido excelentes minas a las que también dejaste aplaudiéndote mientras te liberabas de cadenas y lazos. Como aquella “lejana caracola”  que ningún “tiempo de otoño” te devolverá. Lástima, Pedro. Yo estoy muy triste, pero no me quita el sueño pensar en qué pude haber fallado: sólo te ofrecía mi corazón. Fue algo breve pero maravilloso. Muchos cambios positivos en mi vida tengo que agradecértelos, vos lo sabés. Y si bien se rompió nomás la magia, no me arrepiento en absoluto de lo que viví con vos.
Pero, ¡cuántas cosas me quedaron para darte! Mucha ternura, mucha pasión, mucha paz. ¿Ráfagas de eternidad? ¡Cuánto te hubiera amado!

                         Renata”

 A casi diez años de aquel amor tan sui-generis, mirando el cielo a través de las ramas de jacarandá que sombrean la vereda de Carlos Pellegrini y Sarmiento, Renata ha olvidado la pasión y recuerda bien a Pedro Cerezo, sin rencores. Dejó de verlo, pero pasó mucho tiempo todavía escuchándolo. Y cual las réplicas de los terremotos, de vez en cuando le mandaba alguna poesía, alguna carta.

12/4/91:
               ...Estoy contenta de haber reanudado un diálogo tan particular con vos, porque es una bella experiencia esta posibilidad de comunicarnos a distancia, en forma puramente espiritual  y obviando las cosas ingratas o desgastantes de una relación común y corriente.
Al contrario de la muchacha confundida que difama a su antiguo amor porque no respondió a sus expectativas, y a pesar de que sos “el perfecto blanco para que un solo gesto (¿mío?) te destruya”, quiero decirte que me alegro sinceramente al saber que estás bien, y guardo de tu persona el mejor de los recuerdos. Me quedé con lo mejor de vos, y pretendo darte lo mejor de mí. Yo también estoy en un buen momento, aprendiendo día a día a vivir aquí y ahora, a no angustiarme por lo que vendrá, ni martirizarme por lo que ya pasó. Viviendo, en una palabra.”

“...Desde que dejé de ser un ama de casa cuasi perfecta leo mucho más, no hay nada que me de más placer. A veces recuerdo tu departamento atestado de libros y siento una envidia nada sana, francamente. ¡Qué ironía! Si la nuestra no fuera una relación platónica podría leer tantos libros tuyos a cambio, por ejemplo, de un puchero cocinado por mí, incluidos unos choclos bien sazonados con manteca y sal, que vos comerías haciendo ruido y sacándote alguna que otra “barba” de entre los dientes con la uña del dedo meñique. Pero, en fin, mejor están así las cosas, y al menos tenemos la seguridad de que jamás nos vamos a pelear a causa del modo de apretar el tubo de dentífrico...”
“...Descubrí, entre mis muchos libros, uno que no había leído, o mejor dicho, que intenté leer sin poder pasar de la página ocho: El Castillo, de Kafka. Esta vez superé la marca y voy por la página setenta y seis. Ayer subrayé esta frase: “A quien uno ha olvidado puede llegar a conocer nuevamente”. Ahora imaginá un silencio, de esos que vos manejás tan bien...”
“Y bien, desde aquí, donde estoy “sentada en las vagas lindes de tu alma”, me despido hasta la próxima con un imaginario, impoluto y platónico beso.

                                           Renata”


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