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jueves, 4 de noviembre de 2010

CAPÍTULO ONCE


No es que la conversación con el sacerdote la fortaleciera en su postura, pero lógicamente, la situación con Raúl siguió empeorando. Renata no pensaba renunciar a esa lucecita que se había encendido en su vida y que se llamaba Pedro. Su segundo encuentro ocurrió una semana después de la cita en el bar San Miguel. Con la excusa de unas compras en el centro salió temprano el jueves 11 de octubre de 1990. Llegó a la radio de la calle Maipú cerca de las diez de la mañana. En Mesa de Entradas se hizo anunciar y enseguida le informaron en qué estudio se emitía el programa. La recibió una de las productoras, con una familiaridad encantadora. Esto hizo que se serenara un poco, porque temblaba de los nervios. Marta, o Mabel, ya no recordaba el nombre, la hizo pasar indicándole con gestos que no hiciera el más mínimo ruido porque en ese momento Pedro estaba “en el aire”. Él, sin dejar de hablar la miró con calma, la examinó prolijamente de los pies a la cabeza y le indicó con un gesto amplio de su mano que se sentara a su lado. Ella lo observaba (debía estar radiante) en cada movimiento. 
La voz que la había cautivado desde el receptor de radio estaba ahí, vibrando a escasos centímetros de ella. Con un movimiento de la cabeza, como asintiendo, Pedro le indicó al operador que pusiera música y cerró el micrófono. Entonces se le acercó y la saludó con un beso. Se echó hacia atrás en su sillón, la contempló un momento y le dijo:
-          Qué hermosa sonrisa tenés, loca... ¡Viniste!
Y Renata sólo supo responderle con la sonrisa mejor. Estaba encantada de presenciar la trastienda, la cocina de esa pieza de artesanía que se fabricaba allí. Eladio, el operador, era un joven aindiado de manos ligeras como pájaros, unos pájaros morenos dentro de su jaula de vidrio. Se entendía con Pedro con la sola mirada, y había en esa comunicación algo mágico, como cuando se miran los enamorados, y sin embargo nada equívoco. Era una comunión para la creación, y de acuerdo a las palabras que Pedro pronunciaba surgía la música que Eladio echaba a volar, sin ensayo previo, por pura intuición. 
Hubo mucha gente esa mañana en la radio: estuvo Horacio Guarany, con su pelo retinto. Irrumpió en el estudio sin previo aviso, haciendo prevalecer su condición de figura legendaria, de mito viviente a quien el público perdona exabruptos y discordancias. Estaba invitado a otro programa pero equivocó el horario, por lo tanto no se resignó a volver a su casa –que por entonces era un yate con el que recorría el Delta del Paraná- sin decir un par de excentricidades para ser adorado por su público acrítico. Estuvo también un humorista cordobés que creó el personaje de una vieja disparatada de “Traslasierra”. Pasaron oyentes a saludar a Pedro: en aquel momento de auge de la radiofonía aquello era habitual. La gente llegaba, conocía personalmente a quien le entretenía durante unas horas, tal vez alivianando la rutina del trabajo: taxistas, pintores (de paleta y de brocha gorda), floristas, dibujantes, mecánicos, ceramistas, en fin, una gama amplísima de seres en muchos casos solitarios en una ciudad superpoblada que se tomaban un rato para acercarse hasta la radio y llevar su agradecimiento, su aporte de anécdotas, poesías en muchos casos ramplonas pero llenas de sentimiento; amas de casa que sólo sabían demostrar afecto obsequiando una docena de empanadas o pastelitos, en fin, una caterva de locos lindos, tan diversos pero tan iguales.
Los locutores del noticiero entraban cada media hora a decir lo suyo y gastaban bromas con Pedro, quien aprovechaba los breves momentos en que podía distraerse para contemplar a Renata.
-          En este momento te daría un beso…- decía y se quedaba mirándola a los ojos.
La mesa redonda sobre la cual pendía el micrófono estaba atestada de papeles y libros llenos de señaladores. A medida que Pedro los iba utilizando, Renata los ordenaba, y él la dejaba hacer, embelesado.
