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viernes, 17 de septiembre de 2010

PASIONES

Un día de pleno invierno en el año 2.000 me animé a ir a la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, a pedirle a su director académico de entonces, Vicente Zito Lema, que escribiera un prólogo para mi novela Tarde. Hacía ocho años que había perdido contacto con Vicente, por distintas circunstancias: fui alumna de su taller literario y luego integré por el brevísimo tiempo que duró la segunda etapa de la revista Fin de Siglo (un número, ya el segundo no salió), su Consejo de Redacción. Luego aquel grupo se dispersó, floreció la nueva década infame, en mi caso personal prioricé laburar para mantener a mis hijos. Tras varios intentos telefónicos, logré, gracias a su mujer Regine  Bergmeijer, una mina valiosísima, que me citara  en la sede de la Universidad. ¿Y por qué quise que fuera él quien escribiera ese prólogo? Porque siendo su alumna de taller me había dicho, con ese tono bonachón y afectuoso tan suyo, “algún día espero presentar tu primer libro”. Para mí era un mandato pendiente.

Mientras esperaba a que Vicente se desocupara, ví a Regine un instante y me dijo en un tono cómplice, que insistiera y que lo persiguiera para que no dejara de cumplir con mi pretensión. Luego me quedé sola un rato, sentada y absorta en mis pensamientos. Cada tanto subía y bajaba gente por la escalera, alumnos y profesores. De pronto ví un muchacho que venía de la calle, muy abrigado y con un gorro de lana calado de tal manera que sólo dejaba ver sus ojos. Me impresionaron esos ojos, y me dije, “este tipo tiene ángel”, era un magnetismo que no recordaba haber experimentado. Cuando terminó de subir la escalera, se sacó la bufanda y luego el gorro de lana, y lo reconocí: Leonardo Sbaraglia. Se metió en un salón, donde había alguna actividad relacionada con el teatro, y yo me quedé con esa emoción extraña de haberle visto el alma a una persona.

Pasaron largos ocho meses de espera hasta que, en marzo de 2001, Vicente me entregó el prólogo al que tituló “Pasiones”, tipeado en una vieja máquina de escribir, con algunas tachaduras y correcciones hechas a mano en tinta azul. Lo escribió durante una huelga de hambre que hizo junto con Osvaldo Bayer, en apoyo a los presos por el episodio de La Tablada. Se lo agradecí con todo mi corazón, y cuando me senté en el colectivo me puse a leerlo vorazmente, pero tuve que dejarlo, porque se me saltaban las lágrimas. Así que con terrible ansiedad, esperé a llegar a mi casa para leerlo. Y me pasé el resto de la tarde llorando.


PASIONES (Prólogo)


En estos tiempos signados por un crudo desencanto social y un arte al que los corifeos del poder imprimen un signo escapista, desapasionado, leemos la novela de Laura Aliaga, “Tarde”. Las sacudidas que nos provoca, acaso potenciadas por ser parte de los que sobrevivieron al naufragio de una generación, nos obligan antes de hablar de la obra misma, a trazar un breve marco referencial donde inscribir su discurso literario que, insistimos, conmueve y demanda ser leído con la atención propia de las cosas gestadas con amor.

Hay épocas en que se escriben grandes relatos históricos. Podrán verse como momentos de “inspiración” y hasta asumen las formas gratas de la “espontaneidad”. Sin embargo, una mirada a fondo percibirá que el punto de llegada es el resultado de acumulaciones sociales, el desenlace, incluso breve, de largas gestualidades de naturaleza subjetiva que se reconocen mucho más en el dolor que en el placer, aunque se gesten en la búsqueda de esa ansiada pero siempre esquiva felicidad pública, contenido ético de una utopía cuyos bordes se alejan cada vez que nos acercamos, como el agua fresca en los espejismos del desierto.
Estas épocas de excitación creciente y gestas heroicas tienen su pertinente correlato artístico –no olvidemos que el arte también puede ser visto como la personificación metafórica de la realidad -, cuyo género más efectivo es la épica. Una épica tanto más  profunda y vigorosa si los autores están involucrados como participantes, protagonistas o testigos de la propia historia social que nutre el relato.
Hay otros tiempos, en el comportamiento como en el discurso de las sociedades, diríase de llanuras sin riquezas, de hosca sequedad, donde crecen las subjetividades cerradas, sin horizonte. Aparecen generalmente tras las derrotas de las epopeyas, impulsan un racionalismo a ultranza y se declaran enemigas juradas de todo romanticismo. Ponen ante nuestros ojos una verdad que duele: la construcción de un mundo fervorosamente humano carga todavía en sus cuentas más penas y olvidos que días de fasto. Pensemos por ejemplo en los difíciles años vividos en Francia tras la caída de la comuna de París. O, más cerca nuestro, ahí están los padecimientos conocidos tras el descalabro del proyecto de cambio social que involucraba a vastos sectores de la generación del setenta.

