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sábado, 23 de octubre de 2010

CAPÍTULO NUEVE


-“Azahar  de blancos jazmines/ que adornan el patio del viejo jardín…” - cantaba Lucy mientras iba cortando unos jazmines blancos y grandes como puños.
-“ Un beso de luna me espera en los valles…”- continuaba cantando mientras los colocaba amorosamente en un florero de vidrio. El perfume inundaba toda la casa, y a esa hora de la mañana en que las sombras todavía son largas parecía que iba a hacer un calorcito propio de mediados de diciembre.
-“ mi rancho mi madre, todo mi sentir…” - y mientras cantaba, bailaba la zamba agitando un repasador.







Todavía se sentía recién casada, aunque ya hacía tres años largos que vivía con Fernando, ese buen mozo de ojos azules y corazón enorme que al mediodía vendría de la oficina a almorzar, y para quien ella ponía todo su empeño limpiando y adornando la casa, y cocinando con modestos recursos unos platos deliciosos. Claro, tres años y sin hijos, no porque ella no los quisiera, sino porque no venían. En cambio para él era una suerte, porque estaba convencido de que sería una crueldad traer niños a este mundo.
Después de limpiar, cerró todo con llave y se fue al mercado. Tenía previsto cocinar unos bifes a la criolla. En el transcurso de la media hora que tardó en hacer las compras del día, se nubló y se levantó un viento sur como el que llega después del Zonda, sólo que esta vez fue repentino. La temperatura bajó bruscamente y Lucy llegó a la casa tiritando con su vestidito de piqué floreado. Adentro se sintió abrigada y envuelta por la fragancia de los jazmines.
Prendió la radio. A esa hora estaba Niní Marshall haciendo reír con su despliegue de personajes. También aprendía recetas nuevas de cocina dichas por Doña Petrona, y ella las copiaba a veces con las manos llenas de harina, porque si se demoraba en lavárselas se le olvidaban los ingredientes y confundía los preparados.
Salió a cortar perejil de la huerta para sazonar la salsa, y notó que el viento había parado por completo, pero a tal punto que no se movía ni una hoja, y el aire tenía una extraña acústica. Seguía nublado, y como ya el sol debía haber llegado al cenit, estaba haciendo calor nuevamente. Había un silencio atemorizante. Cuando la comida estuvo casi lista Lucy fue a lavarse y a peinarse, y se puso unas gotitas del perfume que su hermana le trajo del último viaje. Le gustaba darle un toque excitante al encuentro del mediodía con el marido, porque era una promesa para la noche.
Fernando llegó secándose la transpiración de la frente, y quejándose del calor, ahora que el sol había salido nuevamente y partía la tierra en forma perpendicular. Ella corrió a recibirle el saco del traje que lo agobiaba, y en la penumbra del zaguán se colgó de su cuello y lo besó como una novia.
Cuando fue a poner la mesa notó que los jazmines cortados un rato antes estaban mustios y les cambió el agua.
A la hora de la siesta la temperatura pasaba los cuarenta grados. Fernando se recostó a descansar bajo la sombra de la glicina, mientras ella lavaba los platos. Media hora después él volvía para la oficina y ella se disponía a dormir. Cuando estaba cerrando los postigos para oscurecer el cuarto, pegó un grito simultáneo al trueno que inauguró el chaparrón. Odiaba las tormentas eléctricas, y mucho más si estaba sola. Leyó un rato porque no podía conciliar el sueño. Recién cuando la tormenta menguó pudo dormirse. 

Al despertar, lo primero que sintió fue el perfume de los jazmines. Se levantó un tanto embotada. El cielo estaba nuevamente límpido, y salvo los charcos aislados en el patio, nada hacía pensar que un rato antes arreciara el diluvio. Mientras tomaba mate distraída en sus pensamientos, vio el jarrón: ahora los jazmines estaban amarillos y muertos, igual que si hubieran estado al sol y  sin agua todo el día. Sintió algo parecido al miedo. Un gallo desorientado cantaba como si fueran las cuatro de la mañana.
Esa noche fue la última que durmieron en su habitación. Después de hacer el amor, Fernando le propuso que armaran la carpa en el fondo.
-          El tiempo está muy raro. Creo que vamos a tener un terremoto.
Lucy no protestó. Jugando con su índice a desenredarle los pelitos del pecho aceptó con otro beso, porque sabía que él era un gran observador de la naturaleza, y que seguramente los mensajes anómalos que emitía el clima eran el anuncio de algo grave. Se durmieron abrazados hasta que un movimiento brusco los despertó. Fernando prendió la luz: la lámpara que colgaba del techo se mecía como si soplara viento.
-¿ Lo ves? - dijo Fernando. Lucy balbuceó un rezongo, se dio vuelta y siguió durmiendo.