A las doce, terminado el programa Renata empezó a despedirse de todos, pero Pedro la tomó de una muñeca y le susurró al oído que la invitaba a almorzar. En realidad, hasta la hora de su sesión de terapia tenía tiempo de sobra y aceptó. Todavía Pedro y el operador tenían que devolver los discos. Los tres subieron al primer piso donde estaba la discoteca, un salón enorme, con anaqueles repletos hasta el techo. Conoció a Víctor, el encargado de aquel tesoro, un hombre de unos cuarenta años que sonreía cándidamente todo el tiempo. Se manejaba como pez en el agua en ese ámbito. Era técnico de sonido y de grabación. Muchas grabaciones de recitales y conciertos en teatros que circulaban comercialmente eran obras suyas.
Con su estatura Pedro llegaba hasta los anaqueles más altos. Víctor seleccionaba los discos sin mirarlos, acariciaba amorosamente sus cubiertas con la punta de los dedos, con la palma de su mano derecha, y luego le indicaba dónde guardarlos. Pedro aprovechó un cruce de miradas con Renata y le hizo un guiño inteligente, al tiempo que trastrocaba el orden de dos de los discos diciéndole a Víctor:
-          Me parece que te equivocaste…
Víctor los tomó, los examinó nuevamente con sus manos y con su sonrisa de ángel le contestó:
-          No me jodas; estaba bien como yo te los di, guardalos en ese orden.
A Renata se le figuró un Borges en su laberinto de música: Víctor era ciego.

Terminaron de almorzar antes de la una y media. Todavía le quedaba tiempo a Renata para tomar un colectivo y llegar temprano al psicólogo. Pero en cambio, a las dos de la tarde estaba viajando en taxi con Pedro hacia su departamento. Le encantó sentirse una loca, una casquivana que en el segundo encuentro con un hombre acepta su invitación a “tomar café” en su casa. Solamente tuvo la delicadeza de llamar a su terapeuta y avisarle que no iría.
-   Me lo imaginaba.- fue la respuesta que escuchó, y fue como el permiso que ella necesitaba.
En el restaurante Pedro sólo le había rozado la mano, pero se la había comido con la mirada, sazonada con la salsa de su matambrito tiernizado, la había saboreado minuciosamente con su Chablis y la había lamido y chupado toda con su helado almendrado, y ella sentía un caliente charlotte en aquel lugar que cuando era niña le proporcionaba placer pero ella no sabía que tenía un nombre, salvo el que le daban unas primas desprejuiciadas, que a todo llamaban por su nombre vulgar y se divertían con ello. Ya en el taxi en cambio, Pedro se le sentó bien pegadito y le pasó el brazo tras el hombro, un brazo tan largo que su mano colgaba laxa sobre el seno de Renata. Con las yemas de los dedos le fue acariciando la piel debajo del cuello, rozando apenas el borde de la camisa, levemente las uñas de esos dedos tocaron el arranque de sus pechos, y ella sintió que los pezones se le erizaban. Reclinó la cabeza de manera que su frente se apoyó en el cuello de él, sintió su tibieza y su perfume; el índice de Pedro hurgaba entre los senos, y el meñique le rozaba el pezón, y la ciudad era una vorágine que avanzaba al paso del taxi cuando sus bocas se encontraron en un beso blando y sabroso, y sus lenguas se fueron dando despaciosamente, y sus dientes dieron mordiscos tiernos.
-          ¿Doblamos por Bulnes, don? – carraspeó el taxista haciendo como que no los veía por el espejo retrovisor.
-          Sí, sí, déjenos en la esquina.
Renata se recompuso un poco al bajar del auto. Pedro sacó las llaves y abrió la puerta del edificio. Ella se miró furtivamente en el gran espejo del palier, y se gustó. Mientras esperaban el ascensor él bromeó:
-          ¿Café o mate?
-          Mate.
