Me estaba arreglando para ir al acto del 25 de
Mayo con la mayor de nuestras hijas que iba a primer grado; me vestí, me pinté un
poco. Él me observaba desde la cama y me dijo: “Estás muy linda. Vas a tener
que empezar a buscarte otro…” Yo protesté, ofuscada, “cómo se te ocurre, no
digas pavadas”. Hacía tres días que masticaba sola lo que los médicos me habían
dicho, cuando me citaron para darme el diagnóstico: leucemia mieloblástica
aguda. “Su marido tiene un cinco por ciento de posibilidades de sobrevivir”.
Salí del hospital como perdida, anonadada por la angustia, pero en el viaje de
regreso me sobrepuse para llegar a casa con la mejor cara y transmitirle optimismo.
Con eso viví tres días, sin saber cómo manejarlo, si debía decírselo o no, ni
cómo hacerlo. Pero esas palabras suyas me decidieron: él tenía conciencia de la
gravedad de su estado. Por eso tomé coraje y a la noche de ese 25 de Mayo le
conté (sin mencionar lo del cinco por ciento) lo que los médicos me habían
dicho, y cuál era el tratamiento a seguir que incluía un posible trasplante de
médula. Me compadeció él a mí por haberme callado semejante cosa durante tres
días, y a partir de ese momento se dispuso a luchar como un titán hasta el fin, en otra fecha patria.
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