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domingo, 10 de diciembre de 2023
A 40 AÑOS DE RECUPERADA LA DEMOCRACIA: DE PERROS Y MACHIRULOS
DE PERROS Y MACHIRULOS
A los veinticinco años tenía una bebita, militaba en política en la última época de la dictadura, atendía su casa y tenía un perro atorrante que vivía yéndose a la calle, era la mascota de toda la cuadra y alrededores. El Negro; en varias ocasiones desapareció por varios días, pero luego volvía, bastante estropeado, flaco y muerto de hambre. Su gracia más destacada era saltar por la medianera y desplumarle los pollos al vecino, un militar retirado, sordo e impertinente, que solía atronar con sus estornudos. Ella le gritaba desde la cocina “¡Salud!”, pero el viejo ni se enteraba. El Negro hacía toda clase de fechorías, rompía las sábanas y toallas colgadas al sol, volcaba el tacho de basura y hasta mordisqueaba pañales descartables sucios. Cuando la nena empezó a comer en su sillita alta, el perro limpiaba el piso de todo lo que a ella se le caía. Pero era verdaderamente un demonio ese animal, tanto, que la mujer quería deshacerse de él de cualquier manera. Averiguó que podía envenenarlo con extracto de nicotina, muy fácil de elaborar con los puchos de los ceniceros, pero no tuvo corazón. Recordó los perros que tuvo en su infancia y que murieron envenenados con estricnina, los intentos desesperados de su padre por salvarles la vida, los estertores espantosos que sufrían y la muerte horrible en la que terminaban. Un día, durante una reunión política, con el perro yendo y viniendo entre los compañeros que lo saludaban y mimaban (hay que reconocer que era simpático y comprador el muy atorrante) la mujer tuvo la mala idea de mencionar lo cansada que la tenía el sinvergüenza, y lo que había pensado hacer para mandarlo al otro mundo. ¡Para qué! Saltó Norberto, también apodado el Negro, y se despachó diciéndole que era una mala mujer, que se merecía lo peor, en fin, un poco en tono de broma, pero visiblemente indignado. No hubo forma de hacerle entender que sólo fue un pensamiento en un momento de enojo porque el perro había hecho tiras una sábana colgada en la soga, pero desde ese momento quedó un resquemor, una desconfianza entre ambos.
Norberto era un hombre rudo, cincuentón. De su época de preso durante alguna de las dictaduras posteriores al derrocamiento de Perón decía que había estado “en la universidad” y contaba anécdotas tremendas, tanto de los malos tratos recibidos en la cárcel como de la camaradería y solidaridad experimentada con sus compañeros de encierro. Estaba casado, tenía dos hijos adolescentes, y era lo que para entonces se consideraba un macho peronista. Bien macho, como que no permitía que su mujer trabajara y se ponía furioso si alguien mencionaba que su hija en cualquier momento tendría un novio. Entonces circulaba el típico “chiste” de la escopeta del padre para ahuyentar a los pretendientes.
Otro compañero de ese tiempo previo a la vuelta de la democracia era Juan José, tenía un apellido alemán que bien podría traducirse como “Plata suave”, o algo por el estilo. Otro modelo de peronista de la primera hora, de los que habían vivido el 17 de octubre del ’45 en la Plaza de Mayo cuando eran adolescentes. En los actos de campaña siempre hablaba en una tarima o escenario, y repetía como un latiguillo que el peronismo es un movimiento, porque lo que no se mueve se estanca y lo que se estanca se pudre. Ya todo el mundo sabía que en algún momento del discurso iba a pronunciar esas palabras y lo tomaban para la chacota. Juan José bautizó a la beba como Isabelita, lo que no le causaba mucha gracia a su mamá. Se reunían con otras compañeras y compañeros en una Unidad básica del barrio, que no duró abierta mucho después de las elecciones de octubre de 1983, en las que perdió el peronismo. No obstante, el 10 de diciembre, día en que asumió Alfonsín, hubo empanadas, vino, música, un borracho del conventillo cantando milongas reas como “Amablemente”, aquella en la que el tipo encontró a la mina con otro, la mandó a cebarle unos mates y luego, amablemente, le encajó treinta y cuatro puñaladas, lo que todo el mundo festejaba con risas y aplausos. Cuarenta años después resulta increíble, en el ambiente se respiraba machismo, el mundo era notoriamente masculino, las mujeres sólo acompañaban, en las reuniones participaban y opinaban, pero las decisiones las tomaban los hombres. Ellas se encargaban de las tareas domésticas también en el local político, limpiar, preparar el mate o café, hacer empanadas para las fiestas, en fin, todas esas tareas por siempre consideradas femeninas. De aquel grupo salieron dos concejales mujeres, pero siempre estuvieron rodeadas y custodiadas por Norberto, Juan José y otros hombres. Les hacían de choferes, guardaespaldas, no las dejaban ni a sol ni a sombra. Una, soltera eterna, la otra viuda sin haber tenido jamás el cadáver del marido, porque lo desaparecieron los milicos. Eran mujeres bravas, esas se salían del canon femenino aun para la época, pero en algunos aspectos conservaban ese pensamiento tradicional acerca de los roles según el género, bastante homofobia, lo que era moneda corriente para entonces.