Subieron los tres pisos besándose. Entraron al departamento. Era de dos ambientes: un living comedor chico, o que lo parecía porque tenía demasiados muebles y todos absolutamente sepultados bajo libros y discos. Una cocina pequeña pero muy luminosa y un baño minúsculo. Desde la puerta de entrada, hacia la izquierda Renata adivinó un pasillo que seguramente conducía al dormitorio. Apoyó su cartera sobre una silla mientras Pedro cerraba con llave. El también dejó sus cosas y la rodeó con sus brazos desde atrás, dándole besitos en el cuello que a ella la erizaron desde la raíz de los pelos hasta debajo de las nalgas, hasta las corvas. En esa postura comenzó a desabrocharle la camisa y sin desprenderlo, le bajó el corpiño, le dejó los pechos erectos afuera, y le sobó suavemente los pezones, y luego los estrujó, y ella sintió en su medio exacto esa cosa dura y dulce que se proyectaba y le prometía agresión y placer, y en cuanto los brazos de él se aflojaron un poco se dio vuelta, buscando abrirse paso ella también hacia la piel del pecho de Pedro, y ese encuentro fue la gloria, y sus dedos fueron desabrochando el cinturón, y las manos de él abarcando su espalda y bajando, y abriendo, y llegando con los dedos hasta el centro caliente y mojado de ella, y entonces sí se confirmó dónde estaba el dormitorio porque él la fue llevando, avanzando y haciéndola retroceder como si fueran bailando un tango, y ya estaban semidesnudos y tal vez un tanto ridículos, pero abrasados por la ansiedad de darse, de encontrarse, de recibirse, de matarse y de hacerse nacer, y de a poco por momentos, y por momentos atropelladamente llegaron a la desnudez total.
Afortunadamente, ya de regreso en su casa nada ocurrió que opacara la felicidad de Renata. Su amiga Irene se tomó el trabajo de cuidarle los chicos hasta el anochecer, y ella misma se los trajo en su viejo Citroen destartalado. Eran demasiadas vivencias excitantes las que estaba experimentando y por suerte contaba con ella para compartirlas. Irene ya había pasado por la experiencia de una separación. Era la oreja que la escuchaba y el cable a tierra para no hacer desastres, porque a veces Renata tenía instintos autodestructivos. Como por ejemplo, en medio de una discusión vomitarle a Raúl que se había enamorado de otro.
-          ¿Estás loca? Si le decís eso, va a querer saber de quién, y no le será difícil averiguarlo.- mediaba Irene.
-          ¿Te imaginás el escándalo? Es capaz de irse hasta la radio y tomar el micrófono si no lo paran a tiempo, y anunciarle a todo Buenos Aires que lo volviste cornudo. Esto, después de haberte destripado. No le des letra, porque lo que él necesita es demostrar que es el hombre más desgraciado de la tierra.
Renata reflexionaba: su amiga tenía razón. Si por desgracia Raúl se enteraba de sus amoríos con Pedro, ya vería cómo enfrentarlo, pero ser ella quien se lo dijera hubiera sido suicida.
El resto de la noche estuvo saboreando los recuerdos tan recientes de su primer encuentro íntimo con Pedro. Le resultaba muy fácil puesto que sentía ese cansancio en el cuerpo que dejan los ejercicios amorosos, algún delicioso dolor o ardor localizado específicamente, un vuelco loco de su corazón al revivir alguno de los muchos gestos eróticos que inventaron. Se había reconciliado con su cuerpo, que tanto tiempo llevaba sin darle una alegría tan plena.
Raúl llegó tarde, cuando Renata ya intentaba dormir, y se hizo la dormida para evitarlo. Por primera vez en muchas noches no escuchó el escándalo de la máquina de escribir, sus chancleteos de viejo por el patio, su ir y venir hiperkinético y medicado. Ella ignoraba que aquella tarde, mientras ardía en la cama de Pedro, él abandonó su trabajo en el banco y se fue a ver al psiquiatra que lo atendió años atrás, durante la crisis de la  que Renata no había querido enterarse.    

