¡Quién hubiera dicho!
Nadie podía imaginarlo en ese
entonces. Era un niño flaco, muy blanco y de pelo amarillo como barbas de
choclo tierno. Llamaba la atención su marcado acento porteño. Ahora saco
cuentas: él debía tener nueve años, yo once, y por supuesto, los varones más
chicos que yo me resultaban muy estúpidos y molestos. De hecho, con éste no
crucé palabra en ningún momento durante ese fin de semana que coincidimos en la
casa de sus tíos, en Cieneguita (sí, es Cienaguita, pero en San Juan lo
decíamos así). El pibe se la pasaba jugando al fútbol con otros chicos,
gritando goles y penales, y no se diferenciaba del resto salvo, como ya dije,
por su blancura y su pelo rubio entre los otros que tenían la tez oscura y
rasgos huarpes. Según Wikipedia, en ese tiempo el rubio debía estar en Chaco,
Córdoba o Buenos Aires, pero yo puedo asegurar que, al menos por ese fin de
semana de agosto o septiembre de 1968, estuvo en San Juan.
Cieneguita era un pueblo minero, al
sur de la provincia, un caserío en medio del páramo, al pie de la pre
cordillera, y no parece haber cambiado mucho en cincuenta años. Por entonces,
mi papá se ganaba la vida viajando de pueblo en pueblo en su Fíat 600. Vendía
ropa, relojes, enseres varios, pequeños electrodomésticos. Su natural afable le
valió algunas amistades, como la de esta familia que aquel fin de semana
celebraba algún cumpleaños u otro acontecimiento importante, no recuerdo bien,
pero nos habían invitado a mis padres y hermanos, con alojamiento incluido en
su casa. La memoria me retacea algunos datos, pero tengo presente un edificio
tipo chorizo, algo tétrico por la falta de luz eléctrica, y por el aspecto de
la señora, Doña Ceferina, quien conformaba con su marido una pareja bastante
llamativa: él era un gringo de ojos verdes, descendiente de vikingos, enorme,
altísimo; tenía la piel oscurecida por el sol, lo que resaltaba sus ojos claros.
En cambio, ella era una india huarpe de fisonomía tosca, piel morena surcada
por marcadas arrugas (aunque no debía tener más de cincuenta años), ojos negros
de mirada torva, siempre callada, sigilosa, inquietante. Tenían indeterminada
cantidad de hijos e hijas de todas las edades, desde adultos ya padres o madres
hasta preadolescentes, y en muchos predominaban las facciones y los ojos del
padre. ¡Y eran primos del rubio con acento porteño! Pero en esos momentos yo no
tenía idea de eso, sí recuerdo que me incomodaba por momentos sentirme
observada por alguno de los muchachones de la casa.
Hubo mucha gente en la fiesta, buena
parte del pueblo que no debía tener más de trescientos habitantes, y los
forasteros, entre los que nos encontrábamos mi familia y yo, y
el rubio
aporteñado y la suya (francamente, no recuerdo con quién estaba el chico).
Abundaban el cordero y el chivito asados, empanadas sanjuaninas bien jugosas, y
vino, por supuesto. Los jóvenes y adultos bailaron en el patio de tierra
apisonada y regada: tango, pasodoble, cumbia por los Wawancó, Palito Ortega,
Leo Dan, Los iracundos… Yo me aguanté el sueño hasta muy tarde porque no quería
irme a dormir sola en esa casa desconocida, esperé a que mi mamá se decidiera a
acostarse y me llevara con ella. Por la mañana todo se veía diferente a la luz
del sol; los miedos nocturnos se habían disipado, pero el aspecto de Doña
Ceferina era todavía peor, se la veía demacrada, ojerosa y siniestra. Por
muchos años, el apellido de aquella familia estuvo ligado al episodio que vivió
mi papá un tiempo después de la fiesta, pero más precisamente el nombre
recordado por siempre sería el de ella, Doña Ceferina que vaya a saber qué
apellido tendría.
Tengo grabadas algunas imágenes del regreso a la ciudad de San Juan en el Fíat 600: el camino de ripio bordeado por viñedos, entre el pueblo de Cieneguita y la ruta 40, y luego el atardecer, rumbo al norte. Nunca volví a aquel lugar, que quedó signado por la experiencia que relató mi padre y que motivó que tampoco él volviera a pisar ese pueblo. Y de aquel niño flaco y rubio con acento porteño casi me olvidé para siempre, ¡quién hubiera dicho que se volvería famoso y que yo lo conocí! Es probable que él tampoco haya vuelto por allá. Según Wikipedia, dos años después se radicó con su madre en Estados Unidos, justo cuando yo empezaba a desarrollar mi conciencia política y reafirmaba mi aversión por el imperialismo yanqui, vehementemente cultivada en mi familia, al punto de no aceptar ninguna virtud posible vinculada con ese país y sus habitantes. Tuvieron que pasar muchos años y ejercitar por mi parte un pensamiento analítico para discernir que pueden existir yanquis buenos, críticos del sistema, contraculturales y hasta de izquierda. Pero, volviendo al pibe rubio, primo de los que llevaban su apellido en Cieneguita, modesto caserío en el departamento Sarmiento del sur de San Juan, supongo que a sus padres también habrán llegado noticias de las extrañas actividades nocturnas de su tía Ceferina, y no habrán querido saber más nada, digo yo.