Una vez cerrada la Unidad básica el grupo se fue disolviendo, los que habían accedido a cargos políticos se dedicaron a sus tareas, y fueron dispersándose, dejaron de verse con la asiduidad que lo hicieron antes. El local central estaba ubicado en Morón, así que a veces se reencontraban allí. Las vidas personales de cada uno fueron tomando distintos rumbos también, más hijos, trabajo, estudios, enfermedades, muertes.
Unos años después, tal vez en los ’90, Norberto fue protagonista (aunque nunca se enteró) de un hecho que pudo ser un escándalo, pero por obra de la solidaridad de género no pasó de ser un chisme murmurado por lo bajo. Como buen macho que se precie, tenía una amante. Tal vez su santa mujer lo sabía y callaba, se aguantaba, porque total, era con ella que dormía todas las noches. A ella y a los chicos nunca les había faltado nada. Ahora tenía a los nietos, y ellos llenaban su vida. El Negro, ahora con más de sesenta años y todo tendría sus necesidades y ella ya no tenía ganas… él se buscaba por ahí lo que ella no le daba. Toda la vida el marido volvió tarde a la casa, por las reuniones políticas, por sus actividades, ella ni preguntaba.
Pero una noche no volvió. Eran las ocho cuando ella se levantó y notó la ausencia de Norberto, se preocupó algo, pero pensó que tal vez en cualquier momento aparecería. Salió a hacer compras para el almuerzo, como cualquier día, la carnicería, la verdulería, la panadería, la rutina de siempre, conversó con algún vecino o vecina y regresó a su casa. El Negro no había vuelto. Ya eran cerca de las once. Empezó a cocinar, y a eso de las doce decidió llamar a su hijo.
-Mamá, estoy en el laburo, ¿qué pasa? – Ella le explicó la situación.
-Bueno, no te preocupes, ya va a aparecer.
Pero no apareció. Ahora llamó a su hija, y esta sí se preocupó.
-Voy para allá-
Al rato llegó la hija con su bebé. Ya era más de la una. Almorzaron juntas, pero nerviosas. No habían decidido aún qué hacer, a quién llamar para preguntar cuando sonó el timbre. Era la policía; venían a avisar que habían encontrado a Norberto en su auto, fallecido: un infarto, un ACV, algo que debería confirmar la autopsia. Por protocolo tendría que ir algún familiar a reconocer el cadáver, aunque lo habían identificado porque tenía todos los documentos encima.
Cumplidas todas las formalidades ocurrió el velatorio, cochería céntrica de Morón, se llenó de compañeros peronistas, algún diputado, algún senador provincial, algún eterno candidato a intendente que no fue… la familia llorosa, digna, luto, coronas con letreros “TUS COMPAÑEROS DE LA AGRUPACIÓN TAL”, “CONCEJO DELIBERANTE”. El entierro, con discursos largos y discursos breves, en fin, los habituales y repetidos ritos de la muerte. Por supuesto, entre los dolientes estaba su amigo Juan José “Plata Suave”. Muy callado y con cara circunspecta, por momentos se lo notaba incómodo, evasivo. Tenía sus motivos.
Esa madrugada recibió un llamado telefónico desesperado. Era la amante de Norberto, supongamos que se llamara Mirtha. El hombre se le había muerto en la cama y ella no sabía qué hacer: si llamaba a la policía se iba a ver involucrada como sospechosa de un crimen, todo el mundo se iba a enterar de su relación clandestina, habría sido un escándalo gigantesco para el mundillo de la política local. Y la única persona de confianza que podía ayudarla era Juan José, el gran amigo y compañero del Negro. Él se levantó y salió disparado hacia la casa de Mirtha. Rápidamente, y antes de que actuara el rigor mortis, vistieron al muerto, lo peinaron y lo sacaron a la calle. Con la ayuda de un linyera joven y morrudo a quien Juan José tiró unos mangos, lo depositaron sentadito al volante de su auto, y lo dejaron ahí, esperando lo que efectivamente ocurrió unas horas después, que lo encontrara alguien y diera parte a la policía.
El chisme llegó un tiempo después a oídos de la compañerita (ya una mujer madura), aquella que fue juzgada por Norberto por desear matar a un perro atorrante. Comparado con las tropelías y complicidades de estos machos de pelo en pecho, aquello realmente resultaba una nimiedad. Sintió lástima por esa muerte tan poco digna, pero ningún respeto. Casi como un perro, muerto en la calle.