Transcurrió una semana aparentemente tranquila. El jueves siguiente fueron juntos al psicólogo, porque Raúl le había pedido asesoramiento en cuanto a una posible terapia de pareja, a la que Renata se negaba en forma sistemática. No obstante, tuvo que cambiar el horario habitual de la consulta para que él pudiera ir a la salida del banco. Hasta entonces, con Pedro tenían el plan de encontrarse después de las tres, como la primera vez en el San Miguel. Nuevamente Irene se ofreció como niñera. Cuando Renata llamó por teléfono a Pedro para avisarle del cambio, surgió la posibilidad de verse más tarde. Ella le diría a Raúl que se iba a encontrar con su hermana.
Durante la sesión no abrió la boca, y tuvo que aguantar el discurso acusador de su marido. La culpaba por su falta de voluntad para recomponer la pareja, pero además era evidente que había ido con el propósito de tomarle un examen al psicólogo, a confirmar su teoría de que la alentaba para la separación.  Éste se limitó a ofrecerles una lista de colegas que podrían atenderlos en caso de decidir la terapia conjunta, y a escucharlos. Para Renata sólo fue tiempo perdido.
Ya en la vereda, se despidió de Raúl y le anunció que pensaba llegar tarde porque necesitaba ver a su hermana. A los quince minutos estaba tocando el timbre del tercero C de la calle Bulnes donde Pedro la esperaba. Le abrió la puerta y sin dejar de hablar por teléfono, la abrazó estrechamente. Ella le escuchó comprometerse a llegar a las diez de la noche a algún lugar (luego se enteró de que León Gieco lo estaba invitando a su cumpleaños). Eran poco más de las siete.
Esta vez sí tomaron mate. Pedro estaba preparando algo para el programa del día siguiente. Renata sacó de su cartera un sobre y se lo entregó. Él empezó a leer el papel que contenía: leyó el primer renglón y se quedó paralizado. Renata sonreía. La cara azorada de Pedro le resultaba extraña.
-   ¡Loca, loca, estás loca!
Renata estuvo a punto de angustiarse no sabiendo a qué respondía aquello, si bien ese adjetivo que le adjudicaba su amante tenía más de alborozo que de enojo. Lo interrogó con la mirada.
-   ¡Hace un rato lo llamé a Carrizo para pedirle este poema! ¡Te juro que pienso decirlo mañana, y me lo traés vos, ¿cómo supiste?
Fue nuevamente la magia. Ella no sabía nada; solamente quiso decirle todo su amor a través del Soneto 26 de Quevedo, y se lo copió, para él, aunque sabía sí, que lo leería alguna vez en el programa.
“Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día...” recitó él, devolviéndole el mate, y continuó leyendo. Renata estaba con los ojos llenos de lágrimas. “Serán cenizas, mas tendrá sentido/polvo serán, mas polvo enamorado.”
De nuevo fueron médulas que han gloriosamente ardido, se amaron hasta el agotamiento, se amaron con fiereza, hasta que el dolor de tener que separarse los llamó a la realidad.

¿Quién se salva al fin de la locura? ¿Es que la realidad tiene que ser lo oscuro, lo monótono cotidiano, la mediocridad de la casa, del trabajo mecánico, todo aquello que se hace sin la menor dosis de adrenalina? ¿Por qué lo bello, lo apasionante, lo maravilloso y mágico está fuera de la realidad diaria? Esto que se preguntaba Renata en la esquina de los recuerdos era lo mismo que se había preguntado cuando aquella noche de octubre de 1990 llegó a su casa. Esta vez sí, el contraste entre lo vivido junto a Pedro y lo que  allí le esperaba la golpeó. Raúl, cuando consideró que Renata se estaba demorando más de la cuenta se fue impaciente a buscar a los niños a la  casa de Irene. Esta trató de entretenerlo conversando de bueyes perdidos durante un rato.
-          No te preocupes porque habíamos quedado en que yo llevaba a los chicos más tarde – le dijo, considerando, entre otras cosas, que él no estaba en las mejores condiciones para hacerse cargo de las criaturas.
-          Pero ya es tarde, y yo soy el padre – trataba de remarcarlo a toda costa -, así que se vienen conmigo.