El caso es que, en cierta ocasión, al
finalizar una jornada comercial en Cieneguita, mi padre puso rumbo hacia la
ruta 40 en su Fíat 600, vehículo que, como todo el mundo sabe (hasta yo, que
soy una ignorante en materia de mecánica) tiene el baúl adelante y el motor
atrás. Esto último daba origen a un cuadro muy común en los caminos de la
patria: infinidad de “fititos” detenidos en la banquina con el motor
recalentado, a veces humeante. Era la última hora de la tarde, aun en invierno,
por lo que a mi padre lo sorprendió la noche en medio de aquel camino de ripio
bordeado de viñedos, sin tránsito alguno. Era un hombre muy racional, ateo
desde su juventud, después de haber sufrido una recia formación católica como
pupilo en colegio de curas salesianos, donde “alguna vez creyó”, según sus propias palabras. Sin embargo, no
dejaba de sentir respeto por algunas manifestaciones extrasensoriales que su
racionalidad no podía explicar. Es oportuno decir también que, sin ser
abstemio, bebía muy mesuradamente y siempre en ocasiones sociales.
Pero, volviendo al Fíat 600 y su
mecánica, sobre la que mi padre era gran conocedor –autodidacta, como en tantas
otras materias-, el motor de aquel modelo ’62 tenía cuatro válvulas, dos de
admisión y dos de escape. Si las válvulas se desconectan, el motor deja de
funcionar, pero el detalle es que la única manera de desconectarlas es por la
acción de una mano humana. Ya era noche completamente cerrada sobre el camino
que une Cieneguita con la ruta 40 cuando el auto se detuvo. Se bajó mi papá con
una linterna en la mano, abrió la tapa del motor para detectar el problema, y
escuchó un aleteo detrás de sí, seguido de una carcajada aguda. Apuntó con la
linterna hacia el sitio donde creyó que estaría “aquello”, pero en ese momento
se produjo el mismo fenómeno a sus espaldas. Se sobrepuso a la impresión porque
supo que si se dejaba ganar por el miedo la pasaría muy mal y se concentró en
el motor. Las cuatro válvulas estaban desconectadas. Las puso en su lugar,
cerró la tapa del motor y rápidamente arrancó y continuó andando. Uno o dos
kilómetros más adelante nuevamente el vehículo se paró, y otra vez los aleteos,
las carcajadas a sus espaldas, las válvulas desconectadas, el esfuerzo de mi
papá por no paralizarse y seguir andando. Esto se repitió un par de veces más,
hasta que por fin llegó a la ruta. A poco andar había una estación de servicio
con un bar, allí paró para relajarse. Pidió un café, y mientras esperaba en el
mostrador comentó con el dueño y con otros parroquianos que como él hicieron un
alto en el camino lo que le había pasado. “¡Doña Ceferina!” dijeron varios al
unísono. Le hicieron saber que era habitual que la mujer saliera por las
noches, transformada en un pájaro negro que en lugar de graznar lanzaba una
carcajada aguda, a asustar especialmente a los forasteros.
Años después, otras dos personas que
conocimos en la familia refirieron experiencias similares, atribuyéndolas a una
bruja del lugar, llamada Ceferina. Uno era un joven sanjuanino que había pasado
alguna vez por Cieneguita, el otro un abogado cordobés que llevó adelante algún
litigio relacionado con la explotación minera.
Ha transcurrido más de medio siglo
desde aquello, los tíos del rubio famoso son finados hace mucho tiempo, y
estarán, seguramente, sepultados en aquel modesto cementerio en medio del
campo, enmarcado en montañas precordilleranas, con su suelo árido sin una
brizna de pasto, con sus tumbas dispuestas desordenadamente, algunas cruces
torcidas, improvisadas cercas de hierro forjado y mucha flor artificial
desteñida por el sol inclemente. Un escenario ideal para una película de género
fantástico, en la que se podría introducir la historia de la mujer convertida
en ave nocturna que tiene un graznido risa.
Del
guion me encargaría yo; sólo faltaría
conseguir
quien la produzca y quien la dirija. Ya pensé en uno de los protagonistas: el
famoso rubio de apellido danés que vuelve cada tanto a la Argentina, filma
alguna película, va a ver los partidos del club de fútbol de sus amores, come
choripan y toma vino de caja en la cancha. Después asiste a la ceremonia de
entrega de los Óscar con la camiseta de dos colores debajo de su smoking. Graba -en perfecto idioma argentino- mensajes de repudio a los gobernantes
neoliberales que trataron de destruir la industria cinematográfica nacional.
Sí, sí, el de la famosa trilogía de Tolkien, ese mismo, resulta que era sobrino
de Doña Ceferina y su marido nórdico. ¡Y yo lo conocí! ¿Quién hubiera dicho?
Estaré atenta a su próximo viaje a Buenos Aires para hacerle la propuesta, ¿por
qué no intentarlo?
Diciembre 2019.