Lo que para mucha gente fue sólo el comienzo del romance entre Perón y Evita, y de una página importantísima de la historia argentina, para otros fue una vivencia atroz. A las nueve de la noche del 15 de enero de 1944, una explosión venida desde el centro de la tierra convirtió en trece segundos a la ciudad de San Juan en sepultura de miles de personas.
La previsión por si el terremoto ocurría mientras dormían había sido tomada con el recurso de la carpa. Pero ahora, en medio de una descomunal nube de tierra, y palpándose los huesos para comprobar que, gracias al Dios en el cual ya no creía, estaba entero, feliz por eso pero angustiado por su otra mitad, echó a correr. Con el paso de los días y de los años Fernando elaboraría el macabro panorama que ofrecía esa parte del mundo. Los gritos de la gente, los llantos de esos fantasmas desfigurados por el polvo, a la luz última del crepúsculo. Pedazos de cornisas que se desplomaban, paredes rajadas que arbitrariamente quedaron en pie… Vio pasar a un hombre con un niño muerto en brazos, que aullaba “¡¡¡Me cago en Dios, me cago en Dios!!!”
Por su sentido de la orientación acertó en la dirección que debía tomar. Lucy fue esa tarde a visitar a su amiga Nydia, y allí lo esperaría. Tuvo que atravesar la montaña de escombros en que quedó convertida la catedral, aguijoneado por la ansiedad de llegar y saber qué suerte había corrido su amor. Si hubiera sido consciente de que bajo sus pies yacía un centenar de muertos tibios aun, no lo habría hecho. Unos minutos antes, otra pareja joven había ido a casarse allí, donde ahora no quedaba más que destrucción y sangre.

Las encontró en el medio de la calle, de pie y tomadas de la mano, pero con las piernas aprisionadas entre escombros hasta las rodillas. La casa de Nydia se había desplomado íntegramente. Un pedazo de mampostería golpeó el hombro izquierdo de Lucy, quien por muchos años se quejó de dolor en ese sitio, sobre todo en días de humedad. De no haber sido por la circunstancia trágica que las puso allí, habrían provocado risa: estaban como enharinadas, cubiertas de polvo, con las pestañas y las cejas blancas, y las lágrimas abrían surcos de barro sobre sus mejillas. Ni siquiera en la vejez, que es cuando la memoria se dedica a repetir lo vivido en el remoto pasado mientras borra lo que acaeció hace un instante, podía Lucy explicar cómo llegaron ella y su amiga al medio de la calle sin que las aplastara la montaña de adobes en que se transformó el edificio.
Todas las casas estaban construidas con adobes de barro y paja. Sólo resistieron algunos caserones de familias ricas que hicieron traer materiales de primera desde Europa. Después del desastre se adoptaron los ladrillos y bloques de cemento. El gobierno que catapultó a Perón a la Presidencia creó inmediatamente el Ministerio de la Reconstrucción, y en pocos años se levantaba la ciudad nueva, sobre el recuerdo de la anterior de veredas angostas y altas cornisas. Alimentado por la sangre de quince mil muertos, el subsuelo quedó atestado de gruesas columnas de hierro, de encadenados y cimientos poderosos, de ripio y cantos rodados extraídos del lecho de los ríos de montaña.
Por eso cuando a Lucy, vencida naturalmente la esterilidad de los primeros años de casada, la sorprendió el terremoto de junio de 1952 bañando a su hija, la casita del Barrio Huazihul que compraron con Fernando se mantuvo en pie y sin un solo rasguño.

Despertarse de un golpe en el suelo y con el respetable cuerpo de la propia madre encima, 

que grita “¡Tiembla! por un lado y “perdón, hijita, nos caímos” por el otro puede ser o muy 

cómico o muy traumático. En mi caso fue más lo primero que lo segundo.

Ocurrió una noche en que dormía ya profundamente. Tendría seis o siete años. El instinto de conservación de mis padres les indicaba que ante un temblor de tierra había que escapar fuera de la casa, para evitar los derrumbes.
El sacudón no fue lo suficientemente fuerte para despertarme, así que mi madre resolvió llevarme en brazos hasta el patio. Pero no contaba conque se le atravesaría la perra entre las piernas al bajar el umbral, ni que se le enredaría el zapato en una malla de alambre. Y nos caímos. Pasado el susto, todo terminó en besos y carcajadas.

Grado siete en la escala Mercalli equivale a grado cinco de Richter; son conceptos abstractos, pero dan idea de la magnitud de un sismo. Si tiembla, uno puede sentirlo o no; si está durmiendo la sensación al despertar es como si alguien se hubiera movido en la cama. Estando sentado, como si otro hubiera pateado la silla. Si al temblar uno está parado puede sentir un ligero mareo y el movimiento de la tierra bajo los pies. Renata seguía percibiendo lo mismo en algunos sitios de Buenos Aires bajo los cuales circula el subterráneo.
"Año nevador, año temblador", dice un refrán popular y se refiere  a las nevadas en la cordillera de Los Andes. La ciudad de San Juan se encuentra entre la precordillera, y la Sierra del Pie de Palo, en cuyas entrañas, dicen, hay una falla. El basamento rajado, partido en una grieta cuya hondura tal vez sea como la de una fosa marina de miles de metros. Y por entre cavernas, vestigios de antiguos corredores volcánicos, depósitos de azufre.
También el saber popular intuye que la luna interviene en los movimientos telúricos; la luna poniente es como una garra  que suelta violentamente a la tierra y todo se descalabra. O bien, cuando sale, produce una atracción tan intensa que la tierra se sobresalta. Entonces  las paredes de la fosa se entrechocan, se derrumban las cavernas subterráneas, fluyen aguas sulfurosas.