-          ¡Vos no sos mi papá! – gritó María desde el living donde armaba un rompecabezas. Él hizo como que no escuchaba.
-          ¿Por qué no se quedan a cenar los tres? – propuso Irene.
-          No, me voy, nos vamos.
No hubo forma de disuadirlo. María y Nicolás recogieron sus pertenencias de mala gana y se fueron, uno de cada mano de Raúl que los remolcaba furibundo.
Cuando Renata llegó se encontró con los chicos en penitencia en su pieza, y a Raúl mirando televisión. Eran las diez y media de la noche y no habían cenado.
-          ¿Qué pasó? – preguntó Renata.
-          ¿Cómo qué pasó? – gritó Raúl. - ¿Vos aparecés a cualquier hora y todavía preguntás qué pasó? ¿De dónde salís?
-          Ya sabés que fui a lo de mi hermana.
-          No me consta. Llamé por teléfono y me atendió tu sobrino. ¿Adónde carajo te metiste?
Renata sintió que se le venía el techo encima. Pero ya había pasado otros terremotos.
-          ¿Por qué los chicos están encerrados?
-          Porque yo soy el padre y los puedo poner en penitencia.
Renata fue a buscar a sus hijos que corrieron a abrazarla. Raúl la alcanzó por un brazo y la zamarreó con violencia. En ese momento Nicolás se puso a llorar, y María gritó enfrentándolo:
-          ¡Dejá a mi mamá!
Renata creyó que Raúl las iba a golpear. Los dedos de Raúl le quedaron marcados en el brazo.
-          ¿Dónde estuviste?
Ella mintió con convicción:
-          Nos fuimos a un café con mi hermana porque en el departamento no podíamos hablar tranquilas. ¿Irene trajo a los chicos?
-          No, yo los fui a buscar, porque esta es su casa y no tienen por qué andar por ahí con cualquiera.
-          Irene no es cualquiera, y yo arreglé con ella todo, no sé por qué tenés que meterte.
-          Porque soy el padre.
-          Sí, qué gran padre, están sin comer y castigados, y todavía no sé por qué.
-          Porque no querían caminar, y porque no me obedecen.
-          ¿Los hiciste caminar doce cuadras? ¿Por qué no tomaron el colectivo? Sos una bestia.
-          No me insultés.
-          No me apretés el brazo y no me zamarrées. ¿Por qué no tomaste un colectivo?
-          No tenía plata.
Raúl se había gastado toda la plata que tenía en los remedios que le recetó el psiquiatra. Hasta ese momento Renata estaba totalmente ignorante de los movimientos que él había estado haciendo en esos días.
-          Ayer ibas a pagar el teléfono. ¿También te gastaste esa plata?
-          Eso lo usé para pagar la imprenta.
-          ¡Pero nos van a cortar el teléfono! ¡Si ya pasó el segundo vencimiento! –
Iba a continuar recriminándole que no sólo se le había instalado en su casa, que disponía de su plata para financiar esa revista de mierda que no leía nadie, que gastaba de su teléfono y no lo pagaba, que estaba terminando sus estudios de magisterio gracias a que ella lo bancaba porque el sueldo miserable que él traía del banco no servía para nada, que no le toleraba más el deseo de imponerse como padre a sus hijos sin habérselos ganado, en fin todo el odio que tenía acumulado envenenándola, pero se contuvo por los chicos.
Renata se tragó la rabia y lo más rápido que pudo preparó algo para que los niños  comieran. Estuvo con ellos en el baño y aprovechó para calmarlos. Le contaron que Raúl los había retado porque no le querían decir papá. María la sorprendió preguntándole, mientras se lavaba las manos:
-    Mami, ¿por qué no te separás?
Y Nicolás, haciendo pucheros le dijo que no quería que Raúl le pegara.
-    No mi amor, no me va a pegar, quedate tranquilo – dijo, guardándose las dudas para ella.
Raúl se había encerrado en su pieza, y en ese respiro ella acostó a los niños. Se quedó con ellos hasta que se durmieron. Todavía dormido Nicolás dejaba escapar algún sollozo.