De la euforia de la lucha, sostenida aun en las caídas y retrocesos, y de la épica poética que sublimó estéticamente incluso la muerte, se pasó raudamente al horror que animaliza la vida –tal fue la dictadura militar de 1976- y a los posteriores gobiernos civiles que se esmeraron en instituir la corrupción y la exclusión social como rostros de un poder “legitimado” con el miedo, la desesperanza y el canto castrado del posibilismo político.

Todo momento en las sociedades, aun el más exhausto, tiene un arte que lo refleja, que dice lo no dicho por otros medios y nos da la medida de la conciencia crítica social, por encima incluso de la voluntad manifiesta de los autores que expresan, en definitiva, los intereses concretos en pugna y las diferentes visiones y representaciones de la realidad. Así como la épica –en la nomenclatura aristotélica- dio su color mayoritario a las décadas del 60 y del 70, sin perjuicio que se manifestaran otras tendencias, se impone hoy en los circuitos del poder un arte congelado, a espaldas de la vida, con vanguardias resignadas y una industria cultural día a día más perversa y alienante.
Sin embargo, y a caballo de un sector de la sociedad que aun a los tumbos y con balbuceos persiste en sostener la necesidad de un mundo más humano, de carnadura ética, siguen apareciendo muestras de un arte sin olvidos, que no renuncia a la historia y se obstina en rastrear la verdad entre los escondrijos de la belleza. Es la herencia dionisíaca que todavía late en la oscuridad, en la marginación, en el silencio obligado, que abre nuevos caminos desde la voluntad y la pasión, dejando su señal de vida mas allá de las aguas inhóspitas y las tierras yermas. La novela de Laura Aliaga se inscribe con todo derecho en esta corriente vivencial que acepta las secuelas de una derrota profunda y cruenta, no las niega, pero es capaz de edificar a partir de ella las respuestas creativas que despiertan sus múltiples interrogantes, subjetivos y sociales.
Sobre la destrucción de un gran sueño que  arrastró consigo el sueño de cada uno; sobre la historicidad menguada de un poder que rechaza la historia, se alzan las voces –también esta novela- de quienes no aceptan participar de las renegaciones de la realidad, aunque se cubran con vestiduras estéticas.

Laura Aliaga encuentra en el dolor, las frustraciones y las caídas de una generación los materiales para la construcción de una identidad quebrada, allí esta la arena para su espejo. Y lo que ve en él, la imagen que se le devuelve, no es placentera, pero intuye, conoce, que al castrarse el deseo de ver (saber) se da el pie al peor de los castigos: la pérdida de la conciencia del propio ser.
En su novela “Tarde”, tras un torrente con formas de tragedia inevitable, de un destino que acecha, se muestran la infancia, los placeres y secretos familiares, las iniciaciones amorosas, las desnudeces y traiciones de los vínculos tejidos con pudor, otras veces con desparpajo. La vida cotidiana que quita retórica a la política y convierte a los héroes y heroínas del relato en criaturas que tiemblan en la tormenta, de tan humanas. No se pisotean los sueños, tampoco se convierten en excusa para dejar de soñar. La muerte está presente. Hay mucha muerte detrás de nuestras vidas. Acaso en el instante fugaz de la eternidad no tengamos en nuestra boca más que silencio, pareciera decirnos la autora,  con pudor, sin estridencias.
Se trata de una novela para entrar, delicadamente, en el alma de una mujer de nuestra época. Lastimada, muy lastimada, en tanto encarna una sumatoria de naufragios en un destino de muchos que vuelve suyo, íntimo. Como alertándonos que en la redención social de los padecimientos colectivos el alma deberá verse como una unidad irrepetible. Que si el destino es único también lo será su epifanía.
La escritura de Laura Aliaga  se nutre en el deseo de la vida, tensionado desde las pérdidas y la conciencia de un gran vacío, que se resiste a las palabras. De allí que la vida de quien relata nazca, paradójicamente, a partir del terremoto que la violenta, en lo real y en lo simbólico, y que en el desenlace de la saga, como en toda tragedia, haya un thánatos harapiento que hiede y nos sella los labios.
Cierto es que los relatos históricos quedaron truncos, que la epopeya no asoma en el horizonte, pero la lectura de esta obra nos deja el consuelo –y en la humilde brasita persiste el fuego- de pensar que en tanto se reconstruyen las historias particulares queda latente el mandato de crear lo nuevo.

Buenos Aires, Marzo de 2001                                           

 VICENTE ZITO LEMA
















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