Es la noche del 8 de julio de 1971. Casi no hace frío, a pesar de la fecha. Hay luna llena y el cielo está surcado por esas nubes angostas y largas como chalinas de tul, esas que mi papá dice que anuncian temblores. Estoy en la puerta de mi casa despidiendo a mi primer novio. Despidiéndolo para siempre, porque a los catorce años hay muchas cosas que no sé, pero sí sé qué clase de hombre no quiero. Y él, que cree que todo tiene que ocurrir como en las canciones de amor, al irse me dice "adiós".
A la hora cero del 9 de julio comienza a sonar el Himno Nacional en cadena por todas las radios. Suenan la orquesta y el coro del Teatro Colón. Y suenan gritos de gente aterrorizada, aullidos de perros, brama la tierra. Al día siguiente sabremos que fue un terremoto en Chile, uno de los peores por aquellos años.

Lucy ya no es la recién casada de 1944. Ahora es una señora cuarentona, que sigue enamorada de su Fernando de corazón enorme pero un poco cascarrabias. Ese que a veces se va en excursiones de pesca con ocasionales amigos apasionados por el mismo deporte. Bajo la misma glicina de siempre, pasa  con su  hija más pequeña, la tercera, otro temblor fuerte que tuvo epicentro en algún lugar de Chile, en las entrañas del Pacífico, un mediodía de marzo de 1965. Y no puede ocultar su angustia pensando en el marido que está en medio de las  montañas, metido hasta las rodillas en el río San Juan y viendo cómo ruedan cantos enormes de granito, pendiente abajo.

Renata llora al ver a su mamá, siempre  tan serena, tan dueña de sí, ahora abatida y nerviosa. Imagina que su papá no regresa nunca más y llora, pero disfruta pensando que en la escuela sus compañeros la mirarán de otra manera, por ser la chica que se quedó huérfana, y tal vez  eso le dé privilegios. La señorita le prestará más atención a ella que a esas estúpidas de doble apellido que recitan  poesías exageradamente y que actúan en todas las fiestas patrias porque estudian danza y declamación, y porque están acomodadas. Sus papás son médicos, o abogados. En cambio el de ella será algo más importante, será un muerto, alguien conectado con el más allá, un fantasma que podrá asustar a esas tontas engreídas.
Sólo Ángeles es su amiga, tan humilde, tan campechana, y eso que es nieta de uno de los Cantoni y parienta de un gobernador. Con ella sí podrá llorar cuando la venga a visitar para  darle el pésame. Renata juega mentalmente: ya se ve en el velorio de su padre. Ella jamás vio un muerto, a pesar de haber estado en algún velatorio de barrio. Solamente ha visto el espectáculo de la cámara mortuoria con esas gigantescas coronas de flores de olor asfixiante, el cajón sobre la misma  mesa en que el finado comió hasta el día anterior, en la que seguirán comiendo sus deudos apenas vueltos del cementerio, ahora rodeada de velones encendidos, y un enorme crucifijo de plata labrada en la cabecera, pero nunca se animó a mirar a un muerto.
Enfrascada en esas fantasías escucha los gritos alborozados conque Lucy  sale al encuentro de Fernando. Desde el patio umbroso los mira en la puerta de calle abrazarse y se pone de mal humor, celosa, y antes de que él la vea corre a esconderse en su dormitorio.

Mi papá no me habla. Desde que me escondí cuando llegó de pescar está enojado conmigo. 

Yo me acerqué a mostrarle un dibujo que pinté con los lápices Staedler que me compró 

hace unos días y me miró con cara de enojado. “Salga de aquí” me dijo “Con usted no quiero

saber nada”. Si esta noche le voy a decir hasta mañana no me contestará.

Y si mañana él me saluda no sabré si contestarle o no, porque cuando está enojado nadie 

sabe cómo hay que tratarlo. 

Ellos no me quieren. Seguramente no soy su hija; me deben de haber adoptado en 

Mendoza. Mi mamá tiene una prima que adoptó una chica en Mendoza, y todos dicen que le

salió mala porque vaya a saber quiénes son los padres.

Ellos y mis hermanas tienen ojos claros, yo no. Por eso no me quieren. Como se les murió 

una bebita de ocho meses, me adoptaron, para consolarse. Pero una vez yo le escuché decir

a mi papá que para qué tuvieron hijos, si este mundo es una porquería...






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