Mierda, la culpa, la mierda de la culpa. ¿Por qué mierda no se puede ser feliz, por qué la realidad de mierda tiene que golpear así? ¿Por qué si hace un rato estaba tocando la gloria con el alma y con el cuerpo ahora estoy en este infierno? ¿Por qué no se pudo evitar que estos pobrecitos se contaminaran de esta mierda? Algo tendré que hacer para que este loco de mierda no me arruine más la vida. Sí, la vida me la arruiné yo, pero ahora tengo que hacer lo necesario para arreglarlo.

Ahora se sentía a distancias siderales de Pedro. A esa hora él estaba en una fiesta de cumpleaños, ajeno por completo a su drama. A la mañana siguiente lo llamaría para pedirle un poco de consuelo. Ahora tenía que enfrentarse de nuevo con Raúl, porque la cosa no había terminado. Desde luego, apenas ella salió del dormitorio de los chicos él la abordó. Se encerraron en la cocina, y Renata le pidió que no los despertara con sus gritos.
- Perdoname por lo que te hice.- fue lo primero que dijo él. La desarmó.
- Como te darás cuenta, esto se-ter-mi-nó- respondió ella. No se iba a dejar ganar por ese sentimentalismo llorón al que él apelaba nuevamente.
Lo dejó lloriqueando en la cocina y se fue a acostar. Cuando logró relajarse tuvo un momento para pensar en Pedro y en sus caricias de un rato antes. Durmió unas horas hasta que los ruidos que hacía Raúl la despertaron como en otras madrugadas. Se asomó al patio sin que la viera: otra vez con los ojos desorbitados y sin poder parar de caminar, en un ir y venir sin sentido, o quedándose por momentos catatónico, con el rosario en la mano mascullando rezos.
Volvió a dormirse mucho rato después. A la mañana siguiente no mandó a los chicos a la escuela porque no escuchó el despertador. Se levantó después que Raúl se había ido, y encontró sobre la mesa de la cocina una especie de poema escrito por él en donde le declamaba todo su amor, y tuvo un acceso de rabia. Hizo mil pedazos el papel y lo tiró al tacho de basura, igual que al libro de poesías un tiempo antes.
Un mendigo llamó a la puerta y le pidió algo para comer. Sintió lástima por él, tal vez ese hombre había tenido alguna vez una casa, una familia. Sin saber por qué vio algo de Raúl en ese pordiosero. Pensó en su pequeña hija; ¿y si encima Raúl era degenerado? Estaba loco, se había convertido en un extraño, ¿ y si un día por hacerle daño a ella tomaba represalias con sus hijos? Todo esto pensaba mientras preparaba una bolsa con alimentos para el hombre que esperaba afuera. Se la dio sin abrir demasiado la puerta  y luego se dirigió hacia el teléfono.

Anda un pobre viejo cubierto de harapos pidiendo limosna por las casas. Vive sucio, tiene la piel curtida y oscura, el pelo blanco y una barba de varios días. Alrededor de los ojos se le marcan esos surcos que deja el mucho reír o el mucho sufrir. Si no repugnara al olfato inspiraría ternura.
Lo veo por la ventana. Luego de tocar el timbre espera a que alguien lo atienda. Lleva una bolsa de arpillera en la mano. No hay nadie en la casa, sólo yo que acabo de llegar del colegio.
-   Buenas tardes…
-   Buenas, niña, ¿no me da algo pa’ comer?  
-          Sí, espere un momento.
Pobre viejo. Qué pena da el desamparo a un corazoncito de trece años. Le preparo un sándwich y agrego unas pasas de uva, alguna fruta.
- Aquí tiene, señor.     
- Gracias, gracias, niña.
El viejo se acerca sonriente. Se acerca demasiado. Me turbo, me paralizo. Me sorprendo ante el beso en la mejilla que él me da agradecido. Me debato entre la repugnancia y la ternura. Gana la indignación: viejo de mierda, me ha estrujado un pecho con la mano temblorosa y una expresión de lascivo agradecimiento se imprime para siempre en mi memoria de adolescente.

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